Escribir
para un tiempo que no había llegado.
La narrativa de Fina Warschaver.[1]
Por Elsa Drucaroff
"Figura
solitaria en la literatura argentina. No pertenece a ninguna escuela
y a veces parece que no pertenece a ninguna época", se dijo de
Silvina Ocampo. Estas palabras, sin embargo, también describirían con
precisión a Fina Warschaver (1919-1989), valiosa narradora, dramaturga,
poeta, ensayista y música casi desconocida. Warschaver pertenecía al
Partido Comunista Argentino, cuya fuerte influencia cultural se mantuvo,
con continua decadencia, hasta la irrupción de la dictadura militar
de 1976. Los críticos del entorno comunista consideraban a la estética
realista y a la denuncia política factores suficientes para celebrar
una obra literaria y Warschaver fue saludada por su primera novela,
El retorno de la primavera, como un nuevo Roberto Arlt, con todas
las connotaciones de “realismo comprometido” que el mote tenía entonces.
Pero ya la segunda, La casa Modesa, de 1949, fue juzgada por
“formalista”.
Es que
La casa Modesa no sólo se atrevía a experimentar (de modo bastante
solitario en el contexto de la narrativa argentina de entonces) con
la estética joyciana, las técnicas del fluir de la conciencia, el trabajo
con la subjetividad, el tormento, la asociación libre, las confusiones
entre lo alucinatorio y lo real. Hacía además algo que era completamente
inédito y audaz: daba voz a una subjetividad que hasta ahora no había
hablado, la del ama de casa. Un ama de casa que –sin ostentación
ni declaraciones, pero sin ningún disimulo- era también lectora, escritora
y militante política.
La voz
que hablaba en esos cuentos, a menudo como protagonista de la trama,
era una voz femenina que reflexionaba con brillante profundidad filosófica
sobre la especie humana y que al mismo tiempo se angustiaba por las
medias que había que remendar para sus hijos o el agua que se había
caído sobre el piso encerado, una voz que podía detenerse conmovida
en los sutiles gestos con que los niños expresan su dolor, su humillación
o su vergüenza, y en los nada sutiles mecanismos políticos de la humillación
colectiva y social; una escritura de la subjetividad, de los pensamientos
obsesivos y angustiantes del encierro doméstico, que coexistía con la
observación comprometida de la realidad histórica argentina.
Puede entenderse
que semejante coexistencia suponía, en ese tiempo completamente insensible
a la cultura femenina, un escándalo mayúsculo, pero un escándalo sobre
todo inconsciente de sí mismo, que se expresaba como incomprensión y
desconcierto, aunque también como admiración. Una admiración reticente,
extrañada, que no eludía el reproche. Así fue como La casa Modesa
cosechó elogios ambiguos, por ejemplo la carta que Elías Castelnuovo,
que a su vez tenía una muy difícil relación con el Partido Comunista,
envió a la autora:
“Si se
tiene en cuenta que La casa Modesa ha sido escrita por una mujer:
muy bueno. Sabe usted escribir, sabe pensar y también construir. Su
fuerte, no obstante, a mi juicio, es su punto vulnerable. Porque su
fuerte –el psicoanálisis- es de doble filo. Para frecuentar los así
llamados territorios nocturnos del alma y proyectar allí alguna luz
se requiere una valentía y una franqueza difícil en el hombre, casi
insalvable en la mujer. Insisto, para su gobierno, que usted tiene condiciones
literarias nada frecuentes en la mujer.”[2]
Por todo
esto el Partido, esa poderosa institución crítica de la vieja izquierda
que antes le había abierto las puertas del Parnaso, perdonándole explícitamente
su condición de mujer, ahora la expulsa, precisamente porque esa literatura,
pese a su compromiso político y su auténtica intención de participar
artísticamente en una lucha más amplia, no logra ni quiere disimular
su especificidad femenina.
Luego de
La Casa Modesa, Fina escribió –además de otras cosas- otras tres
obras narrativas: El hilo grabado (1961), Hombre-Tiempo
(1973) y una nouvelle que quedó inédita, La alternativa. De este
corpus elegimos los cuentos de Hombre-Tiempo (Secuencias de Amós),
publicado en 1973. Si Silvina Ocampo trabajó generalmente con la narrativa
decimonónica, deshaciendo bruscamente la "belleza" de un estilo
refinado, Warschaver exhibe por el contrario una escritura musical y
perfecta que incursiona en las rupturas de las vanguardias del siglo
XX pero también las deshace, las desobedece, las sostiene sólo a su
manera. Obsesionados en una reflexión filosófica extremadamente original,
los cuentos de Hombre-Tiempo utilizan el vértigo de la asociación
libre, la ruptura de la sintaxis y la lógica temporal y otros recursos
vanguardistas para crear una literatura que no se parece a nada.
Hombre-Tiempo
es un libro ilegible en 1973 porque, pese a que su título remite a los
valores que la época considera positivos en una obra de arte, habla
de un tiempo de la experiencia femenina. Un crítico sensible como Norberto
Soares se confiesa, frente a este libro, honestamente estupefacto. Percibe
algo incalificable en ese desborde de escritura, algo que casi alcanza
a definir: "Se trata, en definitiva, de convertir al lenguaje en
un camino a través del cual surgirán las imágenes y obsesiones de un
tiempo interior, en el cual pasado y presente se hallan íntimamente
vinculados".
¿Cuál es
la clave de esa diferencia entre el tiempo histórico-social que la mirada
masculina, acostumbrada a manejarse legítimamente en el espacio público,
a protagonizar con grandes actos su devenir, ha sido capaz de captar
en grandiosos frisos, y el "tiempo interior" de los cuentos
de Warschaver, el que vincula en ciclos el pasado y el presente y no
es público, es interno? Es el latido íntimo, el tiempo que las mujeres,
asociadas ancestralmente con los ciclos de la naturaleza, entregadas
a los ritmos de la menstruación, el embarazo y el parto, destinadas
por la cultura a preservar la memoria familiar, los pequeños relatos,
tener un rol protagónico en los rituales hogareños de la vida y de la
muerte, son a menudo capaces de registrar con una sensibilidad especial.
Es el tiempo que Warschaver cree leer en Borges, tal como plantea en
un bello fragmento de su diario íntimo:
“Leyendo
El hacedor, de Borges, pienso que los comunistas somos seres que hemos
perdido la capacidad de sentir y conmovernos por las pequeñas cosas
que son las que mejor revelan el Universo. Los orientales lo sabían
bien, en una brizna de paja abarcaban el mundo. (...) Nosotros queremos
abarcar el tiempo y la historia, es decir, tenemos una visión panorámica
de todo pero ella es, necesariamente, epidérmica. La directriz del movimiento
borra de nuestra vista el hecho, la anécdota, y caemos en las generalidades.
Basándonos en lo descubierto por Marx –quien no procedió en nuestra
forma sino como todo experimentador, guiándose por la observación-,
nuestra concepción del mundo ya no nos permite avanzar, porque fija
y detiene nuestro pensamiento. Adoro ese polvillo de lo cotidiano que
hay en artistas como Borges, y que a nosotros nos faltará siempre. A
menos que abandonemos nuestra mentalidad totalitaria.”[3]
Y son estas
anécdotas de la vida y de la muerte las que, por ejemplo, en “Vender
un recuerdo”, llevan a una voz femenina desatada, verborrágica, a intentar
convencer al dueño de una inmobiliaria del dinero que vale una casa.
Un súbito narrador en tercera persona clausura la casa y el texto: “Cerró
la casa, y al guardar las llaves encontró en el bolsillo el pedacito
de yeso con que marcaba los moldes de sus vestidos y, maquinalmente,
escribió en la puerta de hierro: Aquí vivió un marido. Se murió Pato.”[4]
Aunque
la asociación libre y el absurdo construyen estos relatos con ecos surrealistas,
Warschaver no comparte las preocupaciones del surrealismo.[5]
Aunque
la fusión de géneros -narrativa y el ensayo filosófico- es influencia
de Borges, ella no toma de él sino -lo sepa o no- de su propia e innombrada
experiencia femenina, sus obsesiones. Desde esa experiencia se suceden
el desorden temporal, las incoherencias y la coexistencia de vivos y
muertos en "La carrera imposible", o se multiplica a un protagonista,
Amós, varón y hacia el final, mujer, que atraviesa -siempre diferente-
casi todos los relatos.
En “El
último judío”, las armonías musicales y la riqueza de las imágenes
sensoriales contrastan con la tensión de un conflicto no resuelto.
Poco debe haber gustado en el entorno de la vieja izquierda que una
escritora planteara el problema de la identidad judía en 1973, cuando
la política internacional soviética frente a Medio Oriente dictaba la
posición sobre el tema. Ser judío (o, en general, ser diferente) no
era en este entorno un problema, sobre todo desde esa visión panorámica
que Fina tan bien subraya y cuestiona en su Diario.
“Lo uno
no puede dividirse sin dejar de ser”, enfatiza desesperado Amós, cabalista,
inmigrante, religioso, frente a su querido alumno que se enamoró de
una mujer no judía, quien le objeta: “¿No cree, maestro, que, en cambio,
en vez de uno, siempre igual a sí mismo, seremos dos unos y después
cuatro, y así seremos muchos más que ese uno que se mira a sí mismo
en un espejo inmutable?”
Con esta
pregunta llena de sugerencias, Warschaver está rompiendo desde la literatura
la cárcel del monismo hegeliano, esa tarea que emprenderá algunas décadas
después la filosofía feminista.
En “El
último judío”, la perspectiva del joven invade la escritura, el ser
judío se extiende y disuelve en una humanidad donde “todos, completamente
todos, son una infinitésima parte de nosotros”. El conflicto parece
resuelto en los términos “políticamente correcto” de la izquierda antisionista
de la época, pero nada es tan sencillo: la memoria milenaria de su pueblo
aparece ante Amós desandando los tiempos, fusionando mito e historia.
Una mujer madre irrumpe e interroga: “¿Y quién recordará?”. Es la matriarca
Raquel, pero no solamente: también es la entrañable “máma” muerta del
memorioso Amós. Con una pregunta materna sin respuesta termina un cuento
donde memoria y maternidad ponen en tensión toda certeza.[6]
Hacia el
final, Hombre-Tiempo representa lúcidamente, en su propia escritura,
el peligro de estar escribiéndose: "Optimistus (...) le grita:
‘Aquí está el Ave Cantore. Él te publicará Hombre-Tiempo’. Con
la voz rallada del mimetismo, el Ave Cantore flota a la altura de la
rodilla de Amós. Y en su mirada hay una total reprobación. ‘Tenemos
que discutir tu libro’. ‘No puedo discutir mi sangre’, contesta Amós,
sintiendo que va a entrar en un terreno resbaladizo cuando, con una
pequeña agachada, podría conciliarse la benevolencia del Ave y la posible
publicación del libro, antes aún de haberlo escrito. (...) Y le arroja
la primera piedra. ‘¡No cederé!’ Amós se toca la frente, la sangre le
chorrea hasta la nariz. Y sus piernas vacilan, sus piernas blancas de
mujer. ‘¡No cederé!’ Todo él es ahora una masa caliente de mujer caída
en la plaza desierta."
Porque
Fina no cedió hoy se incorpora y se instala en nuestra gran literatura.
Pareciera que llegó su tiempo, el que sí puede leerla, pareciera que
por fin su soledad empieza a terminarse.
Notas:
[1] Aunque con modificaciones y algunos agregados, este
trabajo retoma una parte de mi artículo “Pasos nuevos en espacios diferentes”,
incluido en: Drucaroff, Elsa (dirección) La narración gana la partida.
Volumen 11 de la Historia Crítica de la Literatura Argentina,
dirigida por Noé Jitrik. Bs. As., Emecé Editores. 2.000.
[2] Carta de Elías Castelnuovo a Fina Warschaver en
1949. Citada por Claudia Bernazza, “Una inteligencia en libertad. Fina
Warschaver y la escritura femenina en el mundo de los hombres.” La
Prensa, Bs. As., 5-3-95.
[3] Fina Warschaver, Diario, 25 de julio de 1971.
Inédito.
[4] Un análisis de este relato está desarrollado en
"Tiempo femenino en la ciudad",
en un número anterior de Everba, Fall 2003.
[5] “Su incursión en el surrealismo y la estética psicodélica
se reflejan en algunos cuentos de Hombre-Tiempo, pero hay en
ellos una latente presencia de mujer convencida, frente a las vanguardias,
de que su propia óptica es la que cuenta.” Claudia Bernazza, op. cit.
[6] El cuento se potencia si se piensa que Fina Warschaver
no se casó con un judío.
Links:
Tiempo
Femenino en la Ciudad, Sobre Hombre/Tiempo, de Fina Warschaver,
por Elsa Drucaroff (everba Fall 2003)
Elsa
Drucaroff (1957) es escritora, crítica literaria y docente. Publicó
los ensayos Mijaíl Bajtín, la guerra de las culturas (Bs. As., Almagesto,
1995) y Arlt, profeta del miedo (Bs. As., Catálogos, 1998); las novelas
La patria de las mujeres. Una historia de espías en la Salta de Güemes.
(Bs. As., Sudamericana, 2000) y Conspiración contra Güemes. Una novela
de bandidos, patriotas, traidores (Bs. As., Sudamericana, 2002). En
2000 dirigió La narración gana la partida, el volumen 11 de la Historia
Crítica de la Literatura Argentina dirigida por Noé Jitrik que está
publicando Emecé. Dicta ocasionalmente seminarios en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA, donde investiga, y en el Instituto Superior
del Profesorado Joaquín V. González, de donde egresó, tiene a su cargo
el Seminario de Literatura Contemporánea en Lengua Española. Actualmente
trabaja en una nueva novela.