TIEMPO
FEMENINO EN LA CIUDAD[1]
Sobre Hombre/Tiempo, de Fina Warschaver
por Elsa Drucaroff
¿Tiempo
y ciudad femeninos?
¿Por qué
hablar de tiempo y de ciudad como representaciones femeninas? Porque
postulo que hay modos de representación del tiempo y de la ciudad que
son culturalmente masculinos, y que desde la otra perspectiva tienen
diferencias sustanciales. Podríamos decir que esas construcciones espacio-temporales,
los cronotopos, que Bajtín definió y enumeró, armando un relato posible
de la literatura y el arte de occidente,[2]
son construcciones masculinas, y que si no hay casi cronotopos femeninos
en la historia literaria es por la marginación de la perspectiva de
las mujeres en la producción cultural.
El desarrollo
de instrumentos teóricos nuevos donde la perspectiva de las mujeres
empieza a poder semiotizarse, permite leer en los relatos de Hombre/Tiempo,
de Fina Warschaver,[3] un cronotopo particular
femenino, que espero describir para ustedes. Pero antes de entrar en
el tema, vale la pena dar algunos datos sobre esta autora argentina,
notable y sin embargo casi desconocida.
Sobre
Fina Warschaver
“Voy
a morir sin dejar rastro”
F.W., “Epitafio en movimiento”
La originalidad
y el talento de esta escritora solitaria es tan fuerte como secreta
su existencia. Fina Warschaver nació en 1910 y falleció en 1989. Fue
narradora, poeta, dramaturga, ensayista y música. Fue también una relegada
integrante del Partido Comunista Argentino, cuya fuerte influencia cultural
en el país se mantuvo, con continua decadencia, hasta la irrupción de
la dictadura militar en 1976. Como se sabe, los críticos del entorno
comunista consideraban a la estética realista y a la denuncia política
factores suficientes para celebrar una obra literaria y Warschaver fue
saludada por su primera novela, El retorno de la primavera, de
1946, como un nuevo Roberto Arlt, con todas las connotaciones de “realismo
comprometido” que el mote tenía entonces. Pero ya la segunda, La
casa Modesa, de 1949, donde se experimentaba con la deformación
temporal, la mezcla de géneros y un cierto verosímil surrealista, fue
juzgada por “formalista”. La poderosa institución crítica de la vieja
izquierda le había abierto las puertas del Parnaso, perdonándole explícitamente
su condición de mujer, pero ahora la expulsaba. Elías Castelnuovo, un
escritor ligado al Partido, hoy no demasiado valorado pero entonces
verdadero pope de la llamada “Generación de Boedo” elogiaba privadamente
la obra en una carta donde escribía:
“Si se
tiene en cuenta que La casa Modesa ha sido escrita por una mujer:
muy bueno. Sabe usted escribir, sabe pensar y también construir. Su
fuerte, no obstante, a mi juicio, es su punto vulnerable. (...) Para
frecuentar los así llamados territorios nocturnos del alma y proyectar
allí alguna luz se requiere una valentía y una franqueza difícil en
el hombre, casi insalvable en la mujer. Insisto, para su gobierno, que
usted tiene condiciones literarias nada frecuentes en la mujer.”[4]
Si estos
fueron los “elogios”, podemos imaginar los denuestos. Es que así como
el realismo de Arlt es sumamente discutible, la búsqueda de lenguajes
de Warschaver –nada arltiana- no se contentó con un casillero que le
proponía fácilmente la consagración. Las experimentaciones a que se
atrevió su escritura, sumadas a su condición de mujer, motivaron que
el aparato partidario, tan eficaz durante esas décadas para legitimar
a los escritores, no se ocupara de consagrarla, el compromiso militante
de su vida motivó que desde el campo cultural de la derecha también
se la ignorara. Hay que agregar a estos factores de exclusión otros
dos: que Warschaver era judía y que estaba cerca del feminismo, pero
además era incapaz de autocensurarse y reflexionaba sobre ambas cosas
en algunos textos. Las menciones al conflicto de identidad del judaísmo
no le gustaban al Partido (cuya política al respecto obedecía los mandatos
de una URSS antisemita, pese a tener en sus filas un alto porcentaje
de judíos), las que podían considerarse preocupaciones feministas no
le gustaban a nadie.
Warschaver
crea su obra peleando contra dos codicionamientos feroces: los que la
sociedad le impone por ser mujer y los que el aparato partidario comunista
le impone por pertenecer a sus filas. Ambos condicionamientos están
condensados en la figura de su célebre marido, el dirigente Ernesto
Giudici, un brillante integrante del Comité Central del Partido Comunista
Argentino que, después de muchos años de callar sus disidencias, rompió
con el PC en una polémica pública, durante la fiebre política de 1973.
Si antes
de la ruidosa ruptura de su marido con el PC, Fina era una figura marginal,
insertada en una institución que la asfixiaba, después de ella su posibilidad
de ser reconocida se esfumó por completo, paria hacia la derecha y hacia
esa izquierda a la que había entregado tantos años de su vida.
Dejó,
además de algunos libros editados (muchas veces pagando las ediciones)[5]
una importante obra inédita entre la que se cuenta un Diario íntimo.
Cuando se cumplieron diez años de su muerte, en 1999, sus hijos prepararon
un Dossier con fragmentos de su Diario, de artículos, opiniones de críticos
contemporáneos a su obra y otros materiales. La profundidad y la belleza
de la reflexión estética de los fragmentos del Diario de Fina son extraordinarias.
¿Existe
un tiempo femenino?
Hombre/Tiempo,
titula Warschaver el libro de cuentos que publicó en 1973. “Hombre”
falso universal que en realidad, sin que ella pudiera –porque no la
tenía su época- tener conciencia, más bien hubiera debido ser, por una
vez, “mujer”. Dijimos: tiempo y ciudad. Comencemos por el primero.
¿Por
qué es diferente el tiempo femenino? La concepción extendida y hegemónica
del tiempo en nuestra sociedad está fuertemente ligada al del trabajo
abstracto, el que permite medir el trabajo gelatinizado en la mercancía,
para citar a Marx. Es un tiempo urbano, el del trabajo rentado social,
un tiempo capitalista, impuesto a todas las clases sociales. Es medible,
cuantificable, igualable, homogéneo y abstracto hasta la desazón (porque
no importa si una hora de trabajo se usó para construir acero o caramelos,
balas o vacunas, su valor será idéntico); no supone en su transcurso
enriquecimiento y experiencia, sino agotamiento y deterioro. La repetición
cansa, desgasta, envejece. Sometidos a él los humanos se amortizan como
las máquinas; la vejez es un mal para los hombres y una devaluación
completa para las mujeres.
Como ha
señalado Luce Irigaray, esta concepcón de tiempo impuesta a toda la
humanidad es masculina, aleja a los humanos de la temporalidad concreta,
del tiempo como experiencia única, como transcurrir de una vida.
Y aunque, alienadas e ignorantes, nosotras las mujeres también estemos
atravesadas por él, la marginación, las tareas que culturalmente se
nos han destinado y el privilegio de que nuestros cuerpos y nuestra
existencia estén marcados por los ciclos, nos da la posibilidad de guardar
la experiencia de otra concepción del tiempo, una experiencia que –si
no negamos- podemos rescatar para la especie humana, con la que podemos
hacer, como Warschaver, literatura.
Mujeres
vírgenes, ovulantes, menstruantes, gestantes, menopáusicas: cada experiencia
del tiempo está indefectiblemente ligada a la naturaleza pero también
a nuestras elecciones, decisiones, afectos, a nuestra vida concreta.
Nuestra cultura, sostiene Irigaray, olvidó “que el tiempo en la vida
de una mujer es particularmente irreversible, y que se adapta menos
que el del hombre a la economía repetitiva, acumulativa, entrópica,
en gran parte no evolutiva, que anula nuestro entorno actual.”[6]
Cuando
la madre habita la ciudad
Pasemos
a la ciudad. Para tomar un aspecto de la ciudad en representación masculina,
recordaré las observaciones de Benjamin sobre “El hombre de la multitud”,
de Poe.[7]
Entre la multitud urbana, dice Benjamin, el paseante ya no camina relajado
y confiado. ¿A dónde va el desconocido que marcha al lado? ¿Quién es?
¿Qué es ese bulto que le asoma en el pantalón? ¿Un cuchillo, un revólver?
¿No puede venir de cometer un crimen, no puede dirigirse a cometerlo?
En esta selva humana el espacio aparece hípersemiotizado, atiborrado
de signos por descifrar, y el semejante se vuelve una amenaza. Aparece
la paranoia por primera vez como fuerza de representación literaria.
El flanneur
baudelairiano que escribe Las flores del mal agredido por el
shock deberá volverse cada vez más lúcido y alerta para leer los signos
múltiples de amenaza. Con el ingrediente de la duda (privilegiado en
el género fantástico), será para él más angustiante leer el espacio
que lo alberga, en el que transcurre el tiempo de su vida. Con el correr
del siglo XX, la ciudad será cada vez más objeto de híperinterpretación,
de duda, un mundo donde sólo los paranoicos obsesivos pueden defenderse.
Lo que se ha dado en llamar “ficción paranoica” construirá buena parte
de la narrativa más interesante del final del siglo; el desarrollo tecnológico,
la globalización, el poder político y económico cada vez más abstracto,
el fetiche mercancía llevado a niveles que ni Marx hubiera podido imaginar,
todo parece contribuir a que el cronotopo urbano paranoico y obsesivo
sea una tendencia fundamental. Basta pensar en una novela de Marcelo
Cohen para entender de qué hablo.[8]
Y basta
pensar en un relato de Fina Warschaver para diferenciarlo y entender
lo que propongo llamar, tentativamente, el cronotopo femenino de la
ciudad capitalista. Todos estos cuentos transcurren en ciudades. Salvo
uno, “Viola d’amore”, los otros trabajan con el cronotopo urbano. Veamos
"El último judío", donde la ciudad es escenario
y lugar de observación de un hombre solo. En este relato casi mágico
y musical, de refinadísimo lenguaje, Amós, maestro de religión, reflexiona
con angustia y honestidad una teoría que le ha dicho un joven que ama
a una mujer no judía: la división enriquece, “¿No cree maestro, que,
en cambio, en vez de uno, siempre igual a sí mismo, seremos dos unos
y después cuatro y así seremos muchos más que ese uno que se mira a
sí mismo en un espejo inmutable?” “Por división”, dice Pablito, “nada
ha dejado de ser”.
Atormentado
por esta idea que cuestiona toda su tradición, Amós deja transcurrir
el shabat en su cuarto frente al mercado del Abasto, mientras el texto
se vuelve cabalístico y acompaña su conflicto con descripciones de una
ciudad cargada de símbolos numéricos, cifras de saberes que él no observa
pero que lo rodean amables, verdades mansamente ofrecidas al desciframiento,
en ese espacio del Mercado en el que transcurren sus días. En el texto
hay signos ofrecidos a la interpretación –aunque no se explicite-, pero
no paranoia. Nada amenazante en la ciudad, nada en contra de Amós. No
es una ciudad idealizada: hay suciedad, vanidad, actividad comercial,
sin embargo es una ciudad acogedora.
El habitat
como madre: esta ciudad cuya presencia es constante, muda y significativa
a la vez, tiene que ver con lo materno. En efecto, mezclado con las
descripciones urbanas y con las preguntas de Amós, el recuerdo amoroso
de su madre ausente permite que todo tenga sentido. En ese mundo masculino
de la ley judía, del maestro conflictuado y el deber, la madre insinúa
una lógica diferente del logos y la racionalidad:
"Ahora, perdido y solo, Amós
siente la atracción de los números y los libros que abandonan las estanterías
apolilladas y cubren la mesa sin memoria. Porque otros, antes que él,
se perdieron por los números.
‘Déjeme,
máma, ahora no quiero dulce de ciruelas remolacha. Déjeme solo, usted
no puede ayudarme con su dulce de ciruelas y el pogrom de Tatarbunar.
(...) Déjeme, máma, con su dulce de ciruelas. Estoy leyendo a Pitágoras.”
Sin embargo,
el recuerdo no lo deja. En algún momento Amós abraza para el futuro
del pueblo judío el beneficio de la mezcla y la dispersión y el texto
entra en una dimensión mágica en la que Amós predica el nuevo deber
entre sus hermanos de la diáspora. El tiempo se mueve, parecen pasar
muchos años, pero el espacio no ha cambiado. Amós del futuro sigue en
shabat, en su departamento del Abasto:
“En el
año 2033, Amós se sacó los zapatos y descansó. Está en paz. (...) se
preparó a recitar la oración de medianoche. Pero no pudo ver nada. El
foco de luz de neón se había descompuesto. El foco recién colocado detrás
del mercado de Abasto. Hay apagón sin duda Tanteando ha encontrado los
viejos candelabros pulidos por la mano de las edades”
Son los
candelabros pequeños, los ha traído la madre de Tatarbunar, tradición
femenina: “Pasaron de mano en mano, de pogrom en pogrom”. Contra la
muerte y la destrucción, la madre transmite la cadena de la vida, no
sólo biológica sino culturalmente. La luz de los candelabros es la tradición.
Contra la filosofía, el psicoanálisis y tantos discursos que, desde
la perspectiva patriarcal, sostienen de diversos modos que la madre
es naturaleza y el padre, cultura y ley, la madre es aquí la que transmite
la ley, dice lo que se puede y lo que no se puede[9]:
“¿En viernes no es pecado, máma, sentir en la boca el gusto apenas ácido
del dulce de ciruelas remolacha? Y mámma-que-en-paz-descanse diría que
no con la cabeza. Estuvo tantas horas revolviendo para que sea espeso
y casi negro y que no se queme de abajo.”
Volvamos
a Amós en su pieza, tanteando los candelabros ancestrales para alumbrarse
en la ciudad a oscuras. Es desde ese exterior de donde inexplicablemente
aparecerá la madre, con su pregunta y su sabiduría:
“No puedo
creer que esa claraboya me mire como un ojo irritado. Es la claraboya
de la casa de enfrente. (...) Veo la puerta de enfrente abierta. Veo
una forma de mujer que avanza. Pero, ¿es el vidrio empañado que borra
su cara? Ahora la luz de neón resplandece sobre su cabeza y la claraboya
es un redondo vientre luminoso.“
Amós había
predicado una nueva ley y había terminado; ya sin zapatos, estaba dispuesto
a descansar. Pero llega la madre, alucinación confundida con el afuera,
con la lluvia sobre la ciudad: “En mis ojos usted resbala como la llama
de la vela sobre un vidrio mojado.” Llega, habla y termina el relato.
¿Podría creerse entonces que cierra todos los sentidos? Sin embargo,
lo que dice es una pregunta, sólo una duda, un interrogante que obliga
a replantear todo y volver a empezar. Así el cuento termina con esa
circularidad que no hace sino subrayar el perpetuo conflicto:
“Al amanecer, en el patio, detrás
del Abasto, el Judío Errante se puso los zapatos y empezó a desandar
su camino.”
La interpretación
y la duda participan en el cronotopo urbano femenino de “El último judío”,
pero no hay ficción paranoica. La identificación entre el habitat y
lo materno aporta una serenidad, una seguridad que quita amenaza a lo
interpretado y vuelve a la duda una falta tolerable, enriquecedora,
que permite desandar camino y reformular preguntas.
El
tiempo que no encaja en ningún lugar del calendario
El tiempo
femenino que convoca la mámma de Amós está enmudecido y marginado, condenado
a la derrota, en dos cuentos: “La carrera imposible” y “Vender un recuerdo”.[10]
“El tiempo
que no retrocede nunca y la memoria que retrocede siempre entablan-emprenden
la carrera imposible”, es leit motiv de uno de ellos. En “Vender un
recuerdo”, “la memoria que retrocede” intentará dar a un inmueble urbano
un valor que el mercado capitalista no puede otorgarle. En nombre de
la vida que creció en esa casa, de la niña que allá se hizo mujer, de
la madre que allí trabajó para que crecieran sus hijos, del padre que
dio amor y valores, de cada recuerdo concreto contenido –como la abstracta
gelatina de trabajo humano- en cada ladrillo de esa mercancía, una viuda
intentará convencer a un agente inmobiliario del alto valor de su casa.
Pero “el tiempo que no retrocede”, el “progreso”, desvalorizaron la
casa, la materialidad del valor de uso (dentro de la cual está también
la materialidad de los cuerpos que se mimaron entre esas paredes) no
cuenta en el mercado, el único valor es el valor de cambio.
Aunque
el valor mercantil esté dado por el tiempo, se trata del tiempo abstracto.
No hay, entonces, representación ni reconocimiento para el que atraviesa,
penetra cada historia humana. La inadaptación femenina que denuncia
Irigaray es exactamente lo que mueve la escritura en “Vender un recuerdo”.
En “La carrera imposible” la trama es muy distinta pero el conflicto,
de otro modo, sigue presente: en la carrera entre “la memoria” y “el
tiempo”, la primera siempre pierde, deja un resto que no tiene representación
en la medida del tiempo oficial. Y ese resto duele.
“Me duelen”,
dice Flora Flores, la protagonista, “los años bisiestos cada cuatro
años, me duele ese tiempo que no cabe en los años normales y produce
una desazón, una inquietud, como todo lo que no puede establecerse y
repartirse en partes iguales y que no encaja en ningún lugar del calendario.
Tampoco le dije que León no me había hablado del tiempo sino de ciudades,
de grandes ciudades, de pulmones llenos de aire y de ciudades perfectas,
en la vieja oficina del Pasaje Barolo.”
Como
antes se opusieron el número de Pitágoras y el sabor del dulce de ciruelas
en la boca, ahora se oponen las ciudades “perfectas”, su racionalidad
cuantificable, a un tiempo inmedibe, un resto que el sistema no agarra.
El tiempo de trabajo humano que la humanidad lee en la mercancía y el
que no lee pero sin embargo construye la vida, sin reflejo, sin
valor, sin reconocimiento ni modo posible de decirse, pero operando.
Ese tiempo que “Vender un recuerdo” pide que se valore, que se integre
al sistema. El ama de casa inocente que en ese relato reclama al mercado
y la intelectual consciente de su marginación que reflexiona en “La
carrera imposible” padecen la misma inadaptación, el mismo enmudecimiento,
y su angustia entra quizás por vez primera en la literatura.
Ciencia
ficción y tiempo femenino
“América,
el viaje y los automóviles” y “El empleo del tiempo” trabajan con la
ciencia ficcion –territorio privilegiado de la ficción paranoica- para
explorar el límite al que el tiempo del capital puede llevar, en su
devenir inmanejable, abstracto, inhumano. El primero imagina con humor
una ciudad en la que la masividad del consumo termina impidiendo el
viaje, la movilidad por el espacio durante el tiempo. Igual que en el
hall donde Flora Flores sufre su marginalidad (verdadero cronotopo urbano
del que no tengo tiempo de hablar), la familia de “América, el viaje
y los automóviles” se encierra en un auto y se queda quieta. Pero mientras
la conciencia independiente y rebelde de Flora resiste, observa, interroga,
acá la tecnología se encarga de hacer vivir a la familia un tiempo turístico
de alienación e ilusión en el que creen viajar por lugares a donde en
reaidad no viajan, correr peligros que en realidad no corren y hasta
hacerse preguntas profundas, que en verdad no se hacen.
Es la
ciudad alienada de la ficción paranoica, donde la tecnología tiende
constantes trampas a los lúcidos, pero la voz narradora no está comprometida
con la investigación paranoica de la trampa; se burla, distante y serena,
de la familia que consume la alucinación del viaje.
En “El
empleo del tiempo”, al contrario, la voz narradora sí acompaña a los
científicos de un mundo futuro y perfecto en una búsqueda desesperada
por la ciudad racional y utópica que el cuento imagina, a donde la tecnología,
la inteligencia y la justicia social lograron regalar al ser humano
el ocio. Una vez más, la obra de Warschaver discute con los lugares
comunes del Partido Comunista de esos años. La ciencia ficción soviética
se dedicó a menudo, como propaganda a futuro, a imaginar las bondades
y perfecciones que el régimen socialista traería a la humanidad, en
su extraordinaria evolución tecnológica.[11]
En “El empleo del tiempo”, ese tiempo que “duele” a Flora Flores en
“La carrera imposible”, ese devenir de experiencia que el logos masculino
desprecia e ignora, duele todavía más, porque el Estado lo ha negado
por decreto. Los científicos del cuento lo convocan, entonces, de modo
secreto, infantil, vergonzante, y uno de ellos, el más audaz, encontrará
allí la piedra filosofal.
¿Y cómo
es ese tiempo que convocan los más evolucionados científicos del Mundo
Superior? Acá la ironía de Warschaver: es el del dulce de ciruelas cociéndose
en la olla, tiempo del trabajo manual, artesanal, anticomercial y por
todo eso femenino, que florece como un secreto prohibido en el corazón
de la ciudad.
Y
por último, en esta recorrida rápida por Hombre/Tiempo buscando
diversas manifestaciones del cronotopo femenino de la ciudad, me detengo
en la plaza pública, a donde cierra el libro, y su “Epílogo del peor
enemigo, del Ave Cantore y de la Musa en Calzones" (donde Warschaver
ajustó cuentas con los burócratas comunistas). La plaza, donde se dirimen
los conflictos del Orden de Clases, se vuelve lugar donde los opresores
del Orden de Géneros ejercen la violencia y el disciplinamiento contra
una escritora, espacio donde se cumple la tradición semita de apedrear
a la que peca o la que, como repite Flora, “está al margen”. Ahí Amós
se hace mujer y la escritura, puro presente, porque desde ese puro presente
del padecer las piedras, padecer el enmudecimiento, se ha escrito el
libro.
“Todo
él es ahora una masa caliente de mujer caída en la plaza desierta. (...).
Con la cabeza caída sobre el hombro, trata de levantarse. No hay nadie,
sólo él-ella y las piedras a sus pies. (...)
Y
yo me tomo de la cintura y me levanto y camino. Camino solo. Uno entre
todos."
Notas
Elsa
Drucaroff (1957) es escritora, crítica literaria y docente. Publicó
los ensayos Mijaíl Bajtín, la guerra de las culturas (Bs. As., Almagesto,
1995) y Arlt, profeta del miedo (Bs. As., Catálogos, 1998); las novelas
La patria de las mujeres. Una historia de espías en la Salta de Güemes.
(Bs. As., Sudamericana, 2000) y Conspiración contra Güemes. Una novela
de bandidos, patriotas, traidores (Bs. As., Sudamericana, 2002). En
2000 dirigió La narración gana la partida, el volumen 11 de la Historia
Crítica de la Literatura Argentina dirigida por Noé Jitrik que está
publicando Emecé. Dicta ocasionalmente seminarios en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA, donde investiga, y en el Instituto Superior
del Profesorado Joaquín V. González, de donde egresó, tiene a su cargo
el Seminario de Literatura Contemporánea en Lengua Española. Actualmente
trabaja en una nueva novela.