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to winter 2002
Editorial:
"Horror".
I stood in silence
where I was, for I did not know what to do. Of bell or knocker there
was no sign; through these frowning walls and dark windows opening
it was not likely that my voice could penetrate.
Bram Stoker's Dracula
En la oscuridad
de la noche, el joven Jonathan Harker llega a la morada abandonada y
atávica del Conde. Llega a un espacio (típico del castillo gótico) cargado
de ausencia. El joven cruza el umbral solo, comienza el proceso que
lo modificará permanentemente. Ya dentro del espacio sacro y patriarcal,
principia el rito iniciático que el mismo Dracula se ocupará de ofrecer.
Frente a retratos de antepasados, se habla de la orden del Dracul,
el dragón, guardianes del emperador y la cruz. La voz se escucha y se
devora con la opulenta panacea que el Conde prepara. La iniciación tiene
un costo. Un peligro primario carga la escena. Algo está por ser transgredido.
Ya todos entendemos que no hay retorno. Entendemos porque nosotros también
somos iniciados por la imagen, transamos como espectadores y por esto
ofrecemos con nuestra mirada nuestra propia corporalidad. El joven viajero
redime cansancio físico, redime búsqueda, redime viaje, y con este redimir,
flota una tristeza ancestral que se plasma en el concepto gótico del
encuentro con la ausencia. El castillo infinitamente frío funciona como
un marco sobre el que se moverá esa criatura espectral, centro acumulador
de espanto, the undead. Turbadora es quizás esta figura, no por
su contacto con la muerte, sino por la imposibilidad de sumergirse en
ésta. Es el vampiro desde un principio un ser insatisfecho y por lo
tanto, un espejo de nuestra insatisfacción. De ahí su imposibilidad
de reflejarse en el espejo. El joven muchacho come las delicias preparadas
por el Conde mientras que éste lo observa, lo espera, lo hace (y nos
hace) flotar en el horror al que Roberto Arlt presentó como el peor
de todos: el que sabemos que vendrá. El joven agotado se va a su aposento
frente a la mirada de la criatura. Cierra la puerta y con temor se desviste.
Una reprimida curiosidad en la intimidad pronto cederá frente al deseo
de ver. Curiosidad que, como el viaje a Transilvania, será una prostitución.
El peligro y el contacto directo con el horror, en este caso, existe
en relación con la ganancia que se busca lograr de tal contacto. Es
éste un espacio netamente corporal, espacio de curiosidad e intercambio,
un dar y recibir implícitamente negociado. La inclinación de ir más
allá es, por alguna razón, más grande que el instinto de protección.
El joven Jonathan abre la puerta para espiar. Y aquí Murnau supera a
todas las versiones cinematográficas subsiguientes. La idea sería tener
miedo y mirar en la oscuridad para descubrir que, detrás del velo de
la incógnita, no hay nada. Pero no es éste el caso. Murnau nos lleva
a un espacio aún más íntimo y aterrador. Nos acerca al agujero negro
para mirar en la profundidad de la caverna, y al final de la oscuridad
hay algo que nos mira. Al final de los pasillos tenebres del castillo
está la mónada-arcángel irradiando todo su pavor, gozo, ausencia y encuentro,
haciendo saber que no es el observado, sino el observador.
Fabián
Banga
Berkeley, California,
1 de diciembre del 2002
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