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to winter 2002
Sobre Bathory. Acercamiento
al mito de la condesa sangrienta, de Isabel Monzón
por Mónica
Liliana Sifrim
Me pruebo en el lenguaje, escribía
Alejandra Pizarnik. Como decir, ponerse a prueba, pero también
tomarse las medidas del cuerpo y ajustarlo al drapeado del lenguaje
con lentas alfileres. O tal vez; probarse las palabras lentamente de
pie frente al espejo. Ropas de criminal, joyas robadas, lencería
perversa. O la escena invertida que aparece en Jane Eyre de Charlotte
Brontë. Una novia se prueba un tocado de loca y hace morisquetas.
La única verdad era tomarse en serio, con esa misma seriedad
escenográfica de los niños que juegan, o la del marqués
de Sade disponiendo figuras para el sexo.
Por qué Valentin Penrose se habrá
tomado en serio las aristas más sórdidas de una leyenda
y más tarde Alejandra Pizarnik le devolvió los ecos seriamente
y luego Isabel Monzón, con empeño talmúdico, toma
al pie de la letra una conversación de alucinadas que atraviesa
kilómetros y años como el insoportable grito del coyote.
Monzón abre temeraria las puertitas del mito para que todos entren.
Vale decir, que expuesta la condesa a tanto oxígeno, se reencarne
y vuelva a fascinarse con el más refinado de sus instrumentos
de tortura: la fascinación.
Acaso porque estábamos hastiadas
de Ricitos de Oro, Rosarito Vera, Juana de Arco y Juana Manuela, las
mujeres también necesitamos una pasión maldita. Rebalsar
los límites morales, regodearnos con esa belleza convulsiva de
una criminal. Soberana y gratuita, viciosa hasta los tuétanos.
Lo maldito, asegura Bataille, exige una
negación del porvenir, del cálculo, del interés
común. Todo eso que la mujer reproductora y administradora de
los bienes familiares se ha visto destinada a preservar. Lo maldito,
en cambio, es goce y desenfreno, juego, lujo y peligro. En sus fiestas,
son indispensables los asaltos del azar y del capricho. Algo de esa
terquedad pueril de los poetas, de su manía obsesiva, caprichosamente
artesanal. O la disección sanguinolenta del lector. Cada cual
a su puesto y su postura. En algún lugar de estas coreografías
orgiásticas pueden llamarnos para ser gozados por la reina que
mira.
Este libro nos habla del temor y la esperanza
de que Bathory continúe viva. Solo siendo libre afirma
la Condesa nos dará la libertad de dejarla. ¿Y para qué
dejarla? ¿Por qué ese afán de exorcizar aquello que ella
misma deseaba e invocó? Presa del sistema de la lengua, de su
economía y su moral, vemos cómo Barthory salta de manera
inquietante por sobre las leyes del oxímoron.
La infracción de las leyes es
la esencia de la soberanía. La soberanía
definía Bataille es el poder de elevarse, en la indiferencia
ante la muerte, por encima de las leyes que aseguran el mantenimiento
de la vida. Poca diferencia son el Santo entonces, una hipermoral semejante.
Será por eso que en la portada de este libro el dibujo de Bathory
se confunde con el de Santa Teresa.
La autora siente una rara ternura por
esta asesina de doncellas que además considera el poder sobre
los cuerpos como un privilegio de su clase. La muestra como víctima.
Reconstruye su historia, diagnostica, interpreta. Recoge las señales
diseminadas que justifican sus ansias y amplifican las connotaciones
de su caso. Toda una tentativa de exorcismo disfrazada de distante piedad.
"Escribir acerca de la Condesa implica liberarla de su encierro
dice Monzón. Lo hacemos sin temer por su peligrosidad
sabiendo que no atacará a quienes la descifren."
Las campesinas, por cierto, no la descifraban.
Las hijas de gentiles se dejaban vencer por la fascinación. Valentine
Penrose se desentiende de su perversidad y su demencia tan evidentes
para concentrarse en la belleza demoníaca del personaje. Lejos
de descifrarla, Alejandra Pizarnik se deleita detallando sus métodos
de tortura tan exquisitos y cromáticos como sus propios métodos
de escritura.
Y ahora en Buenos Aires hay una espectadora
silenciosa que levanta la mano y dice: "yo me ofrezco para entrar al
castillo". Todas la miramos descreídas, pero ella sabe cuál
es la estrategia. Con un ojo lee, con el otro olvida, con un ojo atrae,
con el otro aleja. A cada paso vuelve a preguntarse; ¿soy condesa o
doncella? ¿Y qué esta vez? Y en qué oscuro lugar de los
imaginarios se reclinan los antojos de Erzabeth. ¿Y quiénes son
los cómplices que nutren su pasión por el mal?
Isabel Monzón ha procurado rodear
a la condesa con un espeso cerco de lecturas. Darle un lugar en el establo
de las pesadillas. Pero los animales mitológicos para quedarse
allí cobran un precio elevado; necesitan bañarse todos
los días en la sangre de, por lo menos, diez muchachas nuevas
cada noche.
Mónica Liliana Sifrim
Egresada
de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, es autora
de los libros Novela familiar (1990) y Laguna. Ganó en
1997 la beca para Creación en Poesía del Fondo Nacional de las Artes
y dos años después la beca Fulbright en Letras, por lo cual pasó seis
meses en Berkeley estudiando, investigando, dando conferencias y leyendo
sus textos. Ejerce desde 1983 el periodismo cultural.
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