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to winter 2002
Aliens:
El mal intergaláctico
por María Negroni
Hay
una nave espacial llamada Nostromo y una tripulación que viaja
en féretros de vidrio. Allí descansa la teniente Ripley.
Como una bella durmiente esperando que la despierte el príncipe
azul de la computadora, a bordo de una nave paquidermo que la mece en
su cuna estelar, protegida de la corrupción y del paso del tiempo
por el frío y la pulcritud, ella duerme su hipersueño,
único lugar seguro, libre de pesadillas, de eso que irrumpe
siempre tras la blancura de la mente, incalculable como un enemigo mortal.
Cuando
despierte, muy otra será "la realidad". Al final del viaje exploratorio
de la tecnología, de las inversiones multimillonarias de las
megacorporaciones, hay una tierra de escombros. Un paisaje posnuclear,
arrasado por el viento y una lluvia ácida que recuerda la ciudad
de Blade Runner o la inundación de Metrópolis.
Un lugar de destrucción. Un reverso. Un pantanoso depósito
de muerte en los cimientos del espacio. Lleno de niveles y desniveles,
pasadizos, puertas que los terrícolas sellan inútilmente
porque es imposible protegerse de lo que nos habita. Ripley, al fin
y al cabo una de ellos, cree haber llegado a la base LV 156. Pero sus
compañeros avanzan por túneles y recovecos y cavidades
viscosas, como quien entra en el interior de un cuerpo. ¿Adónde
están? ¿Cómo se llama este cementerio que late? Saturadas
de formas incomprensibles, las paredes fosilizadas, cubiertas de resina,
de pronto se animan y aparecen los aliens, esas criaturas monstruosas
cuyo abrazo es fatídico porque promete una metamorfosis y una
gestación maligna, parecida a un tumor que hace metástasis
de la inextirpable sed del cuerpo.
"Este
lugar está muerto", dice al principio uno de los soldados
de Ripley. Se equivoca, claro está. Nada más lejos de
la muerte que esta ciudad subterránea. A menos que la muerte
sea precisamente la hiperfecundidad. Esa madre arcaica, descontrolada
en su sexualidad, que se autoabastece y no hace más que empollar,
como una emperatriz maldita en su criadero de huevos, engendros asesinos.
No
hay más que saber mirar. O tal vez oír el rumor de su
respiración. Porque la madre alien es una madre pre-lenguaje.
Silencio que dice cosas atroces, fascinantes. Pura música que
precede a los signos y se explaya en una escenografía de babas,
jugos corporales, secreciones como promesa de regreso a una fusión
terrorífica (deseada), a esa unidad indiferenciada, antes de
las rayas y demarcaciones de la antiséptica razón y de
las amputaciones del protestantismo moral.
Si
la madre arcaica aparece en las novelas góticas como sutura que
retorna, oculta en las fantasías nocturnas de esos niños-artistas
que son los seres abandonados y depredatorios, aquí la lente
se concentra en el acto mismo de la reproducción, quizá
porque los experimentos genéticos de este fin de siglo (las fertilizaciones
in vitro, la existencia de clínicas reproductoras y más
recientemente, los experimentos de clonación y construcción
de cyborgs) constituyen hoy uno de los miedos más nerviosos
de la humanidad. De hecho, estos descubrimientos, tan revolucionarios
como en su momento fueron las propuestas de Copérnico o las teorías
de Darwin sobre la evolución de las especies, no sólo
cuestionan la noción misma de lo humano; también repelen
por las siniestras consecuencias que su eventual aplicación al
campo de la política o lo social podría acarrear. Algo
de esto fue registrado por Bergman en su film de horror El huevo
de la serpiente (sobre las estrategias raciales del nazismo) y palpita,
como fallido, también en Aliens: no hay que olvidar que
la nave lleva adentro --como un virus latente-- varios "xenomorfos"
o potenciales enemigos (la oficial portorriqueña Vázquez,
el soldado negro y el androide).
El
combate será entre mujeres. O mejor, entre dos versiones de lo
femenino que la perspectiva de una mirada masculina divide y opone.
Así, a la sexualidad "desenfrenada" de la madre alien,
a su catálogo de violencias y a la erótica de sombras
y descontrol que desata y siembra su derroche de vida (de muerte), la
Teniente Ripley responde con el cumplimiento del deber, la falta de
maquillaje y el sueño en los ataúdes de cristal. Como
si se reprodujera ahora, en clave de ciencia ficción, la eterna
disputa entre la prostituta y la virgen. Con este agregado: pareciera
que la maternidad misma, desprovista de la santificación de lo
asexual, se torna portadora de un sida letal para la supervivencia de
la especie, viciando todo de angustia y desaparición. ¿Hace falta
recordar que los hombres sucumben irremisiblemente en esta trama?
No
todo es tan claro, sin embargo. El film apela también a inocultables
ambivalencias femeninas. No hay que olvidar que Ripley representa un
modelo de mujer fuerte, militarizada y deserotizada, es decir un ideal
de mujer autónoma que no precisa de hombres para triunfar en
la vida, ni siquiera para tener un hija (también mujer) que encuentra
y adopta sin necesidad de intercambios sexuales de ningún tipo.
Dicho de otro modo, la fascinación y el terror que desata toda
sexualidad sin control no es atributo exclusivo de los hombres (aunque
los hombres feminizan esa sexualidad, demonizándola y manteniéndola,
de paso, afuera de sí). Lo humano, digamos, en su versión
más primitiva, en su envoltorio de pasión, tiene siempre
un componente horrible. Algo de pecado invencible. De simbiosis asfixiante.
De ácido que todo lo corroe. Cualquier cuerpo puede transformarse,
de pronto, en receptáculo de fantasías prohibidas. Desatar
la ordalía y el crimen. Despertar al animal que hiberna en su
cueva. De ahí que la Teniente Ripley, llegada a esa covacha paleolítica
de vapor y tentáculos con la misión de aniquilar, funcione
como heroína para ambos sexos, calmando a unos y otras con el
modelo de una imagen menos peligrosa de mujer.
En esta lucha a muerte entre dos hembras en defensa de sus crías
(o sus ideologías), la figura de la niña es crucial. Unica
sobreviviente en ese mundo abandonado y destruido que es la base, resabio
de hecatombes sin nombre, clave que espera escondida, la niña
agazapada en el cuarto destrozado de la infancia puede verse, sin duda,
como la niña que Ripley fue.
"Es
difícil creer que hay una niña debajo de todo esto", dice
alguien. Sí. En medio de ese páramo, la niña no
murió. Sorpresivamente sigue viva, con sus ojos abiertos de muñeca,
envuelta en la sabiduría de su ingenuidad, su luz más
pura, más cercana al agua uterina, todavía no mezclada
a la conciencia de la cloaca. Ni siquiera morirá cuando un alien
la recubra con la seda libidinosa de un capullo, preparando su cuerpo
infantil (ese almacén eterno de los sentimientos humanos) para
la incubación de lo terrible. Por el contrario, una vez más
gritará y sus grititos guiarán el corazón de la
Teniente. O hablará en su media lengua para quejarse de una defraudación
adulta (su propia madre, asegurando que los monstruos no existían)
o para ayudar a sus nuevos amigos a escapar. Es ella la que informa
que los aliens depredatorios salen de noche (como los vampiros),
la que conoce las rutas secretas para escapar del laberinto, la que
sabe, como la Alicia de Lewis Caroll, que el horror podría ser,
en ciertas condiciones, la puerta de entrada a la maravilla.
Por
de pronto, Ripley no la abandonará. Por ella, se batirá
con la madre alien. Apoyada en una prótesis gigantesca
(que es tal vez su apego a esa niña que perdió una vez
y puede volver a perder), expulsará al monstruo al espacio, estableciendo
una tregua provisoria, una nueva ecuación del frío que
salve de las pesadillas al menos por un tiempo. Y así, al final,
el alien quedará flotando en las praderas heladas del
espacio como un Frankenstein perdido en un Polo Intergaláctico,
ilegalizado en la gramática oficial del universo y ellas dos,
madre e hija, volverán a sus ataúdes de cristal para dormir
--juntas-- un sueño anestesiado y fuera de peligros, amparadas
por la nave cultural del patriarcado, el edificio belicoso de la claridad.
Orfandad
(omniprescencia de lo maternal), descenso y persecuciones, agua y frío,
hybris creadora y noche, fronteras difusas entre lo humano y
lo que, presuntamente, no lo es, desavenencia obcecada entre progreso
y felicidad y, sobre todo, esas figuras monstruosas que surgen, una
y otra vez, de la laguna negra del deseo forman, desde siempre, el arsenal
de tópicos de la gótica y se repiten aquí con la
exactitud de algo olvidado. Entre el castillo de Manfred y la base de
Aliens, quiero decir, la afinidad es puntual. Lo mismo podría
decirse de la casa Usher, del submundo de mendigos en M de Fritz
Lang, del laboratorio del Dr.Jekyll o de los bajos fondos de Londres
donde se extravía Dorian Gray. Una misma dramática del
mal recorre esos lugares. Los vuelve escenarios nocturnos de una obsesión
aciaga por algo que elude la conciencia, atrayéndola como un
imán hacia esa sexualidad ¿desconocida? que canta desde siempre
su arrorró en los túneles del cuerpo.
No
importa que, en lugar de jovencitas asustadas, haya astronautas de la
NASA; que en vez de fantasmas, estén los monstruos que proyecta
la tecnología; que en lugar de criptas de vampiros, los subsuelos
contengan inmensos úteros de huevos. La cacería no varía,
el descenso al "infierno de los sentidos" persiste y la mirada vuelve
a pasearse por el encanto de lo atroz como si allí cupiera algún
secreto: algo indescifrable, pero activo, que tiene que ver con ciertas
supresiones o crímenes fundantes. El resto son cadáveres.
O un cadáver único, reiterado ad infinitum. Un cuerpo
suprimido sobre el cual se yerguen edificios: el arte, el progreso,
la ciencia, esas canciones turbias y magníficas que entonamos
con odio, a expensas del cuerpo perdido de la madre.
María Negroni
María Negroni
was born in Argentina. She holds a PhD in Latin American Literature
(Columbia University, New York). Her work as a poet includes six collections
of poems: De tanto desolar (Libros de Tierra Firme, Buenos Aires 1985),
Per/canta (Libros de Tierra Firme, Buenos Aires 1989), La jaula bajo
el trapo (Libros de Tierra Firme, Buenos Aires 1991; second edition
Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile 1999); Islandia (Monte Avila
Editores, Caracas 1994); El viaje de la noche (Editorial Lumen, Barcelona
1994; Argentine National Book Award 1997), Diario Extranjero (La Pequeña
Venecia, Caracas 2001), Camera delle Meraviglie (Quaderni della Valle,
Italy 2002) and La ineptitud (Editorial Alción, Córdoba 2002). Both
Islandia and El viaje de la noche have appeared in the US in a bilingual
edition (in Anne Twitty's translation) at Station Hill Press (2001)
and Princeton University Press (2002), respectively. Diario Extranjero
has also appeared in French (Françoise Garnier's translation, Editions
Maison des Ecrivains Etrangers, St. Nazaire, France, 2001). She has
also written two books of essays (Ciudad Gótica, Ediciones Bajo la Luna
Nueva, Buenos Aires 1994; Argentine National Book Award 1996) and Museo
Negro, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires 1999) and a novel, El sueño
de Ursula (Seix-Barral Biblioteca Breve, Buenos Aires 1998; first runner-up
Planeta Prize 1997). She has translated, among others, Louise Labé (Sonetos,
Editorial Lumen, Barcelona 1998), Valentine Penrose (Hierba a la luna
y otros poemas, Ediciones Angria, Caracas 1995), Georges Bataille (Lo
arcangélico, Fundarte, Caracas 1995), H.D. (Helena en Egipto, Ediciones
Angria, Caracas 1994) and Charles Simic (Totemismo y otros poemas, Alción,
Córdoba 2000) Her poems, essays and translations have been widely published
in literary magazines, both in Latin America and Spain, such as Diario
de Poesía and Página 12 (Buenos Aires), Hora de Poesía and Quimera (Barcelona),
La Jornada Semanal and Mandorla (México), and RevistAtlántica (Cádiz).
In the US, her poetry has appeared -in Anne Twitty's translation-in
Mandorla, Archipelago on-line and The Paris Review. María Negroni received
a Guggenheim fellowship for poetry in 1994, a Rockefeller Foundation
fellowship to work at the Bellagio Center, Italy in 1998 and the Fundación
Octavio Paz fellowship for Poetry (México 2001-2002). Her book Islandia
received the PEN Award for best book of poetry in translation (2002).
She directs with Jorge Monteleone Abyssinia: A Review on Poetry and
Poetics, published by University of Buenos Aires Press. She presently
teaches Latin American poetry at Sarah Lawrence.
Copyright
Notice: all material in everba is copyright.
It is made available here without charge for personal use only. It may
not be stored, displayed, published, reproduced, or used for any other
purpose whatsoever without the express written permission of the author.
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