Trabajo
Cotidiano
por
Sergio Gaut vel Hartman
– mayo de 2003.
Encuentro
a mi Maestro, aunque aseguro que no lo estaba buscando. Cuelga como
un fruto de la rama más baja del álamo; está observando
el vuelo desvergonzado de los dragones.
—Presente,
Maestro —digo ocupando el lugar de la sombra, desplazándola.
Él no responde de inmediato, absorto en su tarea: cuando no vigila
a los dragones se edifica interiormente; consume eones en ese pasatiempo,
pero eones tiene de sobra. Los dragones, tras forjar sinuosas cabriolas
que alteran la naturaleza misma del espacio, se difuminan en el aire,
explotando como pompas de jabón. Al cabo de un rato, el sol saca
la lengua y lame voluptuosamente la piel de las colinas, del otro lado
del río; las colinas, a su vez, se desinflan con un sonido vibrátil
y el río se precipita en un enorme bidón de cristal. El
Maestro toma el bidón, lo agita, bebe un largo trago.
—¡Maestro,
por favor! Me tiene aquí, criando malos pensamientos. ¿Para cuando
un gajo de atención? –Mis palabras, por fin, lo sacuden en lo
más hondo y decide prestarme atención. Atención
es lo único que, algunas veces, pocas, se permite prestar. El
Maestro, además de ser el filósofo constructor más
importante del Universo, es un miserable a la hora de meter la mano
en el bolsillo. Y no hablemos de regalar. Una vez me regaló un
caballo con la expresa condición de que no le mirara los dientes.
Le desobedecí y el cuerpo se me llenó de pústulas
moradas, ardientes como pimienta roja. Pero ignorar mis caprichos entrañaría
cierto riesgo: si yo cayera presa de la desidia, se malograría
la repartición de lo Creado que el Maestro ha dejado a mi cargo.
Para sostener este Universo singular hay que ser riguroso. Él
lo es.
—He terminado
el muro que divide las habitaciones del alma —dice circunspecto el Maestro,
mirándome con los ojos atiborrados de sabiduría.
—Prefiero
habitar una choza de adobe que se achicharra al sol –replico —que permanecer
un segundo en los húmedos palacios del espíritu que usted
se obstina en erigir. –Me arriesgo a faltarle el respeto, ya que él,
a todo lo que falta, le canta el resto. Tenemos resto, sobre eso no
hay discusión. Y el respeto se compra por docena, ya que es un
producto que abunda en un Universo que sólo cuenta con un Maestro
y su Discípulo.
—¡Buena
respuesta! Me gustaría utilizar ese criterio en las recreaciones
previstas para hoy. –El Maestro palmea mi hombro y produce un ave verde,
de pico curvo; la paloma grazna de un modo extraño, levanta vuelo
y, burlona, lanza un huevo que se estrella y fríe en mi cabeza,
lo que prueba que ardo de fiebre. El sol se ha ocultado y las lunas,
dueñas del cielo nocturno, cruzan su brillo como empecinadas
duelistas. El campo, innecesario a estas horas, es guardado en potes
de cerámica. Árboles, colinas, lagunas, médanos,
barrancos van a parar a los potes. El responsable del mantenimiento
es un guarda campos sordomudo al que llamamos Porcenias.
—¡Hacer,
hacer, siempre hacer! —exclamo irritado—. Recrear y construir; ajustar
y componer. Corregir. Fabricar. Encajar lo ficticio en lo real. Disimular
el presente en mareas de pasado y de futuro. ¿No podemos dejarnos estar,
simplemente? Ni siquiera reclamo ser, o sentir; daría todo lo
construido por una página en blanco.
Mi protesta
es vana. Por toda respuesta el Maestro, en silencio, para exceptuar
el terrible correctivo que merezco, escoge una brizna de hierba, la
convierte en grillo y luego, disconforme con el canto crítico
del ortóptero lo transforma en ciruela y después en guijarro.
Lo sopesa y me lo arroja por la cabeza, produciéndome un chichón.
En un segundo, los básicos y elementales contenidos en le guijarro
se asientan en el huevo frito de torcaza verde, se combinan y evolucionan;
comienzan a adorar a la Montaña, el chichón; proliferan,
se desarrollan, alcanzan un cierto grado de civilización, no
gran cosa, claro, se matan en guerras fratricidas y se extinguen ya
convertidos en una especie de langostinos paranoicos, transparentes,
codiciosos y taciturnos. Casi no me he dado cuenta de su existencia.
Han estado así de pasar inadvertidos. Pero el chichón
es doloroso. No se puede ser divinidad sin sufrimiento. Tampoco se puede
freír un huevo sin romperlo.
—Tenemos
responsabilidades –dice el Maestro, severo—. Podríamos mantenernos
ajenos al pulso de la vida, pero eso abriría la puerta a los
aficionados y nuestro Universo se poblaría de obras imperfectas,
torpes, escuálidas.
Renuncio.
Jamás podré ganarle una partida. El Maestro lo sabe, yo
lo sé. Mi condición de Discípulo no puede ser modificada.
Y lo más grave es que el Maestro la ha hecho eterna. Dejo que
la noche se escurra por la piel y el cabello del abeto antes de obligarlo
a transformarse en unicornio alado. ¿Antes era un álamo? El Maestro
trepa al lomo sin discutir, yo reclamo atención una vez más,
y partimos.
—Este
es el lugar ideal —digo señalando con la garra un valle hundido,
vacío de piedras, vacío de sueños, vacío
de nudos e hipotecas.
—Es ideal,
sí. Construyamos —dice el Maestro— un episodio banal; podría
ser el ascenso y la caída de una especie, análoga a la
que vivió en tu chichón hace un momento, algo ligero,
aperitivo, que involucre sólo a tres o cuatro generaciones, ¿te
calza? –Eso me demuestra que al Maestro no se le escapa nada. Pero igual
me quejo. Sus burlas hieren mi espíritu. Quejarme, más
que una sana diversión, es la consecuencia de mi naturaleza vegetal.
—Hace
tres o cuatro generaciones hubiera dicho sí, pero ahora me siento
discontinuo, capcioso. —Mi afán por impresionar al Maestro con
términos extraídos de la Enciclopedia Digital Universal
corre paralelo a una línea que se curva antes de alcanzar la
verdadera sabiduría. Él lo sabe.
—¡Chiquillo
pedante! —exclama el Maestro golpeándome la espalda. Esta vez
no brota un loro. Caigo de la libélula describiendo ciegos tirabuzones
en el aire cargado de sustancias eléctricas. Despliego las alas
y planeo, pero no logro materializar una sola idea por el camino. El
vuelo se interrumpe en la cama de una criatura colosal, hecha con la
carne de los sueños, virgen, es decir, jamás hollada por
nadie.
—¡Maestro!
¡Auxilio! —La criatura me abraza, me tapa la boca con la mano; la mano,
enorme, abarca mi cabeza, huele como el rincón más secreto
del bosque, lo que ilustra acerca de los territorios por los que ella
ha estado correteando. Dejo de gritar y me dedico, yo también,
a explorar. Una sonrisa invade nuestros rostros de durmientes, pero
la voz del Maestro truena en la atmósfera polvorienta del lugar
y la criatura envejece cien años de golpe. Retiro la mano y salto
de la sepultura. El monstruo olvidado de alguna antigua creación
se materializa a mi lado para rubricar las omisiones.
—No es
justo que te ensañes con él, que tanto te ama —dice el
monstruo, circunspecto.
—Es un
viejo acabado –protesto, en un susurro—, me tiene harto. —La crítica
a la figura indiscutible del Maestro fragmenta al endriago en exactamente
seis mil seiscientos sesenta y seis pedazos. En este Universo singular
somos así de exactos.
—Seré
un viejo acabado —sopla el Maestro junto a mi oído—, pero el
trabajo cotidiano está en veremos. ¡Vamos! ¡Rápido! ¡Agilizando
el expediente!
Rebuzno,
maltrecho por la agitada transfiguración a la que me he visto
sometido. Y eso no es todo: debo cambiar otra vez. —¿Por qué
en lugar de un episodio banal; como el ascenso y caída de una
especie, —reclamo—, no nos dedicamos a fabricar un mundo ilusorio, en
el que nosotros seamos personajes de una ficción urdida por un
cuentista mediocre? Llevaría menos tiempo, aún para nosotros,
que disponemos de todo el tiempo del Universo; a usted le permitiría
regresar a la construcción de las habitaciones de huéspedes
del alma, que está bastante atrasada, y con lo que hace falta...
y yo podría volver al lecho de esa criatura tan educativa. ¡No
imagina todo lo que aprendí en los breves instantes en que me
dejó tranquilo! Un territorio virgen, todo por explorar, y usted
me interrumpe, viejo pesado. ¿No le dije lo que experimenté cuando
la criatura me rozó el pico con las yemas de sus dedos?
—No me
lo dijiste —responde el Maestro, fastidiado—. Pero ni falta que hace.
Sé todo lo que ocurre. Por otra parte, la idea del cuentista
me encaja. Llamemos al guardacampos para que arregle los detalles y
suministre los materiales.
A pesar
de su palpable trivialidad, no puedo resistir la tentación de
repetir el chiste eterno: —¿Cómo se llama a un guarda campos
sordomudo?
El Maestro
me pulveriza, pero yo me rehago del otro lado del Universo, el lado
cóncavo; clasifico los acentos, cambio los órganos internos
en desuso por paraguas italianos, embrollo la vista panorámica
con escenas tomadas de un álbum de fotografías ajadas,
disperso una manada de alces de papel, organizo una exhibición
de trapecistas ciegos, increíblemente graciosos. El lado cóncavo
jamás había sido tan entretenido. En este Universo singular
somos así de excéntricos.
—¿Para
cuando? –me urge el Maestro. Es cierto; a veces olvido mis propias iniciativas.
Invento
a un cuentista torpe y banal, parecido a mí, claro; carezco de
mejores modelos. Lo obligo, a punta de pistola, a escribir la historia
que pronto terminarás de leer. Es un método como cualquier
otro —aunque infinitamente más efectivo— de ganar concursos literarios.
Al mismo tiempo permite mantener bajo el índice de desempleo,
aunque yo de eso no entiendo casi nada.
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