LAS MANIFESTACIONES
DEL SILENCIO
Lo inefable en Las cartas que no llegaron (1)
de Mauricio Rosencof
por Gustavo Lespada (UBA)
(...)
No puedo aceptar el descrédito en que ha caído la
política de la conciencia, acompañado por la reafirmación
del statu quo. Como tampoco puedo aceptar la moda de burlarse
del idealismo y la audacia intelectual de la modernidad en el arte.
Tal o cual estrategia ortodoxa o transgresiva puede volverse obsoleta.
No así la legitimidad y la necesidad de seguir formulando
una estética de la resistencia, resistencia a las barbaridades
de nuestra cultura, a las apocalípticas planificaciones de
nuestros líderes, y al conformismo de nuestras imaginaciones
y nuestras vidas.
Susan
Sontag
Un mundo
sin niños
En el tratamiento
crítico de Las cartas que no llegaron, el riesgo de confundir
autonomía con independencia de lo social-histórico parece
nulo, dado su enorme componente autobiográfico. Mauricio Rosencof,
fundador histórico -junto con Raúl Sendic- del Movimiento
de Liberación Nacional "Tupamaros", fue uno de los presos rehenes
que la dictadura uruguaya (1973-1985) mantuvo durante doce años
bajo amenaza de muerte como represalia ante cualquier eventual actividad
del Movimiento, sometido a todo tipo de torturas, simulacros de ejecuciones,
encapuchado, obligado a padecer la sed hasta llegar a beberse sus propios
orines, en estrechos calabozos que eran verdaderas mazmorras medievales.
Lo que
suele olvidarse frente a tanta carga testimonial es el límite
entre el autor y el o los narradores. En el caso que nos ocupa, este
olvido -en tanto soslaya una de las operaciones esenciales de su escritura-
actúa en desmedro del alto nivel de formalización que
la novela posee. Tramada desde la incertidumbre y la carencia, la configuración
del narrador principal contiene evidentemente datos de la experiencia
del autor, pero estos ingresan en el texto depurados bajo diversas técnicas
de selección, fragmentación y montaje, enhebrados por
mecanismos analógicos y simbólicos, es decir, sometidos
a un procedimiento complejo que les confiere status literario en relación
directa, arriesgo, también con su eficacia en tanto testimonio.(2)
La novela
comienza con el reconocimiento de una imposibilidad ("No puedo precisar
con exactitud qué día conocí a mis padres"), e
inmediatamente: "Pero recuerdo -eso sí- que cuando vi a mamá
por primera vez, mamá estaba en el patio". En estos dos párrafos
iniciales aparecen en forma embrionaria los mecanismos productivos del
texto: a la negatividad inicial que exhibe una falta, se le opone la
afirmación de imágenes subrayada en su actividad volitiva
por el coordinante adversativo. Hay un vacío, parece adelantarnos
el texto, hay lo que no se puede aprehender, pero también
está la determinación de trabajar con la memoria y la
imaginación en torno a lo inenarrable, invocando al silencio
para que se manifieste, de la misma manera que en el presidio se leen
las cartas censuradas. Consecuente con esta estrategia de "entrelíneas"
la narración tampoco nombra, sino que pone en escena la
imposibilidad de nombrar.
En el primer
capítulo no se describen las peripecias de la infancia desde
la perspectiva del adulto, sino que el procedimiento reproduce los mecanismos
asociativos con la frescura y las incongruencias propias de un niño.
Toda retrospección supone un presente desde el cual se evoca,
pero aquí el pasado se presentiza por medio de irregularidades
sintácticas en función de recrear la visión infantil,
alternando conjugaciones verbales en presente con diferentes pretéritos
o introduciendo conjunciones a la manera del zeugma, figura que coordina
términos de semas diferentes pero que permite al lector entender
la índole de la percepción.
Un
día vino mi papá con traje y todo, azul me parece,
y muy contento, con algo muy grande, como un cajón, envuelto
en diarios y que tenía botones. Lo puso en la mesa de coser
y me miró, y lo primero que me dijo fue "eso no se toca".
Entonces la prendió y era una radio. (12)
Al repetirse
el orden con que las instancias del acontecimiento se grabaron en la
mente del niño (el bulto misterioso, la opacidad del envoltorio,
las perillas percibidas como "botones", la admonición paterna)
no sólo se recrea su expectación sino que en el suspenso
generado a partir de las imprecisiones descriptivas propias del registro
infantil, contribuyen a que el lector participe en forma gradual del
develamiento como si estuviera dentro del niño. El cajón
se transforma en una radio sólo después que el
padre la hace funcionar: no se relata el descubrimiento azorado, se
lo produce. La percepción aniñada también habilita
el uso de onomatopeyas (como la del repiqueteo de la máquina
de coser), exageraciones y reducciones, así como "errores" diversos
en la conjugación de verbos irregulares. El artificio operando
contra la gramática que es la ley de la lengua. Todos estos mecanismos
funcionan como atributos del extrañamiento (Shklovski,
55-70) mediante el cual objetos y situaciones cotidianas aparecen renovados
en su intensidad expresiva bajo una imagen fresca, nueva, donde, por
ejemplo, las penurias económicas se manifiestan desprovistas
de todo dramatismo en la locuacidad inocente de Moishe:
En
ese patio, un día, mi mamá encendió un brasero
a carbón, donde iba a cocinar un trozo de hígado que
los carniceros regalaban a los que tenían gato. Nosotros
teníamos. Se llamaba Miska y era igualita a un tigre. Mamá
cocinaba para Miska, pero comíamos todos. (11)
En contrapunto,
a las vivencias infantiles se intercalan las cartas de Polonia. El texto
no esconde su ficcionalidad, por el contrario, la exhibe. Se afirma
que las cartas que esperaba el padre nunca llegaron, y a continuación
se reproduce la correspondencia apócrifa que comienza narrando
la instalación de la Gestapo en Polonia, y en que se acentúa
lo repulsivo de la propaganda nazi por el contraste con el relato crédulo
de quien lo narra. En la ausencia de las cartas se inscribe la pérdida,
el vacío que nos remite al genocidio, pero también al
negarse su existencia se afirma el derecho de la ficción a ocuparse
del tema.
Esta intercalación
epistolar extiende una sombra premonitoria que acecha los juegos inocentes
de Moishe, marginales respecto de las preocupaciones y el dolor de sus
mayores. Las cercanías de los diferentes registros en la hoja
impregnan cifradamente relaciones constitutivas para el personaje. El
holocausto flanquea al niño como el terrorismo de estado al adulto:
entre estos dos sistemas represivos se proyecta una vida, entre ambas
alambradas la narración cava su trinchera. La ficción
que ocupa el vacío de las cartas transforma ostensiblemente la
anécdota familiar en una síntesis de la Historia. Junto
al tono de fe y esperanza inicial de las cartas se irá gestando
otro código; bajo la apariencia del acatamiento, va fraguando
una actitud de resistencia que progresa desde expresiones de humor,
recurriendo a la fantasía como recurso para no dejarse embrutecer,(3)
hasta desembocar en el grito y la insurrección (32).
El silencio
es el verdadero crimen de lesa humanidad, silencio colaboracionista
al que la descarga del grito pone en evidencia. Tensión compleja,
constitutiva con sus silencios, puesto que, como plantea Macherey (1966:
67), la obra sólo instituye la diferencia que la hace ser, estableciendo
relaciones con lo que ella no es. El grito es una manifestación
de lo inexpresable, de la incapacidad del lenguaje corriente para explicar
lo que significó sobrevivir en Auschwitz (Primo Levi: 130-131).
Ahora bien, el grito, en tanto denota una ausencia de formulación
no difiere del silencio, también es un agujero, una falta,
aunque estentórea. Pero en todo caso se trataría de un
silencio que no acata: el grito es un silencio que se rebela revelando
su condición silenciada, su imposibilidad de decir.
La palabra
fuera del tiempo
En el silencio
forzado del calabozo, en la desterritorialización del ser hundido
en la nada se entabla una relación de sobrevivencia con el lenguaje.
Refugio de la lengua que siempre conlleva nuestro lugar en el mundo.
El narrador necesita salvarse por el relato, ser rescatado del nicho
por la saga familiar, le urge armar la historia del padre con los escasos
datos que posee, dejar constancia de ese humilde heroísmo por
medio de una construcción episódica que postergue el final,
pero a la vez asumiendo su ficcionalidad sin pretender disfrazarla de
realidad o, dicho de otra manera, reconociendo la realidad de
la ficción.(4)
Esta actitud se manifiesta de diferentes formas en la novela. Afirmar
que en ese pozo de 2 X 1 su territorio real era la imaginación,
la fantasía, la locura reglamentada en la medida de lo posible
(138), pone en jaque cualquier intención reduccionista o subalterna
respecto del orden del referente, además de reivindicarse a la
ficción como actividad humana imprescindible.
En un primer
grado o movimiento retrospectivo se ubica la figura del narrador —en
presente- escribiéndole una carta imaginaria al padre en el aislamiento
de la prisión: mi mundo es este, de dos metros por uno, sin
luz sin libro sin un rostro sin sol sin agua sin sin y te escribo...
(72). El segundo grado de retrospección estará dirigido
a recuperar el universo de la infancia atravesado de incógnitas
y ausencias:
Y aquello
era la vida, a las doce a la mesa y éramos tres la familia
éramos tres tres tres tres en Polonia no había
nadie tres León ya no estaba -Leonel- y se comía a
las doce. Los tres. (62, el subrayado es mío)
La libertad
en el manejo de los signos ortográficos se encuentra al servicio
del ritmo percusivo, de una repetición que debe acumularse aunque
nos quite el aliento, o tal vez, justamente para quitarnos el
aliento. La familia ha sido reducida a ese grupito apretado de tres
miembros -en Polonia no había nadie-, y esa cifra se repite
cuatro veces seguidas como aludiendo a la cuarta silla vacía
del hermano ausente. Uno de los cuatro tres es la muerte, la
presencia del vacío que León ha dejado en ellos, en los
tres.
Todo el
último capítulo que comienza con la frase "Lo que no recuerdo
es la palabra" (117), se cierne alrededor de un indecible, incrementándose
la disolución de las fronteras entre realidad e imaginación
(138). Se relata el encuentro, una reunión incorpórea
entre el hijo preso y el padre internado en el asilo de ancianos, en
la que sólo el padre puede verlo y decirle una palabra en idioma
extraño (un posible caldeo o arameo), palabra cuyo significado
es una expresión de bienvenida, una invitación a compartir
el alimento y el calor del hogar.
A partir
de una referencia a En busca del tiempo perdido se reflexiona
sobre los iconos, los elementos simbólicos de una cultura y la
memoria -junto con el lenguaje- como elemento cohesivo de una sociedad.
El episodio tomado de Proust cuenta sobre el interrogante generado a
partir del hallazgo arqueológico de los restos de un grupo tribal
galo, a quienes además de matar se les habría quebrado
sus tallas, destruido sus tótems y sus emblemas. El ensañamiento
denotaba, sin embargo, un conocimiento cabal del rol que cumplían
estos distintivos para el grupo, en tanto depositarios de una memoria
e identidad cultural (159). Este ancestral ejemplo de intolerancia extrema
remite, analógicamente, a los proyectos de exterminio contemporáneos.(5)
Pero hay sortilegios en las palabras, llaves que accionan sobre la memoria
(130), hay algo más blando y por eso más resistente que
las piedras de los galos, hay los rescoldos que no se apagan (160),
hay lo que no puede ser censurado ni retenido como el preso que va al
encuentro con su padre. Encuentro que se da en medio del mayor
despojo, cuando los viejitos han sido desalojados, y que también
será el encuentro con la palabra (141).
Ahora
bien: yo sé lo que esa palabra me decía. (...) Del
pique(6) lo supe y
lo pronuncié, pronuncié la frase entera, más
o menos larga, aquella palabra en caldeo era un ábrete sésamo
en mis neuronas... (118)
.
Pero esta
palabra jamás aparece escrita, es como un agujero que presenta
en el texto lo que no puede contarse sino por sus bordes desparejos,
por medio de alusiones incompletas o desvíos. También
ella resulta golpeada: "la palabra jamás dicha fue golpeada"
(164), en la precaria clave morse con que los "incomunicados" reinventaron
el lenguaje. Allí, donde "las palabras estaban herméticamente
prohibidas" (162), el arañar compañero en la pared restituye
el mundo escamoteado: golpe a golpe, con los nudillos y una lasca de
revoque, letra a letra, se pasan la palabra solidaria a través
del muro como un plato de comida caliente.
La falta
de referencias directas a la dictadura —cuya palabra ni siquiera aparece-
u otros términos que remitan a discursos más o menos codificados,
nos habla de un yo narrativo estrechamente vinculado a figuras
poéticas. En este sentido podemos hablar de un texto liberado
del cautiverio racional de la lógica del testimonio. Y además,
en tanto lenguaje poético, participa de la paradoja específica
de la formación lírica —formulada por Adorno en su
"Discurso sobre lírica y sociedad"(53-72)-, según
la cual la subjetividad se trasmuta en objetividad, y su estado de individuación
en contenido social. Este lenguaje libera todo lo que la sociedad ha
reprimido, pero es social a su vez, por proyección y oposición,
en tanto cifra de una sociedad otra.(7)
La elección estética garantizaría una mayor profundidad
y perdurabilidad en lo social. Un registro explícito con el énfasis
puesto en la transferencia comunicativa de datos o acontecimientos quedaría
entrampado en la cosificación mecanicista y subalterna, además
del riesgo de la vulgaridad que siempre arrastra la marca y la persistencia
de la represión.
Al
oxímoron que postula a la imaginación como territorio
real (138), se le superpone otro que también alude a la proliferación
imaginaria provocada por el encierro: este territorio, este enorme
infinito desierto de dos metros cuadrados (144). La idea de infinito
concentrado nos remite, obviamente, al aleph borgiano: ahí, en
el pozo de castigo, detrás de la puerta sin pestillo, bajo siete
cerrojos también hay un aleph. Un aleph que condensa los libros,
las visiones de una vida, el testimonio de muchedumbres expandiéndose
dentro de la cabeza de un hombre encerrado. Confluencia de todos los
tiempos y los espacios: allí ahora el telón de la capucha
se vuelve a levantar para los diez minutos de visita (...) en el instante
simultáneo donde el tiempo corre por su cuenta y sin reloj
(166). El límite de este infinito provocado por la más
radical de las carencias es, paradójicamente, la unidad:
una falta, una:
Hay
una cosa que acá no hay, papá. Niños.
No hay niños. No se puede vivir en un mundo sin niños.
Y mi mundo, Viejo, no tiene niños. Así que cuando
me llevan al escusado trato de traerme alguno. (124/125, el subrayado
es mío)
Y luego
cuenta como recorta, cuando encuentra, fotografías de niños
de los diarios que hay para limpiarse. La falta de papel higiénico
le sirve para neutralizar la otra -la de niños- con los recortes
del periódico El País, que guarda en sus zapatos.
Desde ese estado de absoluto despojo, el reclamo por los niños
se constituye en una condensación del gesto narrativo y un manifiesto
político: se rescata el futuro del escusado, si es preciso, para
hacerlo camino articulado con la memoria (conservada en
la caja de zapatos de la madre: 25 y 77), desde donde provienen las
fotografías reproducidas al final. Entre ambos desplazamientos
históricos la imaginación (pisoteada, golpeada) se revela
como un medio de producción de sentidos a partir de los residuos,
de los restos, de la nada.
La
palabra nunca pronunciada es un tótem (158) operando
de manera silenciosa. Pero aquí se trata de un silencio activo
—como dice Susan Sontag (1997: 36)-, en tanto expresión de rechazo
de ciertos mecanismos racionalistas y como propuesta germinal de otras
formas de pensamiento, un silencio que mantiene las causas abiertas
y fuera del tiempo convencional. El silencio -como hemos visto- es trabajado
por lo menos desde dos ópticas en la novela. Uno, sinónimo
de sometimiento y complicidad, es un silencio de muerte, frente al cual
se rebelan los prisioneros del campo en Polonia, a la vez que constituye
un tiro por elevación a los mecanismos inductores de miedo colectivo
utilizados por las dictaduras para asegurarse la indiferencia en la
población, aquél no enterarse como programa de vida.(8)
El otro sentido manifiesta, por medio de lo inefable, un quiebre
en la homogeneidad del discurso, opacidad de un silencio que se puebla
de presencias y de voces, que instala un límite ante lo inaccesible
a la vez que un desafío, ya que es a partir del reconocimiento
de esa carencia (de recuerdos, de comunicación con el
padre, de recursos) que el relato emerge.(9)
Por eso
la palabra caldea, aramea, babilónica, hebrea, se manifestó
atravesando los diferentes espacios para volver a unir lo que fue arbitrariamente
separado (166). Cuando la ilusión de la certeza abarcadora se
ha roto es necesario recoger los restos cenicientos, hurgar en la sombra
de la anfibología y lo inasible, en lo que no puede ser descifrado
ni traducido puesto que debe permanecer oscuro y decir con esa
oscuridad otra manera de decir. En la lengua corriente –enseña
Blanchot (1993: 42-44)- se confunde a las cosas con su nombre sin percatarse
de que el nombre es socavado por la muerte. El lenguaje poético
pone de manifiesto ese desplazamiento y esa ausencia constitutiva de
la palabra. Ahora bien, al hacer de la palabra una desaparecida
del texto se desquicia esta paradoja de la lengua, pero además
se apuesta a la restitución de una presencia que es colocada
fuera del alcance de la muerte –en tanto ausencia de una ausencia-
y en tanto palabra literaria.
La palabra
no está dicha porque surge en condiciones irreproducibles y evidencia
de esa forma informe —sin nombrarse, nombrando- lo indecible.
Dicha, correría el riesgo de quedar prisionera en una
entelequia, tapando el hueco con una cáscara. Porque además,
esa palabra producto del encuentro con el padre expresa
el triunfo de lo inasible y de la transgresión del interdicto,
la derrota invertida, la pérdida puesta del revés. Lo
inefable -además del sentido místico-religioso y su conexión
con lo sublime- puede ser leído como la actitud de resistencia
del lenguaje literario a participar de la atrocidad haciéndola
inenarrable: en la subversión del instrumento lingüístico
la palabra encontraría su trascendencia. Esta insistente
manifestación de lo no dicho pareciera presentar la falta
como una montaña volcánica levanta su cráter al
cielo. Una manera de esgrimir lo inefable que termina por fundirse en
su contrario, haciéndose imborrable.
Bibliografía
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W. Adorno, "Discurso sobre lírica y sociedad" en Notas
de literatura, Barcelona, Ariel, 1962.
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Rolland Spiller (editor), Culturas del Río de la Plata (1973-1995).
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1995.
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1984.
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El sentido de un final, Barcelona, Gedisa, 1983.
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Si esto es un hombre (1947), Barcelona, Muchnik, 1995.
Pierre
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París, F. Maspero, 1966.
Ricardo
Rodríguez Molas: Historia de la tortura y el orden represivo
en la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1985.
Carina
Perelli y Juan Rial, De mitos y memorias políticas, Montevideo,
Ediciones de la Banda Oriental, 1986.
Franco
Rella, El silencio y las palabras, Barcelona, Paidós,
1992.
Víctor
Shklovski: "El arte como artificio", en Teoría de la literatura
de los formalistas rusos (T. Todorov compilador), México,
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Susan Sontag,
"La estética del silencio", en Estilos Radicales (1969),
Madrid, Taurus, 1997.
George
Steiner, Lenguaje y silencio (1976), Barcelona, Gedisa, 2000.
Notas:
1.-
Las cartas que no llegaron, Montevideo, Alfaguara, 2000, (todas
las citas remiten a esta edición).
2.-
Respecto del Testimonio y la compleja red de problemas inherentes
al género me he ocupado en "Testimonio y novela", estudio recogido
en Gustavo Lespada, Esa promiscua escritura, Córdoba,
Alción Editora, 2002 (pp. 93 a 120).
3.-
"Porque la fantasía, ¿sabes?, es la única cualidad humana
que no está sujeta a las miserias de la realidad." (43)
4.-
Ya en El bataraz (1999: 138-139) se afirma explícitamente
la realidad de la imaginación, a la que el propio Marx le asignara
un rol fundamental en la configuración del proyecto, etapa indispensable
en el proceso material del trabajo humano.
5.-
Rodríguez Molas (1985: 149-169) nos proporciona una crónica
y un documentado estudio sobre las aberraciones realizadas por los militares
argentinos (1976-1983) en estrecho parentesco con la metodología
del nazismo.
6.-
Uruguayismos: "del pique" equivale a en seguida o inmediatamente.
Hay otros, como "chiva" por bicicleta (148) o "peludear" por
pedalear (147).
7.-
Jorge Monteleone hace un excelente análisis de estos planteos
sobre poética y sociedad, a partir de su propia traducción
del texto de Adorno, en "Gelman: el salario del impío" (inédito,
2001).
8.-
Así resume Noé Jitrik (1984: 254) esta actitud generalizada
en nuestro país durante los años de plomo, en "Argentina:
esquizofrenia y sobrevivencia". En Vigilar y castigar, Foucault
señalaba en los sometidos a un régimen de vigilancia,
la tendencia a reproducir internamente las coacciones del poder (1991:
206). Otra categoría útil para pensar la autocensura introyectada
por los sujetos, es la de inxilio (exilio interior), tal como
la expone Carina Perelli (1986: 90-92) en De mitos y memorias políticas.
9.-
Franco Rella (1992: 165-175) hurga con erudición en ese borbotear
de lo indecible, en ese signo libertario atrapado en el lenguaje de
los hombres, en esa silenciosa promesa de redención de todo lo
que ha sido avasallado y vencido.
.
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