"La
canonización literaria"
(1)
José
Amícola
Universidad
Nacional de La Plata
La
teoría literaria presenta en la última década una
serie de reflexiones enteramente nuevas acerca de cómo se produce
la canonización de un escritor en una literatura dada y, asimismo,
cómo afectan al conjunto del sistema las determinaciones y los
procesos de legitimación de un autor dentro un campo literario
específico. Lo cierto es que el término "canonización",
venido de la teología, es ya de por sí peculiar en el
uso figurado con el que ha pasado a los estudios literarios. Así
a partir de la temprana Edad Media, los textos del Antiguo Testamento
no originalmente escritos en hebreo, sino mayormente en griego, pasaron
a ser considerados extra-oficiales y ajenos a la palabra divina, especialmente
después de la censura de San Jerónimo en el siglo IV.
Todos los concilios de la Iglesia Católica reunidos a partir
de entonces discutieron, por lo tanto, el derecho de figurar en las
Escrituras de textos muy populares, como la historia de Judith y Holofernes,
a los que se le negaba autenticidad y que pasaron a denominarse "deuterocanónicos"
o "apócrifos". Esos textos en circulación pero
considerados espurios no fueron admitidos, sin embargo, en la compilación
de las biblias vernáculas a causa de una desautorización
venida de una de las figuras claves de la Iglesia. Lo interesante de
los textos que se hallan fuera del canon radica en el hecho de que ellos
ponían y siguen poniendo en evidencia la fragilidad del sistema
de exclusión durante la época escolástica y la
arbitrariedad del mismo principio autoritario que la Iglesia ejercía.
No es por azar, que, al mismo tiempo, el Vaticano desplegara a partir
de la tardía Edad Media el aparato policíaco de la Inquisición,
especialmente entre el siglo XI y el XVII, en su obsesión por
sostener la unidad contra las herejías, las sectas y las divisiones,
aunque para imponer ese sistema la represión se apoyara en contradicciones
que ponían en duda el mismo sistema que hacía aparecer
como dentro del canon a los textos aceptados como divinos.
Volviendo
a la literatura, es importante señalar aquí que a partir
de los estudios de los formalistas rusos en la década del 20,
cada campo literario ha revelado ser un "campo minado", en
el que los intentos conscientes de los autores por imponer su propio
proyecto literario ha venido a aparecer como una estrategia de escritura
y como una batalla sin cuartel por el destronamiento de figuras anteriores
de la tradición que pudieran entorpecer la recepción de
las obras de nuevas.
Dentro
de este marco de pensamiento teórico acerca de la llegada al
canon y de cómo legitimizan las sociedades a sus escritores representivos,
la situación de la obra de Jorges Luis Borges en su relación
con la reflexión teórica extranjera y con la colocación
de predominio dentro de la propia literatura argentina a partir de la
década del 60 es un caso paradigmático. La ubicación
de la obra borgeana ha producido en la Argentina, efectivamente, una
nueva reflexión sobre la red de operaciones de este autor con
el intento de al destronamiento de su antecesor, Leopoldo Lugones, y
por la imposición de una recepción que favoreciera la
lectura de sus obras, fomentando, por ejemplo, la difusión de
la literatura detectivesca en traducción (que habría de
propiciar la refinada parodia de este género trivial en los textos
de Borges). Pero este autor también ejerció una sutil
presión sobre su campo respaldando a los delfines literarios
que podían aparecer como continuadores de su propia obra (Adolfo
Bioy Casares y Julio Cortázar). Al mismo tiempo, Borges no habría
alcanzado la posición de excelencia indiscutida de que goza hoy
dentro de su propio campo sin el espaldarazo europeo.
Ahora
bien, la apertura suscitada en el terreno de los estudios literarios
a nivel internacional por la Teoría de la Recepción, una
concepción que estuvo apoyada en ideas originadas no sólo
en los formalistas, sino especialmente en el Círculo de Praga
en torno a los trabajos de Jan Mukarovký sobre norma y valor
estéticos, vino a abonar la discusión acerca de las lecturas
sucesivas de una obra dada, pero también a provocar el sentimiento
de que no hay lecturas inocentes. La contribución desde la sociología
de Pierre Bourdieu resultó complementaria a la visión
de Iuri Tyniánov de la literatura como un campo de lucha, una
arena donde se juega la vida de los proyectos artísticos. Los
formalistas rusos, primeramente, los estructuralistas checos, como sus
herederos después, pero también el postestructuralismo
francés (entre 1965 y 1990) allanaron el camino para lo que sucedería
a finales del siglo XX en la teoría literaria como centro de
la reflexión sobre los estudios de la cultura, según se
percibe en la inmensa caja de resonancia que representa el territorio
de lo que conocemos como la Academia estadounidense. Ello llevó
consigo a una explosión inesperada del tema del canon y de la
legitimación literarias en los 90. Me interesa, por ello, mencionar
aquí dos libros característicos de esta nueva dirección
en el enfoque de la literatura como un coto privado nada pacífico
y, al mismo tiempo, íntimamente ligado a determinaciones venidas
no sólo de otras series paralelas saturadas de justificiones
ideológicas, sino también de territorios que se hallan
más allá de las fronteras nacionales. Me refiero aquí
a los libros, para mí complementarios entre sí, de John
Guillory (1993) y de Pascale Casanova (1998), que me gustaría
relacionar en esta exposición, como parámetros de una
discusión internacional y dialógica entre las Américas
y Europa.
Tanto
Guillory como Casanova ponen el acento en la paradójica concepción
de "lo nacional", como piedra de toque para la conformación
de lo que ahora se reconoce como un proceso de "globalización".
Si el siglo XIX ha sido el usufructuario máximo de la categoría
de "nación", esta idea clave (redefinida como propia
durante los procesos revolucionarios de 1789), no ha dejado de resultar
un problema de cierta complejidad en el siglo XX, pero lo que es más:
se ha cargado de una ambivalencia tan ominosa como la que Freud detectaba
en su concepto de "Das Unheimliche". Inmensamente local pero
marca indeleble de lo que se torna internacional, como en el caso de
la obra de Kafka o de Joyce, "lo nacional" es en el siglo
XXI dificultosamente definible en términos decimonónicos,
en tanto los sucesos de la centuria pasada han demostrado que lo nacional
en una cultura es determinado por la mirada extrañada propiciada
desde lo que se considera extranjero, como lo evidencia la gestación
de la obra "guatemalteca" de Miguel Ángel Asturias
o la "argentina" de Ricardo Güiraldes, mediante la ironía
de que Hombres de maíz y Don Segundo Sombra fueron
ambas escritas en París.
Resulta
ahora evidente, según lo afirman Guillory y Casanova, que las
fronteras nacionales en el ámbito de la cultura son balizas ideológicas
erigidas por las instituciones nacionales; es decir: la escuela, la
universidad o los museos. Dichas instituciones, con sus implementos
de difusión, ejercen una influencia determinante gracias a las
mediaciones de que disponen. En efecto, sus mediadores son los intelectuales
orgánicos, en sentido gramsciano, que propician la implantación
de una visión del mundo compartimentalizada, a través
de las esclusas que solicitan el consenso de la hegemonía de
las élites que estos mismos intelectuales se encargan de catapultar
y con las que se sienten identificados. Para John Guillory, la escuela
y la universidad producen una verdad indiscutible dentro de la conciencia
individual de alumnos y estudiantes, creando en ellos no sólo
una conciencia literaria y genérica de lo que debe ser leído,
sino propiciando una estructura mental quasi inamovible dentro de las
futuras experiencias de lectura y usufructo de la cultura. Pero, además,
los "curricula" o el Pensum de lo que debe ser leído
en las instituciones educativas de cada nación no aparece como
una decisión individual de algunos maestros y profesores determinados,
sino como una dura batalla a nivel de tomas de partido más explícitamente
ideológicas que atañen a la constitución política
de cada país. En el mismo sentido, para Pascale Casanova, las
decisiones que llevan a terminar de apropiarse de autores fronterizos
a los límites nacionales, tampoco son operativos inocentes. Las
fronteras nacionales aparecen en el terreno de la literatura como muros
de defensa políticos tan arbitrarias como el propio sistema de
canonización que pretende garantizar la difusión de la
palabra divina. Todo ello responde, en el fondo, a una serie de componendas
y compromisos que revelan en qué medida las historias de la literatura
están hechas de aviesas inclusiones e exclusiones que benefician
a grupos que pretenden la hegemonía cultural dentro de una formación
social determinada. En el caso de la Argentina, es importante hacer
notar que la Universidad de Buenos Aires ocupa un lugar destacado frente
a las otras instituciones educativas del país, debido a la magnitud
y concentración de la vida metropolitana. De ese modo, es evidente
que lo que la Universidad de Buenos Aires sanciona tiene validez nacional
y no admite discusión. Es por ello interesante hacer notar que
los programas de literatura argentina dentro de la UBA serán
piedras de toque para la canonización de escritores. En este
sentido, la tarea de divulgación de la obra de Julio Cortázar
llevada a cabo desde la cátedra a cargo de la profesora Ana María
Barrenechea a fines de los años 50 fue definitoria de la lectura
que se haría en Latinoamérica de su obra en la década
del boom latinoamericano. Por ello la anécdota que ubica a la
afamada agente literaria Carmen Balcells bailando un tango con Cortázar
en casa de los Goytisolo en Barcelona, delante de todos los escritores
del boom, no es más que el sello de una legitimación a
nivel internacional que había empezado bastante antes en el seno
de un organismo educativo. De un modo paralelo, puede decirse que los
autores propiciados por la cátedra de la profesora Beatriz Sarlo
desde los años 80, apoyados por el órgano de difusión
de la revista que ella dirige (Punto de Vista) ha significado
un trampolín a la notoriedad para novelistas de la última
generación como Marcelo Cohen o Rodolfo Fogwill.
Otro
ejemplo clave de este operativo de justificación del posicionamiento
predominante de una élite de intelectuales en función
de mediadores lo representó en la Argentina el núcleo
en torno a la revista Sur (1931-1979), del que Jorge Luis Borges
fue un elemento significativo. Estos escritores resultarían sostenedores
de la labor consensuadora del aparato educativo rioplatense que sellaba
la convicción de una ubicación geográfica que daba
la espalda a América Latina en favor de la marca distintiva del
europeísmo como característica propia del Río de
la Plata. En el seno de Sur, lo nacional era así definido
a partir de la mirada europea, desde el propio nombre de la revista,
bautizada por Ortega y Gasset como contrapunto de su propia Revista
de Occidente. Sin pretender definir lo nacional, pero oponiéndose
marcadamente a lo regional o pintoresco del color local que podía
provenir de las provincias interiores del Río de la Plata, la
revista Sur sostuvo un proyecto que hoy en día revela haber sido
el más coherente, largo y fructífero de América
Latina, en tanto coincidió con la idea de una literatura argentina
capaz de digerir y reciclar lo mejor de la literatura del mundo, según
se percibe en la propia labor creativa de Jorge Luis Borges. El éxito
de este proyecto está a la vista. Si Sur no catapultó
a la fama internacional a la directora de la revista, Victoria Ocampo,
en cambio, sirvió de extraordinaria plataforma europea a Borges,
gracias a los servicios de difusión en París de Roger
Caillois, un excepcional emisario francés emigrado al Río
de la Plata durante la guerra, quien regresó a Francia en la
década del 50, después de haber estado muy vinculado a
ese núcleo. A pesar de las diferencias con Sur de Borges,
tanto la revista como este "maître à penser"
estaban de acuerdo en la vocación europeísta de las élites
argentinas que debían coincidir con los proyectos de escritura
de sus miembros, según venía sucediendo también
en otros países latinoamericanos, pero que en la Argentina no
encontraba ningún obstáculo frente a la carencia de cualquier
otro proyecto vernáculo. Es por ello que la aparición
de la revista Contorno en 1953 dotó a Buenos Aires de
un terreno apto para la polémica acerca de la función
monopolizante de Borges, pero, sin embargo, no pudo dejar de lado la
ambición europeizante, como vocación compartida con Sur,
dado que tanto Sur como Contorno no podían dejar
de mirar a París como cabeza de puente de cualquier proyecto
colonizador de la cultura latinoamericana y, especialmente, ninguno
de los dos órganos podía sentirse ajeno a la erupción
del existencialismo sartriano como marca distintiva de la época
que se vivía en el mundo.
Es
interesante notar aquí que en los últimos años
también la narrativa borgeana ha venido siendo incluida dentro
de categorías del pensamiento europeo. Especialmente atractivo
ha resultado así el trabajo de Thomas Richards, quien ha insertado
el mundo cuentístico de Borges dentro de las perspectivas de
lo que este investigador ha llamado el "archivo imperial".
La idea borgeana de un mundo completamente supervisado, donde, sin embargo,
entra un elemento de entropía que pone en duda todo el sistema
(como en el cuento "La biblioteca de Babel") es deudora de
una corriente de pensamiento que cundió hacia fines del siglo
XIX en el momento de crisis del colonialismo inglés. En la obra
de Borges existe, entonces, una mirada totalizante del mundo que, sin
embargo, siente la gran ironía de sus limitaciones. Esta concepción
globalizada y total del conocimiento coincide en Borges con la idea
maestra en su narrativa acerca del derecho al abordaje rioplatense de
las inquietudes del mundo. No es de extrañar que estas ideas
hayan sido recibidas con tal beneplácito en los centros académicos
occidentales y que ello haya favorecido l recepción de la obra
borgeana, dadas sus implicaciones con las ideas actuales acerca de totalidad
y archivo. En este marco de pensamiento, no es tampoco casual que la
mirada de Foucault se haya centrado en la irónica "enciclopedia
china" de Borges y en su dudosa capacidad para la catalogación,
que según Edward Said es la versión que Europa se había
hecho de Oriente a partir de la invasión napoleónica en
Egipto destacando en ese archivo de lo oriental la "inability to
be accurate" (Said 1978: 47). Así a la admiración
de Foucault por Borges en el comienzo de su Les mots et les choses,
como la de Harold Bloom, que coloca a Borges en el centro del canon
occidental, se han sucedido las menciones durante los 70 de todos y
cada uno de los libros de teoría literaria de relieve internacional,
como las de Julia Kristeva y de Fredric Jameson, donde el autor argentino
aparece citado como agudo pensador y pionero de muchos de los temas
que preocupan a los estudios teóricos actuales. La internacionalización
de Borges ha llevado, por una parte, a ver al escritor argentino como
figura mundial fuera de su posición de combate dentro de un contexto
de lucha por la primacía de su escritura dentro del Río
de la Plata (según a apuntado Beatriz Sarlo en su agudo ensayo
titulado Borges, un escritor en las orillas). Sin embargo, el
costado positivo de esta situación de ubicación mundial
de la obra de Borges, que el propio autor hubiera querido para sí,
según los gestos de universalidad de su obra, así como
el haber diseñado el lugar donde debían residir sus restos
en el Cementerio de Plainpalais en Genève), reside en que su
recepción es tal que se inserta en una Weltliteratur sin más.
Por otro lado, mientras que en el territorio de la música nadie
discutiría que la aparición de Berlioz o Wagner cambiaron
el modo de componer en Occidente y no sólo en Francia o en Alemania,
ha parecido hasta hace poco tiempo que las literaturas nacionales tenían
derecho a cierto nacionalismo. De hecho en Alemania existe un "pope"
canonizador de los nuevos autores con presencia mediática en
la televisión alemana, que es completamente desconocido en los
otros países europeos, para no decir en las Américas.
Pero
lo interesante en la figura de Borges y, en parte también en
la de Cortázar, es que ambos escritores argentinos se hallan
todavía en el lado de la divisoria de aguas que tenía
a París como el eje dador de legitimación internacional.
El cambio de la geopolítica literaria a nivel mundial con el
nuevo centro que inaugura Nueva York va a estar dado en el Rio de la
Plata por la presencia de un autor revolucionario como Manuel Puig.
En efecto, sus novelas no sólo se hacen eco del mundo de lo popular
según los patrones hollywoodenses, desde su primera novela
La traición de Rita Hayworth de 1968, sino que Puig revela
ser el primer latinoamericano en hacer suyo el mensaje crítico
del pop art norteamericano, nacido en la década de los 50, como
respuesta a las vanguardias europeas o como su continuación enriquecida
por la frescura de los que toman los elementos de la tradición
sin idolatría. En otras palabras, Manuel Puig introduce en Latinoamérica
una postura postmoderna que se había venido anunciando en la
obra de Borges (especialmente en la inversión borgeana de las
condiciones narrativas como sucede en "Pierre Menard, autor del
Quijote").
Permítaseme
ahora una digresión bien postmoderna, al hacer una mención
que viene de un territorio aparentemente tan frívolo como la
moda. A veces, algunas prácticas de la vida vivida sirven para
comprender todo el conjunto de una postura analítica a nivel
académico. Sucede que durante el pasado mes de enero de 2003,
en el Victoria and Albert Museum de Londres se organizó una exposición
fundamental y exhaustiva acerca de la labor del diseñador de
origen italiano Gianni Versace. Ahora bien, lo que llama la atención
en esta vida dedicada al diseño fastuoso conectado con la teatralidad
pero también con nuevas concepciones de la sexualidad y las separaciones
de lo que llamaremos "gender", en el sentido del plus que
la sociedad adjudica a ciertas conexiones del sexo biológico
sancionadas como inmutables, pero completamente mudables e ideologizadas,
en la propia vida cotidiana, es que Gianni Versace haya proclamado que
no creía en el buen gusto. Una declaración de principios
tan postmoderna parece una pista riquísima para una teoría
también postmoderna del arte, en tanto esa afirmación
se parece mucho con las propias declaraciones de Manuel Puig en el terreno
de la literatura, es decir ambos creadores, el italiano y el argentino,
apostaron toda su artillería no a darle la espalda a la tradición
y quemar el Museo (al estilo de los futuristas italianos de la Primera
Guerra), sino a poner en duda los mismos cimientos de la historia del
arte, haciendo uso ilimitado y consciente de sus hallazgos. No es por
azar así que Gianni Versace se declara un admirador del pop art
norteamericano y que uno de sus modelos más "flamboyantes"
reproduce al infinito, en la propia tela del vestido, el famoso cuadro
de Andy Warhol con la figura icónica de Marilyn Monroe, dotando
a aquello que ya era símbolo de repetición en el pop art
de un nuevo soporte de mercado, como es el Westampado reproducido de
modo ilimitado, para gozo de cualquier seguidor de los atisbos pioneros
de Walter Benjamin en Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen
Reproduzierbarkeit.
Si
Gianni Versace rinde homenaje a Christian Dior y Schiaparelli, a Chanel
y Worth, es decir a toda la historia de la haute couture (que
en nuestra mirada puede funcionar como emblema de lo que en el domino
del arte sería la Alta Literatura), al mismo tiempo su estilo
revolucionario se caracteriza por el uso de los materiales más
refinados desde la Edad Media (como las telas tejidas en malla de oro),
con los gestos desmitificadores de jeans en el mismo sintagma. Así,
si Versace da por tierra con los dogmas más sólidos de
la alta costura al declarar la guerra a las simetrías del Boulevard
Saint Honoré, prefiriendo la teatralidad del camp norteamericano,
la exposición de su labor creativa en el conjunto de varias décadas
de labor muestra, al mismo tiempo, que el eje de sus decisiones no concierne
ya solo a Europa (Italia, Francia), sino, al mismo tiempo a los medios
masivos (las figuras del cine, los diseños para las puestas de
ópera), que trasuntan las fronteras, pero que tienen su punto
nodal de difusión en la industria del espectáculo dirigida
desde Nueva York.
Volviendo
al aspecto literario de nuestra exposición, recordemos que una
revista tan importante como The Paris Review, mostraba la originalidad
de mencionar en su título el prestigio de un eje literario europeo,
pero, en rigor, era editada en Estados Unidos para expresar así
la voluntad del Nuevo Mundo de anexionar el lugar que había sido
el ombligo cultural, por lo menos desde el siglo XVII, como cuando Edgar
Alan Poe ubicaba sus relatos policiales fundacionales en París,
como "The Mystery of Marie Rogêt" o de "The Murders
of the Rue Morgue", y, sin saberlo, sentaba las bases del género
detectivesco de Inglaterra. Estas torsiones culturales, sin embargo,
pueden leerse hoy en día como cargadas de sentido, cuando lo
que se busca es algo que trasciende la idea de las literaturas nacionales.
En el mismo sentido, puede decirse que Manuel Puig lanza su más
cabal lectura del cese del imperio parisiense a partir de su abandono
de Cinecittà en Roma, por el atalaya cultural que le significa
Nueva York en los 60, confluencia de todas las corrientes de pensamiento
que han sido significativas en la segunda mitad del siglo XX, empezando
por la lucha emancipatoria del feminismo. No es de extrañar,
entonces, que este mismo autor solicite al estilo pop art el
préstamo irónico para el título de su novela de
1973 que habría de llamarse The Buenos Aires Affair. En
este texto la metáfora del poder dentro del campo de la pintura
moderna en la ciudad que aparece en el título se vincula con
el mundo de la cultura hollywoodense en los epígrafes para cada
capítulo, tomado de las películas más significativas
de la ideología norteamericana en la época de su expansión.
Así el título y parte de la ubicación de la trama
relacionada con su temática neoyorkina marcan la independización
del tema europeo, que había sido el patrón hasta por lo
menos Rayuela (1963) de Julio Cortázar. En este sentido,
las novelas de la argentina Luisa Valenzuela, publicadas en las dos
últimas décadas, llevan la marca de este giro de los intereses
como lo que podríamos llamar la "detectión del efecto
Nueva York".
La
idea de un campo de fuerzas en la literatura argentina permite suponer,
entonces, una especie de figura romboidal con Borges como maestro indicutido
en su parte superior, mientras en los dos ángulos cercanos estarían,
a la izquierda (leyendo la figura geométrica cronológicamente
en el sentido de las agujas del reloj), su contendiente más inmediato
- Roberto Arlt - y, a la derecha, sus delfines - Adolfo Bioy Casares
y Julio Cortázar: formando una serie del tipo A/B/BC. Este triángulo
primero aparecería completado por las fracturas de las décadas
del 70, donde aparecen visibles otras plumas no previstas por Borges
y que escapan a su control, aunque no dejan de representr una lucha
por la autonomía del universo borgeano: Silvina Ocampo y Manuel
Puig. La secuencia formaría una figura del tipo A/B/BC/OP. Es
cierto, por otra parte, que este rombo tiene que hacer explícito
el sujeto de la enunciación: nosotros en el año del 2003.
Esto significa que dentro de dos décadas la figura puede aparecer
diferente si se hicieran visibles escritores que ahora nos parecen no
haber cuestionado el canon hasta el punto de torcer el timón
de la literatura argentina, como en algún momento parecieron
hacerlo narradores (ahora vistos como menores), como Leopoldo Marechal
o Ernesto Sábato.
La
presencia de la obra de Manuel Puig en el número 42 de la Colección
Archivos muestra que ese impulso que lleva a colocar a Manuel Puig en
el canon de la literatura latinoamericana parece haber logrado su objetivo.
Esta misma presencia (y la ausencia de Borges en la colección)
parece permitir la lectura posible de una tendencia hacia la superación
de la omnímoda ubicuidad del maestro.
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Nota:
1.-
Este texto fue leído en su traducción al alemán como conferencia en
la Universidad de Gotinga (Alemania) el 4 de febrero de 2003, respondiendo
a una invitación del Prof. Manfred Engelbert, Decano del área de Filologías
Románicas.
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