Yo lo conocí a Tulio Halperín Donghi en el año 96 cuando llegué a estudiar a Berkeley. Todo el mundo me hablaba del gran historiador y voy a tener que ser honesto al decir que de él yo sabía muy poco o casi nada. No pasó demasiado tiempo hasta que noté su presencia. Era una persona muy querida y respetada en Berkeley y nosotros que estábamos en el Departamento de Español y Portugués teníamos la enorme suerte de estar prácticamente contiguos a su oficina en el Departamento de Historia, simplemente separados por unos pisos. Ellos estaban y están en el tercer piso de Dwinelle Hall, nosotros en el quinto. Por su generosidad, profesionalismo y erudición era prácticamente alabado por todo mi departamento. Era una persona muy activa no solamente en el campo académico sino en la vida de la comunidad de UC Berkeley. Era común escaparse a la hora del almuerzo a escucharlo en charlas o pasar a visitarlo por sus horas de oficina que estaban siempre saturadas de estudiantes. Se tomaba el tiempo de venir a escuchar ponencias e interactuar con la vida activa de la universidad. La lista de estudiantes que le pedían ser lector de tesis doctorales era enorme y él aceptaba en igual medida.
Recuerdo tomar uno de sus seminarios sobre historia latinoamericana y que fue quizás uno de los últimos que dio. Nos reuníamos por la tarde a charlas semanales que duraban 3 horas con un efímero descanso de no más de 15 minutos. Don Tulio hablaba por tres horas sin parar y uno tenía la impresión de no haber estado más de media hora con él. No paraba de hablar ni en el descanso que teníamos y en el que solíamos caminar hasta el Free Speech Movement Café, a no más de 50 metros del edificio donde daba el seminario. Tulio te contaba la historia como un cronista, con una profundidad y una claridad que daba la impresión de que él había estado en el suceso. Hablaba con una firmeza que carecía de compromiso ideológico y que imponía humildad. No decía lo que uno querías escuchar, sino que mostraba, y quizás con una inofensiva cizaña, el lado desmitificador de los hechos para de ahí construir una perspectiva que planteaba una realidad inesperada y hasta liberadora. Los que lo conocen saben que de quererlo escuchar afilado al máximo había que traer el tema del peronismo. Y parecía no molestarle que alguno de los presentes teníamos evidente simpatía por este movimiento. Nombrar a Sarmiento era poner el siglo XIX de cabeza y no había padre de la patria que quedara en pie a la hora de sus charlas panorámicas. Combinaba anécdotas del exilio con el siglo XIX como si fueran parte de un mismo barrio y tiempo. Y siempre las mejores interacciones con él eran en grupos pequeños. Los interlocutores se limitaban prácticamente a producir preguntas, no importaba el nivel académico. Tulio podía hablar de cualquier cosa y con una precisión envidiable, por el tiempo que sea y esté con quien esté. Charlas interminables y valiosísimas que podían ocurrir en lugares inesperados como una ponencia, en su oficina, en un café o en largas caminatas al o desde el YMCA, lugar donde solía encontrarlo nadando.
Tenía una forma de mostrar Latinoamérica que impedía el nacionalismo. Recuerdo una charla en la que hablaba de los orígenes de Santiago, la capital de Chile, y la describía en términos de un enclave indirectamente al servicio de familias terratenientes mendocinas que necesitaban una universidad para sus hijos. Interesantemente él no hablaba de Argentina porque no la consideraba ni siquiera parte de su análisis. Entendía el fenómeno histórico y de alguna forma él y su lógica se volvían parte de esa narración. Y explicaba todo con una naturalidad que parecía carente de esfuerzo. Esto se puede ver en sus libros, muy leíbles, simples pero de una profundidad enorme. Era admirable. Escribía cosas como “Manuel emitía sus opiniones con el aplomo de quien sabe que tiene autoridad para ello” hablando de Belgrano. No dejaba espacio para la duda y hablaba de historia con aire de juerga. Entre estos comentarios, luego, uno llegaba a entender ideas que él había planteado pero que en su momento habían pasado desapercibidas. No se limitaba a temas históricos ya que le interesaba desde la realidad de la universidad hasta en los últimos años temas como la tecnología de la educación; tema que me interesa particularmente. Recuerdo su queja a las nuevas generaciones de académicos que podían llegar a ver como un fracaso terminal el no conseguir una posición permanente de “tenure” en una universidad de investigación y proponía que muchos de los grandes historiadores de su época enseñaban en secundarios. En las charlas Tulio era todoterreno. En una ocasión, luego de una presentación, alguien menciono una idea basada en la construcción de la nación desde la visualización de las burguesías locales. Luego de la charla recuerdo un comentario que me hizo argumentando que no había burguesías en la región de la que esta persona había hecho un comentario, sino un grupo de colonos engreídos que intentaban reproducir modales de una clase social europea a la que ellos no pertenecían.
La última vez que lo vi fue en su casa unos días antes de su último cumpleaños para arreglarle su computadora. Le terminamos comprando una nueva con su esposa Dora porque la computadora era muy vieja. Tenía ahí sus documentos de sus últimos escritos en esa máquina vieja con una precariedad que aterraba. Estaba cansado pero lucido, impecable y formal como siempre con su saquito como cuando iba caminando por el campus con su portafolio de chico de colegio. Se distraía de vez en cuando pero quería hablar de la política y de las universidades argentinas. La computadora le llegó el 17 de octubre y le dio (y nos dio a todos) gracia la coincidencia. Creo nunca llegó a usarla. Me regaló su libro de Belgrano y se olvidó de firmarlo; ni le pedí el autógrafo. Muy generoso hasta en sus últimos momentos. Se lo va a extrañar ya que se nos fue un indispensable.