Por Fabián Banga
Todos conocemos las historias del conde Dracula, seguro. Las conocemos tan bien que, si algún día nos contaran algunos pasajes de la primera leyenda, nos daríamos cuenta que de la historia original sabemos muy poco. Este fenómeno no es exclusivo de la leyenda del señor de los vampiros, la historia del gran “nosferatu”, como se le llama en alemán y que Murnav llevó a la pantalla grande en blanco y negro hace ya casi un siglo. Este fenómeno de mutación de la historia original, se puede ver en montones de narrativas y siempre el factor fundamental se basa en quien está generando la historia. Tomemos el ejemplo de Rosas. Algunos nos contarán que fue un tirano partiendo de obras del orden literario, como podría ser el Facundo de Sarmiento. Otros nos dirán que Rosas fue el gran patriota y liberador, partiendo por ejemplo del Martín Fierro. Nos movemos intencionalmente en estas ideas siempre en el campo literario y no histórico, porque quizás de literatura es de lo que queremos hablar hoy y no de historia. Presumo que siempre las historias contadas refieren a una realidad original que no es ni blanca ni negra, es gris, es en un espacio con muchas facetas y contradicciones. Así como la vida de cada individuo tiene múltiples facetas.
Volviendo a Drácula, existe una obra en particular que es de gran belleza. Fue escrita a fines del siglo XIX, la novela del inglés Bram Stoker, Dracula que Coppola llevó a la pantalla grande con el título de “Bram Stoker’s Dracula”. Los trabajos de Stoker y Coppola toman ideas del personaje histórico que dio origen a la leyenda de Drácula, Vlad epce, que a mediados del siglo XV en Rumania defendió a su gente y a la Iglesia del avance de los turcos que habían tomado Constantinopla. Vlad epce significa en rumano algo así como Vlad el “atravesador o empalador”, porque peleó con tal fiereza que mataba a sus enemigos atravesándolos con lanzas y dejándolos suspendidos en el aire para aterrorizar a las tropas adversarias. Se ha escrito también sobre leyendas que lo presentan a Vlad como un hombre terrible, malvado y horrendamente sádico. Por otro lado, también algunos lo defienden como un hombre profundamente patriota y justo. Vlad epce nació en el año 1431 en una familia noble y militar. Su padre era parte de la Orden del Dragón, creada por el emperador Sigismundo y su reina Barbara Cilli con la finalidad de dar protección a la corona. Esta orden fue conocida como “Drachenordens” en alemán y “Societatis draconistrarum” en latín. Su padre en la orden tenía el apodo de “Dracul” que viene del latín “draco”, y significa “el dragón”. De ahí que su hijo Vlad, tomará luego el nombre de “Dracula” que significa, “hijo del Dragón” −la “a” es un posesivo que denota progenitor”. Si se quisiera ahondar más en la parte histórica de Drácula, siempre es recomendable investigar en los escritos de Elizabeth Miller, profesora de inglés del Memorial University of Newfoundland, quien ha producido muchos trabajos de excelente calidad sobre este tópico.
Pero más allá de la historia, en la película y en la novela se rescata esa tragedia fruto de un final desafortunado entre Drácula y la Iglesia. En la Película, la esposa de Dracula, Elizabeta, se suicida al recibir una falsa noticia de que su esposo había muerto en batalla. Frente a este incidente la Iglesia condena a Elizabeta frente al pecado del suicidio negándole el cielo. Dracula enfurecido frente al dolor de la situación blasfema contra la Cruz y se condena a las tinieblas eternas asegurando que se levantará de la tumba y con todo el poder de los infiernos pregonará por el espíritu de Elizabeta.
Da pena pobre príncipe Drácula, (porque era príncipe y no simple conde de cuarta) si es que sí defendió a su gente y a la Iglesia con tal fervor. Y mire usted lector, que uno tenga que llegar desde la tantas veces mediocre pantalla de Hollywood, a enterarse de la verdad, siempre verdad a medias. Nos estará quizás mirando desde los cielos el príncipe, riéndose de nosotros, tomando mate con algún angelito. Porque seguro que algún argentino allí llego, e introdujo el famoso rito sagrado de los verdes y se sintió solidario con el tal príncipe. No sabría opinar que es más horroroso en algunos casos, el no saber la verdadera historia o saber la historia que se nos cuenta repleta de falsedades. Sea ésta la historia que sea. ¿Qué será de las tantas historias sin contar? ¿Qué de aquellos que defienden una causa noble, en silencio y nadie los recuerda? Como los que defenderán nuestra gente hoy en día, desde su lugar de trabajo. Siempre recuerdo que mi madre decía que debería hacérsele un gran monumento al militante, sin nombre, el militante que en silencio pregona por un ideal de bien común, sin importar sus tendencias. Es que esas son las historias que nadie recuerda, que nadie conoce. Las que sí empalagosamente recordamos son la de los payasos en traje y corbata, y la de aquellos que reiterativamente insisten en agregar a sus nombres títulos de licenciado, doctores, profesores o posición de algún tipo, como si eso justificaría alguna autoridad o conocimiento.
Uno siempre tiene la posibilidad de expandir las historias o lecturas que uno encuentra con el tiempo. Tiene la posibilidad de releerlas y de alguna forma reescribirlas. Es por eso que siempre preferí la literatura en lugar de la historia. Y hoy yo opto por imaginar al joven príncipe de la Orden del Dragón, junto a su esposa Elizabeta, entrando con sus legiones a Buenos Aires, cubierto con la armadura de la verdad y la espada de lo que auténticamente somos; y arrasando con la mediocridad de la copia de proyectos norteamericanos por falta de autenticidad y decisión; arrasando con la idea de superioridad y discriminación hacia la gente por su sexo, religión o clase social; arrasando con las politiquerías vende patrias que olvidan cuáles son sus verdaderas funciones; arrasando con el camino rápido de la moda económica y venta de la salud, la investigación, las casas de estudios; arrasando con el arrodillarse frente al proyecto neoliberal. Me los imagino arrasando todo, como si arrasaran una supuesta historia falsa, del pobre príncipe que hoy llamamos Drácula, vampiro o nosferatu.