por Fabián Banga
La historia de Frankenstein, escrita por Mary Shelley en el siglo XIX, se ha representado en el cine decenas de veces desde el célebre film de James Whale en el siglo XX, a tal punto que la imagen cinematográfica acabó por ganar terreno en el imaginario colectivo en desmedro de la novela original. Esta recreación de la obra narrativa le dio el galardón de propiedad a la copia. Otro tanto ocurrió con Drácula y sus múltiples variantes cinematográficas. En su gran versión fílmica, Francis Coppola hizo de Drácula el amante perfecto de Mina, lo cual no había sido un aspecto central en la novela original de Bram Stoker. Pero a quién le importa Stoker ahora: Mina y Drácula hacen buena pareja y una vez más la copia le ganaba terreno al original.
De esta misma forma, la criatura de la historia de Frankenstein intentó superar a su creador al mismo tiempo que, en cierto modo, le fue fiel. Pensemos en esta paradoja: el doctor Frankenstein trató de copiar a su propio Creador, que según la Biblia lo hizo a su imagen y semejanza. Frankenstein le dará vida a una criatura a medias original, como él mismo. La suya no es una criatura que surge de la nada, sino que, por el contrario, tomará pedazos de cuerpos muertos que fueron abandonados y concebirá una criatura que tratará de asemejar a una forma humana. Ya conocemos su trágico final. Sin embargo, el fracaso del creador (Víctor Frankenstein) en producir una criatura que renazca desde los elementos muertos es, asimismo, un triunfo. Ha sido fiel a la Divinidad, a su propio Creador al producir un ser incompleto e imperfecto como él mismo. La criatura del doctor Frankenstein es un fracaso como resurrección, pero un triunfo como incompletud: una fragmentación que no logra concretarse en algo nuevo y perdurable. Porque ese fracaso es, al fin de cuentas, un éxito de fidelidad al Creador: la monstruosidad del producto en ambos casos (la del hombre y de la criatura) no reside en su propia existencia concreta, sino en el hecho de que lo verdaderamente perfecto es su propia imperfección. Por ello, si su finalidad misma es el fracaso, el paradigma de Frankenstein logra finalmente cerrar el círculo caótico con su propia muerte. La criatura es, en tal sentido, el colmo de este paradójico “fracaso exitoso”: ya ni siquiera es capaz de crear. Pero en cambio perdura como copia, borrando a su propio creador. Hoy en día cuando pensamos en Frankenstein, nadie alude al doctor que así se llamaba (el doctor Frankenstein), sino al monstruo, la criatura fragmentada. Yo quisiera pensar hoy en la imagen del monstruo de Frankenstein como una metáfora del cuerpo de nuestra Nación.
“Los argentinos descienden de los barcos” reza un viejo adagio. En efecto, nuestra Nación es fruto de una creación de imaginarios fragmentados traídos de distintos lugares por nuestros antepasados inmigrantes. Fragmentos que se entremezclan con nuestras raíces latinoamericanas, espacios que se superponen a nuestro dilatado sueño europeo documentado en la monolítica Buenos Aires. Lo que nos asemeja Frankenstein no reside tanto en la imposibilidad de unir los fragmentos de nuestra sociedad, sino al contrario, en la fidelidad que quizás tenemos hacia un imaginario de fracaso. “La Argentina está condenada al éxito” dijo el actual Presidente. Lo que omitió es que ese éxito, tal como están las cosas, consiste precisamente en fracasar, por ello es en realidad una “condena”, y no un destino. “La Argentina está condenada al éxito de su fracaso” debió decir. La literatura lo anticipó hace mucho, por ejemplo, en la recurrente fatalidad de la violencia como componente de ese mismo fracaso. La fundación literaria de nuestra Nación parte de textos como Facundo, de Sarmiento, y “El matadero”, de Echeverría, donde se propone una imagen de concreta fragmentación. El degüello del niño en “El matadero” es un punto de partida que anticipa la muerte del unitario. Pero también se conjuga con lo que le pasará al gaucho en el Facundo. Sarmiento escribe: “Esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de morir como cualquiera otra, y puede, quizá, explicar en parte, la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven, impresiones profundas y duraderas.” La violencia parece estar en el origen de nuestra propia identidad.
La pregunta de hoy, entonces, no consiste en averiguar de qué modo alcanzar el éxito conviviendo con estos imaginarios que nos acompañan por décadas, sino cómo hacer que dejen de ser exitosos en su proyección social. O, mejor dicho, como quebrar la idea del éxito del fracaso que siempre está ligada principalmente a ilusiones y delirios de grandeza que son abortados, para movernos en cambio en un presente de lo concreto, al alcance de nuestras posibilidades. Tal empresa requiere tal vez de cierta totalidad que nos proponga una meta conjunta, criticando espacios como los medios de comunicación y las clases dirigentes que saturan la audiencia con la idea del fracaso que todos nos habituamos a escuchar con aquellos presupuestos. La pregunta sería: ¿quién será capaz de desarmar el proyecto de vacua grandeza para presentar un proyecto realista, del aquí y del ahora, descontextualizado de aquella herencia histórica? ¿quien está dispuesto a comenzar a desmantelar ese monstruo de continuismo para terminar así con este círculo vicioso?
El mayor horror no radica en ver concretamente la realidad violenta que nos rodea, sino en saber que el futuro y el intento de detener el futuro, en las dos direcciones, nos acarrean actos violentos. La emigración de la Nación, como metáfora, en el fondo no reside quizás en un intento de escapar a la pobreza, sino en un ansia de escapar al agobio de perdurar en lo que nos condenamos a ser. Es decir, trata de escapar de la trayectoria prescrita en nuestra Nación. Eso implica también escapar de las dualidades, de los binarismos. Por ejemplo, de la oposición “civilización y barbarie” que fermenta en una constante irresolución sin posibilidad de escapatoria. Aquella frase “El año dos mil nos encontrará unidos o dominados”, en este contexto, no se transformó en un llamado de alerta ante posibles fracasos, sino en la predicción de la imposibilidad de salirnos de esta dualidad, sin espacios intermedios y generadores de nuevos horizontes.