Por Fabián Banga
El otoño comienza a regalarnos hojas resecas en estos pagos del norte; alfombras de opacos comienzan a cubrir aceras y patios, prediciendo el invierno seco del pacífico. Distinto invierno al nuestro, pampeano, con sus constantes garúas grises. Aquí el invierno es opaco; más bien, rojizo opaco. Por otro lado, el invierno nuestro está cargado de la rigurosidad de relatos de Rodolfo Walsh, es impregnate y saturante, agudo, de esquina en lo transversal de la pared, católico. El invierno aquí es un invierno de Edgar Allan Poe, plano y ventoso, somnoliento a la siesta, con cuervos y bosques, puritano. Es por esta razón que aquí hay Halloween antes de los fríos, y en Argentina hay Carnaval antes de las lluvias. Halloween está muy cerca de “hallow”, que está muy cerca de “sacro”. En cambio nuestro Carnaval al otro lado del planeta y al otro lado del calendario está más cerca de la “carne”. En el Sur, agua y cuerpos mojados en los últimos días cálidos del año; en el Norte, niños saliendo a buscar chocolates disfrazados de fantasmas.
Fantasmas y caretas en los dos casos preservan una diversidad enriquecedora y multicolor que hoy en día se nos ofrece a gusto y placer personal en los cientos de canales que se esconden en el control remoto de los televisores cosmopolitas. Y para justificar y sustentar esta idea, se manda a alguno de los nuestros a tierras de los otros. Para que no quede duda que lo lejano es real. Se puede mandar a un equipo de fútbol, a un jugador de tenis o a soldados para que plasmen nuestra presencia en territorio foráneo. ¿Pero hasta qué punto esta coincidencia física, plantea una coincidencia de entendimiento? ¿Hasta qué punto que un corresponsal nuestro viaje a un país desconocido y nos traiga alguna imagen, implica que nosotros desde nuestra biósfera cultural podamos entender ese trofeo mediático? ¿Cómo le explicamos a un extranjero lo que es un biscochito?
Un estudiante me llegó los otros días a la clase con un termo y un mate debajo del brazo. Estaba tomando tererés seguramente sin saberlo. Me preguntaba si aquel joven californiano de 20 años y que habrá visitado Sudamérica tan sólo algunos días, podrá entender lo que es la idea del Chaco paraguayo, una vinchuca o el Río Paraná ¿Por qué lo traería al mate? ¿Qué produciría internamente al sentir ese inconfundible gusto amargo y frío? ¿Qué será para él un mate lavado? Pero validamente, sin ningún perjuicio de exclusividad de objeto y cultura.
Estas preguntas son aún más validadas hoy en día por el tema de la ilusión de globalización. El problema es habernos encontrado unos a otros en un mundo donde las distancias se han acortado y los beneficios se han alejado. Washington ha salido a buscar el mundo y lamentablemente lo ha encontrado. Llevó su Halloween a todas partes y resulta que ahora el resto del planeta no solamente no lo entiende sino que no le gusta. Se esperaba que las naciones del mundo reciban los confites a manos abiertas en lo alto, y el mundo devuelve escupitajos. En esta confusión, el imperio está agazapado, desorientado y buscando en sus cosas cotidianas validaciones patrióticas que confirmen que éste es el mejor lugar en el mundo. Peor escenario no se podría esperar. Irak es un epicentro que se esperaba que aporte democracia a la región árabe, pero el resultado se prevé absolutamente contrario. Mientras soldados norteamericanos tratan de ordenar las calles y carreteras de Irak con frases en ingles que nadie entiende, la lista de muertos continúa creciendo. Confusión y contradicción son cosas que turban al imperio. Lo distorsiona, lo amaza en su propio caldo. Hasta los Estados Unidos necesita validación externa.
La creación de un lazo entre culturas requiere años, tirar abajo esos lazos requiere minutos. Rodeando los escombros queda el desorden, y el imperio da manotazos hacia todas partes arrastrándonos a todos en un torbellino en el cual circulan pedazos de hamburguesas y banderas estrelladas. Mientras todo el mundo ve al caudillaje altanero llegando en enormes 4×4, algunos en las entrañas del monstruo se agrupan y practican democracia. Todo esto en el corazón del imperio, y al mismo tiempo reproducido y distorsionado en cada rincón del planeta. Mescal de imágenes en sicodélica presentación. El centro se encima en sus propias creencias de lo que se es y las periferias se multiplican en misceláneos mundos. Y en los bordes de la imagen, Jimi Hendrix retorna en bicicleta cantando Voodoo Child exorcizando arrogancias