Procedimientos
de ruptura en la narrativa de Pablo Palacio. Las condiciones de ilegibilidad
de sus textos en la década del 30.
por
Lucía
De Leone
Facultad
de Filosofía y Letras (UBA)
La
obra literaria, la literatura, indudablemente, constituyen un sistema
que lejos de ser homogéneo tiende a la evolución que Tinianov[1]
adjetiva literaria; un sistema formado por diversos elementos
de los que emana un grupo dominante, cuya función constructiva
consiste en la posibilidad de correlación con otros elementos del mismo
sistema, y con las series vecinas. Las series vecinas representan la
vida social, de modo que no deben existir razones para estudiar autónomamente
al sistema literario; pues bajo esa mirada resultaría dificultoso reflexionar
en términos de evolución.
La evolución implica un cambio de relación entre los términos del
sistema, un cambio de funciones y de elementos formales, desplazamientos
y transformaciones a lo largo del tiempo en relación directa con la
serie cultural, social, histórica, etc.; de modo que se presenta como
una sustitución de sistemas que de acuerdo con las épocas en las que
tienen lugar puede darse con ritmo brusco o lento.
Sin
movimientos de ruptura sería impensable la evolución ya que no habría
desniveles sino solamente equilibrio, continuidad. No habría por ende
historia; y mientras que la característica principal de un sistema resulta
de su tendencia a perdurar, el gesto rupturista es, por excelencia,
el que licencia el cambio.[2]
Ruptura,
quiebre, desnivel, disrupción, son conceptos ineludibles a la hora
de pensar la producción de Pablo Palacio. Sin embargo, se vuelve difícil
hacer una separación tajante de los mismos e intentar brindar una definición
precisa para cada uno de ellos.[3]
Por otra parte, una propuesta rupturista implica la inmediata necesidad
de establecer el o los elemento(s) con los cuales se estaría efectuando
ese corte brusco; la ruptura es abrupta, estruendosa e instala una fuerte
zona de violencia que la vuelve prácticamente inasimilable para un sistema
que al percibir su amenaza, adopta ciertas actitudes defensivas destinadas,
de algún modo, a neutralizar eso que se siente un ataque.
Pablo
Palacio escribe sus textos (literarios, jurídicos, filosóficos) en un
momento en el cual el discurso dominante del sistema literario ecuatoriano,
y latinoamericano, es el Realismo. Es contra ese código contra el que
el autor de Débora [1926] deliberadamente se pronuncia. Si la
escritura sólo deviene a propósito del desequilibrio de un conjunto
previo[4] y connota escenas de lectura precedentes,
puede afirmarse que Palacio lee el corpus anterior – el siglo XIX, la
Poética del Realismo que propone una literatura capaz de dar
cuenta de la relación lenguaje-mundo– de una manera diferente. Es en
este marco en el que debe leerse al escritor vanguardista, a partir
de la puesta en práctica de un determinado conjunto de saberes y de
prescripciones de legibilidad que permitan interpretarlo y ponerlo en
serie. Es decir, cómo y sobre la base de qué presupuestos se produce
sentido con sus textos.
Los procedimientos formales y los mecanismos vanguardistas de los
que se vale resultan una puerta de entrada al fenómeno de la ruptura.
La temática elegida también inspira gestos rupturistas que torna irónico
y sarcástico su tratamiento.
Los textos literarios pensados como objetos tienen clausura pues
comienzan y concluyen, es decir que ocupan cierto espacio material delimitado;
sin embargo, esa clausura no es extensiva hacia el orden del sentido
ya que los textos siempre dejan un resto que invita a volver a ellos.
El sentido de un texto no es reducible a la fábula ya que éste
no produce sentido únicamente por lo que narra sino por los efectos
que produce en la recepción. Los textos de Pablo Palacio provocan al
lector, lo tornan atrevido, le conceden un lugar incómodo y privilegiado
a la vez que exige una colaboración activa, un compromiso hasta corporal
en el proceso de producción de sentido.
¿De
qué manera la narrativa de Palacio se aleja de ese discurso, representado
por el Realismo decimonónico, que se auto valida como dador de verdades
absolutas?
La
dedicatoria, práctica paratextual, que encabeza la serie de relatos
agrupados bajo el título de uno de ellos, Un hombre muerto a puntapiés,[5]
es sintomática ya que el autor[6] se propone echar a rodar todo el
lodo suburbano sin trampas, con guantes de operar, libres de gérmenes,
provocando un desenmascaramiento que hará encontrar carne de su carne
a los que se horroricen tapándose las narices.
Se
ofrece una textualidad que propone un rechazo a la hipocresía predominante
en la coyuntura político-cultural; es otra la realidad que debe mostrarse,
sin vueltas, asépticamente y aquellos que sientan repugnancia o aprehensión
ante el bolo de lodo callejero será entonces porque, de uno u otro modo,
se han visto reconocidos en él.
Como
una provocación, esta dedicatoria sin referente y con tantos a la vez,[7]
luego de una sucesión de nueve relatos se cristaliza en un cierre, una
despedida en la cual se alude a la amargura final convocada para cada
hombre: una suerte de destino fatal. Luego de la lectura de los textos,
lo que se traduce en un destape de máscaras, sólo aviene el desengaño,
la aflicción.
Otra
forma rupturista que presenta es el quiebre en la representación del
elemento naturaleza; si en las representaciones naturalistas
y románticas, la naturaleza en sí misma es sinónimo de voluptuosidad,
peligro pero también de depuración, frente a una materia urbana que
sólo degrada, corrompe y enferma los cuerpos,[8] aquí asume la forma de lodo suburbano
que rueda por las calles mostrando su verdad. El suburbio, retomado
en los cuentos del texto como escenario privilegiado, denota ciudad;
se introduce así un elemento nuevo en el sistema literario ecuatoriano.[9]
En
la mira del autor se perfila un público virtual al cual se lo provoca
y a la vez se lo intenta ganar. El hecho de generar su propia recepción
ha sido uno de los desafíos que caracterizó a la vanguardia como movimiento
rupturista; al escribir para un público formado por otras estéticas,
los escritores vanguardistas despliegan una serie de procedimientos
para atravesar esas pieles hipopotámicas, esas corazas protectoras.
Es el de Palacio un guiño provocativo hacia un público que existe, al
menos, como virtualidad.
Toda
su narrativa sirve para ejemplificar a través del tratamiento de algunos
tópico tradicionales y de los procedimientos y dispositivos narrativos,
el gesto de ruptura.
“Un
hombre muerto a puntapiés”(1926) comienza con dos epígrafes de El
Comercio de Quito en los que se anticipa la materia narrativa; el
primero de ellos alude a la importancia de considerar los palpitantes
acontecimientos callejeros en vez de echarlos al canasto del olvido.
El segundo, a través del desplazamiento que significa injertar la voz
del otro en un texto ajeno, se encuentra refuncionalizado. Ha cambiado
de registro: “Esclarecer la verdad es acción moralizadora”, puede leerse
como una burla hacia todos aquellos que confunden cuál es la verdad
a esclarecer. Es propicio hacer caer las máscaras y proponer, entonces,
una verdad alternativa que dé cuenta de la cruenta realidad en la que
se vive.
Una
cita textual extraída de la crónica roja del Diario de la Tarde
da inicio al relato produciendo extrañamiento, ese violento arrancar
de un texto e inaugurar otro no es más que desaforar. Leer, recortar,
pegar, conjunto de operaciones intencionales que se condensan a
partir del montaje de la cita y el relato.
El
narrador con un gesto deliberado de escribir una lectura, presenta la
fuente: lee el discurso periodístico, que se autoriza dador de verdad
sobre los hechos, irónicamente. Hace ver que el discurso de los medios
sólo anuncia, sensacionaliza, produce violencia sin proveer resoluciones
verdaderas: olvida los casos de muerte, entre otras cosas, en el interior
de cajones con papeles.
La
ridiculización de la opinión pública aparece también tematizada en “El
antropófago”, como ese espacio en el cual se va formando una zona de
consenso muy difícil de atravesar. En “El cuento”, el personaje es un
hipócrita que se manifiesta hacia el exterior modelizado por el imaginario
moral burgués, pero que en definitiva resulta víctima de ella. Su preocupación
fundamental es el decir de la opinión pública.
De
modo que hay un fuerte posicionamiento desde la escritura frente a la
opinión pública como una institución desde la cual se ejerce consenso
y coerción; todas las instituciones (inclusive la literaria) en general
aparecen corroídas por una ironía y voluntad transgresoras.
Los
discursos jurídico y científico, basados fundamentalmente en esa correlación
mecánica entre lenguaje y mundo, son objeto de crítica a lo largo de
los cuentos.
El
narrador detective del primero de ellos se pronuncia contra los pasos
del método experimental (verificaciones, razonamientos, pruebas) y somete
su investigación a la intuición; se interesa por el por qué de
las cosas y no por el cómo, se adscribe dentro de una línea filosófico-metafísica
y desdeña el saber positivista. En vez de datos precisos, localiza datos
preciosos[10] para reconstruir
la personalidad del difunto vicioso de apellido Ramírez.
La(s)
narradora(s) de “La doble y única mujer”, cuyo título se caracteriza
por una naturaleza oximorónica propiciada por la paradoja sintáctica
que anuncia todo el devenir narrativo, se encarga(n) de mostrar el punto
débil de la Teratología, esa rama de la historia natural que estudia
las anomalías y las monstruosidades del organismo, en lo que respecta
a su clasificación dentro de las especies; se aleja(n) del ítem “monstruos
dobles” por su condición de excepcional y se coloca(n) en un lugar indeterminado.
No hay sitio para ella(s), no hay modo de sistematizar sus formas dobles,
oblicuas, laterales de sentir, de percibir el mundo ya que los teratólogos
sólo han atendido a la parte visible que origina una separación orgánica,
desdibujando los infinitos puntos de contacto; de ahí el grito en pos
de una modificación gramatical, mobiliaria, y sobre todo moral.
No
sólo la(s) protagonista(s) es/son un monstruo sino que el relato va
revelando también un conjunto de marcas monstruosas, rompiéndose de
manera deliberada entonces con la idea de una narración lisa que presupone
una relación entre lenguaje y vida /realidad/mundo: el lenguaje no puede
dar cuenta del mundo y es claro desde el momento en que no alcanzan
los recursos gramaticales para ello. Ni siquiera se les concede representatividad
en el orden de lo simbólico y las siamesas integran esa parte del mundo
de la que el lenguaje aún no ha podido dar cuenta.
Los
textos exhiben zonas disruptoras también en el tratamiento normal
de hechos y personajes anormales[11]
ya que los personajes son perfectamente lógicos en el desenvolvimiento
de su conducta y en el imaginario del narrador. ¡Eso de ser antropófago,
es como ser fumador, pederasta o sabio! ¿Qué puede pedírsele al hijo
de un matarife y una comadrona?
Las
figuras del antropófago y de las brujas instalan una franja de extrañeza
al introducir personajes en la cotidianeidad de la vida urbana moderna
o modernizada que remiten a la lejanía en tiempo y espacio. Pertenecen
a otras geografías, a temporalidades distintas; y esa mezcla con lo
cotidiano da origen a un efecto extraño, terrorífico y de estremecimiento.
La idea del antropófago no es la que proviene de los libros de viajeros;
Palacio realiza una actualización irónica de la idea de la antropofagia
y trabaja con el límite del horror: la figura humana resultante de la
actividad “deseante” del monstruo que implica una apropiación del otro,
en este caso la familia, es un desecho, un fragmento: su niño sin nariz,
sin orejas, sin una ceja, sin una mejilla y su mujer despojada de un
seno. Así el lector entra en una zona de riesgo. El miedo a la propia
carne destrozada por ese mordisco pasional, no aparece como acto ritual
ni como gastronomía salvaje, de modo que asume la forma de una violencia
disruptora del orden de lo cotidiano.
Las
explicaciones que la ciencia y el saber positivista, que todo lo inundan
y todo lo resuelven, no dan producen un vacío que se llena con una materia
excepcional, sarcástica, descomunal, generando un efecto de extrañamiento.
Así, los efectos de las brujerías cobran mayor credibilidad que los
fundamentos científicos.
Es
interesante pensar la idea del monstruo, recurrentemente ficcionalizado
en los textos de Palacio, como espectáculo[12]
que se construye en torno a la mirada del otro: un antropófago entre
rejas que es a diario visitado en la Penitenciaría cual si se tratara
de un zoológico humano es llamado fiera por los periódicos, las
hermanas siamesas que espantan a los niños y a los hombres con peligro
de caer en un Hospicio son consideradas demonios por sus padres.
Los espacios del encierro y la reclusión son propios de la narrativa
cuentística palaciana (hospitales, cárceles, la penitenciaría, el hospicio)
representados no a la manera de escenarios para la ortopedia moral sino
en tanto sitios crueles, virulentos, habitados por la peor de las lacras
sociales.
Otro
quiebre a cargo de la estética del autor se evidencia en la representación
del gran tópico de la herencia biológica. ¿Qué puede esperarse de un
ser que proviene de un contacto tan cercano con la sangre que además
ha permanecido once meses nutriéndose de sustancias humanas en el vientre
de una madre partera? ...nada más y nada menos, nos deja leer el narrador,
que un antropófago deambulando por la ciudad, tomando copas en los bares.
¿Cómo podría haber sido la hija de un padre suicida y una madre corrompida
por lecturas novelescas? Un bovarismo tal que además se viera acentuado
por el efecto que el relato de cuentos extraños y el examen de peligrosas
estampas hubiera generado en esta desolada mujer embarazada, no podía
sino devenir en aberración.
Asimismo,
la justicia, representada en los cuentos mediante la figura del criminólogo,
ha fracasado como propósito. Los jueces condenan irremediablemente a
un pobre hombre que sólo satisfizo un deseo carnal en lugar de preocuparse
por asuntos de mayor importancia y culpabilidad. El tratamiento del
delito, la repartición de culpas también es sometida a una lógica de
ironía; pues todos aquellos casos que el discurso naturalista representa
como indignos y peligrosos contra un orden social se ven en estos cuentos
absueltos y justificados. El criminalista de “El antropófago” se burla
del fracaso de las doctrinas de su profesor, un hombre indudablemente
formado en un clima de época positivista.
¡Un
hombre muerto a puntapiés! ¡Un hombre muerto a puntapiés! Tintinea constantemente
en los oídos del narrador, lo hace morir de risa...y así se trastorna
la lectura naturalista y el campo de legibilidad que la rodeara. Se
produce una innovación acerca de los valores guías de los modos de lectura
y el narrador lee irónicamente en lugar de patéticamente.
A
través de una parodia al género policial, el narrador se propone detective
como consecuencia de su profundo deseo de saber. Esta cualidad deseante[13]
del personaje – narrador es el motor narrativo; el texto avanza investigando
el conjunto de acciones que llevaron a la muerte de Octavio Ramírez
(su muerte, el fin de una temporalidad da inicio al relato) y el narrador
se convierte en una pesquisa pues observa, opina, supone, apela al lector.
Realiza un trabajo de descarte, incorporando y desechando posibilidades
textuales[14]
en el proceso de escritura; repone los posibles narrativos ( Ramírez
era extranjero, tenía 42 años, poco dinero obtenido por sus escasa rentas,
era VICIOSO) construyendo una meta narración: el relato policial que
se define autorreferencial en la medida que revela los propios procedimientos.
La investigación asume la forma de una meta ficción y la historia repuesta
sería entonces una narración objeto. Este procedimiento se ve también
en “El antropófago”; frente al fallo de la justicia por el cual se encerrara
a Nico Tiberio, el narrador en primera persona,[15] un criminólogo
que se hace cargo del caso, lo absuelve en su interior y cuenta la historia
otra vez. Combina el momento de la enunciación, de la que hay fuertes
marcas textuales, con una meta narración en la que la historia de la
familia Tiberio se constituye en narración objeto.
Este
tipo de fragmentación abrupta entre la escena de narración y la escena
de lo narrado, una marca más de discontinuidad, se hace presente también
en “Luz Lateral”; cuento en el que intervienen diversas temporalidades:
el recuerdo, el sueño y el momento narrativo. A su vez, la frase muletilla
“claro”, que tanto desdén genera en el narrador, no es más que un conjunto
de aseveraciones vacías que puede leerse con relación al treponema
pálido, bacteria de la sífilis, que a su vez remite a la enfermedad
castigo de la Poética del Naturalismo. Hay ahí un problema de ilegibilidad,
de no poder nombrar los sentidos. Se combina un diferente tratamiento
de la enfermedad, que aunque nunca se nombre repone todas las metáforas
históricamente relacionadas con ella, con un manejo vanguardista del
espacio que se repite a lo largo de los relatos.
En
el primer cuento de la colección la reiteración casi demencial, maniática
de la patada que se vincula a la violencia urbana, puede leerse al compás
del gesto vanguardista de espacialización y uso de diferente tipografía;
a su vez remiten a esa rapidez cinematográfica representada por la técnica
del montaje. Hay un regodeo de parte del narrador en su representación
mental de los golpes vertiginosos pero a la vez sabrosos propinados
en una calle solitaria de los suburbios al presunto homosexual[16] por el obrero Epaminondas.
También
en la novela Débora (1927) se da ese juego con el espacio, propio
de las vanguardias, en un intento por romper con la linealidad del texto
provocando quiebres, rupturas, fracturas en la propia constitución tipográfica.
Es esta novela asidero de todos los elementos de la literatura tradicional
que constituyen la narratividad como sistema en su momento de disolución:
lenguaje, temas, personajes, temporalidad, acciones .
Palacio
apunta a destruir, entre otros, al elemento gastado, trillado, denotativo[17]
que significa el personaje para convertirlo en burla, sorna, un títere,
un muñeco desarticulado al que le conviene más “el vacío de la vulgaridad”
antes que “la tragedia de la genialidad.” La novela llega a su fin con
la intempestiva muerte del Teniente que da un corte vertical en la suave
pendiente de los hechos: se detiene la narración; se contempla la noche.
Si la literatura es artificio y sueño voluntario no existen razones
para anclar en las minucias de una vida y muerte insignificantes.
Establece
el autor en su texto una concepción de la literatura: una consideración
de la ficción en el interior de la ficción (procedimiento de la meta
ficción que consiste en abrir una serie de posibilidades a partir de
las fugas imaginativas del Teniente y de las reflexiones del autor en
torno de la literatura que constantemente se entrecruzan) que se traduce
en una convocatoria a que la ficción se piense a sí misma como artefacto.
“Ya
llega el toque de muerte. La novela realista engaña lastimosamente.
Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad
imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesaría a nadie”[18].
Débora
es reflexión sobre la agonía del Realismo
decimonónico; de ahí que pueda ser leída como una declaración de los
principios estéticos del autor. La escritura de Pablo Palacio es entonces
novedosa por el hecho de introducir la problematización de aquello con
lo que se quiere romper en el interior del propio relato.
Puede
decirse que la producción de Pablo Palacio ha integrado en algún momento
esa dimensión de lo secreto que afecta el tejido de la literatura
latinoamericana en general; secreto que en un primer movimiento pudo
haber tenido que ver con el desconocimiento de sus textos pero cuando
ellas alcanzan el reconocimiento de la crítica, cuyos agentes participan
activa y deliberadamente de la incorporación y/o expulsión de algunos
textos en el canon, entran en el rubro de “olvidadas”.
A
su vez, las historias literarias contribuyen a crear esa dimensión secreta
a tal punto que en Ecuador, no incorporan a Pablo Palacio;[19]
de modo que se ha eliminado del sistema a toda una zona que vuelve incompleta
la manera de construir la tradición literaria. La serie histórica se
arma por lo menos a partir de dos procesos de constitución, a saber:
la lectura y la escritura que en la mayoría de los casos suelen no coincidir.
Pablo
Palacio es un escritor ilegible, excéntrico respecto del sistema literario
ecuatoriano de los años 30, ya que sus textos constituyen un centro
alrededor del cual crean un campo propio de legibilidad.
La
crítica contemporánea a la publicación de sus obras ha recurrido a diversas
armas para defenderse del ataque que significaban sus textos, a tal
punto de crear lugares comunes para justificar su ilegibilidad (imposibilidad
de lectura); de ahí que estos textos por su cualidad excéntrica y fuera
de serie se convirtieran en textos aberrantes, hasta pecaminosos e inasimilables
por el sistema.
La
metáfora de la enfermedad reducida al tópico de la locura (realmente
padecida por Palacio a partir de 1940) es una de esas coartadas preferidas
utilizadas por la crítica para no hacerse cargo de una literatura descentrada,
a tal punto de que algunos críticos, aferrados al biografismo, vieron
reflejados en sus cuentos, su gran temor al porvenir y a la locura.
Esta operación ha girado en torno a un movimiento empobrecedor que facilitó
la tarea de la crítica tradicional que al no poder nombrar los sentidos
de sus obras, se refugió en un traslado mecánico de datos biográficos.
Una
segunda operación de la crítica respecto de la excepcionalidad del autor
es la sustracción; si para que la primera operación de la crítica (locura)
fuese productiva se argumentaba, explicaba, se aportaban datos y testimonios
hasta el hartazgo, para la segunda había que borrar. Era necesario anular
la pertenencia de Palacio al sistema, aunque ésta se tradujera en términos
de ruptura, a través de un encapsulamiento tal que lo colocara en el
lugar de la abyección, de lo inalcanzable del cual recién empezara a
ser recuperado a partir de los años sesenta como un escritor adscrito
al movimiento de las vanguardias ecuatorianas.
También
le ha valido el destierro de la literatura ecuatoriana por apátrida,
por no poder dar cuenta de las necesidades locales:
“...toda
la producción nacional está animada por un aire de familia inconfundible...por
un algo indudablemente propio...menos las novelas de Pablo Palacio...es...extraño
a nuestro medio, ausente de la patria.”[20]
Una
nueva celada consistió en pensar al Realismo Socialista como única vertiente
disruptora del sistema pero en los años 30 la literatura ecuatoriana
logra el quiebre del sistema no sólo bajo la forma de una ruptura dentro
del código mismo (la escritura del Realismo Social) sino también a través
de la ruptura contra el código representada por la escritura de vanguardia.
Los
impulsores del Realismo Social[21] cuya base fundamental la encontramos
en el discurso de Radek de 1934, no podían sino rechazar a un escritor
cuya última novela se subtitulara “subjetiva”; siendo el subjetivismo
y el cosmopolitismo dos enemigos acérrimos para la denuncia de un régimen
social injusto. Contemporáneo a esos escritores que pusiesen sus novelas
al servicio de la crítica social, Pablo Palacio se convierte un escritor
políticamente peligroso; sus obras son, bajo la mirada tramposa de la
crítica, representantes de la literatura del Capitalismo.
Ha
sido el escritor lojano por su calidad de excepcional un blanco de críticas,
un lugar de encuentro, un centro de opinión; un nudo a partir del cual
la crítica, a la que le fuese imposible poder nombrar los sentidos de
sus textos, ha desplegado en un primer momento fuertes movimientos de
exclusión de un sistema conmovido por la fractura deliberada e intencionada
que sus textos representan.
Bibliografía
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los formalistas rusos (Antología preparada y presentada por
Tzvetan Todorov), México, Siglo XXI, 1991.