This page last updated
03/20/2004

Procedimientos de ruptura en la narrativa de Pablo Palacio.  Las condiciones de ilegibilidad de sus textos en la década del 30.

por Lucía De Leone
Facultad de Filosofía y Letras (UBA)

La obra literaria, la literatura, indudablemente, constituyen un sistema que lejos de ser homogéneo tiende a la evolución que Tinianov[1] adjetiva literaria; un sistema formado por diversos elementos de los que emana un grupo dominante, cuya función constructiva consiste en la posibilidad de correlación con otros elementos del mismo sistema, y con las series vecinas. Las series vecinas representan la vida social, de modo que no deben existir razones para estudiar autónomamente al sistema literario; pues bajo esa mirada resultaría dificultoso reflexionar en términos de evolución.

La evolución implica un cambio de relación entre los términos del sistema, un cambio de funciones y de elementos formales, desplazamientos y transformaciones a lo largo del tiempo en relación directa con la serie cultural, social, histórica, etc.; de modo que se presenta como una sustitución de sistemas que de acuerdo con las épocas en las que tienen lugar puede darse con ritmo brusco o lento.

Sin movimientos de ruptura sería impensable la evolución ya que no habría desniveles sino solamente equilibrio, continuidad. No habría por ende historia; y mientras que la característica principal de un sistema resulta de su tendencia a perdurar,  el gesto rupturista es, por excelencia, el que licencia el cambio.[2]

Ruptura, quiebre, desnivel, disrupción, son conceptos ineludibles a la hora de pensar la producción de Pablo Palacio. Sin embargo, se vuelve difícil hacer una separación tajante de los mismos e intentar brindar una definición precisa para cada uno de ellos.[3]

Por otra parte, una propuesta rupturista implica la inmediata necesidad de establecer el o los elemento(s) con los cuales se estaría efectuando ese corte brusco; la ruptura es abrupta, estruendosa e instala una fuerte zona de violencia que la vuelve prácticamente inasimilable para un sistema que al percibir su amenaza, adopta ciertas actitudes defensivas destinadas, de algún modo, a neutralizar eso que se siente un ataque.

Pablo Palacio escribe sus textos (literarios, jurídicos, filosóficos) en un momento en el cual el discurso dominante del sistema literario ecuatoriano, y latinoamericano, es el Realismo. Es contra ese código contra el que el autor de Débora [1926] deliberadamente se pronuncia. Si la escritura sólo deviene a propósito del desequilibrio de un conjunto previo[4] y connota escenas de lectura precedentes, puede afirmarse que Palacio lee el corpus anterior – el siglo XIX, la Poética del Realismo que propone una literatura capaz de dar cuenta de la relación lenguaje-mundo– de una manera diferente. Es en este marco en el que debe leerse al escritor vanguardista, a partir de la puesta en práctica de un determinado conjunto de saberes y de prescripciones de legibilidad que permitan interpretarlo y ponerlo en serie. Es decir, cómo y sobre la base de qué presupuestos se produce sentido con sus textos.

Los procedimientos formales y los mecanismos vanguardistas de los que se vale resultan una puerta de entrada al fenómeno de la ruptura. La temática elegida también inspira gestos rupturistas que torna irónico y sarcástico su tratamiento.

Los textos literarios pensados como objetos tienen clausura pues comienzan y concluyen, es decir que ocupan cierto espacio material delimitado; sin embargo, esa clausura no es extensiva hacia el orden del sentido ya que los textos siempre dejan un resto que invita a volver a ellos. El sentido de un texto no es reducible a la fábula ya que éste no produce sentido únicamente por lo que narra sino por los efectos que produce en la recepción. Los textos de Pablo Palacio provocan al lector, lo tornan atrevido, le conceden un lugar incómodo y privilegiado a la vez que exige una colaboración activa, un compromiso hasta corporal en el proceso de producción de sentido.

¿De qué manera la narrativa de Palacio se aleja  de ese discurso, representado por el Realismo decimonónico, que se auto valida como dador de verdades absolutas?

La dedicatoria, práctica paratextual, que encabeza la serie de relatos agrupados bajo el título de uno de ellos, Un hombre muerto a puntapiés,[5] es sintomática ya que el autor[6] se propone echar a rodar todo el lodo suburbano sin trampas, con guantes de operar, libres de gérmenes, provocando un desenmascaramiento que hará encontrar carne de su carne a los que se horroricen tapándose las narices.

Se ofrece una textualidad que propone un rechazo a la hipocresía predominante en la coyuntura político-cultural; es otra la realidad que debe mostrarse, sin vueltas, asépticamente y aquellos que sientan repugnancia o aprehensión ante el bolo de lodo callejero será entonces porque, de uno u otro modo, se han visto reconocidos en él.

Como una provocación, esta dedicatoria sin referente y con tantos a la vez,[7] luego de una sucesión de nueve relatos se cristaliza en un cierre, una despedida en la cual se alude a la amargura final convocada para cada hombre: una suerte de destino fatal. Luego de la lectura de los textos, lo que se traduce en un destape de máscaras, sólo aviene el desengaño, la aflicción.

Otra forma rupturista que presenta es el quiebre en la representación del elemento naturaleza; si en las representaciones naturalistas y románticas, la naturaleza en sí misma es sinónimo de voluptuosidad, peligro pero también de depuración, frente a una materia urbana que sólo degrada, corrompe y enferma los cuerpos,[8] aquí asume la forma de lodo suburbano que rueda por las calles mostrando su verdad. El suburbio, retomado en los cuentos del texto como escenario privilegiado, denota ciudad; se introduce así un elemento nuevo en el sistema literario ecuatoriano.[9]

En la mira del autor se perfila un público virtual al cual se lo provoca y a la vez se lo intenta ganar. El hecho de generar su propia recepción ha sido uno de los desafíos que caracterizó a la vanguardia como movimiento rupturista; al escribir para un público formado por otras estéticas, los escritores vanguardistas despliegan una serie de procedimientos para atravesar esas pieles hipopotámicas, esas corazas protectoras. Es el de Palacio un guiño provocativo hacia un público que existe, al menos, como virtualidad.

Toda su narrativa sirve para ejemplificar a través del tratamiento de algunos tópico tradicionales y de los procedimientos y dispositivos narrativos, el gesto de ruptura. 

“Un hombre muerto a puntapiés”(1926) comienza con dos epígrafes de El Comercio de Quito en los que se anticipa la materia narrativa; el primero de ellos alude a la importancia de considerar los palpitantes acontecimientos callejeros en vez de echarlos al canasto del olvido. El segundo, a través del desplazamiento que significa injertar la voz del otro en un texto ajeno, se encuentra refuncionalizado. Ha cambiado de registro: “Esclarecer la verdad es acción moralizadora”, puede leerse como una burla hacia todos aquellos que confunden cuál es la verdad a esclarecer. Es propicio hacer caer las máscaras y proponer, entonces, una verdad alternativa que dé cuenta de la cruenta realidad en la que se vive.

Una cita textual extraída de la crónica roja del Diario de la Tarde da inicio al relato produciendo extrañamiento, ese violento arrancar de un texto e inaugurar otro no es más que desaforar. Leer, recortar, pegar, conjunto de operaciones intencionales que se condensan a partir del montaje de la cita y el relato.

El narrador con un gesto deliberado de escribir una lectura, presenta la fuente: lee el discurso periodístico, que se autoriza dador de verdad sobre los hechos, irónicamente. Hace ver que el discurso de los medios sólo anuncia, sensacionaliza, produce violencia sin proveer resoluciones verdaderas: olvida los casos de muerte, entre otras cosas, en el interior de cajones con papeles.

La ridiculización de la opinión pública aparece también tematizada en “El antropófago”, como ese espacio en el cual se va formando una zona de consenso muy difícil de atravesar. En “El cuento”, el personaje es un hipócrita que se manifiesta hacia el exterior modelizado por el imaginario moral burgués, pero que en definitiva resulta víctima de ella. Su preocupación fundamental es el decir de la opinión pública.

De modo que hay un fuerte posicionamiento desde la escritura frente a la opinión pública como una institución desde la cual se ejerce consenso y coerción; todas las instituciones (inclusive la literaria) en general aparecen corroídas por una ironía y voluntad transgresoras.

Los discursos jurídico y científico, basados fundamentalmente en esa correlación mecánica entre lenguaje y mundo, son objeto de crítica a lo largo de los cuentos.

El narrador detective del primero de ellos se pronuncia contra los pasos del método experimental (verificaciones, razonamientos, pruebas) y somete su investigación a la intuición; se interesa por el por qué de las cosas y no por el cómo, se adscribe dentro de una línea filosófico-metafísica y desdeña el saber positivista. En vez de datos precisos, localiza datos preciosos[10] para reconstruir la personalidad del difunto vicioso de apellido Ramírez.

La(s) narradora(s) de “La doble y única mujer”, cuyo título se caracteriza por una naturaleza oximorónica propiciada por la paradoja sintáctica que anuncia todo el devenir narrativo, se encarga(n) de mostrar el punto débil de la Teratología, esa rama de la historia natural que estudia las anomalías y las monstruosidades del organismo, en lo que respecta a su clasificación dentro de las especies; se aleja(n) del ítem “monstruos dobles” por su condición de excepcional y se coloca(n) en un lugar indeterminado. No hay sitio para ella(s), no hay modo de sistematizar sus formas dobles, oblicuas, laterales de sentir, de percibir el mundo ya que los teratólogos sólo han atendido a la parte visible que origina una separación orgánica, desdibujando los infinitos puntos de contacto; de ahí el grito en pos de una modificación gramatical, mobiliaria, y sobre todo moral.

No sólo la(s) protagonista(s) es/son un monstruo sino que el relato va revelando también un conjunto de marcas monstruosas, rompiéndose de manera deliberada entonces con la idea de una narración lisa que presupone una relación entre lenguaje y vida /realidad/mundo: el lenguaje no puede dar cuenta del mundo y es claro desde el momento en que no alcanzan los recursos gramaticales para ello. Ni siquiera se les concede representatividad en el orden de lo simbólico y las siamesas integran esa parte del mundo de la que el lenguaje aún no ha podido dar cuenta.

Los textos exhiben zonas disruptoras también en el tratamiento normal de hechos y personajes anormales[11] ya que los personajes son perfectamente lógicos en el desenvolvimiento de su conducta y en el imaginario del narrador. ¡Eso de ser antropófago, es como ser fumador, pederasta o sabio! ¿Qué puede pedírsele al hijo de un matarife y una comadrona?

Las figuras del antropófago y de las brujas instalan una franja de extrañeza al introducir personajes en la cotidianeidad de la vida urbana moderna o modernizada que remiten a la lejanía en tiempo y espacio. Pertenecen a otras geografías, a temporalidades distintas; y esa mezcla con lo cotidiano da origen a un efecto extraño, terrorífico y de estremecimiento. La idea del antropófago no es la que proviene de los libros de viajeros; Palacio realiza una actualización irónica de la idea de la antropofagia y trabaja con el límite del horror: la figura humana resultante de la actividad “deseante” del monstruo que implica una apropiación del otro, en este caso la familia, es un desecho, un fragmento: su niño sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una mejilla y su mujer despojada de un seno. Así el lector entra en una zona de riesgo. El miedo a la propia carne destrozada por ese mordisco pasional, no aparece como acto ritual ni como gastronomía salvaje, de modo que asume la forma de una violencia disruptora del orden de lo cotidiano.

Las explicaciones que la ciencia y el saber positivista, que todo lo inundan y todo lo resuelven, no dan producen un vacío que se llena con una materia excepcional, sarcástica, descomunal, generando un efecto de extrañamiento. Así, los efectos de las brujerías cobran mayor credibilidad que los fundamentos científicos.

Es interesante pensar la idea del monstruo, recurrentemente ficcionalizado en los textos de Palacio, como espectáculo[12] que se construye en torno a la mirada del otro:  un antropófago entre rejas que es a diario visitado en la Penitenciaría cual si se tratara de un zoológico humano es llamado fiera por los periódicos, las hermanas siamesas que espantan a los niños y a los hombres con peligro de caer en un Hospicio son consideradas demonios por sus padres. Los espacios del encierro y la reclusión son propios de la narrativa cuentística palaciana (hospitales, cárceles, la penitenciaría, el hospicio) representados no a la manera de escenarios para la ortopedia moral sino en tanto sitios crueles, virulentos, habitados por la peor de las lacras sociales.

Otro quiebre a cargo de la estética del autor se evidencia en la representación del  gran tópico de la herencia biológica. ¿Qué puede esperarse de un ser que proviene de un contacto tan cercano con la sangre que además ha permanecido once meses nutriéndose de sustancias humanas en el vientre de una madre partera? ...nada más y nada menos, nos deja leer el narrador, que un antropófago deambulando por la ciudad, tomando copas en los bares. ¿Cómo podría haber sido la hija de un padre suicida y una madre corrompida por lecturas novelescas? Un bovarismo tal que además se viera acentuado por el efecto que el relato de cuentos extraños y el examen de peligrosas estampas hubiera generado en esta desolada mujer embarazada, no podía sino devenir en aberración.

Asimismo, la justicia, representada en los cuentos mediante la figura del criminólogo, ha fracasado como propósito. Los jueces condenan irremediablemente a un pobre hombre que sólo satisfizo un deseo carnal en lugar de preocuparse por asuntos de mayor importancia y culpabilidad. El tratamiento del delito, la repartición de culpas también es sometida a una lógica de ironía; pues todos aquellos casos que el discurso naturalista representa como indignos y peligrosos contra un orden social se ven en estos cuentos absueltos y justificados. El criminalista de “El antropófago” se burla del fracaso de las doctrinas de su profesor, un hombre indudablemente formado en un clima de época positivista.

¡Un hombre muerto a puntapiés! ¡Un hombre muerto a puntapiés! Tintinea constantemente en los oídos del narrador, lo hace morir de risa...y así se trastorna la lectura naturalista y el campo de legibilidad que la rodeara. Se produce una innovación acerca de los valores guías de los modos de lectura y el narrador lee irónicamente en lugar de patéticamente.

A través de una parodia al género policial, el narrador se propone detective como consecuencia de su profundo deseo de saber. Esta cualidad deseante[13] del personaje – narrador es el motor narrativo; el texto avanza investigando el conjunto de acciones que llevaron a la muerte de Octavio Ramírez (su muerte, el fin de una temporalidad da inicio al relato) y el narrador se convierte en una pesquisa pues observa, opina, supone, apela al lector. Realiza un trabajo de descarte, incorporando y desechando posibilidades textuales[14] en el proceso de escritura; repone los posibles narrativos ( Ramírez era extranjero, tenía 42 años, poco dinero obtenido por sus escasa rentas, era VICIOSO) construyendo una meta narración: el relato policial que se define autorreferencial en la medida que revela los propios procedimientos. La investigación asume la forma de una meta ficción y la historia repuesta sería entonces una narración objeto. Este procedimiento se ve también en “El antropófago”; frente al fallo de la justicia por el cual se encerrara a Nico Tiberio, el narrador en primera persona,[15] un criminólogo que se hace cargo del caso, lo absuelve en su interior y cuenta la historia otra vez. Combina el momento de la enunciación, de la que hay fuertes marcas textuales, con una meta narración en la que la historia de la familia Tiberio se constituye en narración objeto.

Este tipo de fragmentación abrupta entre la escena de narración y la escena de lo narrado, una marca más de discontinuidad, se hace presente también en “Luz Lateral”; cuento en el que intervienen diversas temporalidades: el recuerdo, el sueño y el momento narrativo. A su vez, la frase muletilla “claro”, que tanto desdén genera en el narrador, no es más que un conjunto de aseveraciones vacías que puede leerse con relación al treponema pálido, bacteria de la sífilis, que a su vez remite a la enfermedad castigo de la Poética del Naturalismo. Hay ahí un problema de ilegibilidad, de no poder nombrar los sentidos. Se combina un diferente tratamiento de la enfermedad, que aunque nunca se nombre repone todas las metáforas históricamente relacionadas con ella, con un manejo vanguardista del espacio que se repite a lo largo de los relatos.

En el primer cuento de la colección la reiteración casi demencial, maniática de la patada que se vincula a la violencia urbana, puede leerse al compás del gesto vanguardista de espacialización y uso de diferente tipografía; a su vez remiten a esa rapidez cinematográfica representada por la técnica del montaje. Hay un regodeo de parte del narrador en su representación mental de los golpes vertiginosos pero a la vez sabrosos propinados en una calle solitaria de los suburbios al presunto homosexual[16] por el obrero Epaminondas.

También en la novela Débora (1927) se da ese juego con el espacio, propio de las vanguardias, en un intento por romper con la linealidad del texto provocando quiebres, rupturas, fracturas en la propia constitución tipográfica. Es esta novela asidero de todos los elementos de la literatura tradicional que constituyen la narratividad como sistema en su momento de disolución: lenguaje, temas, personajes, temporalidad, acciones .

Palacio apunta a destruir, entre otros, al elemento gastado, trillado, denotativo[17] que significa el personaje para convertirlo en burla, sorna, un títere, un muñeco desarticulado al que le conviene más “el vacío de la vulgaridad” antes que “la tragedia de la genialidad.” La novela llega a su fin con la intempestiva muerte del Teniente que da un corte vertical en la suave pendiente de los hechos: se detiene la narración; se contempla la noche. Si la literatura es artificio y sueño voluntario no existen razones para anclar en las minucias de una vida y muerte insignificantes.

Establece el autor en su texto una concepción de la literatura: una consideración de la ficción en el interior de la ficción (procedimiento de la meta ficción que consiste en abrir una serie de posibilidades a partir de las fugas imaginativas del Teniente y de las reflexiones del autor en torno de la literatura que constantemente se entrecruzan) que se traduce en una convocatoria a que la ficción se piense a sí misma como artefacto.

 “Ya llega el toque de muerte. La novela realista engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesaría a nadie”[18].

Débora es reflexión sobre la agonía del Realismo decimonónico; de ahí que pueda ser leída como una declaración de los principios estéticos del autor. La escritura de Pablo Palacio es entonces novedosa por el hecho de introducir la problematización de aquello con lo que se quiere romper en el interior del propio relato.

Puede decirse que la producción de Pablo Palacio ha integrado en algún momento esa dimensión de lo secreto que afecta el tejido de la literatura latinoamericana en general; secreto que en un primer movimiento pudo haber tenido que ver con el desconocimiento de sus textos pero cuando ellas alcanzan el reconocimiento de la crítica, cuyos agentes participan activa y deliberadamente de la incorporación y/o expulsión de algunos textos en el canon, entran en el rubro de “olvidadas”.

A su vez, las historias literarias contribuyen a crear esa dimensión secreta a tal punto que en Ecuador, no incorporan a Pablo Palacio;[19] de modo que se ha eliminado del sistema a toda una zona que vuelve incompleta la manera de construir la tradición literaria. La serie histórica se arma por lo menos a partir de dos procesos de constitución, a saber: la lectura y la escritura que en la mayoría de los casos suelen no coincidir.

Pablo Palacio es un escritor ilegible, excéntrico respecto del sistema literario ecuatoriano de los años 30, ya que sus textos constituyen un centro alrededor del cual crean un campo propio de legibilidad.

La crítica contemporánea a la publicación de sus obras ha recurrido a diversas armas para defenderse del ataque que significaban sus textos, a tal punto de crear lugares comunes para justificar su ilegibilidad (imposibilidad de lectura); de ahí que estos textos por su cualidad excéntrica y fuera de serie se convirtieran en textos aberrantes, hasta pecaminosos e inasimilables por el sistema.

La metáfora de la enfermedad reducida al tópico de la locura (realmente padecida por Palacio a partir de 1940) es una de esas coartadas preferidas utilizadas por la crítica para no hacerse cargo de una literatura descentrada, a tal punto de que algunos críticos, aferrados al biografismo, vieron reflejados en sus cuentos, su gran temor al porvenir y a la locura. Esta operación ha girado en torno a un movimiento empobrecedor que facilitó la tarea de la crítica tradicional que al no poder nombrar los sentidos de sus obras, se refugió en un traslado mecánico de datos biográficos.   

Una segunda operación de la crítica respecto de la excepcionalidad del autor es la sustracción; si para que la primera operación de la crítica (locura) fuese productiva se argumentaba, explicaba, se aportaban datos y testimonios hasta el hartazgo, para la segunda había que borrar. Era necesario anular la pertenencia de Palacio al sistema, aunque ésta se tradujera en términos de ruptura, a través de un encapsulamiento tal que lo colocara en el lugar de la abyección, de lo inalcanzable del cual recién empezara a ser recuperado a partir de los años sesenta como un escritor adscrito al movimiento de las vanguardias ecuatorianas.

También le ha valido el destierro de la literatura ecuatoriana por apátrida, por no poder dar cuenta de las necesidades locales:

 “...toda la producción nacional está animada por un aire de familia inconfundible...por un algo indudablemente propio...menos las novelas de Pablo Palacio...es...extraño a nuestro medio, ausente de la patria.”[20]

Una nueva celada consistió en pensar al Realismo Socialista como única vertiente disruptora del sistema pero en los años 30 la literatura ecuatoriana logra el quiebre del sistema no sólo bajo la forma de una ruptura dentro del código mismo (la escritura del Realismo Social) sino también a través de la ruptura contra el código representada por la escritura de vanguardia.

Los impulsores del Realismo Social[21] cuya base fundamental la encontramos en el discurso de Radek de 1934, no podían sino rechazar a un escritor cuya última novela se subtitulara “subjetiva”; siendo el subjetivismo y el cosmopolitismo dos enemigos acérrimos para la denuncia de un régimen social injusto. Contemporáneo a esos escritores que pusiesen sus novelas al servicio de la crítica social, Pablo Palacio se convierte un escritor políticamente peligroso; sus obras son, bajo la mirada tramposa de la crítica, representantes de la literatura del Capitalismo.

Ha sido el escritor lojano por su calidad de excepcional un blanco de críticas, un lugar de encuentro, un centro de opinión; un nudo a partir del cual la crítica, a la que le fuese imposible poder nombrar los sentidos de sus textos, ha desplegado en un primer momento fuertes movimientos de exclusión de un sistema conmovido por la fractura deliberada e intencionada que sus textos representan. 

 

Bibliografía

  • Aguilar, Gonzalo, “Pablo Palacio y el cine”, apéndice al video montaje preparado por la cátedra de Literatura Latinoamericana II.
  • Contreras, Álvaro Egar, “Pablo Palacio. Invitación y artificio” Experiencia y Narración (Vallejo, Arlt, Palacio y Felisberto Hernández), Venezuela, Universidad de los Andes, 1998, pp.70 – 127.
  • Corral, Wilfrido, “La recepción canónica de Palacio como problema de la Modernidad y la Historiografía literaria hispanoamericana”, Revista Iberoamericana, vol. LIV, núm. 144-145, Pittsburgh, julio-diciembre 1988.
  • Jitrik, Noé, “No toda es ruptura la de la página escrita”, apunte de cátedra.
  • Manzoni, Celina, El mordisco imaginario. Crítica de la crítica de Pablo Palacio, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1994.
  • Palacio, Pablo, Un hombre muerto a puntapiés [1927], Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964.
  • Palacio, Pablo, Débora [1927], México, Libros del Laberinto, 1995.
  • Tinianov, J., “Sobre la evolución literaria” en Teoría de la literatura de los formalistas rusos (Antología preparada y presentada por Tzvetan Todorov), México, Siglo XXI, 1991.

 



[1] J. Tinianov, “Sobre la evolución literaria” [1928] Teoría de la literatura de los formalistas rusos [Antología preparada y presentada por Tzvetan Todorov], México, Siglo XXI, 1991. El autor considera que estudiar la obra literaria de manera inmanente aislada del sistema no es más que una abstracción que se vuelve un despropósito, ya que la existencia de un hecho como hecho literario depende de su cualidad diferencial que consiste justamente en la correlación no sólo con la series literarias sino también las extraliterarias.

[2] Noé Jitrik, “No toda es ruptura la de la página escrita” (apunte de cátedra): ...la ruptura puede ser vista como condición o como una de las operaciones del “cambio”... (página 11)

[3] La bibliografía que consulté hace uso indistinto de los términos.

Noé Jitrik, Op.Cit, utiliza el término ruptura para referirse a aquellas deliberadas y a las no deliberadas como a los fenómenos de ratificación que denomina antirrupturas; mientras que Celina Manzoni  prefiere diferenciar entre ruptura y disrupción para dar cuenta de fenómenos diferentes. Un hecho de ruptura conlleva un plus de violencia dado que se realiza contra el código / sistema volviéndose para el mismo indigerible, en tanto que la disrupción se condice con ciertos desplazamientos internos al propio código / sistema que finalmente culmina aceptándolas.

[4] Noé Jitrik, Op. Cit., pp. 11: “...para escribir es preciso desequilibrar un conjunto previo, que podría seguir permaneciendo igual a sí mismo, en un equilibrio eterno; es preciso, repitiendo los términos, “romper” ese equilibrio para que comience la escritura sin la cual, a su vez, la literatura no se constituye.”

[5] Palacio, Pablo, Un hombre muerto a puntapiés (1926) en  Obras Completas, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964. Todas las citas remiten a esta edición.

[6] Utilizo la categoría de “autor” y no “narrador” (tomando como referente la teoría del relato establecida por Genette en Figures III) porque el uso de la primera persona instala fuertemente una zona de subjetividad insoslayable. Se condice esta propuesta de lectura con esa intención deliberada de ruptura que habíamos pensado en torno de los textos de Pablo Palacio; “lo echo a rodar” da clara cuenta de esa voluntad transgresora.

[7] Es interesante ver el funcionamiento particular de este paratexto ya que se aleja de las usuales dedicatorias con referente explícitos  y formas canónicas de los textos adscriptos al Realismo y al Naturalismo. Por ejemplo, Lucio. V. López dedica  La gran aldea (1884) a “mi amigo y camarada Miguel Cané”, brindis, homenaje cuya funcionalidad reside en potenciar aún más el  entre nos característico de la coyuntura del 80 argentina.

[8] Estoy pensando, por ejemplo, en la recurrente ficcionalización de la ciudad como tentación, como mercado de carnes presente en textos como ¿Inocentes o culpables? (1884)  de Antonio Argerich o Música sentimental (1884) de Eugenio Cambaceres, novelas decimonónicas argentinas en las que la ciudad, asidero de una cultura de mezcla,  mueve al vicio mientras que es en el campo donde se depuran esas pasiones fatales.

 Con esta mención, no estoy intentando plantear que Palacio se opone estrictamente a estos escritores en particular ni de un modo mecánico; simplemente sirve para pensar las divergencias en cuanto al tratamiento de la materia narrativa escogida por parte de dos movimientos claramente diferenciados. Pablo Palacio rompe deliberadamente con esta tradición ya desde los procedimientos ya desde  el modo de representación de los temas.    

[9] En Ecuador existe una larga tradición de respeto al código realista y de respeto a una intencionalidad mimética. Por ejemplo, en Cumandá (1879) de José L. Mera, la naturaleza funciona como el marco que contiene a toda la narración a través de descripciones densas y tediosas avaladas por datos científicos. Es un texto que se propone como testimonial.  En otra parte importante de la literatura ecuatoriana  (Los que se van. Cuentos del cholo y el montuvio, es una colección de cuentos de autores varios pertenecientes al Grupo de Guayaquil de 1930, contemporáneo a Pablo Palacio) que se constituye sobre la pretensión de representar la realidad del indio de la sierra, el montuvio, el elemento naturaleza si bien no ha desaparecido se ha modificado, ya que se ve despojado de esa carga descriptiva caracterizada por esa densidad que vuelve moroso al relato.

[10] Pablo Palacio, Op.Cit: “Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad” (pp.104). (el subrayado es mío).

[11] Benjamín Carrión, Pablo Palacio en Celina Manzoni, Op. Cit.,pp.42,  hace alusión a la representación de esos temas que nos ofrecen esa sensación de anormalidad normal.

[12] La película iraní “La manzana” me sirvió mucho, salvando las distancias,  para pensar la idea de monstruo como espectáculo, como divertimento que sólo se constituye en monstruosidad a través de la mirada del otro. Se trata de dos hermanas que han vivido once años encerradas bajo rejas por su propio padre que intentaba refugiarlas del contacto con el mundo, hasta que un día debe,  obligado por la justicia, soltarlas. El espacio interior como refugio de un afuera que contamina. Sin embargo, es este mismo interior el que convierte en monstruos a estas hermanas andróginas  imposibilitadas para hablar, para caminar, para relacionarse bajo la mirada de la alteridad.

Son ellas monstruos de feria en exhibición en tanto representan lo diferente.  

[13] Los personajes palacianos son seres deseantes. “La doble y única mujer” es un  ejemplo en el que el deseo asume la forma de un doble y único deseo sexual: dos cuerpos que arden por un hombre incapaz de corresponder el sentimiento. Es a través de los deseos de El teniente que se construye la novela Débora. El fuerte deseo del protagonista de “Las mujeres miran las estrellas” se traduce en una afrodisíaca espera infinita de esas horas en las  que la potencia pueda más que la resistencia. Es el deseo de carne humana, un deseo que llega a obsesionar, una justificación que el narrador de “El antropófago” le concede a su protagonista. A su vez, Ramírez siente un deseo corporal fortísimo que lo hace deambular por los suburbios en busca  de un cuerpo en el cual descargarlo. 

[14] Procedimiento que se ve también en Débora: un juego de los posibles, a través del cual se van abriendo ventanas y/o posibilidades que construyen la narrativa. 

[15] En general, los narradores en primera persona de los cuentos, poniéndose en perspectiva, se condicen con un “yo” conflictivo totalmente opuesto al dispositivo narrativo de una tercera persona objetiva de la estética naturalista – realista.

[16] Si bien nunca se dice explícitamente que se trata de un homosexual sino de un vicioso, los no dichos del texto y el juego de los supuestos así lo licencian. Es posible entonces un trabajo con los desechos. El narrador detective ofrece una pista sobre el imputado, a partir de un trabajo de observación atenta de una fotografía suya en la que detecta que su busto tiene algo de mujer; observación que desemboca en una tajante y definitiva aseveración. (página 104).

[17] El elemento personaje aparece para las vanguardias, en el momento en que Palacio escribe, como un elemento del sistema gastado, trillado, automatizado. La automatización de un elemento se percibe cuando su función cambia: deja de connotar para volverse denotativo.

[18] Pablo Palacio, Débora [1926], México, Libros del Laberinto, 1995, pp.64.

[19] Wilfrido Corral, ‘La recepción canónica de Palacio como problema de la Modernidad y la Historiografía Literaria hispanoamericana”, Revista Iberoamericana, vol.LIV, núm. 144-145, Pittsburgh, julio-diciembre 1988, pp.711: “...el problema es extenso, ya que se está lidiando, sólo para comenzar, con cuatro situaciones: a)una recepción irresoluta, b)una historiografía...inflexible...”

[20] Edmundo Ribadaneira, Presencias y ausencias de Pablo Palacio, Op.Cit., pp. 59.

[21] Por ejemplo Joaquín Gallegos Lara fue un impulsor de la escritura social.

 

 

Copyright Notice: all material in everba is copyright. It is made available here without charge for personal use only. It may not be stored, displayed, published, reproduced, or used for any other purpose whatsoever without the express written permission of the author.


This page last updated
12/20/2002
visits
ISSN 1668-1002 / info

y