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03/20/2004


LUISA FUTORANSKY 
Leer las piedras

 

Las ciudades, como los amores tienen diferentes maneras de revelarse ante nosotros. Una manera de entender la ciudad contemporánea es desentrañar la relación y tratamiento que brinda a sus ruinas. Leer las piedras porque ellas son, más que nada ni nadie, depositarias de utopías, caprichos o ignorancia. Los planos de las ciudades de nuestro tránsito definen un croquis que va de nuestras plantas a nuestro imaginario quien les restituye la dimensión única e intransferible  de la emoción.

 

Qué canto de sirena poseen las ruinas, para atrapar generación tras generación a los viajeros. Tal vez la palabra que mejor convenga para referirlas sea fascinación porque, objetos de horror o de contemplación, la indiferencia les es ajena.

Las ruinas desmienten de por sí, la frágil pretensión del concepto de obra concluida.

Domesticadas, embellecidas o enigmáticas, simples o laberínticas, pilladas o pulidas, conjugan en sí, en forma irrefutable el tiempo pretérito condicional de lo vivo para evolucionar dentro de un presente mineral, un señorío vegetal o también un refugio atávico y animal. Testimonios de cuidado o de barbarie, su destino es estar alejadas, desde el comienzo, de la función primera a que las construcciones fueron destinadas por sus arquitectos y contemporáneos.

Los esfuerzos para visualizarlas de los peregrinos que convocan, son ímprobos: Concebirlas policromas en su palidez, íntegras en sus fragmentadas mutilaciones, bulliciosas en el mercado de la vida ante su desorbitada mudez. Sobre todo dignas, ante el desfile incesante a que la avidez por divisas de nuestro tiempo las somete. Casi siempre sufren interminables manipulaciones ya que se las desplaza, entierra y desentierra con periódica arbitrariedad.

Las ruinas, como los osarios, prueban, la abolición de las fronteras y  nacionalismos laboriosamente pergeñados. ¿La nueva pirámide del Louvre evocará acaso el espíritu chino de su arquitecto o más bien la pompa, circunstancia y ansiedades de nuestra época? ¿El visceral paralelepípedo del Centro Pompidou revelará la arquitectura italiana o inglesa de fines del siglo XX (a causa de sus creadores) o el aliento libertario que alentó el mayo 68 francés?

 

Se trate de Roma, Grecia, Jerusalén o Potosí, ruinas de desierto, o de fondo marino, de reliquias o doblones, las ruinas conocen un común denominador: son escrituras a descifrar entre escombros y publicidad de bebidas universales para la sed.

Qué sed. Para encontrar respuestas los viajeros van de ruina en ruina, las coleccionan y atesoran, incluso las ideológicas. Para satisfacer nuestra desmesurada apetencia de ellas los arqueólogos, antropólogos, los museos y la pluralidad de sacerdotes o conceptores turísticos -cuando no los ejércitos o los rapaces tombaroli que viven de desvalijar todo tipo de ruinas-, nos ofrecen nuevos mausoleos y despojos. Nuestro engolosinamiento es tal que cada generación continúa a producirlas y producirlos pues siempre habrá viajeros para seguir la signalética con los nuevos dardos de la visita; se trate ya del Domo atómico de Hiroshima, el Ground Zero de Nueva York, los budas dinamitados de Bamiyán, o del 'Aquí estuvieron' los antiguos barrios de Beirut, Dili y Sarajevo. Con o sin luz y sonido que realcen nuestra perversidad.

Tal vez por eso, cada vez que aprendemos nuevas técnicas, actualizamos de inmediato nuestra relación con las ruinas. Una de las primeras realizaciones de los multimedia fue reconstruir, también ellos, ruinas virtuales que tienen la calidad y cualidad de ser indoloras. Por lo menos hasta ahora.

 

 

 

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