“Suicidio
por un piso encerado”(*)
(Cuento)
La
Carta que encontré publicada en una revista del interior, no me era
desconocida. Llegó a mis manos en forma intempestiva y siempre deseé
saber su destino ulterior. Pues no fui yo quien la publicó. No supe
nada de ella hasta que la vi en letras en molde; esto constituyó para
mí un desenlace inesperado. Juzguen ustedes mismos.
Como
director del semanario Prometeo, fui partícipe comprensivo en
la iniciación de no pocos escritores noveles.
Así
llegó hasta mi redacción la autora de La Carta. No me traía La Carta
sino un estudio crítico sobre la novela como género literario. Prometí
leer el artículo y darle mi opinión. Desde entonces, todos los días,
o día por medio, llamaba por teléfono, en procura de una respuesta que
yo eludía por mis múltiples ocupaciones. Esa insistencia, confieso,
llegó a fastidiarme un día, la última vez que llamó, y le dije entonces
en forma suave pero algo severa; “No sabía que usted estaba tan apurada”.
Ella se disculpó y admitió mi observación, prometiendo esperar mi llamado.
Fue a los dos días que recibí La Carta, una carta exaltada, hasta cierto
punto incoherente. Cuando ella me la pidió de vuelta saqué copia por
parecerme un documento curioso. Tal vez pensaba utilizarla como material
para algunas de mis propias obras. Ella se me adelantó, por lo que veo.
Transcribo La Carta literalmente.
“Señor
Director:
Comprendo
que mi insistencia pudo molestarlo. Pero no, le aseguro que no tengo
ningún apuro. No quisiera que usted se moleste. Que piense de mí...
Dudaba sobre la actitud a tomar: si debía esperar su llamado o insistir
para apresurar su respuesta. Yo quiero que comprenda que no estoy apurada,
de ningún modo. Me doy cuenta que usted tiene sus compromisos. Yo, claro,
el artículo ése no lo hice en un día, pero apuro no tengo ninguno. ¡Por
favor! ¡Le ha impresionado mal mi insistencia! Me toma acaso por una
entrometida, por una de esas avechuchas que aletean sobre los tejados
de las redacciones. No crea eso, no o crea de mí. No me atrevo a explicarle
todo personalmente; por eso le escribo. En el artículo trabajé a conciencia
durante ocho meses. Es una prueba de o que le digo: no estoy apurada.
Pero necesito disipar su mala impresión sobre mi persona. Quiero que
sepa en qué consiste la naturaleza de mi apuro, que nada tiene de común
con el delirio publicitario de cierta gente. Tampoco está en mi naturaleza
más bien tímida el desenfado de los que, insistiendo, consiguen lo que
se proponen. No tengo carácter para eso. Cuando lo llamé la primera
vez sin obtener la contestación que esperaba, instintivamente desistí
de todo posible llamado ulterior. No estaba exenta, en esa determinación,
de una dosis fuerte de orgullo que siempre me ha inhibido para pedir
nada a los demás. Admiro a la gente que es capaz de revestir sus pedidos
con el aspecto de la exigencia. Así evitan caer en la humildad y no
encuentran en el pedir ningún menoscabo. Pero yo no sirvo para ello.
No le hubiera llamado más sin las circunstancias apremiantes y un cierto
deseo de probarme a mí misma que soy capaz de tener carácter emprendedor,
carácter de solicitante despreocupado y altanero. Si usted guarda una
impresión adversa de mí es porque no me conoce, porque no sabe que desde
hace poco, muy poco tiempo, mi vida es un torbellino de apuro, porque
es ya tarde para mí. No estoy apurada por este artículo en particular;
necesito ir rápido hacia el fin, necesito decir todo lo que callé acumulándolo
durante años de silencio forzado. Y el tiempo, mi tiempo huye. Es tarde,
muy tarde. ¿Sabe usted lo que es haberse hundido sin empezar siquiera,
durmiendo un sueño prolongado lleno de angustiosas palpitaciones?
Mi
premura comenzó después del accidente que dejó semi lisiado a mi hijo.
Hasta entonces, el accidente no había entrado en mi vida. El accidente
trastocó el curso regular de todo. La salvación del niño del niño dependía
de mi exclusiva dedicación a él. No pude continuar con toda la actividad
que me ocupaba por aquel entonces. Pero hay algo peor: no sé si después
del accidente todo lo anterior me atraía ya, en realidad.
Mi
tiempo se detuvo al borde de una cama de enfermo. Pero sería una falsedad
atribuir a esos cuidados el abandono que hice de aquello que constituía
mi vida pasada. Había manejado esquemas fáciles, lo que forma parte
de objetivos delimitados, proyectos para una carrera espectable. Entonces
descubrí los matices de las cosas. Descubrí en el mundo el color, la
luz y la sombra. Todo mi conocimiento anterior no me servía para esta
nueva concepción. Piense lo que es quedarse, de pronto y tarde, sin
camino ni sendero donde transitar, después de haber proyectado una amplia
avenida bien soleada, con metas discernibles...
Entonces
comencé una búsqueda incesante en medio del espanto de los pisos por
encerar. Usted se preguntará por qué no continué con mi carrera en vez
de enfrascarme en el encerado; desde todo punto de vista hubiera sido
más conveniente y productivo para mí y para el enfermito. Su misma curación
se hubiera beneficiado con mi trabajo productivo. Hay que destacar
a mi hijo como causante de esa situación. ¿Era, pues, el accidente?
No lo sé. Pero ya no podía continuar con mi derrotero anterior. El accidente
había partido mi vida en dos.
¿Sabe
usted lo que es sentir naufragar el propio yo en medio de un trabajo
absurdo, en medio de una condena a trabajos forzados que uno mismo se
ha impuesto o por lo menos ha admitido, entre cacerolas y cacharros
grasientos? Cierto, los que se ubican en puestos, los que consiguen
cargos, podrán asombrarse de esta ineptitud para adecuarme a un medio
conveniente. Todos ocupan un puesto, un lugar. Yo... siempre creí en
mí misma más que en mi título. Pero no por eso compartía resignada mi
vida con el encerado. Una desesperación iracunda es la mejor prueba
de que en mí alentaba la vida.
A
todo esto usted se preguntará qué relación hay entre lo expuesto, con
la premura que se desató en mi vida. Todo proviene de una bomba de agua.
De paso quiero decirle que nuestra casa es pobre pero con pisos encerados.
Y los pisos encerados exigen desvelos incontables. Los demás no comparten,
posiblemente, esta preocupación; los pisos se cubren de espesas cenizas,
los niños realizan sobre ellos las gimnasias más audaces y aventuradas;
todo, en detrimento del encerado. De modo que uno queda ridículamente
atado a la limpieza de pisos. Nadie se lo agradece y uno se desvive
por ellos. No puede uno pagarse un personal adecuado para este refinamiento.
Y su sacrificio no se lo reconoce nadie. Además, mientras uno encera,
piensa. Hace proyectos de grandes cosas, pero cuando llega la noche
está agotado y solo siente la necesidad de tirarse en la cama. Es el
drama del encerado. Y le pregunto otra cosa: ¿Puede usted optar entre
su conciencia que lo impulsa a la absoluta entrega a un apostolado y
el puesto que debe ubicarlo en la sociedad y extenderle el certificado
de apto para la vida? ¿Puede dedicarse al cargo en nombre de la eficiencia?...
La
bomba de agua, después del accidente, fue la segunda revelación que
debía urgirme a algo definitivo. Estábamos en el campo; teníamos una
pequeña casita junto a la estación. En mis brazos dormía mi niño menor.
Funcionaba el motor de la bomba de agua. Ese ritmo era un ritmo absorbente,
como el de la marcha del tren, era el ritmo de la máquina, era el ritmo
del trabajo. Descubrí el ritmo de las cosas, descubrí el sonido de las
cosas. ¡Todo tiene un sonido! ¡Oh, si yo pudiera reflejar ese sonido
de las cosas! Abarcarlo todo: el color y el ritmo del mundo... ¿Por
qué me había desviado del camino de mi niñez? Un senderito apenas perceptible
pero mío. ¿Quién había abierto las grandes avenidas bien trazadas para
que transitara por ellas? Y ahora que quiero para mí el sonido del mundo,
es tarde, demasiado tarde. ¿Cómo recomenzar? ¿Cómo recuperar el tiempo
perdido? Empieza el drama de la estrechez. Se come, eso es, se come.
¿Y todo lo demás? Ni un libro, nada. Resbalando sobre pisos encerados.
Reconozco que tengo el prejuicio de los pisos limpios. ¡Qué hacer! Debo
encerarlos. Además, los niños dependen de mí. ¿Sí o no? ¿Por qué no
me ubiqué en un puesto? No puedo ubicarme, no soy postulante a nada,
he descubierto algo, simplemente. Necesito ganar el tiempo perdido...
¡Ilusiones! Estoy atada al accidente. Él me apartó de las formas, de
los esquemas. No veo más que luz y sombra, no oigo más que sonidos.
Las palabras no pueden decirme ya nada...
Durante
el día trabajo con ahínco, encero, todo marcha bien; la esperanza de
terminar temprano me anima. Pero cuando la noche se adelanta con su
alforja al hombro, llevando mis muertas ilusiones, constato que otro
día ha pasado, que otro día está perdido para mí. ¡Qué hay que me desespere!
No es nada, ¿verdad? Estoy metida en un pozo. Ahora vivo acuciada por
la premura. Estudio lo que me hace falta, solo lo necesario para mis
objetivos. Trabajo, encero pisos y, para pagarme los estudios, escribo
artículos, ése que le he llevado, y otros. Mi mente marcha a todo vapor
pero ni esto me está permitido, ni para ello tengo libertad. Mi mente
se paraliza horas enteras mientras relato a mi enfermito largos cuentos
infantiles. Por lo menos, el encerado no me impide pensar aunque después
esté demasiado cansada para realizar algo.
Piense
en el hambre, en la terrible hambruna de mi mente. Se lo pido con lágrimas
en los ojos: piense. No necesito comer. Se lo confieso; tengo qué comer,
si eso puede tranquilizarlo, hoy que solo nos conmueve la visión de
esqueletos famélicos. Pero hace años que miro famélica las vidrieras
de las librerías, que las salas de música están cerradas para mí. Ahora
ya sabe de qué se trata. Para mí es tarde, muy tarde. Ahora muchos despiertan
así, tarde, de un sueño prolongado. Los caminos están entreverados.
Es época de nomadismo. Se vaga por desiertos estériles con mucha hambre
y sed, hasta que se encuentra un oasis. Y a veces, son solo espejismos.
Ahora
que le he contado todo, ahora que conoce mis penurias, le pido que queme
esta carta. La escribí espontáneamente, en un impulso sincero, sin borradores
ni copia. Solo para usted. Ahora quémela.
No
está todo, sin embargo. Ayer las cosas han tomado otro giro, un giro
decisivo. Hay días en que uno está más irascible. ¿Usted nunca ha gritado
para adentro, mordiéndose los labios, hasta que los músculos del abdomen
empiezan a dolerle por la contracción? ¿En que solo se aliviaría si
pudiera estrellarse la cabeza contra la pared? ¿Nunca le pasó eso, gritar
para adentro? En la mesa, ese día, su único gesto es el de la uña índice
que hace saltar una miguita sobre el mantel. La miguita es arrojada
hacia delante, con cierta amenaza de proyectil. Todo presagia un desenlace
dramático. Son días penosos. Además, en invierno están esas estufitas
a kerosén, que hay que llenar, prender, luego apagar porque ahuman,
en fin, otro trabajo extra que se suma al encerado. Y de pronto, porque
llegó la noche, por el humo, por todo, uno estalla y como no puede darse
el lujo de romper cosas, empuja, no con mucha decisión, la estufa contra
la puerta; se prenden las cortinas, cosa que uno no había previsto.
Los chicos aterrados chillan. Traigo un balde con agua y apago el fuego.
El agua sucia, negra de hollín, se desparrama sobre el piso recién encerado.
¡Vea qué miseria! Hasta cuando quiero descargar mi desesperación de
algún modo, todo se confabula para perjudicarme, para obligarme al encerado.
He resuelto terminar. No me importa que alguien irónicamente diga: “Suicidio
por un piso encerado”. Terminé para siempre. Nada ni nadie puede sacarme
del pozo. No me diga que es cuestión de voluntad. No son consejos los
que necesito. ¿Y si yo no tengo voluntad, como no la tuve para ubicarme,
para encontrar un puesto adecuado? No quiero un puesto. Ya tengo resuelto
cuál es mi verdadero lugar: “Suicidio por un piso encerado”.
Ahora
sí, está dicho todo. Puede usted quemar la carta. Y, sin embargo, para
serle sincera hasta el final, yo misma dudo de lo que he resuelto. No
sé si mañana, hoy mismo, dentro de unas horas, no me arrepiento de la
intimidad malgastada de estas confesiones y no le pido que me devuelva
la carta para utilizarla en un cuento. Enseguida que la lea, quémela.
Y yo no esperaré su llamado. No es necesario después de lo que tengo
resuelto”.
Así
terminaba La Carta. Al día siguiente, por teléfono, con voz tímida me
la pidió de vuelta; es la misma que ahora veo publicada en este periódico.
Mi
sueño, mi vigilia, están para siempre prendidos a mi libreta de notas.
He evocado mi sueño, he evocado mi vigilia.
(*)
Incluido en La Casa Modesa, Editorial Lautaro. Colección “El
viento en el mundo” a cargo de Enrique Amorín, Buenos Aires, 1949.