Las
pasiones literarias de Fina Warschaver
Nota:
Los siguientes textos, La ascensión trashumana de Dante y
Petrus Borel, el Licántropo, integran una recopilación de ensayos
-algunos publicados, otros inéditos-, titulado Los hijos del Cielo
y de la Tierra, dedicado a lo demoníaco en el arte y a la doble
naturaleza (divina y humana) del artista. Lo encabeza una cita de
Apuleyo, que resume ese sentido: “¿No tiene la naturaleza ningún
nexo que la una a sí misma? ¿Se ha partido en divina y humana para
separarse y quedar debilitada?”
Al
definir su actitud como ensayista, señala F.W.: “Bourdelle, para esculpir
el caballo de su Monumento a Alvear, orgullo de Buenos Aires, hizo
cientos de apuntes, estudió cada músculo, cada hueso, cada miembro,
pero para dar la actitud del galope, tomó al caballo galopando. Yo
quiero dar esa actitud, ese galope de la obra de arte, su movimiento,
su sentido; es decir, su metáfora, no para explicarla sino para transmitir
ese momento crucial en que se vuelve salto. (...) Y la condición de
salto en la poesía, como en la historia, está en la imaginación rebelde
del artista. El artista rebelde es el hombre rebelde.”
De ahí
sus “elegidos”, los hijos del cielo y la tierra, Dante y Petrus Borel
incluidos: “En los cielos de Dante encontré el infierno, su infierno
interior; en la locura de Hölderlin, la pasión militante de Hiperión;
y en la duda de Hamlet, su ambición de poder. En el centro de las
tinieblas, el poder del predicador que clama justicia. Y más cerca
de nosotros, entre las fieras románticas, elegí al poeta Gérard de
Nerval que pudo convertir las alucinaciones de su locura en tema y
método literario; al iracundo poeta Petrus Borel, con piel de lobo,
ignorado por los diccionarios; y al marginado escritor Erskine Caldwell,
en su acotación al margen de una sociedad de triunfadores”.
Y otros
“elegidos” que aparecen en el libro: “Raúl González Tuñón, que se
entregó sin retaceos para cantar el Octavo Día del Hombre, el de la
libertad; los utopistas precursores de la Revolución Francesa, soñadores
que abonaron el sustrato fantástico de lo nuevo, y también la mirada
escéptica de un abate incrédulo, Montfaucon de Villars, quien, demoliendo
las superticiones del medioevo, inauguraba el Siglo de las Luces”.
Un capítulo está dedicado a Rembrandt, “un héroe de estirpe antigua,
que renunció a todos los halagos y ardió en su propia llama de destrucción
para alcanzar el poder profético de su arte”. A modo de síntesis de
sus propias certezas y dicotomías, concluye F.W.: “Me interesaron
todos aquellos que sintieron la rebeldía como una actitud moral del
artista. Intenté descubrirlo en aquellos que sufrieron el conflicto
en sí mismos, en su lucha entre las exigencias de la creación y su
compromiso con el advenimiento de lo nuevo”.
Y como
toda escritura es una forma de autobiografía, Fina Warschaver (ignorada
por los diccionarios) se ve en ellos, en el artista rebelde, prometeico.
La ascensión
trashumana de Dante
(F.W)
La
Comedia, que los admiradores de Dante llamaron “divina” en honor
a su creador, manifiesta el homenaje que el mundo rinde a los poetas.
Y aunque Dante no le dio ese calificativo, a través de su obra, en repetidas
ocasiones reivindica para sí y para los poetas un papel preponderante
en el mundo de los humanos.
Al
comenzar su trayectoria por el Infierno, Dante tiene como guía a Virgilio
(la poesía clásica), quien lo conduce entre los infinitos tormentos
del mal. Pero cuando el poeta alcanza las altas cimas de su visión inefable
del cosmos, ya nadie puede acompañarlo ni guiarlo: está solo con su
propia musa, Beatriz, liberado de toda influencia extraña.
Como Dante,
los poetas románticos Hölderlin, Novalis (en sus obras Hiperión
y Heinrich von Ofterdingen) sienten la poesía como un peregrinaje,
como una ascensión en el cual la propia musa es la guía y maestra. La
“tétrica humareda” que Dante lleva en su interior, o el “sol negro”
de Novalis, tienen de común la misma dualidad de su ser dividido entre
existencia y esencia, entre lo terrenal y lo eterno. Dualidad necesaria,
discordia del alma, sin la cual, sin esa dolorosa escisión, no se alcanza
la cima creadora.
Explicando
el paso de Dante por el Infierno, dice Virgilio: “Viene a él por necesidad
y no por distracción” (Infierno, Canto XII). Es evidente que en todas
las épocas fue necesario justificar ante la sociedad moral y ascéptica,
esa inclinación de los artistas a sumirse en los submundos del mal.
El “sol negro” paradójico desafía la racionalidad corriente. La “tétrica
humareda” es asumida por Dante como una participación necesaria en el
infierno humano antes de alcanzar el cielo. Pero su cielo poco se diferencia
del torturado recinto de los condenados. Hasta puede ser más demoníaco,
así como el evangélico Aliosha es más demoníaco que el satánico Iván.
Es el cielo último de una catarsis que se obtiene por medio de alucinaciones
iniciáticas más que por la gracia divina. Toda la Comedia, incluso
el cielo, su drama, su erotismo, transcurre en un infierno personal,
humano, irreductible. Y el Cielo se abre como una visión apocalíptica
del Yo y del pensamiento. Un cielo hecho de superior cerebralidad, de
exposición polémica de teorías filosóficas y religiosas impregnadas
de las herejías de la época.
En
su largo recorrido por el “tenebroso” mundo, el mundo terrenal, el mundo
terrenal que es infierno, lucha y muerte, Dante es acogido con asombro
por las almas que en él deambulan, donde no ingresa ningún mortal. Solo
el poeta posee el privilegio de penetrar, más allá de la carne, en el
alma de los vivos y los muertos para recordar su pasión y muerte. Tal
es su destino. Y por eso se le debe homenaje, como lo reclama Virgilio:
“Me honran y hacen bien” (Infierno, Canto IV). Los grandes artistas
siempre sintieron el arte como una misión. Pero en su lucha creadora
debieron enfrentar la indiferencia de la sociedad, proclamando la inmortalidad
de su obra. Siglos antes que Dante, otro poeta, Horacio, canta orgulloso:
Siempre,
mientras suba las gradas del Capitolio,
junto
al grave Pontífice, la vestal silenciosa,
iré
creciendo en la estima de la posteridad,
renovado
por sus alabanzas.
Las vestales
no cumplen ya sus ritos en el Capitolio, ni el poder romano impera sobre
el mundo, pero los versos de Horacio siguen iniciando a las generaciones.
Dante
siente el orgullo de su genio, de ser un elegido, un predestinado, aunque
nadie le reconociera todavía. Por eso, al encontrarse con los grandes
poetas clásicos -Homero, Horacio, Ovidio, Luciano y Virgilio-, estos
le hacen un amistoso saludo y lo admiten en su compañía, “de suerte
que fui el sexto entre aquellos genios”. Declaración que podría parecer
jactanciosa a sus contemporáneos ya que todavía no había alcanzado el
renombre indiscutido que lo convalidara. Consciente de ello, a veces
confiesa su pecado de orgullo y cuando le preguntan quién es, contesta:
“Deciros quién soy sería hablar en vano porque mi nombre aún no es muy
conocido” (Círculo sagrado del Purgatorio). Como los artistas demoníacos,
Dante oscila entre la soberbia y la humildad, rasgo propio de los tímidos
que deben alardear de temerarios para sobrellevar su soledad y aislamiento.
El poeta
es dulce con los caídos, soberbio con los poderosos. Disimula su timidez
bajo una máscara. Es un solitario aunque anhele la vida de los demás
hombres. Dante se define como “un alma desdeñosa”. Tan distinto de los
seres chirles que se acomodan a todo. Altivez y soberbia son sus banderas,
como las de Shakespeare, como las de Isaías. Por eso le aconseja a los
hombres: “Así, pues, hijos de Eva, ensoberbecéos, marchad con mirada
altiva”. Esto, para los acostumbrados al conformismo, debe resultarles
“rarísimo”. Tanto como el “¡Coméos los unos a los otros!” del Timón,
de Shakespeare. Tanto como el “Y porque te has humillado, Dios te ha
castigado”, de Isaías. Tanto como la Carta de Cristóbal Colón a los
Reyes Católicos, que los obsecuentes historiadores tildaron de “rarísima”
no pudiendo explicarse la rebeldía y el desafío contra los poderosos.
Tanto como el Canto a mí mismo, de Whitman, que pone en primer
plano su grandeza. Tanto como el apóstrofe de Baudelaire: “Raza de Abel,
come, duerme y bebe”, porque él está con el sublevado Caín. Tanto como
el “¡Hurra por los que perdieron la batalla!”, de León Felipe, que se
proclamó poeta prometeico. Tanto como el “lobo estepario”, de Hermann
Hesse, el artista que asusta a la sociedad. Y es “rarísimo” también
que Dante se dirija a los hijos de Eva, puesto que es ella quien
trae el mal y el conocimiento. Todos sienten la necesidad de rebelarse
contra los acomodaticios que aspiran a un lugarcito en la mesa del poder.
Por eso Dante sabe que la soberbia, que recomienda a los hijos de Eva,
es un pecado redimible y admite que tal vez también él vaya a parar
al Purgatorio.
Pero Dante,
después del arrebato con que incita a la altivez, cae “en una buena
humildad”. No es una humildad ante el poder sino ante sí mismo,
una actitud filosófica, estoica, ante los vaivenes de la fortuna, puesto
que “la fama es semejante al color de la hierba que viene y se va” (Purgatorio,
cantos XXI y XI). Esa humildad nada tiene de común con la domesticidad
y la obsecuencia. Es la melancólica constatación de lo éfimero de la
vida en la que se desvanecen individuos, pueblos, culturas. Al hacer
estas consideraciones, Dante cede en su soberbia altivez.
En efecto,
Dante no es un poeta agradable. Está hecho de fuerza y agresividad.
A su canto lo llama “grito”. También León Felipe dijo que un poema es
un grito. Los poetas prometeicos no tienen nada de quejumbrosos. La
voz de Dante, según Cacciaguida, su tatarabuelo, que está en el Paraíso
-por voluntad del poeta-, “es desagradable” (Paraíso,
Canto XVII). “Y tu grito hará lo que el viento, que azota más a las
elevadas cumbres, lo cual no será pequeña prueba de honor.” Grito, viento.
¡Qué imagen tan arrebatadora de la voz del poeta! Pero si su voz resulta
desagradable es porque el poeta cumplirá su misión recordando. Y recordar
es una facultad rebelde. La memoria es la facultad que todos los tiranos
tratan de anular porque en ella sobrevive la conciencia moral del hombre.
La sociedad cristalizada, momificada, no recuerda. El tormento del Infierno
les es desconocido, porque en él va implícita la vida. Dante accede
a la vida y a la poesía por las puertas del Infierno, por el submundo
de los condenados.
El poeta
es la instantánea del tiempo. Se detiene a registrar cada llaga. Construye
su mundo recordando. Su recuerdo es siempre incómodo, irrespetuoso.
Erige su juicio final de réprobos y elegidos según un canon de valores
muy distinto al de los poderes establecidos. Justifica a los caídos.
Canta “la libertad que es tan amada, como lo sabe el que por ella desprecia
la vida”. Rebeldía, libertad, exigencia moral, es la trilogía de todo
creador.
Los pobres,
los deformes, los desahuciados, los atormentados, se dirigen a Dante
pidiéndole que no los olvide, que los mencione, que relate sus vidas.
El poeta los escucha sin detenerse pues su destino es recorrer, conocer,
andar. Por eso, Virgilio le dice: “Vienen a dirigirte una súplica; tú,
sin embargo, sigue adelante y escucha mientras andas”. Y más adelante,
repite: “Éste no se detiene aunque las escucha a todas (las almas)”
(Purgatorio, Cantos V y VI). Y aunque esté en el Infierno,
su maestro Brunetto Latini, es quien le enseñó “cómo el hombre se inmortaliza”
(Infierno, Canto V). Entonces, la ascensión de Dante hacia la
poesía, como en Novalis y Hölderlin, es un renunciamiento a los intereses
mundanos y vanos. Un despojamiento para alcanzar el conocimiento totalizador
del universo. Porque el poeta encuentra en el conocimiento la más alta
expresión de lo humano. Al subir al cielo con Beatriz alcanzará el porvenir,
el conocimiento de su destino y de sí mismo.
Imaginar
el orden cósmico como una relación personal, circunscripta a su propia
gracia y a su propio Paraíso, es una de las cosas sorprendentes que
descubre ese cielo dantiano. “El rostro de mi dama sonreía de tal modo
que creí llegar con mis ojos al fondo de mi gracia y de mi Paraíso”.
Individualismo cercano al de Rilke quien se proclamó dueño de su propia
muerte. Y esta posesión, para sí, del Paraíso ocurre en el cielo “del
loco amor”.
Aclaremos
que para comprender realmente las imágenes del poeta Dante hay que olvidarse
de la teología, cosa que no hacen los exégetas, aferrados a los convencionalismos
de la simbología católica. Lo que propuso el poeta T.S. Elliot, barriendo
toda la hojarasca erudita, es recuperar en la Comedia su enorme
voz humana y sideral. Porque su cielo también es humano. Y lo primordial
es captar el estilo coloquial épico de su canto lírico. Entonces, hay
que prestar atención a sus sorprendentes expresiones, por ejemplo, esa
del “loco amor”. No hay aquí nada de un amor teológico ni metafísico,
como no lo hay en Kierkegaard a pesar de sus intérpretes. En ambos casos,
es un amor existencial, sublimado en la obra creadora. Porque “mi” gracia
y “mi” Paraíso no son la gracia y el Paraíso. No son estadios generales.
Es una forma casi luterana de concebir la salvación, una relación individual
con el cielo, sin intermediarios. Ese cielo no es teológico. Está insuflado
de vocación poética. Más todavía si consideramos que en el cielo, Dante
fue acogido “gloriosamente”. Jactancia de un cielo propio y personal.
Es
claro que en esto hay mucho de herejía. Todo místico es un hereje porque
basa su fe en una apropiación individual que rechaza el dogma, la autoridad
exterior a sí mismo, e incluso a la institución sacerdotal. El rebelde
se basta a sí mismo, sin apoyos externos, ¡porque su conciencia existe!
Es la conciencia moral que contiene toda rebeldía, según Camus. Además,
Dante no es un artista ahistórico. Al contrario, se compromete con las
luchas de su época, va al destierro, sufre las consecuencias de una
acción apasionada en la cual tiene una influencia decisiva la herejía
cátara, extendida por las tres cuartas partes de Europa. ¿Es que hay
algún gran artista que no se sienta comprometido con su tiempo? En el
partido gibelino, adherido al catarismo, actuaba Dante. El eje de todas
las herejías, y se dieron por miles en el cristianismo desde su aparición,
es la interpretación dada a la existencia del mal. Pero esto no es lo
importante sino reconocer la necesidad del mal. Es que, como llega a
suponer audazmente Dostoievsky, si el hombre lograra instaurar el bien
en la tierra, Dios no tendría razón de existir. Luego, bien y mal se
condicionan mutuamente. Y uno necesita del otro para subsistir.
Es
claro que los herejes razonan con una lógica “liberada” del misterio,
al que necesariamente debían recurrir los ortodoxos católicos. Era un
primer paso hacia otras libertades que los poetas malditos llevarán
más lejos haciendo la apología del mal. Dante mismo no está muy alejado
de ellos cuando reconoce que por la vía del Infierno volvió al verdadero
camino (Infierno, Canto XV). En Dante, la visión del Infierno
es un estado de la conciencia, un tormento interior coincidiendo con
el concepto platónico del demonio como partición de la unidad espiritual
del individuo, del propio yo en conflicto consigo mismo. No es una visión
objetiva cristiana del mal sino individualista y psicológica de la lucha
de las pasiones en la persona. La superación de ellas se da en la acción
creadora. Como Hölderlin, también Dante, al final del recorrido de su
vida alcanza el estado de beatitud sublimando su yo en la poesía. Vuelve
a su vocación juvenil, a Beatriz, su musa. Se aleja de las ambiciones
mundanas que lo desviaron por derroteros erróneos. Renuncia a la ambición
y reconoce el orgullo y la desesperación como pecados capitales. Decir
que la desesperación es el pecado más grande lo lleva ya a una posición
existencialista típica que llegará a ser materia de análisis para Kierkegaard,
en su Tratado de la desesperación, y tiene, en la Comedia,
su imagen poética e inquietante. Dante reconoce que ha incurrido en
esos pecados por lo cual tendría que estar en el Purgatorio. Y es tan
claro en sus juicios sobre sí mismo como en el de los demás. El problema
que se plantea en el recorrido de su vida es cómo encontrar la salida
salvadora a su exigencia moral. Algo que solo un rebelde puede encontrar,
desprendiéndose de las verdades consagradas.
Para
comprender a un artista no hay mejor tratado que la interpretación de
otro artista. Elliot dijo, sin ambages ni reticencias, que el pensamiento
y la poesía de Dante no pueden separarse y que no basta, para conocerla,
valorar su estilo literario. Sí, Dante fue un combatiente completo,
en lo político y en la obra literaria, y querer disociarlo resulta “imposible”.
Y he aquí que (sin duda con la muerte en su alma de creyente católico),
Elliot declara que para apreciar la poesía del Purgatorio no se necesitan
las creencias sino dejarlas de lado. Claro, para poder aceptar como
posibles (término empleado por el mismo Elliot) ciertos valores
y juicios que Dante expresa sobre temas teológicos, hay que desprenderse
de prejuicios. Y entonces su poesía es clara y accesible. Solo la complican
sus presuntos exégetas recargándola de notas “aclaratorias” que no hacen
más que ocultar su verdadero sentido. Notas de nombres, fechas, ciudades,
que se pueden encontrar en cualquier diccionario. Siempre he creído
que el sentido de una obra de arte -porque una obra que no tiene sentido
no tiene arte- está implícito en su expresión. Pero los exégetas solo
ponen el acento en la técnica, que son los recursos de la obra de arte
pero no su esencia, para la cual la descripción no basta. Hay que transmitirla
en inflexión, en voz, en sangre viva.
El
problema de la contradicción entre el luchador y el artista tiene en
la Comedia palabras reveladoras de ese combate que se entabla
en el creador entre su exigencia ética y la necesidad de expresarse
con el lenguaje de su arte. Dante reconoce que la acción ha tenido consecuencias
funestas para él alejándolo de la vocación inicial. Cuando vuelve a
ver a Beatriz, en el Pa-raíso, declara: “Reconozco las señales de mi
antigua llama”. Además, recuerda que, al alejarse de ella en su juventud,
se entregó a otros amores: el afán de gloria, la apetencia de poder.
“Las cosas presentes, con sus falsos placeres, desviaron mis pasos,
apenas se me ocultó vuestro rostro” (Paraíso, Canto XXXI). Y
Beatriz contesta: “Sabrás que mi carne sepultada debía encaminarte en
una dirección contraria”. Así, Beatriz será quien definirá la vocación
poética de Dante. Como creo que Beatriz es la otra naturaleza de Dante,
su naturaleza poética, es él quien ha sepultado la carne de Beatriz
al alejarse de su influencia. Esta suposición está confirmada por algunas
expresiones de Dante que veremos más adelante.
Como
Hamlet, como Hiperión, Dante siente que pensamiento y acción son inconciliables.
Sufre un estado paradójico de afirmación y negación que le impide concretar
la acción en hechos. Habrá que llegar a Sartre para encontrar al intelectual
incorporado en la acción que le asigna al hombre: hacer la Historia.
Y, al hacerla, hará su historia individual, su obra. Define al intelectual
como unidad acción-pensamiento sosteniendo que la lucha por la libertad
individual y la revolución social no es contradictoria.
Dante,
como Hamlet, expresa esa trágica disyuntiva de la acción-creación que
no sufre el hombre de acción. Reconocer con cierta melancolía que su
inclinación reflexiva es un obstáculo que lo inhibe para la acción.
“El hombre en quien bulle pensamiento sobre pensamiento, siempre aleja
de sí el fin que se propone porque el uno debilita la actividad del
otro” (Purgatorio, Canto V). Dos actividades que no concuerdan
entre sí y que tiene una evidente semejanza con las disquisiciones de
Hamlet. Pero, después de esa constatación, Dante, en vez de desalentarse,
recapacita con asombrosa arrogancia, declarando que el triunfo se recoge
“ya como César, ya como poeta”. Petulancia que coloca al César y a Dante
en un mismo plano. Esto lo dice al entrar en el Paraíso, lo que podría
interpretarse como un desafío al poder divino. En realidad, al equiparar
el poder del poeta con el del soberano está declarando la supremacía
del poeta sobre el poder temporal.
En
el Paraíso, el sol que Dante mirará es el que brilla en su propia frente.
Una luz que le pertenece, que lo ilumina desde adentro. Es su Paraíso,
conquistado con su fuerza creadora. Entonces, caminará solo, sin guía
alguna. Y Virgilio, al separarse de él, le ofrece los emblemas del poder
absoluto: terrenal y divino. “Ensalzándote sobre ti mismo, te corono
y te mitro”. Declaración prometeica: ¡Te corono y te mitro! Nunca se
habrá oído nada más soberbio. El poeta no cede un ápice de poder. Entra
en el Paraíso con el poder temporal y el divino.
Es
en el Paraíso donde tienen lugar las transformaciones más extrañas y
fantásticas. No es un Paraíso estático ni beatífico, a la manera de
las imágenes sagradas. Es un Paraíso cambiante y múltiple, de dobles
visiones, de monstruos simbólicos. La primera incursión de Dante en
el Paraíso (Canto I) evoca ya la figura mítica de Glauco, en quien tendrá
lugar un fenómeno de verdadera transubstanciación. La elección de ese
mito es, en sí misma, significativa. Glauco, el verde dios de los marineros,
según la mitología, adquirió naturaleza divina por obra de su sacrificio
al arrojarse al mar ofrendando su vida al Océano. Es un dios sombrío
y monstruoso, coronado de algas, que aterra a los navegantes con sus
profecías. Encarna el peligro, la fatalidad del destino, la incertidumbre,
la melancolía, los sueños pesimistas y deformes. Elegir a este hombre
convertido en dios, como primera visión del Paraíso, resulta extraño.
Por otra parte, hay que suponer que la aparición de Glauco no es fortuita.
Se propone representar una de las naturalezas cambiantes del poeta.
Imagen monstruosa, dios melancólico, signado por la fatalidad. Dios
acosado por sueños terribles. Además, Dante dará una explicación distinta
de la mitología sobre la transformación de Glauco. No es arrojándose
al mar como Glauco adquiere su naturaleza divina, sino al ingerir cierta
hierba. Esto parece convertir al Paraíso dantiano en uno de los paraísos
artificiales de Baudelaire. Y las visiones paradisíacas que se describen
en él, como veremos enseguida, tienen mucho que ver con las producidas
por las drogas. En este sentido, Glauco “se hizo compañero de los dioses”.
Este punto es muy importante para llegar al fondo del pensamiento del
poeta. Glauco no se convierte en dios sino que merced a la ingestión
de la hierba, adquiere un estado sublime que lo equipara a los dioses.
Dante quiere dar a entender que ese estado ya no es solo humano,
quiere dar a entender su carácter sobrenatural, pero dentro de lo humano.
Porque en ningún momento recurre a la palabra divino, como sería
lógico si quisiera referirse a la transformación de Glauco en dios.
Al
contrario, Dante usará un término nuevo, creado por él mismo, inventado
en el más puro estilo de audacia surrealista. A esta transformación
de Glauco, Dante la llama “trashumanar”. Y además, aclara la dificultad
de explicar ese término: “Trashumanar / significa per verba / non si
poria” (Paraíso, Canto L). Trashumanar no se podría explicar
con palabras. (No se justifica hoy día, cuando el prefijo “tras” y la
palabra “trasmental” son tan empleados en psicología para referirse
al subconsciente, que no se respete la palabra usada por Dante y se
la convierta en “trascender” por algunos traductores.)
Al
crear ese término, Dante se adelantó en siglos a las expresiones actuales
del subconsciente, de los estados subterráneos de la conciencia, tal
como se manifiestan en Glauco. No es pues “sobrehumano” ni “divino”
el estado del dios, es el estado oscuro y misterioso de lo que está
detrás de la conciencia. Y aunque en la época de Dante no existía la
parapsicología, a través de las experiencias iniciáticas de las ciencias
ocultas, sus adeptos alcanzaban el estado alucinatorio que Glauco experimenta
mediante una droga o hierba.
Esa
transfiguración del dios es simbólica. La imaginación es la droga que
equipara al poeta con los dioses. En lo trashumano, Dante descubre una
dimensión distinta de lo humano que no es una superación exterior sino
la inmersión en las profundidades de lo humano. Por eso elige al dios
de las profundidades, de lo ignoto, de lo que está más allá pero dentro
de la naturaleza humana, como superación y como interiorización de sí
misma. Trashumano es el hombre como individuo y como especie, como ser
temporal y eterno. Y Dante llega a las profundidades desconocidas de
la conciencia por el otro lado del hombre, por medio del don
poético. Entonces, el ascenso no es sobre-humano sino trashumano,
pasando por ese lado oculto del hombre. Lo oculto, lo trashumano, es
el pasado de la especie y es el futuro como incógnita, como destino,
como fatalidad. Trashumano: se trata de una trasmutación y no de una
simple transformación. Trasmutación de esencias y no solo de formas.
Es el ascenso en la poesía que es forma y esencia, éxtasis y revelación.
Con ella alcanza Dante la visión total del mundo. La visión paradisíaca,
en esta cosmogonía dantesca, está impregnada de astrología, de un cielo
que arde en fuegos infernales. Y al que se llega por la imaginación
y por la inspiración, por el sufrimiento y la vida.
Hay
algo más que observar. Al convertir la palabra “trashumano” en un verbo,
“trashumanar”, Dante le asignó un contenido aún más enigmático. La movilidad,
la acción que el verbo lleva en sí, quita al sustantivo la solemnidad
de lo estatuido y lo convierte en un tránsito. No en un estado fijo.
Glauco se “trashumana”. La superación hacia la cima de la perfección,
es un camino. “Y un camino no es una casa”, dice el filósofo hindú Vivekananda.
Es un paso de un estado a otro, un recorrer, un andar. Dante, peregrino
e inventor de palabras, obtiene en su paraíso la intelección del Universo.
Es el estado en el que Glauco, al gustar cierta hierba, se vuelve compañero
de los dioses.
Como
en los poetas románticos Hölderlin, Novalis, Heine, Kleist, también
Dante recorre un camino ascendente hacia la cima poética que lo lleva
a mirar el sol que brilla en su propia frente (Purgatorio, Canto
XXVI). La Comedia es su Comedia. El poeta reconoce al
mundo en sí mismo. En el Paraíso, Beatriz será su guía. Pero Beatriz
no es tampoco una figura beatífica. Es extraña. Mira el sol “como jamás
lo ha mirado un águila con tanta fijeza”. Nada más ajeno a la imagen
que se tiene de lo celestial y de lo angélico. Es un Paraíso en el que
Dios no resplandece por igual en todas partes, donde hay una parte blanca
y otra negra, donde hay zonas de luz y de sombras, donde hasta hay diversos
géneros de beatitud. Un Paraíso así solo lo concibe un alma exaltada
por delirios y alucinaciones, acosada de visiones torturadas, donde
la felicidad no existe. La pregunta con que Beatriz lo recibe al llegar
al Paraíso: “¿Cómo te has dignado subir hasta este monte? ¿No sabías
que el hombre aquí es dichoso?”, indica que ése no es un lugar apto
para Dante. Porque él no puede ser feliz. Su Paraíso supone procesos
de gestación y transformaciones enigmáticas alcanzadas a fuerza de horror.
Navega
solo: “El agua por donde sigo no fue jamás recorrida. Minerva sopla
mi vela; Apolo me conduce y las nueve Musas me enseñan las Osas” (Paraíso,
Canto II). Esas tres fuerzas que lo guían, la sabiduría, el arte y las
musas no dejan lugar para la teología con que se insiste en interpretar
la simbología de Dante que abiertamente recurre a los mitos paganos
para expresarla.
En
el Paraíso suyo, nadie influye sobre él. Ni siquiera Beatriz que le
insufla la inspiración creadora. “La acción de Beatriz, penetrando por
mis ojos, en mi imaginación, originó la mía, y fijé los ojos en el sol,
contra nuestra costumbre”. Mediante la poesía, alcanza una cosmovisión
y una ascesis. “De pronto me pareció que un nuevo día se unía al día
como si Aquél que puede hubiese adornado el cielo con otro sol”. Doble
sol, doble día, doble visión de los alucinados, de la alienación, es
el doble sol de Gérard de Nerval, de la locura, del ensueño. Entonces,
Dante ve el amor gobernando los cielos. Amor que es armonía cósmica.
Y en supremo éxtasis, abarca la rotación de los cielos, la imagen de
todo el espacio llameante de sol. Es la visión de la iluminación mística
que nada tiene de celestial. Más semejante a las visiones apocalípticas
de Juan, taumaturgo más que santo.
Y
“Beatriz miraba fijamente las eternas esferas”: esa mirada fija en el
sol o en las esferas, esa mirada de águila, sobrecoge. El sol centellea
en torno suyo “como el hierro que sale candente del fuego”. Musa ígnea,
acorde con el alma abismal del poeta. Musa misteriosa “vuelta hacia
la fiera que es una sola con dos naturalezas” (Purgatorio, Canto
XXXI). Esa fiera mítica es el grifo, mitad águila, mitad león. Y el
poeta encuentra a Beatriz en el pecho del grifo. La doble fiera se refleja
en los ojos de Beatriz, ya de un modo, ya de otro. Pero Beatriz permanece
inalterada en sí misma. Esa doble naturaleza, lejos de representar a
Cristo (puesto que la divinidad cristiana son tres personas en una),
es lo demoníaco platónico, dual y antagónico en permanente reacción,
y que es imagen del artista alienado.
Así,
el monstruo mítico de dos naturalezas concuerda con el daimon pagano.
Pero la doble naturaleza del grifo no rompe la unidad esencial del poeta.
Tampoco altera la naturaleza de Beatriz en la que se refleja y a su
vez Beatriz se transforma en su imagen reflejada. ¡Dante contempla esa
transformación con estupor y gozo, y su alma ansía cada vez más nutrirse
de ese alimento que le satisface! La transformación en la imagen reflejada
es la que experimenta el artista al reflejarse en la obra y reflejar
al mundo. “¿Cómo no quedar maravillado al ver tal objeto permanecer
inalterado y transformándose en su imagen reflejada?” (Purgatorio,
Canto XXXI). Maravillado, en efecto, como los espejismos de la imaginación
que disocia y reconstruye la esencia de las cosas. Como el arte que
transforma las cosas sin alterar su esencia. Que se divide para ser
cielo y tierra permaneciendo uno y único. Doble fiera, león y águila,
reflejados en la mirada del artista. Ya que a través de sus ojos Beatriz
penetra en Dante para despertar su inspiración. Y el poeta se trashumaniza
sin cambiar de identidad.
Lo
cambiante del grifo, reflejándose en la mirada de la musa, ya en una
forma o en otra, como contradicción demoníaca del poeta, es la naturaleza
dual de prometeico. Y aunque Dante no especifica qué formas adoptaba
el grifo en la mirada de Beatriz, sabemos que la ambigüedad y la contradicción
son el sino de su doble naturaleza. La transformación del grifo en los
ojos de Beatriz, maravilla a Dante, quien busca ese “alimento” que su
imaginación creadora renueva y transforma. El creador siente la fuerza
cósmica del cambio que tiene lugar en sí mismo en el acto de la creación.
Trashumanar no es sólo ascender a lo sobrehumano, es cambiar
pasando de lo interior a lo exterior, es trascender del yo al ser, abarcando
lo universal en lo particular. La ambivalencia del grifo se recrea en
la imaginación del poeta que refleja reflejándose. Y este cambio es
el alimento que le permite combinar nuevas relaciones en el cuerpo del
monstruo fabuloso. Trashumanar será la pura invención del arte. Y el
grifo será el artista en cuyo pecho anida Beatriz, su musa, que en sus
ojos se refleja.
Más
allá del bien y del mal, el artista está, como el grifo, mirando al
sol con la mirada fija del águila y la fuerza del león. Y la Comedia
es, así, la ascensión de Dante a su trashumana humanidad, que es sentir
lo humano como divinidad.
Petrus
Borel, el licántropo (*)
(F.W)
Un cupido,
una pareja que se abraza, plantas tropicales, un gondolero que hunde
a una mujer desnuda en el agua, una multitud sublevada, una linterna,
una lechuza y la guillotina; la pluma en el tintero y un puñal; un cofre
abierto; hojas de papel dispersas; un telón que se levanta; un libro
con el título Rhapsodies; el cráneo de una calavera. Y en el
centro, presidiendo el conjunto, un medallón oval, rodeado por una piel
de lobo, desde el cual miran los ojos de un joven de barba negra y frente
alta como un patíbulo: Petrus Borel, el Licántropo. El hombre es bello
y triste, el lobo, una envoltura marchita. Así lo representó el aguafuerte
de Adrien Aubry para la primera edición, publicada en Bruselas, de Champavert.
Cuentos Inmorales.
Teófilo
Gautier y Baudelaire sintieron la necesidad de evocarlo, de describirlo,
como si su imagen física, su extraña figura, su nombre de reminiscencias
medievales, y hasta su barba provocativa en el París rasurado de la
época, fueran el complemento necesario de su obra.
Luis Boulanger,
amigo de Víctor Hugo y retratista de los románticos, lo representa de
cuerpo entero, alto, escuálido y sombrío en su traje negro de levita,
con la mano apoyada sobre la cabeza de un gran perro ovejero. Sus ojos
tienen algo del águila y el cuervo, coincidiendo con la descripción
que Petrus Borel hace de sí mismo.
Su personalidad
aparece rodeada de escándalo en el París literario de 1830; brilla un
momento dirigiendo las huestes románticas, y desaparece. Su agresividad
provoca la ira de sus contemporáneos, su sensibilidad y originalidad,
que no encajan en ningún género literario de la época, le niega el lugar
que debía ocupar en la historia de las letras. Es olvidado e ignorado
en vida como tantos otros artistas solitarios a quienes falta el requisito
que Zola consideraba indispensable para destacarse: haber nacido a su
tiempo. Los surrealistas lo redescubren en nuestros días y lo hacen
suyo. Los críticos se ensañan con él en vida y después de muerto. Lo
llaman bufón y frenético. Albert Thibaudet, en su historia de la literatura
francesa, lo califica de truculento, decadente, impotente. Son los mismos
que a todo artista rebelde le aplican el mote de inmaduro, los mismos
que tildaron de “loco” a Lautréamont y de “estéril” a Mallarmé. El reconocimiento
de Petrus Borel tardó en llegar, necesito una época que, afín con su
espíritu, sintiera su desequilibrio, su rabia.
Baudelaire
atribuye el eclipse de Borel a la mala suerte, aunque menciona también
las particularidades de su espíritu exaltado, desmedido, intransigente,
su pasión revolucionaria, democrática, su “naturaleza mórbida, enamorada
de la contradicción por la contradicción misma”. Le reconoce un talento
verdaderamente épico en su obra Madame Putifar. André Breton
coincide en señalar que Madame Putifar alienta un vuelo revolucionario
pocas veces igualado en la literatura de todos los tiempos. Califica
a Champavert. Cuentos inmorales de “libro sin par, mistificación
lúgubre, burla de una terrible imaginación”.
Entonces,
la mala suerte no explica esas omisiones del éxito, esos derrumbes,
esos silencios, ese mutismo de veinte años entre su última obra, publicada
en 1839, y su muerte, producida en 1859. Es difícil hallar las motivaciones
de esos silencios tan insondables como la vida misma. Admitamos pues
que la única cronología valedera de un artista es la de su obra conocida.
Lo demás, llámese silencio o suicidio, es el holocausto que todo creador
hace a su condición trágica, prometeica. Es su autoinmolación.
En la “Noticia
sobre Champavert”, que precede a los Cuentos Inmorales, Petrus
Borel da algunos datos de su vida atribuyéndolos a su personaje de ficción
y delinea las condiciones, la sustancia, del creador demoníaco. Comprobamos
que en el licántropo – un nombre y un tipo que aporta Borel a la iconografía
romántica-, la ferocidad del hombre-lobo es una máscara que lo protege
del mundo exterior, una ruda corteza que oculta su interior de mágica
sensibilidad. “Ser sensible, es decir, superior”, dice Borel. “Por delicadeza
yo perdí mi vida”, dirá Rimbaud. El romanticismo trae esa excluyente
conciencia de la superioridad del arte. Pero también de su soledad.
Otros solitarios,
Herman Hesse, Henry James, Kafka, se metamorfosean en el animal que
quisieran ser para escapar a su pobre condición de hombres cercados,
aislados. Es la forma de huir de si mismos.
Petrus
Borel, como hombre-lobo, es clarividente sobre su destino trágico. Refiriéndose
a su primer libro, Rhapsodies, publicado en 1831, cuando tenía
veintidós años, afirma: “Una obra como esa no tiene segundo tomo: su
epílogo es la muerte”. Es verdad que todavía publicó otras dos: Champavert.
Cuentos Inmorales (1833), y Madame Putifar (1839). Pero aquellas
palabras resultan premonitorias y el “Testamento de Champavert”, con
veinte años de anticipación, parece delinear el curso posterior de la
vida de Borel. La miseria, cercándolo, lo expatriará a Argel, donde
un destino similar al de Rimbaud lo aleja de la literatura y lo sume
en las tareas anuladoras de un pequeño cargo administrativo obtenido
por los buenos oficios de Gautier. Despedido del empleo, el hambre le
hace bajar un peldaño más y lo obliga a trabajar la tierra como labrador.
Hasta que el sol implacable, del cual se negaba a protegerse, le provoca
el ataque de insolación que causa su muerte. Recordemos, para comprender
su drama, la primera parte del cuento "Champavert” dedicado a Jean
Louis labrador, donde se burla de los seres que se dedican a labores
sedentarias, que dejan de ser sediciosos.
El hambre
de Borel. Gautier afirma que “le parecía natural morirse de hambre”.
Sin embargo, algunas amargas poesías del poeta sobre su hambre parecen
atestiguar lo contrario. Además, el hambre de los veinte años puede
ser bohemia, pero a los cincuenta, es una militancia de insumisión,
de moral austera, de desafío. Petrus Borel se mantuvo fiel a sí mismo
hasta el fin, hasta en su hambre, fiel a su imagen de licántropo, de
hombre-lobo.
Teófilo
Gautier, cronista insustituible de los momentos iniciales y heroicos
del Romanticismo, evoca a Borel en dos capítulos de rico colorido, en
sus recuerdos de la bohemia romántica, mal llamados por sus compiladores
Historia del romanticismo. Surge su figura original, junto a
su inseparable doble, Jules Vabre, el “compañero milagroso”, en el sótano
desnudo que les servía de vivienda y de punto de reunión del Petit
Cenacle (Pequeño Cenáculo), fundado por Borel y Gerard de Nerval,
en 1830, en el cual, además de escritores, participan artistas, grabadores,
arquitectos. El mismo Borel, antes de iniciarse en las letras, había
practicado la pintura y la arquitectura. Todos integraban el movimiento
de los Jeunes-France (Jóvenes-Francia), que libraron las batallas
campales del romanticismo contra el clasicismo, noche a noche, durante
las representaciones de Hernani, de Víctor Hugo. “Hay en todo
grupo –dice Gautier- una individualidad pivote alrededor de la cual
las otras se insertan y giran como un sistema de planetas alrededor
de un astro. Petrus Borel era ese astro; ninguno de nosotros intentó
sustraerse a esa atracción”. Pero las jefaturas juveniles son efímeras
y dejan un sedimento de amargura, cuando no de hastío. Todavía se reunían
los Jeunes-France en los ágapes orgiásticos con que despedían
a alguno de los suyos que se alejaba hacia otros destinos, pero ya Petrus
Borel no estaba entre ellos. Había iniciado su camino de soledad y olvido.
El aporte
del Petit-Cenacle a la vida literaria no fue sólo organizar la
lucha por un nuevo orden artístico. Por primera vez los intelectuales
se apartan de los estrados oficiales, aparecen como una fuerza independiente
y puesta al Estado y sus clases dirigentes. La fórmula de Gautier “el
arte por el arte”, tan vilipendiada, tiene ese sentido de diferenciación
y se convierte en una bandera bajo la cual militan escritores y artistas
de las ideas más dispares. La participación de los artistas plásticos
en el movimiento trajo –según Gautier- importantes consecuencias. “Una
cantidad de objetos –dice-, de imágenes, de comparaciones, que se creían
irreductibles al verbo entraron en el lenguaje y quedaron en él”.
Sabemos,
por referencia de Baudelaire, que Petrus Borel, como Gerard de Nerval,
sintió esa fascinación de la inagotable aventura lingüística hasta extremos
obsesivos en la búsqueda de las etimologías y de la tipografía, lo que
en su época podía mover al comentario irónico, pero que hoy resultan
muy serias a la luz de los aportes de Apollinaire, los letristas, etc.
Gautier también tiene curiosas anticipaciones dadaistas en sus Romans
goguenards.
La ruptura
de las formas se inicia como un desafío a la sociedad burguesa. Una
sociedad de triunfadores, sí, pero ¿a costa de qué, de quiénes? Es lo
que los artistas van a descubrir mientras los sociólogos y los políticos
anotan en cifras las ventajas del régimen. Los artistas están entre
la nada y el infierno. Y lo excesivo es el signo del tiempo artístico
mientras la conciliación reina en el tiempo político-social. En la sociedad
de 1830, en crisis, flotan los restos de todos los naufragios, antiguo
régimen, Revolución, Imperio, restauraciones diversas, cuyo signo es
la inestabilidad. Lo nuevo es la revolución de los intelectuales.
Las nuevas
generaciones irrumpen, anhelantes de absoluto, rebeldes e iracundas,
sin compromisos ya con el pasado y sintiéndose jueces de él. Apenas
cuarenta años la separan del estallido de 1789, pero el tiempo revolucionario
ha precipitado los siglos en años y les es dado contemplar, como en
una pantalla panorámica, proyectados simultáneamente, pasado y futuro,
les es dado palpar los resultados alarmantes de un nuevo régimen tan
opresor como el antiguo. Los artistas y la juventud, desengañados, lanzan
sus invectivas contra la nueva sociedad, contra la miseria y la nueva
opresión, se vengan de ella por el sarcasmo y la burla, descubren su
sordidez, su moral hipócrita. El burgués es estudiado con una lente
ampliada, caricaturesca. Los escritores de las más diversas tendencias
políticas o artísticas, dandys y busingos, republicanos y monárquicos,
católicos y ateos, repentinamente unificados por ese odio, ponen al
desnudo los horrores de la nueva sociedad que arrolla a los pequeños
y muestra su verdadero rostro: la mediocridad. “El infierno es la sociedad”,
exclama Barbey d’Aurevilly. Y Baudelaire expresará el anhelo de todos:
“Si la acción fuera hermana del sueño...” Pero no lo es, y el vacío
de la acción produce ese estado de ánimo particular de la primera mitad
del siglo XIX. El vacío, la nada. Todavía no es deidificada, no es la
“divina nada” de Leconte de Lisle. Es la angustia de un estado de crisis
de fe, de crisis de autoridad.
Petrus
Borel expresa con intensidad el estado de ánimo de esa juventud virulenta,
desilusionada, pero revolucionaria, que está con una Revolución, no
con un Código. Anímica y temperamentalmente, Petrus Borel es un escritor
generacional. Su tema es el tiempo, el vacío y la muerte, en las versiones
que la época le ofrece a manos llenas: lo horripilante, lo cruel, lo
grotesco.
Edgard
Quinet, antiguo protagonista de La Montaña jacobina, al escribir su
historia de la Revolución Francesa, consigna sorprendido el vacío y
el escepticismo que afecta a la intelectualidad de la época, en contradicción,
al parecer, con la euforia provocada por el pujante avance de la técnica
y la economía. Es que la máquina a vapor había adormecido bastantes
conciencias. Pero los artistas no se engañan. En el cuento “Passereau,
el estudiante”, Borel alude irónicamente a “ese progreso con botas de
siete leguas”. Una sutil referencia a la ola de suicidios pone las cosas
en su lugar. Y la comparación con los suicidios del siglo III da al
fenómeno una proyección histórica.
Como dato
curioso, descubrimos en los Romans goguenards, de Gautier, varios
relatos con personajes y diálogos textuales a los de “Passereu, el estudiante”.
Ambos son evidentemente documentales. Pero los relatos de Gautier se
quedan en la crónica ligera mientras el de Borel, con su rica imaginación
y su fuerte carga de humor negro, resulta una pieza antológica.
Petrus
Borel se declara romántico, republicano y saintsimoniano. (Introducción
a Rhapsodies). Sobre su romanticismo especifica que nada tiene
de común con el quejumbroso espíritu a lo Chateaubriand, estereotipado
en moda por los petimetres del período postnapoleónico. Su republicanismo,
más que una definición política tiene la dimensión y superación que
la época da a todos los términos, un sentido individual, un anhelo de
libertad, de romper las normas que la sociedad impone al individuo.
En esto, como en el ataque a la sociedad, hay una aparente vuelta a
Rousseau, pues todos los retornos son aparentes en la Historia. Los
artistas de la década de 1830 superarán la formulación general de Rousseau,
contra la sociedad como corruptora del hombre, acusando a una sociedad
concreta, la sociedad burguesa. Esto explica también que el sentido
de justicia, que aportan los saintsimonianos, primará en el espíritu
de la época, que se vuelca a las calles, a las ciudades, para observar
el fenómeno no nuevo pero sí intensificado de la miseria y el vicio.
Y puesto que la sociedad burguesa se identifica con el bien, los artistas
serán el mal. Si la clase triunfante necesita del realismo rosa, ellos
desarrollarán al máximo el arte de lo fantástico, de lo imaginario,
de lo irreal, de lo anormal, donde pasado y presente se mezclan en aleaciones
nuevas, de trascendencia insospechada. En medio de todo este arte en
movimiento, Petrus Borel asume su naturaleza demoníaca en el licántropo,
un Prometeo encadenado a la época. Salvaje, rebelde, aquejado de languidez
y spleen, anhelante de justicia y libertad.
Los Cuentos
Inmorales son polémicos, agresivos, con un estilo a veces poético,
a veces panfletario, afichesco y lúcido que saltando siglo y medio,
entronca con la literatura actual. Los diálogos, cortantes y sin acotaciones
del autor, sustituyen a las largas descripciones que caracterizan el
estilo de ese período, creando un clima, una atmósfera y tienen una
autenticidad desusada en la literatura romántica, cuya afectación es
uno de sus mayores males.
“Seamos
menos elegíacos” o “tu, mi salvaje”, palabras que se intercambian los
amantes del cuento “Champavert”, resumen la tónica de Borel, desprovista
de sentimentalismo, deliberadamente opuesta a lo patético y melodramático.
Su truculencia lúcida es un revulsivo de la conciencia dormida.
En el cuento
“Three Fingered Jack”, especie de tratado de la licantropía, también
hay un aparente retorno a la naturaleza de tipo roussoniano, pero Borel,
como los románticos alemanes, busca lo telúrico, las fuerzas mágicas
y sobrenaturales que subyacen en el artista creador, con su sedimento
de herencia y mito. Es el mundo primitivo que Borel busca en los pueblos
coloniales sometidos, como los negros de las Antillas, o en los pueblos
perseguidos, como los judíos de Lyon, o en la vida de la civilizada
París.
Imágenes
tales como el padre enfurecido agarrando el cuchillo por la hoja y golpeando
con el mango, o la de la pobre hambrienta royendo las tapas de un libro,
son verdaderos gags maestros por el absurdo. Los temas de la mujer seducida
y del infanticidio, típicos del romanticismo, especialmente del alemán
del sturm und drag, aparecen en “El acusador público” y “Champavert”.
La confusión de sentimientos y la ambigüedad de las acciones, sobre
todo de la muchedumbre, prevalecen en “Vesalius, el anatomista” y “Dina,
la bella judía”, donde la actitud del “pueblo-cordero”, manejado con
fines turbios en el primer caso, o la justificación de un crimen horrible
con argumentos de justicia en el segundo, evidencian el trastrueque
de valores de una época de conmoción social.
En la historia
de la literatura, Petrus Borel queda como un escritor “extraño”. Palabra
que en la actualidad es casi el pasaporte indispensable que muchos falsifican
y que él puede ostentar con derechos auténticos.
Petrus
Borel d’Hauterive nació en Lyon, el 30 de junio de 1809, y murió en
Montaganem, Argelia, el 14 de julio de 1859.
(*)
Prólogo a la primera edición en español de Champavert. Cuentos Inmorales,
de Petrus Borel. Juárez Editor, Buenos Aires, 1969. Traducción y notas:
F.W. Incluido, con modificaciones, en Los hijos del Cielo y de la
Tierra. Otro estudio sobre Borel (Petrus Borel, un romántico
surrealista) fue publicado en Testigo, N° 5, septiembre de
1970, revista dirigida por el poeta Sigfrido Radaelli.