Sobre
el arte (*)
Dice
Van Gogh, refiriéndose a la maestría de los pintores orientales que,
en una brizna de paja, ellos reflejaban el universo. Por lo tanto, tenían
una concepción del universo. Una concepción del universo es necesaria
al artista para que las cosas individuales, particulares, adquieran
un sentido universal.
Está, en
segundo lugar, el caso de un poema de guerra publicado en Inglaterra.
La historia de este poema es la siguiente: su autor, un soldado del
frente de África, había acabado de escribirlo cuando, iniciada la batalla,
la muerte le dio un beso de gracia. Un viento clemente protegió el
poema y arrastrándolo fuera del campo de batalla lo salvó para la historia.
Así, las fuerzas creadoras se manifiestan en las condiciones de vida,
cualesquiera que sean, las más adversas, las menos propicias: se manifiestan
a condición de que el artista viva la vida tal como se presenta. El
artista no debe temer que la vida lo malogre, que la vida malogre su
obra. Y entonces, si así lo hace, la obra encontrará siempre un viento
clemente, que sacándola de la batalla, le asegure su perdurabilidad.
Tenemos
también el problema de Rascolnikov. Es un asunto que me preocupó mucho
en mi adolescencia. Rascolnikov plantea su problema así: si Napoleón
hubiera tenido que matar a una vieja para realizar sus empresas, la
habría eliminado sin remordimientos. Entonces, Rascolnikov resuelve
matar a la vieja prestamista, para poder iniciar su carrera napoleónica.
Siempre me he preguntado porqué Rascolnikov había fracasado. Antes creía
simplemente que, no siendo Rascolnikov un Napoleón, su conciencia débil
lo había empujado al arrepentimiento. Pero ahora me explico las cosas
de otra manera: si Rascolnikov hubiera sido Napoleón no habría hecho
depender la realización de su obra de la muerte de una vieja. Y si,
en el camino de su acción, hubiera eliminado a la vieja como a un insecto,
sin ligar a ello el objetivo de su acción, tal hecho no sería un asesinato.
Pero el acto de Rascolnikov era un crimen porque no tenía un objetivo
que trascendiera la esfera de su problema individual. Porque visó a
sí mismo y no a su obra, porque quiso ser algo y no hacer algo. Y es
el fin que justifica la acción. Una acción sin finalidad es inmoral,
una obra sin finalidad es tan anormal como un hombre sin cerebro. Y,
sin embargo, muchos artistas han hecho depender su acción creadora de
la muerte de una vieja y al negarle una finalidad le han quitado la
conciencia.
Por último,
está el saltito en la nuca de un desconocido que camina delante nuestro
en una ciudad lejana. El saltito está, aunque no se vea. El saltito
existe, puesto que lo ven los ojos de Malte Laurids Brigge. Y aunque
ese saltito no sea tal vez muy nítido para los demás, existe. La fantasía
del artista da ese contorno singular, ese halo particular a las cosas
comunes. Y es así, con ese saltito de la fantasía, que el artista toma
posesión de las cosas del mundo.
Entonces
tenemos:
- Una
concepción del universo.
- Vivir
la vida del propio medio y de la propia época.
- Una
finalidad que trascienda al individuo y lo abarque.
- Y el
saltito de la fantasía en la nuca de un desconocido.
Esto es,
para mí, el arte.
(*)
Palabras pronunciadas en abril de 1947 al agradecer un homenaje con
motivo de la aparición de su novela El retorno de la Primavera.