Sidra
La gallega
por
Lucía Iglesias
He
visto, en São Paulo, ficus tan grandes como casas y tréboles como la
mano de un niño. Un mercado de flores donde vendían más especies de
las que había olido en toda mi vida y un serpentario, el mayor del mundo.
Un autobús al que le estalló conmigo dentro el depósito de gasoil al
terminar de subir una cuesta hacia la avenida Paulista, una tormenta
tropical que arrancó árboles de cuajo, rompió cristales y derrumbó una
antena de televisión de más de diez metros de alto.
En
Montevideo, desde una ventana, vi lo más parecido al centro de Vigo,
casi una alucinación.
Me he bañado
en el Río de la Plata, y cada noche he buscado en el cielo la Cruz del
Sur. Para reconocerla, me dijeron que el lado más largo apunta
hacia el Sur y es guía de marineros.
He
cruzado el mar dulce del Río de la Plata en buquebús. Era un día de
tormenta.
He
visto un océano de coches en la avenida Nueve de Julio, dicen que la
más ancha del mundo, y los pañuelos blancos que pintan las Madres en
el suelo de la Plaza de Mayo, donde cada jueves claman justicia por
sus hijos desaparecidos.
He
visto el balcón de la Casa Rosada desde donde Eva Perón pidió a Argentina
que no llores por mí, o quizás dijo “Volveré y seré millones”. He oído
que si Evita viviera “todas tendríamos máquina de coser”, y he comprobado
que en las mesas polvorientas de las librerías de Corrientes se encuentran
todavía viejos volúmenes de la biblioteca familiar, cuando en España
no se publicaba nada y todo lo que “había que leer” venía de Buenos
Aires: Losada, Austral, Alianza, Emecé...
He
tenido mesa fija en el café La Paz, donde los militares hacían redadas
y los montoneros gritaban de pie en las mesas “¡que se vayan los represores!”.
He visto el solar vacío, donde ya crece vegetación, de lo que fue la
embajada de Israel, volada en el 92 en un atentado con muchas muertes.
He pasado en autobús por delante de la ESMA, Escuela de Mecánica de
la Armada, cuna de tortura y homicidios durante la dictadura que el
periodista Miguel Bonasso recreó en Recuerdos de la muerte. Ahora
él es senador.
He
tomado café en el Tortoni y pasado cuatro horas de una tarde soleada
en el Borda, un hospital psiquiátrico con casi dos mil internos. En
el Borda locos y cuerdos animan un programa de radio, en el que fui
entrevistada.
Los
enfermos que además de locura tienen sida viven entre rejas y te miran
con ojos de terror desde detrás de los barrotes.
En el Borda
un enfermo me dice: “Hola, me llamo Ramón, me volví loco en la guerra
de las Malvinas”, me da un beso y pide un cigarrillo y en el acto cuatro
o cinco manos más te macían el paquete de tabaco. Otro se acerca y me
pregunta: “¿qué tal España, sigue con el negocio del armamento? Por
suerte ustedes tienen un gobierno democrático”.
Otro
más te pide un pesito porque se le ha roto una cuerda de la guitarra.
Javier es psicótico y lleva años internado; si está de buenas te abre
la puerta de su “taller” de pintura y te explica que de momento
el barco de su cuadro flota en la nada porque no tiene óleo azul para
pintarle el mar.
En el patio
del Borda tomamos sidra y yo hablé por la emisora de radio “La Colifata”,
loca en lunfardo. Uno de los enfermos me enseñó el hospital, me sacó
a bailar un tango y me regaló una visera. Una anciana mendiga me dio
un abrazo y me regaló un encendedor dándome las gracias por estar ahí,
con gente como su hijo, internado desde hace tres años.
Desde un
taxi cerca del puerto, veo una cárcel de muchas plantas en la que los
reclusos agujerean la pared para sacar por el hueco medio cuerpo y hablar
con sus familiares. Desde la calle parece como si a la cárcel le estuvieran
creciendo personas, pero como los huecos están muy altos y no sirven
para escaparse ni suicidarse, los vigilantes lo permiten y no tapan
los agujeros.
He visto
en la costanera sur árboles plagados de periquitos y escuchado tangos
en las dos orillas del Río de la Plata y copiado de una hoja enmarcada
el número de pasaporte de don Carlos Gardel.
He buscado
en la guía de teléfonos los apellidos de mis amigos argentinos de París:
estaban todos.
He escuchado
decir que por mi acento parezco salida de una película de Almodóvar
y comido asado bajo un pino y tomado mate a cualquier hora y con cualquier
pretexto, como en las novelas de Cortázar.
He
viajado en el colectivo 60, que recorre toda la ciudad y navegado en
lanchabús por el delta del río Tigre, un raro paraíso de islas y tiendas
flotantes.
He tomado
café con masitas secas en la confitería El Oro del Rhin de Montevideo,
aireada con inmensos ventiladores de pie que daban ganas de llevarse.
He vuelto a mirar la Cruz del Sur, una y otra vez.
Y,
casi como dijo Jorge Luis, “Los años que he vivido en Europa son ilusorios.
Yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”. He sido muy feliz.
Y reincidente,
por vocación. Ya me llamaron la Patagonia, Potosí, Atacama y Varadero.
Mañana embarco a Tucumán.
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08/05/2004
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