LA INDIFERENTE
Y SERENA ESPACIALIDAD DEL CIELO
Santiago De Luca
El tiempo
ya confundió los nombres y hoy es posible el encuentro que Borges imaginó
con Lugones en la biblioteca. Con diversos pasados superpuestos se construyó
este hoy que será otro pasado. Mañana, como siempre, nos queda la literatura,
en un tiempo diferente. Esta literatura que es Leopoldo Lugones, un
nombre, varios textos y un mito, es un universo desigual, poblado por
una multitud de hábitos y pasiones: la dedicación a los estudios helénicos,
la inquietud teosófica, espiritual y científica, la literatura fantástica
y la literatura “gaucha”, la poesía, la música, el discurso político,
la lengua francesa, el mundo oriental, etc. Sus “verdades” y “sus miserias”
quedan para otra lectura que pretenda descifrar la correspondencia entre
las palabras, los hechos históricos y el hombre. Aquí intentaré seguir
la letra literaria del famoso cuento La lluvia de fuego. Pero
antes detengámonos en algunas generalidades que se relacionan con la
imagen que el tiempo dejó de Lugones. Este hombre diverso que, en su
soledad, construyó mundos imaginarios, fue un coleccionista de saberes
y de curiosidades, sus escritos tienen un impulso de multitud y de universalidad:
“No hay autor en nuestro país que haya abordado tal diversidad de disciplinas
humanísticas y científicas como Lugones. Aspiraba al modelo universal
integrado, a la manera de Leonardo o Goethe. “ (1)
Lugones engendró diferentes hijos, y así como en la Guerra Gaucha
nos encontramos una sintaxis rebuscada y casi ininteligible, abarrotada
de barroquismos y con un léxico tan exuberante como innecesario, en
libros como El payador se encuentran imágenes con una construcción
precisa y un poder conmovedor. Se puede citar, de manera azarosa, el
relato y la descripción de un duelo entre gauchos como una de estas
imágenes afortunadas “Cuando los valientes concertaban un desafío por
el gusto de vistear ( ejercitar la vista) o de ‘tantearse el pulso’
el vencido pagaba una copa que su contendor recibía cubriéndole de elogios
e invitándole a servirse primero. Las injurias que habíanse prodigado
en el combate, no eran sino recursos de pelea, como el grito en la esgrima
italiana. Cargado el cuerpo sobre la pierna derecha, bajo el puñal,
arrollado el poncho en el brazo izquierdo, así peleaban con frecuencia
a pie firme.” En este fragmento de El payador no sobran las palabras,
la sintaxis es llana y las ideas claras. El lector tiende a sentir que
Lugones cree más en su literatura cuando tiene estos momentos y no en
los intrincados vericuetos de sus “obligatorias” innovaciones. En su
estudio sobre Lugones, Borges advirtió esta característica paradójica:
“El prólogo del Lunario sentimental es polémico. En él se lee que ‘el
verso vive de la metáfora’ y que ‘hallar imágenes nuevas y hermosas,
expresándolas con claridad y concisión, es enriquecer el idioma’. Lugones,
en efecto, presenta una de las mayores colecciones de metáforas de la
literatura española. Es innegable que estas metáforas son originales
y, a veces, muy hermosas; su desventaja es ser tan visibles que obstruyen
lo que deberían expresar; la estructura verbal es más evidente que la
escena o la emoción que describen” (2)
Por suerte, como los grandes escritores, Lugones no siempre hace coincidir
lo que predica con lo que ejecuta.
La fatalidad
del destino de Lugones fue tener que atravesar innumerables textos barrocamente
pesados, teorías seudo científicas y practicar una escritura ampulosa,
para luego (o durante) tener instantes muy frecuentes de enorme belleza
y perfección literaria. Uno de esos momentos es el cuento La lluvia
de fuego (evocación de un desencarnado de Gomorra). Este cuento
desde su publicación ha sido señalado como central en la literatura
de Lugones. Pero volver a leerlo no es una tarea ociosa. La lectura,
como la reflexión y la literatura, no tiene como meta previa a su realización
la búsqueda de la novedad. Conviene recordar la primera oración, que
introduce al narrador, a las temporalidades y a los espacios del relato:
“Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular,
en las calles atronadas de vehículos.” Con la primera palabra ‘recuerdo’
tenemos, por un lado, un narrador en primera persona que por el subtítulo
del cuento (evocación de un desencarnado de Gomorra) se infiere que
es un espíritu. Asombroso es el tiempo verbal. El presente de la evocación
nos lleva a una verosimilitud y a un juego literario que tiene que ver
con mundo fantástico. ¿Desde qué tiempo y lugar recuerda el narrador-espíritu?
“Estamos ante un tipo de verosimilitud muy diferente del que cataliza
el argumento de aquellos relatos expositivos en los que predomina la
teoría sobre la narración, la ciencia o la teosofía sobre la literatura.
Cuando el cuento no busca otros recursos que la solidaridad entre los
elementos del propio texto y desdeña la función ancilar de otras materias.
Acierta Lugones en La lluvia de fuego, al que el lector juzga más verosímil
que alguno de sus cuentos largamente digresivos para demostrar la existencia
de una fuerza o la veracidad de un experimento. La ficción se alza aquí
como lo que es, una imaginación sin complejos sobre su validación, portadora
de un mundo coherentemente concebido.” (3)
El acto de recordar es actual, pero el objeto directo introduce una
segunda temporalidad que enmarca las acciones de la evocación. Aquéllas
comienzan en la duración del imperfecto “era un día”. Este tiempo verbal,
que entristecía a Proust, continúa en el relato ralentizando la acción
para producir la serenidad y sensualidad que le cuadra al mito de la
ciudad de Gomorra: “Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de
techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la
recta gris de la avenida...” Aquí tenemos al narrador ya fusionado con
el personaje e inmerso en la atmósfera de placer y deseo de la ciudad.
Completando la reflexión sobre los elementos que la primera oración
introduce, podemos registrar la primera alusión a dos espacios que atravesarán
todo el relato: “un día de sol hermoso” y “las calles atronadas de vehículos.”
El primer espacio hace referencia al paisaje y las características que
ofrece la visión del cielo. El segundo paisaje aludido por “las calles”
es la primera construcción del espacio de la ciudad. A lo largo del
cuento hay un juego contrapuntístico entre estos dos espacios, pero
ya no de correspondencia. En el romanticismo, el espacio natural se
correspondía con el talante de la subjetividad y las acciones. De este
modo, a una tristeza amorosa correspondía un cielo gris y nublado, o
un asesinato se enmarcaba en la descripción de un cielo tormentoso,
con relámpagos y truenos. No es así En la lluvia de fuego. Lugones
invierte este tópico en el relato, y de ahí una de las eficacia de su
cuento. Progresivamente, los dos espacios se van alejando de la primera
correspondencia (una ciudad bulliciosa, feliz y carnal, con un día soleado
y diáfano) y, mientras la ciudad se destruye, se insiste en la invariabilidad
del paisaje celeste, tan bello como indiferente. Es la insistencia del
relato en repetir los dos espacios lo que permitirá percibir una dimensión
simbólica de la espacialidad.
En la primera
oración ya tenemos casi todos los elementos del tejido narrativo. Sólo
falta que suceda el “fenómeno” de la lluvia de cobre ardiente. Tenemos
el narrador-espíritu que recuerda desde un presente (e introduce una
verosimilitud fantástica), tenemos el personaje-narrador desdoblado
e introducido en el imperfecto que encuadra las acciones en el tiempo
de la destrucción de la ciudad, y tenemos la doble espacialidad, terrenal
y celestial. El relato irá desarrollando todos estos elementos gradualmente.
Detengámonos en el primero de estos elementos aludidos. Es atractivo
señalar algunas característica del narrador. En su calidad de narrador-espíritu,
ya desencarnado, y que evoca la historia desde un tiempo posterior a
los hechos, es curioso (y revelador de los mecanismos del texto) registrar
los límites a la omnisciencia que se impone. Hay frases que introducen
la incertidumbre, quebrando la omnisciencia y produciendo un efecto
de tensión en la lectura: “ La lluvia de fuego había cesado quizá, pues
la servidumbre no daba muestras de notarla.” La palabra ‘quizá’ es el
límite a la omnisciencia del narrador, que en su calidad de espíritu
y con una temporalidad posterior a la los hechos podría no haber resignado.
Esta estrategia de relatar como si no se conociese todos los detalles
permite asir el efecto de tensión, la búsqueda de propagar cierta incertidumbre
en el texto y la propuesta de que la imaginación del lector se sitúe
precisamente en el lugar donde la omnisciencia cede su poder absoluto.
“Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba...
Me resguardaba...? Cómo explicar que este narrador proponga al lector
estos puntos suspensivos y este signo de interrogación si no es percibiendo
esta carencia de la omnisciencia y esta diseminación de la inseguridad.
El narrador, que sabe todo lo que ha ocurrido porque es un espíritu
y porque evoca con posterioridad los acontecimientos de la catástrofe,
narra injertando suspensos e incógnitas. Demora el relato de lo que
sabe, y lo que sabe lo presenta como alguien que lo conoce de manera
imperfecta: “Un viejo lenón, erguido en su carro, manejaba como si fuese
una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores
monstruosos de fieras (...) Bello cartel, a fe mía; y garantiza la autenticidad
de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara,
y desequilibrados con opio y con asafétida.” La expresión “no sé” anula
la omnisciencia no sólo por el adverbio de negación, sino por su cambio
de tiempo verbal hacia un presente. El narrador podría haber utilizado
expresiones como “no sabía qué hechicería...”, pero el cambio temporal
también limita la omnisciencia del narrador en su presente evocativo.
Es un paso más radical en la construcción de la duda.
También
el narrador evalúa desde su presente los hechos y las decisiones del
personaje, desde su realidad de espíritu observa su pasado de dandy
de Gomorra: “Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa rara:
hasta entonces no había pensado en huir.” El narrador siente (o evalúa)
como una cosa rara que en ese momento del relato no se le había ocurrido
escapar. Son evaluaciones leves, que nunca se adelantan precipitadamente
a los hechos. La voz del narrador nunca se apresura y la tranquilidad
de su sintaxis contrasta con los terribles acontecimientos. El final
de la voz narrativa termina acorde con las persistentes deficiencia
de la omnisciencia: “Llevé el pomo a mis labios y ...” El espíritu que
narra progresiva y serenamente, con todos los artificios verbales que
da la tranquilidad, no consiente relatar su muerte y se detiene con
los puntos suspensivos. A la sugerencia que producen esos puntos suspensivos
nos ha llevado todo el relato con sus ambigüedades y desconocimientos.
En su edición crítica, Pedro Luis Barcia comenta este final: “Al estar
narrado en primera persona acompañamos al protagonista en el desarrollo
de los sucesos. El relato concluye al mismo tiempo que la vida terrena
del narrador, quien cierra su discurso narrativo con ‘Y...’, enlace
extraoracional abierto, con un puente de puntos suspensivos tendido
hacia lo desconocido. El simple recurso técnico de esta conjunción abre
posibles e ignoradas proyecciones y es un ponderable acierto” (4)
El Dandy
epicúreo
El segundo
elemento narrativo, que señalábamos en la primera oración por el uso
de la primera persona singular, es el personaje. Algunos lectores han
señalado el hecho de que el personaje se asocia más a un dandy, a un
alejandrino epicúreo, que a un israelita. La literatura se permite las
anacronías. Independiente de cualquier calificación teórica de la subjetividad
del personaje, todos los lectores podemos constatar en el relato que
el personaje es un cultivador de los sentidos, un caballero amante de
la terrenalidad de la vida. Un ‘encarnado’ producto de su ciudad. Arturo
García Ramos registra el sensualismo del personaje en su introducción
a Las fuerzas extrañas “El aristocratismo y la profanación, el
amoralismo y el sadismo; el goce del mundo ajeno a cualquier concepción
ética frente a la proclamación de lo artístico como hiperestesia y sensualismo;
todo ello se funde en el narrador y protagonista de La lluvia de fuego.”
(5) Antes que un ciudadano el personaje
es un individuo. Un individuo que defiende su individualidad y se regocija
en contemplar el mundo, incluso el espectáculo de la destrucción de
su ciudad y el progresivo desarrollo de su muerte. En un sentido, el
personaje parece seguir la poesía de Baudelaire con su apetencia de
luchar contra el terrible monstruo del Tedio. Veamos su actitud ante
los hechos del relato. Cuando comienza casi imperceptiblemente la lluvia
de fuego, los primeros indicios de la desgracia, antes que horrorizarse
se asombra. (¿De dónde venía aquel extraño granizo? Aquel cobre? Era
cobre?) No interrumpe su rutina y sintetiza en su discurso la materia
con que está constituida su relación con el mundo: “En el comedor me
esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos
cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era
mi orgullo. Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables
nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo
me leía narraciones geográficas. (...) ya comprenderéis que aborrecía
a los hombres.” Según Arturo García Ramos, la descripción del protagonista
es una combinación de un epicúreo griego y de un dandy decadente al
modo de los delineados por Oscar Wilde. Las apreciaciones del personaje
parecen sacadas de los tertulianos-dandies del club del vino de Santa
Fe, que, ante cada exabrupto que se deja escuchar en las mesas colindantes,
se ajustan las corbatas, contemplan y analizan, pero no modifican un
punto sus hábitos. Leer y comer. El ejercicio de la imaginación y la
práctica del placer de los sentidos. Ausencia de Dios o de cualquier
otro principio trascendental que justifique otro estilo de vida. Está
subjetividad del personaje se amolda acertadamente con la ciudad y con
el castigo divino que provoca. Todo un contemporáneo.
El personaje
ha inventado algunas salsas, lee narraciones de nieve y de mar, observa
la ciudad desde el balcón (“Acodado al parapeto de la terraza, miraba
con un desconocido bienestar solidario, la animación vespertina que
era todo amor y lujo”), se sonríe ante las presencias de un mancebo
con piernas glabras y cortesanas con los senos desnudos, y llega al
punto de jactarse de la sensualidad de su mundo: “ Cobertores cuya abolición
habían pedido los ciudadanos honrados. Pues mi ciudad sabía gozar, sabía
vivir.” Sin embargo, el personaje alcanza su mayor complejidad en su
dimensión intelectual. En ningún momento siente un miedo físico. Su
horror es un horror intelectual. Le inquieta que nadie haya mencionado
antes lluvias de cobres incandescentes y se esfuerza por conjeturar
su procedencia. Arriesga interpretaciones ( “era la inmensidad desmenuzándose
invisiblemente en fuego”). Finalmente, mediante una reflexión serena,
encuentra una salida intelectual al cataclismo inevitable: “Reanimado
por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir,
la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía.
Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo
singular. Una lluvia de cobre incandescente! La ciudad en llamas! Valía
la pena.” La posesión de un veneno le permite inferir un cierto poder
sobre la muerte. Este poder temporal (sólo le permite decidir cuándo
morir, pero no vivir) le agrega una posibilidad extra a este personaje
de los sentidos: ser espectador de la formidable destrucción de la ciudad
y de la belleza de la lluvia de cobre. “Es la misma postura inicial
que tiene frente al castigo divino: un mero observador de la función
del mundo. Máxime que no interpreta los hechos como sobrenaturales,
porque es agnóstico y descree de la trascendencia. Su apetencia de espectáculo
es tal que no la atenúa ni la inminencia de la muerte” (6)
Así como el horror de las fieras que sufren los estragos de la lluvia
de fuego es un horror ciego por incomprensible, por no poder relacionar
los fenómenos y atribuir causas, la muerte del personaje es a ojo abierto,
con dominio y lucidez, tal vez como la de otro dandy que se bebe un
vaso de wisky mezclado con arsénico en la solitaria habitación de un
hotel y que se llama Leopoldo.
La indiferente
y serena espacialidad del cielo
El último
elemento que señalábamos como ya dado en la primera oración del relato
era el espacio. Un espacio desde el comienzo doble: el día espléndido
(la belleza del cielo) y la lujuriosa y feliz ciudad. La repetición
descriptiva del cielo a lo largo de todo el cuento produce un efecto
simbólico que hay que leer detenidamente. “El relato se mueve con muy
graduado juego de tensiones y distensiones falaces, pautadas por la
lluvia. El crescendo avanza hasta el incendio total, que se convierte
en una anticipación terrena de aquel al que están condenados los habitantes.
Iterativamente, a cada señalamiento de muerte y exterminio en los sucesos,
el narrador comprueba la inalterabilidad límpida del cielo, que contrasta
con la catástrofe terrena. El firmamento exhibe una indiferencia inmutable,
y aun escarnio, de que los hombres de Sodoma y Gomorra hicieron gala
ante las advertencias del Señor a través de sus profetas y ángeles.”
(7) Umberto Eco (8)
señala que se introduce un mundo simbólico en un texto cuando éste se
demora en describir algo que para las finalidades de la historia no
debería tener relieve alguno. Este es el caso de las constantes descripciones
del cielo en el cuento La lluvia de fuego. Si seguimos en el
texto el desarrollo de la construcción de los dos espacios, la ciudad
y el paisaje que ofrece el cielo, observamos que en el comienzo son
un reflejo armónico: a una ciudad sensual, pletórica de vida, corresponde
un día cálido y “de tersura perfecta.” Sin embargo, ante la repentina
irrupción de las primeras chipas de fuego, el narrador dirá que el cielo
seguía con igual limpidez. Esta segunda mención a la espacialidad que
constituye el cielo, imposibilita que se lea este elemento como algo
aislado. El espacio empieza a adquirir una dimensión simbólica y el
texto exhibe los recursos que utiliza para producir este efecto. “Exploré
el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De donde venía
aquel extraño granizo?” Progresivamente, cambiará el espacio urbano.
Pero a una ciudad muerta y en ruinas no corresponderá un cielo tormentoso
o turbio. Es este defasaje, no la muerte de los ciudadanos, lo que causa
terror. El personaje, ya lo mencionamos, tiene un terror intelectual,
no físico, y este terror es producido por la construcción del espacio
en el texto, ya que la limpidez del cielo no le permite conjeturar la
procedencia de la lluvia. El narrador, aún después de muerto, defiende
su espacio, defiende Gomorra. De la ciudad se predica que sabía gozar,
que en cada esquina se bailaba, que el césped de los parques palpitaba
de parejas. Después de la lluvia de fuego y cobre, este espacio será
polvo y ruina. En contraposición a esta destrucción, el narrador comentará
que por entre el rayado de vírgulas de fuego se divisaba el firmamento
“siempre impasible, siempre celeste.” Aquí se observa otra vez la obsesión
del texto en repetir la indiferente y serena espacialidad del cielo.
Al final del relato, es el propio narrador quien interpreta la dimensión
simbólica del espacio cuando confiesa que “un cielo cuya crudeza azul
certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad,
muerta, muerta para siempre hedía como un verdadero cadáver.” La asimetría
entre los dos espacios que propone el texto es el verdadero centro desde
donde surge la atrocidad. La ciudad reducida a cenizas, la inalterable
belleza y tranquilidad del cielo, la muerte del personaje y el silencio
brusco del narrador cierran todos los elementos que había propuesto
la primera oración del cuento.
NOTAS
1.
Barcia, Pedro Luis; “Introducción biográfica y crítica”,en Cuentos fantásticos
de Leopoldo Lugones, Castalia, Madrid, 1988, página 13.
2.
Borges, Jorge Luis; Edleberg, Betina; Leopoldo Lugones, Emecé, obras
en colaboración, Buenos Aires.
3.
Ramos, Arturo García, Edición crítica de Las fuerzas extrañas de Leopoldo
Lugones, Cátedra, Madrid, 1996, página 74.
4.Barcia,
Pedro Luis; “Introducción biográfica y crítica”, en Cuentos fantásticos
de Leopoldo Lugones, Castalia, Madrid, 1988, páginas 35-36.
5.Ramos,
Arturo García, Edición crítica de Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones,
Cátedra, Madrid, página 76.
6.Barcia,
Pedro Luis; “Introducción biográfica y crítica”,en Cuentos fantásticos
de Leopoldo Lugones, Castalia, Madrid, 36.
7.Barcia,
Pedro Luis; “Introducción biográfica y crítica”,en Cuentos fantásticos
de Leopoldo Lugones, Castalia, Madrid, 36.
8.
Eco Umberto, Sobre literatura, RqueR editorial, Barcelona,
2002
Copyright
Notice: all material in everba is copyright.
It is made available here without charge for personal use only. It may
not be stored, displayed, published, reproduced, or used for any other
purpose whatsoever without the express written permission of the author.
This
page last updated
08/05/2004
visits
ISSN 1668-1002 / info
|
|