LEOPOLDO LUGONES: EL CUERPO DOBLE

Jorge Monteleone
CONICET, Buenos Aires

El héroe y el enamorado

Hay un escudo de metal en la pared, atravesado por lanzas y cruzado, ahora, por sombras agudas de hombres que practican esgrima. Esas sombras heráldicas y, a la vez, cómicamente marciales, precipitadas en la finta, hondas de súbito en el corto golpe del metal, con cierta cortesía de la furia y cierta animalidad elegante, son allí el simulacro del heroísmo. Uno de los adversarios querrá distraerse en esa pose viril, que cree repetir, mediante el módico valor de dos caballeros, el desafío, el visteo, la injuria y el choque de los hijos de la pampa. Así le gustaba llamar a esos fantasmas, los gauchos: “varones que no tuvieron, / como se solía decir, / ni el cuero para el negocio / ni el pecho para gemir”, según había escrito en poemas que imitaban la voz antigua. Ecos de ecos de historias que otra vez condescendían, ya entrado el siglo veloz, a la sorna campera, a la violencia de la honra, a los cascos en el polvo, a cantar como quien confiesa, al planazo y el brillo entrador del fierro. Pero ahora deja el florete y sólo espera salir a la calle y ver aquello que este juego no puede hacerle olvidar. Camina entre la muchedumbre elegante de la calle Florida, camina hacia “La Fronda” y mira —con desprecio, irritación, impaciencia— a las señoras estólidas que gesticulan entre sedas y solapas nefandas y desmayados anillos, a los señores que dicen oleosas nimiedades e imprecaciones, a todos aquellos que lo abandonan en la mera presencia de su fama e ignoran su secreto: él busca el rostro de Emilia, de su amante Emilia Cadelago, a quien llama Aglaura en los versos galantes que le escribe, anacrónico y sentimental. Aglaura la suave tórtola, la princesa callada, camelia o miel o gala. A ella le escribirá en otra carta de amor: “Ayer mientras iba del Círculo a La Fronda, ¡tenía tanto deseo de verte! Me parecía a cada instante que serías una de todas; y todas eran feas, vulgares, tontas, cursis. Y la primavera se quedó triste sin su golondrina”. Quizá recordara con pena lo que escribió sobre él, hacia 1897, Rubén Darío, con ese modo oblicuo que tienen las predicciones ignoradas cuando dicen oscuramente lo que vendrá:

Lugones no debe seguir las maneras de los poetas galantes. Sus cinceladuras son en oro fino, pero mal hechas. No es espontáneo, ni natural, ni Lugones, si nos viene hablando en un soneto de “las joyas de Lord Buckingham, las gavotas, la saya del satén, los almizcles del pomo de Ninón”. ¡Qué va a saber Lugones bailar gavotas!

Pericón y gato sí, porque en él está también el alma del gaucho. (Darío 1938)

Casi un siglo después de la publicación del artículo de Darío, María Inés Cárdenas de Monner Sans da a conocer el Cancionero de Aglaura y el epistolario de Lugones, cuya destinataria fue Emilia Santiago Cadelago. En los años en que Lugones componía los Poemas solariegos y los Romances del Río Seco, en los años en que constituía su discurso autoritario y militarista, escribía además los poemas y las cartas del amor clandestino a Emilia. La compiladora, albacea de su amiga Emilia Cadelago, relata en el prólogo al Cancionero de Aglaura las vicisitudes de ese amor tardío de Lugones.(1) Cádrenas de Monner Sans sostiene que en Lugones convivían dos personalidades, las cuales reaparecen en su poesía última: una pública, cifrada en los textos que invocan y recrean una tradición nacional —el solar patrio, la inflexión gauchesca—; otra privada —“frívola”, “amatoria”, “sensualista”—, percibida en la voz lírica que articula el Cancionero... La mayor parte de esos textos fueron compuestos por Lugones entre 1926 y 1932: parece inevitable pensar que el discurso erótico, privado, de las cartas y de los poemas amorosos, y el discurso nacionalista —tanto en la prédica autoritaria que cristaliza en el golpe de 1930, como en los poemas donde el nacionalismo es un valor modelizante— pueden ser vinculados. Sobre todo si el propio Lugones establece la distinción en torno de sus destinatarios: “mi estilo es el de siempre y otro no puede ser, pero versos de amor ya no hay más que para ti. Esto es lo cierto” (1984, 82), escribe a Emilia.

Desde un punto de vista menos relacionado con aspectos biográficos y más atento a sus rasgos estéticos e ideológicos, Juan José Hernández lee la poesía amorosa de Lugones en el ineludible ensayo “Leopoldo Lugones: La luna doncella en su poesía erótica” (1981).(2) Allí también se alude a cierta duplicidad:

Hacia 1926 Lugones rescata ese ideal caballeresco y cortés del medioevo para oponerlo a la ‘bajeza sensual’ de nuestro tiempo, e imagina que su restauración, por obra de los artistas, traerá consigo la vuelta a un orden en que imperen ‘la nobleza y la jerarquía’. (...). [Dos de sus obsesiones personales], el sentido heroico de la vida y el erotismo lúgubre, corresponden a una ideología cuya praxis histórica, en los años que siguieron al suicidio del poeta, estuvo signada por el irracionalismo y la muerte. (267)

(...).

El héroe y el enamorado jamás coinciden en el universo poético de Lugones: el uno afirma la realidad, la desmesura y el brillo; el otro, lo fantasmagórico, la contención y el luto. (269)

Doble personalidad, doble codificación, doble escritura. Poeta héroe y poeta enamorado, médium del espíritu racial y escriba de las intermitencias del cuerpo, eros lunar y diurno patriotismo. Lugones tiende a ser pensado de un modo binario y aun desde antítesis. De hecho, esas dos modalidades muy visibles de su escritura poética parecen autorizarle. La amatoria, erótica (de Las montañas del oro, de Los crepúsculos del jardín, de El libro fiel) y la patriótica, nacionalista (de las Odas seculares, de los Poemas solariegos, de los Romances del Río Seco). Sesgadas por la permanente voluntad paisajística, central en El libro de los paisajes o Las horas doradas. Ese binarismo también está presente en la tradicional absolución de la versatilidad lugoniana: un hombre que se “equivocaba” con honestidad en su vida pública y que escribía con auténtica “pasión argentina”, admitiendo de paso un divorcio entre sus opiniones y la privada retórica de la escritura, toda vez que se obvian los efectos simbólicos de lo literario. La defensa es, en este caso, el reverso positivo de la condena: ambas posiciones olvidan el escritor y los incalculables sentidos de su literatura. Lo antitético es, acaso, un modo de explicar la variedad de intereses intelectuales de Lugones, que intimida y asombra: profesa el ocultismo, pero departe con Einstein y Bergson; es sensible, en el decurso del tiempo, a la masonería, al paganismo decadente, a las devociones del amor cortés, a los dioses olímpicos, a la fe cristiana; estudia la cultura helénica y propone una relectura del Martín Fierro; realiza una expedición a las ruinas jesuíticas y a los albos territorios de las quimeras lunares; escribe las biografías de Sarmiento y de Roca, ensayos educativos, poemas galantes y exabruptos patrióticos; narra relatos fantásticos o hechos de montoneras; compone versos que las academias del idioma o los diarios decanos recordarán con unción, pero también otros de atónita belleza. Su posición política va del socialismo y anticlericalismo de los inicios a un vago democratismo antimilitarista, durante la primera guerra mundial, hasta el autoritarismo corporativo que lo llevará a sostener, hacia 1924, en Ayacucho, una frase de lamentables resonancias históricas en América Latina: “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada”.

A poco de avanzar en la lectura conjunta de los textos de Lugones, puede advertirse que el binarismo o el juego de antítesis es irrelevante para describirlos, toda vez que se agotan en lo temático o en lo biográfico. Sin embargo, el binarismo podría servirnos para intentar describir el modo de funcionamiento del imaginario textual y cierta lógica de la escritura lugoniana en la dimensión simbólico-social. En nuestro esquema, los actos del sujeto imaginario del poema son atribuidos y referidos a un modelo, que actúa como representante simbólico del autor, el modo de un investidura y cuya juridicidad se establece por el nombre propio y la firma. A la vez, esta figura autoral —determinada históricamente—, es mitificada y, de algún modo, realizada por su fantasma, en tanto garante de su excelencia suprema. Esperamos describir esa lógica por la cual el Ego superior —el sujeto como encarnación y esencia misma del Ser o lo Absoluto, manifestación consciente hecha palabra— representa en el texto el doble astral del hombre que compone los versos. Lo trasciende como hombre predestinado: artista. Esto implica, por cierto, una determinada evaluación social.

Cinceladura de oro

En su artículo, Rubén Darío se vale ya de esa doble codificación que serviría con largueza para caracterizar la ulterior literatura lugoniana, al menos parcialmente: el código de la poesía erótica y el de la poesía nacionalista. Por una parte, Darío establece una distinción crítica que es, también, una censura estética: si en el joven poeta el uso del primer código comporta una impostación, el uso del segundo sería un gesto genuino, verdaderamente “poético”. Por otra parte, Darío confunde —¿deliberadamente?— el campo de la experiencia del sujeto real, con el que nombra el sujeto imaginario —textual—, en una operación característica, aunque no privativa, del modernismo. Esta duplicidad que escenifica la escritura remitiría también a la dicotomía interior/exterior que señalaba Angel Rama en su ensayo sobre Darío “El poeta frente a la modernidad” (1983). Dicha oposición es manifiesta entre el espacio de la actividad productiva —que omite la subjetividad en favor del rendimiento económico—, y el espacio del interior familiar —colmado de objetos que, en su abundancia y variedad, objetivan “la existencia misma del yo poseedor”—. Pero si el espacio abigarrado del burgués se constituye en el espacio interior privilegiado del poema modernista, es, asimismo, el sitio de la productividad poética. “Producción y placer fueron la misma cosa —apunta Rama—, salvo esa nota irreal que circunda el material y que, insertada en el texto, delata la coyuntura real como imaginaria” (1983, 115). En esa ambigüedad deliberada, el sujeto imaginario del poema se confunde con su modelo extra-literario; inversamente, la existencia real es vivida como una obra de arte. La figura autoral es garante del fantasma escrito y la fascinante máscara que habla tiene el rostro céreo del que escribe.

Darío estableció tempranamente la distinción en su artículo —que data de la época de Prosas profanas (1896-1901)—, pero aún no podía advertir las derivaciones. Reconoce la pertenencia de Lugones a ese “cuerpo de miembros” que alientan la modernidad de la poesía americana y su inserción en un arte cosmopolita y universal —uno de cuyos procedimientos fue la construcción de un imaginario donde primaban “princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos e imposibles” en la paradójica huida de su tiempo para situarse en lo actual. Pero le recomienda al joven poeta abandonar las “cinceladuras de oro fino” en pos de una palabra nativa, con lo cual Darío no hace más que sostener su busca de una lengua propia por otros medios.

Sí, ese socialista —escribe Darío—, no por muy ahincado menos bisoño, que ha borrado del diccionario de su alma la palabra patria, ha sentido de cerca la influencia del pueblo suyo, y se me antoja que su socialismo, y su anarquismo, ha tenido por principio el amor a la poesía nativa desterrada y aniquilada por la invasión del mercantilismo burgués y la invasión europea que ha dado origen a una especie de falsa aristocracia enemiga, por ser de origen tradicional y divino, de toda manifestación de intelecto. (1938)

Contradictorio y ambiguo, el modernismo se emplazaba en el seno de la incipiente sociedad capitalista, asumiendo, por ejemplo, una nueva división del trabajo a través de la profesionalización del escritor y, asimismo, ejercía una crítica al filiateísmo burgués, alentando el subjetivismo y el sensualismo a partir de una dispendiosa ética de la pérdida y del ocio. A ello contribuía, sin duda, esa cinceladura de oro por el cual la palabra poética potenciaba su carga informacional en un universo donde el lenguaje artístico era devaluado: el universo de lo intercambiable. Pero, asimismo, como sugiere Angel Rama, podría hallarse una homología entre el sistema de equivalencias de los fenómenos poéticos unificados en el ideal —en la “retórica divina”— y el sistema del intercambio de la sociedad burguesa, que permite cambiar objetos mediante un régimen general de equivalencias regidas por el patrón oro: Darío traslada al cielo lo que registra en la realidad de su tiempo, en las operaciones de la sociedad burguesa, en el conflicto periférico de una América Latina entre una estética-economía tradicional y otra cosmopolita y moderna (1983, 134).

Ese significante de oro, por el cual se patentiza el contenido de verdad del poema modernista, se enuncia de acuerdo con la norma de la antinaturalidad o de la “aristocracia vocabularia” mallarmeana. En cuanto una melodía espiritualiza el vocablo, esa palabra armónica que vale oro es una palabra divina. “Cada palabra tiene un alma”, apuntaba Darío y remitía a la noción de alma y cuerpo del signo, donde la divina Idea tornaba incandescente el vocablo con impalpable oro (Cfr. Rama 1983, 102). “Pero el buen dorador tú mismo lo eres”, escribiría Lugones hacia 1922. Cuando Darío asegura que en Lugones asoma “el alma del gaucho”, podría afirmarse que transfiere esta poética al nacionalismo literario: el lugar de la Idea está ocupado por la Patria. Pero la lógica binaria es la misma. Lugones la mantiene, pero involucrando de un modo particular al sujeto imaginario que enuncia ese verbo que encarna la raza: revierte la aristocracia del léxico sobre la dicción misma. El poeta público debe ser pensado desde el texto artístico y su voz trascendente, atribuida al sujeto imaginario del poema. Alma o fantasma que realiza al sujeto del universo simbólico social. El otro es El mismo: dorador.

Si esa cinceladura de oro puede ser reemplazada por la palabra nativa en el sistema modernista, no es menos cierto que ésta guarda idénticas relaciones de equivalencia con la dimensión erótica binaria de la escritura, con derivaciones en el plano simbólico-social, pero no como antítesis estilística: los textos eróticos no se contraponen, sino que son homólogos a los textos nacionalistas.(3) Erotismo/heroísmo, según una misma lógica discursiva, de raíz analógico-simbolista. Si alrededor de 1930 Lugones es el primer enunciador de la Nación, el que impone su monólogo desde la cultura oficial —hecho corroborado tanto por sus escritos políticos como por sus textos poéticos—, sostiene una escritura privada y oculta, cuyo funcionamiento textual es, sin embargo, similar al de su discurso público.(4) El binarismo característico de esta lógica, que podríamos denominar cuerpo doble, podría hallar un modelo aproximado a la ideología literaria de Lugones en el ocultismo.(5)

Cuerpo astral/cuerpo físico

En el estudio ocultista y teosófico La doctrina secreta, de Madame Blavatsky,(6) se habla de una Realidad Primordial o Realidad Una: lo Absoluto, que se manifiesta mediante aspectos duales, a través de cadenas binarias de polos opuestos (sujeto/objeto, espíritu/materia, pensamiento/sustancia). En esta manifestación o despliegue de lo Absoluto, interviene el Logos, dividido en tres: el primero, o primera causa inconsciente; el segundo, o espíritu del universo: vida; el tercero, la ideación cósmica, inteligencia o Alma del mundo, mediante la cual la conciencia cósmica se individualiza en sustancia. Si la ideación cósmica sólo puede manifestarse como conciencia en la materia individual, todo sujeto es dual e, inversamente, guarda una identidad con el Alma Suprema Universal. El sujeto es encarnación y esencia misma de un Ser, en un plano superior y divino:

Todo el resultado de la disputa entre la ciencia profana y esotérica, depende de la creencia y de la demostración de la existencia de un Cuerpo Astral dentro del Físico, independiente el primero del último. (Blavatsky 1923, 247)

Cuerpo doble, “lo mismo y lo otro” según Platón,

el gran Filósofo-Iniciado; pues el Ego —el ‘Yo Superior’, cuando inmergido con y en la Mónada Divina— es el hombre, y sin embargo, lo mismo que lo otro. (143)

El binarismo implícito en este modelo y la consiguiente noción de la unidad fundamental de los opuestos, implica el sistema de la analogía y de la periodicidad rítmica. Si lo Uno se despliega en dualidad, por ella se establece una alternancia periódica de los opuestos: un ritmo universal; pero si todos los elementos de este Cosmos participan de la Unidad fundamental, se deriva que entre ellos prima la correspondencia. “La analogía —escribe Blavatsky— es en la Naturaleza la ley directora— (1923, 247). Este modelo del mundo es un modelo del signo y del texto, donde la Realidad Una es el Sentido”.(7) En Darío, en el modernismo, la noción de alma y cuerpo del signo y la participación de todos los significados en la unidad infinita siguen la misma lógica del cuerpo doble y de la identidad fundamental de las almas en la Mónada divina. De ello se deriva, por cierto, la homología entre el ritmo versal y el ritmo cósmico y el ideal de la música como paradigma de la poeticidad. Si todos los signos de un texto poético establecen relaciones rítmicas y analógicas entre sí, homólogas al movimiento del Cosmos y si la analogía rige todas las relaciones de sentido, puede pensarse, inversamente, que el Cosmos funciona como un Texto universal. Como lo ha observado Minc en la estética simbolista, el texto artístico puede ser un reflejo metafórico del Texto, una representación metonímica del Texto como un todo, un desprendimiento del contenido del Texto.(8)

Estas concepciones ya pueden leerse en el poema “Los mundos”, que Lugones compuso hacia 1892, y en la “Introducción” de Las montañas del oro, de 1897,(9) pero su explícita formulación, al modo de una estética, se halla en el prólogo a Lunario sentimental (1909, 5-12) y en muchas páginas del Prometeo (1910). “El verso vive de la metáfora, es decir, de la analogía pintoresca de las cosas entre sí” —escribe Lugones—. Y además: “el lenguaje es un conjunto de imágenes, comportando, si bien se mira, una metáfora cada vocablo” (1909, 6). Por otra parte, “el verso es música”, de modo que su condición esencial es el ritmo, uno de cuyos agentes es la rima numerosa y variada que “aumenta la variedad rítmica al diferenciar cada estrofa en tono general de la composición” (10). Para Lugones, el Cosmos está sujeto a la ley de periodicidad, que supone la proporción mecánica y engendra el ritmo en la oposición simétrica de los fenómenos. El pitagorismo subyace a la afirmación de que el Cosmos está regido por proporciones numéricas: música de las esferas, ritmo del orbe.(10) La música —arte de la emoción pura, arte ininteligible, manifestación tangible del ritmo cósmico— supone el devenir de lo inconsciente (el primer Logos o primera causa de la manifestación de lo Absoluto, según la doctrina ocultista). En el poema, los elementos nocionales, por la potenciación de los valores musicales de los vocablos, hacen sensible la ideación cósmica y el ritmo universal. Dicha expresión sensible halla su medio más eficaz en la rima, que yuxtapone elementos antitéticos manifestando, mediante el isomorfismo sonoro, el sistema analógico. Los procedimientos artísticos del Lunario sentimental suponen este modelo del mundo. Lugones rompe la alternancia rítmica progresivo-regresiva de un mismo esquema métrico que se repite (por ejemplo, los sucesivos endecasílabos de un soneto), quebrando tal regularidad con el uso del verso libre. En las composiciones más representativas del Lunario sentimental (“Himno a la luna”, “El pescador de sirenas”, “Divagación lunar”, “Los fuegos artificiales”, los poemas de la sección “Lunas”) se advierte este uso característico, mediante el cual, al primer momento dinamizante (progresivo) de un verso, sigue otro momento (regresivo) donde la medida anterior no se repite, frustrando las expectativas del lector. Por esa irresolución métrica, cada unidad versal no es análoga, sino distinta de la anterior. El verso libre se transforma en una forma métrica variable a lo largo de toda la composición (Tinianov 1975). Para Lugones esta variabilidad era una riqueza, en cuanto la regularidad rítmica era recuperada por el uso de la rima. Mediante la reiteración de elementos fónicos equivalentes por su posición final en el verso, se produce una correlación entre la secuencia fonológica y la secuencia de unidades semánticas. Así, la rima yuxtapone elementos creando una especie de comparación (Jakobson 1971). A ello debe agregarse la concepción del signo en Lugones, por el cual cada palabra es una metáfora. En tal sentido, cada signo es el mismo y es otro, cada significado es un término comparativo de otro ausente que se restituye en una cadena de equivalencias y semejanzas. Vértigo comparativo, por el que cada vocablo espejea un sentido irisado por su inestabilidad, como la luz lunar que se transforma y se estanca en momentáneas figuras:

Las masas de luz blanca
Van transformándose con arte futuro,
Mezcladas a la sombra que se estanca
En los follajes como un fluido oscuro.

Luna: objeto por el cual, como quería López Velarde, la vida sentimental se reduce a ecuaciones psicológicas (1979, 479). Porque el sucesivo despliegue en las cadenas binarias de equivalencias, según el sistema analógico, remite a la virtual —ideal— identidad de los objetivos poéticos en un Alma del texto: lunario sentimental. Esa mónada de la que todo se predica es un sujeto instaurador del Sentido, estableciendo la misma relación jerárquica con todas sus manifestaciones que la del Logos en la ideación cósmica. Si la luna, objeto poético privilegiado, se expande metafóricamente (A es B, B es C, C es D, etc.), puede remontarse esta cadena hasta un primer nombre central y superior y jerárquico:

Antiguamente decían
A los Lugones, Lunones (1909, 13)

reza el epígrafe de Tirso de Avilés que abre el libro. Lugones/Luna: Lu(go)nario sentimental. El trabajo de la luz lunar, que transfigura las cosas, es el del Sentido; el nombre oculto, como la cara secreta del disco luminoso, es Lugones. Sujeto imaginario duplicado, “proyectado” en su objeto-imagen: la luna —“De ella toma, en efecto, / con exclusivo modo, / tema, sanción y todo / mi lírico proyecto” (1909, 15)—; este objeto se re-duplica a su vez en otras imágenes, pero todas sus transformaciones se vuelven estáticas en cuanto la luz lunar, la epifanía del blanco, subsume las diferencias múltiples a lo Uno:

Luna
El color muere en tu absoluto albinismo;
Y a pesar de la eterna carcoma
Que socava en tu seno un abismo,
Todo es en ti inmóvil como un axioma. (1909, 38)

Así lo enseñaba la doctrina ocultista: todas las almas peregrinan en un ciclo de encarnaciones, ya que no hay existencia consciente antes de que el Alma suprema universal haya pasado por todas las formas elementales. Masas de luz blanca y absoluto albinismo: blanco de luna y blanco de página, donde aparecen todos los objetos poéticos en virtud de la luz del sentido y del espacio textual. Y desaparecen: el objeto está imbuido de un blanco de muerte. En la poesía de Lugones el blanco es el color de la consunción en lo Absoluto, el color de la trascendida finitud, como puede leerse en el poema “El taller de la luna”.

“Amor y rima: esto es toda la poesía, en efecto”, escribía Lugones en su “Estética”, hacia 1927 (Ver Vignale y Tiempo 1927, I). Las relaciones analógicas de la dupla sujeto/objeto también aparecen en los poemas eróticos.

Venus victa

Como la luna, la imagen de la mujer se disgrega por medio de sustituciones o desplazamientos. Se valoran ciertas zonas del cuerpo femenino, constituidas como virtuales centros del deseo poético, a partir de los cuales se eslabonan cadenas metafóricas o metonímicas. Esta suerte de “tópicos erógenos” del poema corresponden a los códigos eróticos del decadentismo, que el modernismo recupera.(11) Cuerpo que escruta la mirada del sujeto imaginario como causa de su deseo. El sujeto que mira debe parcializar el objeto amoroso: “Es evidente, entonces, que estoy a punto de fetichizar a un muerto”, observa Barthes (1977, 86). Ese cuerpo de mujer es un cuerpo blanco como el de un fantasma o el de una muerta. Se espiritualiza, desplazándose al paisaje o es sustituido, simbólicamente, por las vestiduras o las gemas:

En el breve seno, denunciado apenas,
La esfumada línea de una vena azul,
Limita un sucinto prado de azucenas
Que crepusculiza la bruma del tul. (1905, 75)

En el vago perfil donde destella,
Su ojo negro y fatal asuela aquella
Palidez. Sus maneras son prolijas

Como las de esas moribundas raras,
Que se cubren los dedos de sortijas
Y se desviven por las sedas claras. (60)

La naturaleza es corporizada como una mujer o, inversamente, el cuerpo femenino se confunde con la naturaleza, al punto de insinuar un híbrido: espacio animizado o grandioso cuerpo extendido hasta el límite del mundo natural. Pero esta amplificación del objeto se reduce a la vez, cuando ese espacio de la naturaleza se transforma en una parte de la indumentaria. Rasgo fetichista característico de la poesía del modernismo, revela en verdad tanto una relación fetichista con el objeto amado como con el cuerpo textual. La vocación modernista por los ropajes, las joyas y los objetos suntuosos supone una aspiración estética que es, asimismo, una creencia. La palabra es una suerte de vehículo mágico del tejido o de la fina materia. Cuando Lugones escribe “enagua de surah”, “bizantinos alamares”, “guante perla y fino encaje” o “cinta de cambiante faya”, cree revestir el poema con los valores suntuarios que adjudica a los objetos nombrados. Para el poeta modernista las palabras son como joyas o lujosas vestiduras. Dichos objetos, por otra parte, simbolizan el cuerpo de la mujer amada por medio de una traslación fetichista. Vínculo analógico que reproduce en germen la aspiración simbolista del modernismo: contener en la escritura del poema la escritura del cosmos o, lo que es lo mismo, concebir el poema como un reflejo metafórico de la escritura cósmica, espacio sagrado de lo Absoluto donde se inscribe la letra de la divinidad. En virtud de esta seriación analógica, la imagen femenina se sacraliza y se transforma en un doble metafórico del cosmos.(12) Multiplicada en numerosas imágenes que la simbolizan o aluden, desplazada especularmente en dobles que la representan, espiritualizada y transfigurada en una especie de icono religioso, la mujer está ausente en el seno mismo de esta compleja presencia imaginaria. Es el sujeto que se apodera de su objeto o lo sacrifica sustituyéndolo por la escritura-fetiche; sacrificio del cuerpo femenino que se muta en un blanco sobre el que se escriben todos los sustitutos; escritura como violencia erótica al cuerpo que sucumbe por medio de elementos fálicos:

Cincelada por mi estro, fuiste bloque
Sepulcral en tu lecho de difunta;
Y cuando por tu seno entró el estoque

Con argucia feroz su hilo de hielo
Brotó un clavel bajo su fina punta
En tu negro jubón de terciopelo. (1905, 38)

Estro y estilo en la poesía erótica, con sus connotaciones lexicales: celo animal e inspiración artística; punzón con el que se inscribe y modalidad escritural. Primera aproximación entre el héroe y el enamorado en la figura del poeta.(13) Lógica del sacrificio, que es, también, analógica. El sacrificador y la Divinidad establecen su relación a partir de la analogía entre el objeto sacrificado y aquello que lo sustituye, la dádiva. Cadena metonímica que, al quebrarse —con la desaparición de la víctima— es restituida con la recompensa divina, a la cual sigue otra compensación: la alabanza (Kristeva 1985, 74-75). Se establece un intercambio discursivo jerarquizado entre la divinidad y el sacrificador. El objeto-mujer, que se eclipsa en sustituciones o en la tematización del sacrificio, es blanco como un cuerpo muerto y es un blanco donde se profiere, inscripto, el vocablo creador. Si el doble de la mujer es el blanco, el cuerpo imaginario del sujeto se funde en su despliegue significante con la Idea (la melodía ideal de Darío, la luz lunar de Lugones), porque su “absoluto albinismo” representa también la “silenciosa elocuencia divina” de la tradición mística.(14) La dádiva es la palabra, el don, el oro, la veste: metonimia —fetiche— del cuerpo de mujer que se eclipsa para que lo Absoluto —el albor— devenga consciente:

Tu alma, pálida de belleza
Ante el amor que la inunda en su albor divino,
Es taciturna como el destino
Y fiel como la tristeza.
En el alabastro terso
De tu carne está infusa
Como la melodía en el verso;
Y a la misma seda trivial de tu blusa
La llena de su aroma,
Como al plumón la suave vida de la paloma. (1905, 164)

Juego de ausencia-presencia en el cual interviene el sujeto no sólo sacrificando ritualmente a su amada en la violencia erótica o asistiendo a su disolución o reemplazo, sino fundiéndose con ella para disolver la dupla sujeto/objeto, el binarismo en lo Uno. Amor como muerte y sacrificio: en cuanto el sujeto imaginario se apodera del objeto cuyo doble es un blanco, su fusión amorosa revierte sobre sí el “absoluto albinismo”, la trascendencia o, como diría Bataille, la continuidad en el Ser. En los poemas más conocidos de El libro fiel, de 1912, dedicado a la joven esposa “Tibi/unicae sponsae/turturae meae/unicissimae”—, se tematiza este juego dicotómico, por el cual el nombre eclipsa la imagen de la mujer —ausencia del objeto, presencia del sujeto— y en la fusión amorosa con la imagen desplazada, el sujeto se sacrifica para que en su ausencia aparezca el Nombre.(15) El acto amoroso se revela también como una forma del heroísmo y en tal sentido, a diferencia de lo que señalaba Juan José Hernández, el héroe y el enamorado coinciden en el modelo del mundo que postula Lugones.

El doble imaginario

La dimensión imaginaria de la violencia erótica, en la cual se advierte la lógica de la dominación y del orden jerárquico de la verdad (el sujeto niega al otro en tanto víctima propiciatoria y, en el mismo movimiento, se suprime en él para que aparezca lo Absoluto en el nombre), implica una dimensión simbólico-social reguladora. Lugones explicita este modelo del mundo —que venimos describiendo en sus diversas manifestaciones— en sus textos del Centenario (Las limaduras de Hephaestos, integrado por Piedras liminares y Prometeo) y constituye el discurso nacionalista, que comienza a elaborar en sus conferencias sobre el Martín Fierro, de 1913. En Prometeo se lee:

El bien como finalidad suprema resulta ser el determinismo superior de todas las conciencias en el Cosmos. Establece como condición universal para la reintegración con lo absoluto, el sacrificio de los superiores en bien de los inferiores. De este modo, lo absoluto inconsciente adviene a la conciencia por la obra que realizan los espíritus a costa de su dolor; mientras éstos, en la misma operación, se reintegran con lo absoluto, tanto como éste se ha vuelto conciencia en ellos. El alcance moral de semejante concepto, está en que el camino para conseguirlo es el bien. (1910, 341)

Y además:

La creación inconsciente, es la inspiración en arte, el éxtasis en mística: la aparición anómala del ser anterior a la conciencia, o sea un fenómeno que comporta un momento de vida en lo absoluto, al no existir para dicho ser concepto alguno de la individualidad, por falta de la misma conciencia que la constituye. Por esto el místico y el artista, en ese estado, viven la vida de la humanidad, más cerca del instinto que de la inteligencia. El instinto, o sea, la suma de tendencias de una especie, representa el alma colectiva sin ningún concepto de individualidad; pero esta alma es para la especie un dios, cuando puede concebirla. (...). Por esto, la misión del artista es poner al alcance de los otros la verdad oculta en esas relaciones: lo que no ven o no pueden ver los otros sin su auxilio. (382-383)

En estos párrafos se advierte la figura del poeta que Lugones proyecta en el Centenario: por una parte, el poeta es un héroe, como Prometeo, que se sacrifica para dar a los hombres un ideal de vida superior; por otra, el poeta es quien realiza la comunicación entre la divinidad platónica (y también al alma colectiva o espíritu racial) y los hombres. Artífice de la palabra poética —como el místico que intercambia su oración con el silencio de lo divino inefable—, el poeta inscribe el Sentido. Así, por esta situación existencial privilegiada, el poeta se transforma, socialmente, en un predestinado. Por ello, el poeta de las Odas seculares es capaz de nombrar la totalidad de la Patria en el texto poético, estableciendo una relación metafórica y metonímica con dicha totalidad; por ello, es el único capaz de re-enunciar el Martín Fierro como poema épico (es decir, expresión de la raza), reuniendo, como mediador, “la poesía del pueblo y la mente culta de la clase superior” (Lugones 1972, 263). Obliterando, en el mismo acto, los matices diferenciales de la extranjería inmigratoria (que son también lingüísticos y, respecto de la civilización del Centenario, constituyen un índice de la barbarie, en el sentido más pleno del término), aun cuando la Patria de las Odas tenga “del lado de venir puesta la llave”. Estamos hablando de un modelo de la escritura de Lugones —de raíz analógico-simbolista— y, desde su lógica, sería irrelevante distinguir algunas de sus diversas manifestaciones temáticas en textos “eróticos” o “nacionalistas”. El lugar ocupado por el otro en la dicotomía sujeto/objeto (la mujer, el cuerpo femenino, el objeto amoroso) es homólogo al del pueblo (los otros), que sin el auxilio del poeta no puede percibir la verdad oculta de su propia trascendencia. Este pueblo posee también un doble inefable, inconsciente, divino; un blanco que se escribe: el alma colectiva, que el poeta-médium torna consciente en la poesía de la Patria. El monopolio de la significación lo posee, así, el enunciador en su discurso central, jerárquico y, por ello, monológico. Porque el modelo de Lugones procura una restauración de aquello que percibía en las sociedades fuertemente jerarquizadas: el sentimentalismo (recuérdese la relación entre luna y sujeto omnipresente en el Lunario que, por cierto, se adjetiva sentimental):

La caridad, es decir, la mayor de las virtudes teologales según San Pablo (Major est Charitas) vincula toda la moral de la Edad Media con el sentimentalismo. Entonces se procedía por inspiración, como ahora por raciocinio; y los desvalidos, los desheredados, tenían a honra llamarse ‘la santa plebe de Dios’.

Todo aquello había erigido la obediencia en el primero de los fundamentos sociales. (...). A semejante estado moral correspondía un concepto de verdad, que poseyendo desde luego dogmas absolutos como premisas, reducíase a creaciones de lógica imaginativa. Esto lo asemejaba, como se ve, a la operación fundamental de la poesía, redondeando el carácter sentimental de la época. (1910a, 70-71)

Porque precisamente esta lógica imaginativa, propia de la poesía, es la del sistema analógico del mundo que, en el proyecto de helenización —espiritualización— del país que propone Lugones, permitiría superar el carácter babélico de los tiempos presentes. La estética será su fundamento pedagógico, para restituir de algún modo un tipo de civilización sintética —como la del catolicismo del siglo XIII o las democracias helenas— “en la cual el bien, la belleza y la verdad, constituyan la satisfacción de todos los espíritus bajo una fórmula para todos satisfactoria” (1910, 351). Es decir, lo que Lugones llamaba “la unidad nacional en el espíritu”, como un modo posible de reducir todas las diferencias y contradicciones que, por cierto, la Argentina de los ganados y las mieses estaba creando, sobre todo en la población de inmigrantes, virtuales agentes de la disolución y de la hibridez. Y esta aspiración va desde su concepción del signo hasta la de la figura del poeta que construye en sus textos. Porque Lugones es consciente de que el arte de su tiempo es, como lo define, “pasional”: produce emociones por medio de la sugestión, es independiente e individualista, lo dominan la música y un simbolismo indeterminado. En consecuencia, los signos no son agentes de la divinidad, como en el primitivo simbolismo religioso. Toda la estética de Lugones implica, entonces, un intento regenerador. Si la ironía carcome el sistema analógico del modernismo,(16) si el sujeto textual se escinde en las múltiples significaciones que lo transforman y la presunta unidad del sentido se disgrega por sucesivos espaciamientos diferenciales, al menos resta un último recurso analógico, que se sostiene en la figura simbólica del poeta público. De algún modo, este sujeto textual sobrehumano, excepcional e imaginario supone un horizonte de mundo que incorpora el autor Leopoldo Lugones y sus actos políticos. Porque su posición de primer poeta nacional, podría fundamentarse también en la noción de “cuerpo doble” que hemos esbozado, invirtiendo los términos de realidad/ficción, según el ideal helénico que propone Lugones y que, en términos más amplios, informa el simbolismo modernista:(17)

Aquella civilización determinada por una síntesis mental, que al comprenderlo todo abarcaba también la totalidad del espíritu, no padecía como la nuestra de babelismo anárquico ni de aislamiento suicida. La calma armoniosa, que es quizá la perfección de la belleza, provenía de la tranquilidad superior que aquello comportaba. No había diferencia esencial entre el arte y la vida del artista, puesto que la vida era un arte a su vez, y hasta el primero de todos. (...)

La vida venía a ser una obra de arte, al tener el bien, o sea la moral en el hombre, y la verdad, o sea su enseñanza, a la estética por vehículo. Hacer de la vida una obra de arte: he ahí el objeto supremo. (1910, 361-363)

Cuerpo doble: lo mismo y lo otro, el hombre y el Yo superior que representa el texto artístico como su verdad esencial. Ese poeta público debe ser pensado desde el texto de arte, es decir, en su carácter predestinado. Todas las operaciones textuales del sujeto imaginario son, de ese modo, atribuidas y referidas al modelo extra-textual, pero este sujeto físico, concreto, histórico, es mitificado y, paradójicamente, realizado por su fantasma, según esta peculiar lógica por la cual dicho fantasma es el garante de su excelencia suprema. Como señalamos antes, estas concepciones del Centenario marcan una parábola que cristaliza entre 1926 y 1930 de un modo hiperbólico. A las Odas seculares, donde el poeta se arroga el derecho de nombrar la Patria y se convierte en la voz de la Argentina áurea, sucede El libro fiel, donde esa voz grandiosa es capaz de articularse, susurrada, en el íntimo retiro de un jardín o en el interior hogareño. Pero esta inflexión se vuelve fáctica. Por un lado, el poeta héroe, que invoca a los antepasados y canta el suelo natal, también se convierte en vocero de la revolución de 1930; por otro, el poeta fiel que transponía su privacidad matrimonial en texto lírico, desplaza a la esposa por la amante, transfiriendo el teatro lírico de la privacidad a la zona claustral de lo clandestino. Dos límites de fuerza acotan su acción: el del Jefe revolucionario y el del hijo Policía. Pero la misma lógica discursiva de la trascendencia del sujeto artístico conforma dichos actos. Porque Lugones, en su intento conservador por preservar el sistema analógico, fundamenta, como destino supremo, tanto la prédica golpista como el adulterio en la dimensión imaginaria de su escritura. La política es pensada como una “obra de arte” (Lugones 1980, 30-32). En los Romances del Río Seco, aparecido póstumamente en 1938, se construye un sujeto lírico que remeda la voz de los cantores populares, de cuyo (falso) anonimato el autor se inviste, para cumplir así con las concepciones que aparecían en El payador.(18) En el Cancionero de Aglaura dos fantasmas viven en el reino del amor eterno, en “un estado de adoración más allá del tiempo y de la vida” (1984, 93). Osolón de Ploguel y Aglaura: los cuerpos astrales de Lugones y Emilia Cadelago, que mantienen con los cuerpos físicos la misma relación sustitutiva que se da entre las letras del nombre propio y las del anagrama —recordemos que Emilia Cadelago es, también, Diamelia Gacelio—. Finalmente, en las cartas se reiteran todos los tópicos que se manifiestan entre sujeto y objeto amoroso, entre el Yo y la figura femenina de la poesía erótica.(19) El funcionamiento de la escritura de Lugones, la lógica de la analogía, es el mismo en estos textos privados, en los textos políticos y en la poesía nacionalista. Su punto de fuga, de reunión, se da en la dimensión imaginaria del sujeto Lugones, en el doble fantasmático del cuerpo. Y desde un aspecto simbólico, este doble, como el blanco de la luz lunar que cava un abismo donde “las cosas son cadáveres”, ese sujeto que con su voz recubre la voz de los otros, se revierte sobre el autor y lo aniquila.(20)

En ese último sacrificio, en el cual puede ocurrir la identificación final con el fantasma, con lo Absoluto, es posible sostener la trascendencia. Realización, en la irrealidad, del amor supremo y de la excelencia heroica.

NOTAS

1. Hacia 1926, Leopoldo Lugones y Emilia Cadelago —entonces alumna del Instituto del Profesorado— se conocen casi por azar en la Biblioteca del Maestro, que dirigía el escritor. Se inicia un romance clandestino entre ambos que es, además materia de escritura epistolar y poética. Lugones estaba casado con Juana González y años antes se jactaba de ser el marido más fiel de Buenos Aires. En las cartas y poemas, la muchacha, transfigurada, será Aglaura y también Clelia de Amoiga, Diamela Gacelio, Leodia, la Amada Inmortal; Lugones firmará Leopoldo, pero también Osolón de Ploquel. “¿Por qué se corta este ‘romance’ con la ‘novia inmortal’ como él llamaba a Aglaura?” —se pregunta Cárdenas de Monner Sans—. “No podría precisar si fue en 1932 ó 33, cuando Leopoldo Lugones (hijo) solicitó una entrevista a don Domingo Santiago Cadelago y a su esposa, doña Emilia Moya. Santiago Cadelago era Ingeniero de la Armada Argentina y tenía un concepto del honor —compartido por su esposa— muy finisecular. Recibieron al visitante en su vieja casona de Villa del Parque. Lugones (hijo) llegó intemperante, para alertar a los padres acerca de los amores de su hija. El conocido comisario de la Policía de la Capital había interceptado el teléfono de la familia Cadelago y tenía grabadas las conversaciones de Emilia con ‘su’ novio, Leopoldo Lugones. Este le había hablado de casamiento porque ya no podía vivir sin Aglaura.

La visita se marchó dejando en los oídos de sus interlocutores la terrible sentencia: ‘Si no se corta esa relación, él, Leopoldo Lugones (hijo) comenzará los trámites para lograr una declaración de insanía de su padre’ ” (Lugones 1984, 14-15). Emilia decidió la separación, conminada por su familia, aunque Lugones le enviaba otras cartas y la buscaba en Buenos Aires. Nunca se reunieron otra vez. Emilia murió el 12 de mayo de 1981. En 1984 conocemos los pormenores y documentos de su historia.

2. Según Juan José Hernández, Lugones toma la imagen de la luna doncella del mito de la triple diosa lunar, como emblema del erotismo crepuscular de su escritura. Describe cuidadosamente su imaginario: la mujer-niña transformada en novia espectral; los códigos socio-culturales que constituyen la figura de la mujer —la moda, las prerrogativas de clase, los nombres—; el sistema de valores estéticos que privilegia la privación, la desdicha, el dolor, lo evanescente y la represión de la sensualidad, mediante analogías poéticas; las transformaciones de los códigos del amour courtois: el reemplazo de la dama por la doncella, del elogio del adulterio por la fidelidad a la esposa, del regocijo sensual por cierta angustia finisecular; la preservación del modelo jerárquico de la sociedad feudal, para justificar por vía imaginaria la ideología fascista, la obliteración del carácter genético del amor físico por las idealizaciones del amor casto. El ensayo finaliza con una lúcida reflexión sobre la Luna-Doncella como signo prohibido.

3. El sujeto imaginario representado en la poesía erótica de Las montañas del oro (1897), Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario sentimental (1909) coincide con el del Cancionero y el epistolario: —nos referimos a la imagen de sujeto que va conformándose como figura discursiva en tanto participa del mismo código de erotismo—. Asimismo, la relación entre la poesía de la patria y el enunciador predestinado que, con diversas modalidades, se lee en las Odas seculares (1910), las conferencias sobre el Martín Fierro recogidas en El payador (1916), en los Poemas solariegos (1926) en el póstumo Romances del Río Seco (1938), se repite en la prédica del nacionalismo autoritario que cristaliza en el golpe militar de 1930. Hemos analizado este último aspecto en el ensayo “Leopoldo Lugones: El canto natal del héroe” (Monteleone 1989, 161-180).

4. Los procedimientos constructivos, las relaciones establecidas entre sujeto y objeto imaginarios, el sistema de creencias, los códigos normativos que constituyen el modelo del mundo que postula la escritura de Lugones, adquieren su coherencia sistemática y, por así decirlo, su “principio de realidad” en el horizonte de mundo que disponen la función autoral y la recepción. No podría ser alterado como tal en cualquiera de sus elementos constitutivos sin convertirse en una nueva evaluación ideológica y sin replantear nuevos presupuestos en el orden simbólico-social; inversamente, el cambio de la coyuntura implica un desplazamiento del modelo del mundo. Este mecanismo se advierte con claridad en Lugones cuando el sistema de la analogía como modelo del mundo se vincula con la función pública de Lugones en el Centenario y luego como vocero del golpe militar de 1930. Si longitudinalmente el sistema de la escritura de Lugones mantiene su lógica, la variación de la coyuntura transforma lo que era revolución estética en conservadurismo, a partir de sus disímiles efectos en el medio cultural. Precisamente el polo receptivo del texto modifica la lógica del modelo del mundo que postula y, como aseguraba Tinianov (1970, 11-132), las modificaciones en su principio constructivo importan un cambio en el sistema literario. Aquello en lo cual Lugones basaba la eficacia analógica del Lunario, la rima, pasa a la periferia del sistema en los textos vanguardistas; la metáfora, que en Lugones era un valor complementario, se constituye en el agente de las “visiones inéditas” de la vanguardia, situándose en el centro del sistema. En tal sentido, no es un mero preciosismo el rechazo de la rima por parte de Marechal en su polémica con Lugones desde las páginas de Martín Fierro (Ver Prieto 1968, 61-69). La variación en la conexidad rítmica del poema, transmutando elementos de repetición fonológicos en imagen y en un tratamiento nuevo de los espacios de la página (como es patente en Huidobro) implica una diversa objetivación del texto artístico. El “primado de las formas de proceder constructivas sobre la imaginación subjetiva”, como señala Adorno (1983, 40), ya se aprecia en los textos vanguardistas y, por consiguiente, supone una modificación en la imagen del sujeto.

5. Octavio Paz llamaba la atención sobre la influencia de la tradición ocultista entre los modernistas hispanoamericanos (1981, 135-136). Lugones —lector de uno de los tratados teosóficos más conocidos a principios de siglo: La Doctrina Secreta, de Hèléne P. Blavatsky, aparecido en Londres hacia 1888—, proporciona un modelo fructuoso para estudiar esa influencia. Atendiendo, por ejemplo, a las relaciones de la razón instrumental con el principio de intercambio y el dominio del mundo natural externo, en tanto presupuestos básicos del iluminismo, que generan su opuestos irracionalistas en el fascismo —como lo analizan Horkheimer y Adorno en Dialéctica del iluminismo— y pensando también la reunión del principio de intercambio capitalista con el sistema de la analogía —como lo estudia Rama en Darío—, podría establecerse una base conceptual para estudiar el fascismo lugoniano, como receptor del sistema que se lee en las doctrinas ocultistas, en correlación con los presupuestos del iluminismo.

6. Por cierto, las concepciones que se reproducen en La Doctrina Secreta se recogen de diversos sistemas de creencias y religiones, pero su carácter sincrético sedujo a numerosos artistas fineseculares. La propia Blavatsky así lo reconocía: “El Ocultismo, ciertamente, se halla ‘en la atmósfera’ al final de este nuestro siglo” (1922, 71). La Doctrina Secreta está dividida en siete volúmenes y está concebida como una “Síntesis de la ciencia, la religión y la filosofía”. Se propone desvelar parcialmente el lado “oculto” de la naturaleza, organizando las verdades arcaicas de todas las religiones, probando su unidad fundamental. Blavatsky declara pomposamente: “las enseñanzas contenidas en estos volúmenes, por incompletas y fragmentarias que sean, no pertenecen de modo exclusivo, ni a la religión Hindú, ni a la de Zoroastro, ni a la de Caldea, ni a la Egipcia, ni al Buddhismo, ni al Islamismo, ni al Judaísmo, ni al Cristianismo. La Doctrina Secreta es la esencia de todas ellas” (1922, 6). Con gran perspicacia, Roberto Arlt se refirió al ocultismo en su artículo “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”, publicado en Tribuna libre hacia 1920. Allí consigna “El señor Leopoldo Lugones, que ha estudiado excesivamente la Doctrina Secreta para no poder evitarnos recordar ciertas partes de ella en su hermosa obra Las fuerzas extrañas,...” (Arlt 1982, 32). Para las relaciones entre los textos de Arlt y el ocultismo, mediado por la figura de Baudelaire y el decadentismo, cfr. Rivera (1986, 24-28); las relaciones entre su ciclo novelístico, el fascismo y el ocultismo se tratan en Amícola (1981, 32-36). Ambos aspectos pueden reunirse en la figura de Lugones, como referencia o punto de confluencia estética y política en relación con la escritura arltiana, uno de cuyos inicios simbólicos se cifra en el momento en que Silvio Astier roba Las montañas del oro junto a los miembros del “Club de Caballeros de la Media Noche”, en El juguete rabioso.

7. Jacques Derrida señala, en la nota 8 de “La doble sesión”, que la mímesis produce un doble de la cosa como imitación de un modelo, según la concepción platónica del signo. Como tal, el doble no vale por sí mismo, sino por el intrínseco valor del modelo. Ni bueno ni malo, el doble es por ello, neutro. Pero si la mímesis es una duplicación —una nada en relación con el modelo—, constituye una negatividad: un mal (ésta es la tesis platónica de condena a la mímesis). La proposición inicial se invierte si se piensa que el doble, aun como no-ser, existe: es un añadido, un suplemento. Aunque parecido y verdadero respecto del modelo, no lo es del todo: es inferior y posterior. Esta lógica implica un orden de la verdad que se sustenta en el orden de aparición del modelo y de su doble. Dicho orden se establece en base al primado del Ser, de la Unidad primordial del Sentido, del modelo, por sobre su doble —el logos, el lenguaje, la escritura— (Derrida 1975, 281). En el sistema analógico funciona esta concepción del signo, de modo que sus rasgos diferenciales se subsumen a un orden lógico superior y central: el Sentido, que engloba todas las significaciones antitéticas en la armonía unitaria.

8. El Texto es un “mito del mundo” global y “realidad mística”, como esencia objetiva del mundo simultáneamente signo y denotatum. El Texto establece una relación jerárquica respecto de los textos, que son reflejos metonímicos y metafóricos del todo. Así, el mundo se organiza espacialmente por sistema antitéticos y, al mismo tiempo, por el isomorfismo universal de los contrarios. Los textos son, así, manifestaciones integrales del Texto (Cfr. Minc, 1979).

9. Bástenos dos ejemplos de “Los mundos”, donde se tematiza el sistema de la analogía y el Cosmos como un Texto: “esa potente ley que el orbe rige, / que los dispersos átomos aprieta, / que la armonía universal concierta” (Lugones 1974, 1126); “...y el espacio / es como abierta página / donde su ojo atrevido deletrea / revelaciones de las cosas altas” (1133).

10. “La enseñanza fundamental de los misterios, proclamaba la sujeción de todo en el cosmos, y el cosmos mismo, la ley de periodicidad, deduciendo en seguida la vinculación esencial de todos los fenómenos, y la posibilidad de dilucidar su causa por medio de la analogía” (Lugones 1910, 82). “Hoy mismo, las proporciones numéricas rígenlo todo, incluso cosas de expresión tan vaga como la música. Y es que la ley fundamental de la periodicidad, comporta la proporción numérica, engendrando el ritmo en la oposición simétrica de los fenómenos más arriba mencionada. Desde la palabra a la circulación de la sangre, y desde el sistema solar hasta la molécula, todo está determinado por un ritmo, o sea por proporciones de número” (91).

11. En La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1969), M. Praz estudia los códigos del erotismo finisecular. Tributaria de este trabajo, Lily Litvak analiza cuidadosamente el eros negro modernista en Valle Inclán, en una de las secciones de su libro Erotismo fin de siglo (1979).

12. Hacia 1924 Lugones escribía en su Romancero: “Chicas que arrostran el tango / con languidez un tanto cursi / la desdicha de flor de fango / trovada en letra de Contursi” (1974, 721), acaso con no menor cursilería. “Flor de fango”, de Pascual Contursi, es una composición que posee un valor fundacional en nuestra mitología cotidiana: es el primer tango grabado por Carlos Gardel, el 9 de abril de 1917. Esa voz mítica, como es sabido, dota de realidad a lo irreal: dibuja, por ejemplo, la figura de una mujer que nace en un conventillo, se entrega oscuramente a las delicias y resplandores del centro, asciende como querida de varios personajes y en ese ascenso —que es un descenso moral— se pierde, hasta retornar, desdichada e impura, al suburbio. Esta figura, que convenimos en llamar Milonguita, de “piba de barrio” llega a ser “flor de fango”, como apunta Noemí Ulla en su preciso estudio Tango, rebelión y nostalgia (1982). Quizá no sea aventurado afirmar que desde 1917 creemos en Milonguita y reconocemos su gusto por las alhajas, los vestidos a la moda, por las botas de gamuza, por las polleras de seda crêpe. Lo cierto es que el fantasma creado por las letras de Contursi, es una suerte de reverso irónico del creado por los versos de Lugones, aunque no menos irreal. Señalemos, de paso, que sería interesante examinar la figura femenina en la poesía culta y en la poesía popular de la época, verificando sus rasgos híbridos y entrecruzamientos.

13. Bernardo Canal Feijoó relaciona el mentado arrebato fascista de 1924 “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada” con la concepción erótica de Lugones: “La espada será el símbolo manifiesto de su erotismo, en su lírica y en su doctrina (y hasta en su conducta, probándolo en este terreno a mayor abundamiento sus aficiones de esgrimista). Símbolo palacino, al final, de su autocratismo. Puede advertirse cómo en su simbólica, la idea de la espada transcurre por su estro enredada en claros sobreentendidos fálicos” (1976, 54).

14. En Prometeo se lee: “La blancura y el silencio como estados estéticos desconocidos del arte antiguo, tienen grande importancia en el nuestro. (...) y así, existe para nosotros una relación evidente de la blancura con la soledad, el silencio y la poesía. (...). El amor al silencio, nos viene de las meditaciones cristianas sobre la muerte, y forma hoy el alivio supremo de la inquietud que nos devora. (...). La plenitud del silencio nos proporciona una felicidad correlativa de lo que podríamos llamar la poesía de la blancura. Demasiado llenos de ideas contradictorias, en ese elemento se reintegra nuestro ser consigo mismo. (...). El silencio habita en la sombra de los sepulcros y en la luz total de las estrellas. La paz suprema, es silencio. La inmensidad, silencio es. Y la población del silencio son esas ideas, calladas y sublimes a su vez como las estrellas y las tumbas” (Lugones 374-375). Cfr. la relación entre el blanco y el cuerpo femenino en Darío, establecida por Sylvia Molloy (1981): mujer como espacio blanco que una voz colma y vacía de identidad y que, en consecuencia, transforma en espacio inerte que se posee.

15. En “La blanca soledad” se lee: “La luna cava un blanco abismo / de quietud, en cuya cuenca / las cosas son cadáveres / y las sombras viven como ideas, / uno se pasma de lo próxima / que está la muerte en la blancura aquella. / De lo bello que es el mundo / poseído por la antigüedad de la luna llena / (...) / y sólo permanece en la noche aciaga / la certidumbre de tu ausencia” (1912, 52-53). En “El canto de la angustia”: “Brotó la idea, ciertamente, / de los sombríos objetos: / el piano, / el tintero, / la borra de café en la taza, / y mi traje negro. / (...) / Y grité tu nombre / con un grito interno, / con una voz extraña / que no era la mía y que estaba muy lejos. / Y entonces, en aquel grito, / sentí que mi corazón muy adentro, / como un racimo de lágrimas, / se deshacía en un llanto benéfico. / Y que era el dolor de tu ausencia / lo que había soñado despierto” (54-58). En “Historia de mi muerte”: “Soñé la muerte y era muy sencillo: / una hebra de seda me envolvía, / y a cada beso tuyo, / con una vuelta menos me ceñía. / (...) / Y poco a poco fue desenvolviéndose / la hebra fatal. Ya no la retenía / sino por sólo un cabo entre los dedos... / Cuando de pronto te pusiste fría, / Y ya no me besaste... / Y solté el cabo, y se me fue la vida” (70).

16. “La analogía —escribe Octavio Paz— es la metáfora en la que la alteridad se sueña unidad y la diferencia se proyecta ilusoriamente como identidad. Por la analogía el paisaje confuso de la pluralidad y la heterogeneidad se ordena y se vuelve inteligible; la analogía es la operación por medio de la que, gracias al juego de las semejanzas, aceptamos las diferencias. La analogía no suprime las diferencias: las redime, hace tolerable su existencia. (...). La ironía es la herida por la que se desangra la analogía; es la excepción, el accidente fatal, en el doble sentido del término: lo necesario y lo infausto. La ironía muestra que, si el universo es una escritura, cada traducción de esa escritura es distinta, y que el concierto de las correspondencias es un galimatías babélico” (1981, 109-111).

17. En el trabajo de Minc antes citado sobre la estética simbolista, se analiza la relación entre el Texto como “mito del mundo” y sus realizaciones: los “textos de la vida” y los “textos del arte”. Habría dos polos donde los textos de la vida y el Texto se unen: en el primero, los textos de la vida y los textos de arte serían equivalentes, por establecer, respecto del Texto, una relación de isomorfismo: en el segundo, los textos de la vida serían desechos, jirones sin sentido del mundo, mascaradas. Pero Minc concluye: “La ‘acción conjunta’ de estos dos polos los llevará ya sea a percibir ‘los textos de la vida’ como textos a la vez completos y deficientes, ya a representarse la realidad de su época como una suma de textos deficientes, y la vida ‘normal’ (ideal) como una suma de textos organizados según las leyes del arte” (1979, 140). El caso de Lugones sería similar a esta última noción de los simbolistas.

18. Reiteramos que el análisis de este aspecto se completa en nuestro artículo “El canto natal del héroe”, como lo advertimos en la nota 4.

19. Citemos sólo dos ejemplos: “Y tus pañuelos, tus guantecitos, tus flores, tus cintas que anudo fuerte, fuerte, con la ilusión vivísima de tu posesión boca con boca como fue y es: devorada hasta la muerte” (Lugones 1984, 83). “No te dije en vano que quiero verte, adorarte, estrecharte, matarte de amor, devorarte viva; viva, como cuando agonizabas en mis brazos. Todo lo demás es indigno de nuestro amor. Es negación de vida inútil. No se puede continuar padeciendo así. Esto no es amenaza. Hay un extremo de tensión que corta las cuerdas y las vidas. El heroísmo de amor puede exigir sangre, pero no ceniza. La inmortalidad de Aglaura no es una perpetuación de mármol” (89).

20. Noé Jitrik propone una explicación del suicidio de Lugones con la que nuestro esquema podría coincidir parcialmente: “la sociedad, como sistema, primó en él, lo venció desde adentro, le estuvo susurrando durante años que no debía insistir hasta que —a pesar de celebrarlo— para dar satisfacción a esas voces —poniendo claramente en evidencia que no había satisfacción posible ni esperable para sí— se mató” (1975, 71).

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