LEOPOLDO
LUGONES: EL CUERPO DOBLE
Jorge
Monteleone
CONICET, Buenos Aires
El héroe
y el enamorado
Hay un
escudo de metal en la pared, atravesado por lanzas y cruzado, ahora,
por sombras agudas de hombres que practican esgrima. Esas sombras heráldicas
y, a la vez, cómicamente marciales, precipitadas en la finta, hondas
de súbito en el corto golpe del metal, con cierta cortesía de la furia
y cierta animalidad elegante, son allí el simulacro del heroísmo. Uno
de los adversarios querrá distraerse en esa pose viril, que cree repetir,
mediante el módico valor de dos caballeros, el desafío, el visteo, la
injuria y el choque de los hijos de la pampa. Así le gustaba llamar
a esos fantasmas, los gauchos: “varones que no tuvieron, / como se solía
decir, / ni el cuero para el negocio / ni el pecho para gemir”, según
había escrito en poemas que imitaban la voz antigua. Ecos de ecos de
historias que otra vez condescendían, ya entrado el siglo veloz, a la
sorna campera, a la violencia de la honra, a los cascos en el polvo,
a cantar como quien confiesa, al planazo y el brillo entrador del fierro.
Pero ahora deja el florete y sólo espera salir a la calle y ver aquello
que este juego no puede hacerle olvidar. Camina entre la muchedumbre
elegante de la calle Florida, camina hacia “La Fronda” y mira —con desprecio,
irritación, impaciencia— a las señoras estólidas que gesticulan entre
sedas y solapas nefandas y desmayados anillos, a los señores que dicen
oleosas nimiedades e imprecaciones, a todos aquellos que lo abandonan
en la mera presencia de su fama e ignoran su secreto: él busca el rostro
de Emilia, de su amante Emilia Cadelago, a quien llama Aglaura en los
versos galantes que le escribe, anacrónico y sentimental. Aglaura la
suave tórtola, la princesa callada, camelia o miel o gala. A ella le
escribirá en otra carta de amor: “Ayer mientras iba del Círculo a La
Fronda, ¡tenía tanto deseo de verte! Me parecía a cada instante que
serías una de todas; y todas eran feas, vulgares, tontas, cursis. Y
la primavera se quedó triste sin su golondrina”. Quizá recordara con
pena lo que escribió sobre él, hacia 1897, Rubén Darío, con ese modo
oblicuo que tienen las predicciones ignoradas cuando dicen oscuramente
lo que vendrá:
Lugones
no debe seguir las maneras de los poetas galantes. Sus cinceladuras
son en oro fino, pero mal hechas. No es espontáneo, ni natural, ni
Lugones, si nos viene hablando en un soneto de “las joyas de Lord
Buckingham, las gavotas, la saya del satén, los almizcles del pomo
de Ninón”. ¡Qué va a saber Lugones bailar gavotas!
Pericón y gato sí, porque en él está también el alma del gaucho. (Darío
1938)
Casi un
siglo después de la publicación del artículo de Darío, María Inés Cárdenas
de Monner Sans da a conocer el Cancionero de Aglaura y el epistolario
de Lugones, cuya destinataria fue Emilia Santiago Cadelago. En los años
en que Lugones componía los Poemas solariegos y los Romances
del Río Seco, en los años en que constituía su discurso autoritario
y militarista, escribía además los poemas y las cartas del amor clandestino
a Emilia. La compiladora, albacea de su amiga Emilia Cadelago, relata
en el prólogo al Cancionero de Aglaura las vicisitudes de ese
amor tardío de Lugones.(1)
Cádrenas de Monner Sans sostiene que en Lugones convivían dos personalidades,
las cuales reaparecen en su poesía última: una pública, cifrada en los
textos que invocan y recrean una tradición nacional —el solar patrio,
la inflexión gauchesca—; otra privada —“frívola”, “amatoria”, “sensualista”—,
percibida en la voz lírica que articula el Cancionero... La mayor
parte de esos textos fueron compuestos por Lugones entre 1926 y 1932:
parece inevitable pensar que el discurso erótico, privado, de las cartas
y de los poemas amorosos, y el discurso nacionalista —tanto en la prédica
autoritaria que cristaliza en el golpe de 1930, como en los poemas donde
el nacionalismo es un valor modelizante— pueden ser vinculados. Sobre
todo si el propio Lugones establece la distinción en torno de sus destinatarios:
“mi estilo es el de siempre y otro no puede ser, pero versos de amor
ya no hay más que para ti. Esto es lo cierto” (1984, 82), escribe a
Emilia.
Desde un
punto de vista menos relacionado con aspectos biográficos y más atento
a sus rasgos estéticos e ideológicos, Juan José Hernández lee la poesía
amorosa de Lugones en el ineludible ensayo “Leopoldo Lugones: La luna
doncella en su poesía erótica” (1981).(2)
Allí también se alude a cierta duplicidad:
Hacia
1926 Lugones rescata ese ideal caballeresco y cortés del medioevo
para oponerlo a la ‘bajeza sensual’ de nuestro tiempo, e imagina que
su restauración, por obra de los artistas, traerá consigo la vuelta
a un orden en que imperen ‘la nobleza y la jerarquía’. (...). [Dos
de sus obsesiones personales], el sentido heroico de la vida y el
erotismo lúgubre, corresponden a una ideología cuya praxis histórica,
en los años que siguieron al suicidio del poeta, estuvo signada por
el irracionalismo y la muerte. (267)
(...).
El héroe y el enamorado jamás coinciden en el universo poético de
Lugones: el uno afirma la realidad, la desmesura y el brillo; el otro,
lo fantasmagórico, la contención y el luto. (269)
Doble personalidad,
doble codificación, doble escritura. Poeta héroe y poeta enamorado,
médium del espíritu racial y escriba de las intermitencias del cuerpo,
eros lunar y diurno patriotismo. Lugones tiende a ser pensado de un
modo binario y aun desde antítesis. De hecho, esas dos modalidades muy
visibles de su escritura poética parecen autorizarle. La amatoria, erótica
(de Las montañas del oro, de Los crepúsculos del jardín,
de El libro fiel) y la patriótica, nacionalista (de las Odas
seculares, de los Poemas solariegos, de los Romances del
Río Seco). Sesgadas por la permanente voluntad paisajística, central
en El libro de los paisajes o Las horas doradas. Ese binarismo
también está presente en la tradicional absolución de la versatilidad
lugoniana: un hombre que se “equivocaba” con honestidad en su vida pública
y que escribía con auténtica “pasión argentina”, admitiendo de paso
un divorcio entre sus opiniones y la privada retórica de la escritura,
toda vez que se obvian los efectos simbólicos de lo literario. La defensa
es, en este caso, el reverso positivo de la condena: ambas posiciones
olvidan el escritor y los incalculables sentidos de su literatura. Lo
antitético es, acaso, un modo de explicar la variedad de intereses intelectuales
de Lugones, que intimida y asombra: profesa el ocultismo, pero departe
con Einstein y Bergson; es sensible, en el decurso del tiempo, a la
masonería, al paganismo decadente, a las devociones del amor cortés,
a los dioses olímpicos, a la fe cristiana; estudia la cultura helénica
y propone una relectura del Martín Fierro; realiza una expedición
a las ruinas jesuíticas y a los albos territorios de las quimeras lunares;
escribe las biografías de Sarmiento y de Roca, ensayos educativos, poemas
galantes y exabruptos patrióticos; narra relatos fantásticos o hechos
de montoneras; compone versos que las academias del idioma o los diarios
decanos recordarán con unción, pero también otros de atónita belleza.
Su posición política va del socialismo y anticlericalismo de los inicios
a un vago democratismo antimilitarista, durante la primera guerra mundial,
hasta el autoritarismo corporativo que lo llevará a sostener, hacia
1924, en Ayacucho, una frase de lamentables resonancias históricas en
América Latina: “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de
la espada”.
A poco
de avanzar en la lectura conjunta de los textos de Lugones, puede advertirse
que el binarismo o el juego de antítesis es irrelevante para describirlos,
toda vez que se agotan en lo temático o en lo biográfico. Sin embargo,
el binarismo podría servirnos para intentar describir el modo de funcionamiento
del imaginario textual y cierta lógica de la escritura lugoniana en
la dimensión simbólico-social. En nuestro esquema, los actos del sujeto
imaginario del poema son atribuidos y referidos a un modelo, que actúa
como representante simbólico del autor, el modo de un investidura y
cuya juridicidad se establece por el nombre propio y la firma. A la
vez, esta figura autoral —determinada históricamente—, es mitificada
y, de algún modo, realizada por su fantasma, en tanto garante de su
excelencia suprema. Esperamos describir esa lógica por la cual el Ego
superior —el sujeto como encarnación y esencia misma del Ser o lo Absoluto,
manifestación consciente hecha palabra— representa en el texto el doble
astral del hombre que compone los versos. Lo trasciende como hombre
predestinado: artista. Esto implica, por cierto, una determinada evaluación
social.
Cinceladura
de oro
En su artículo,
Rubén Darío se vale ya de esa doble codificación que serviría con largueza
para caracterizar la ulterior literatura lugoniana, al menos parcialmente:
el código de la poesía erótica y el de la poesía nacionalista. Por una
parte, Darío establece una distinción crítica que es, también, una censura
estética: si en el joven poeta el uso del primer código comporta una
impostación, el uso del segundo sería un gesto genuino, verdaderamente
“poético”. Por otra parte, Darío confunde —¿deliberadamente?— el campo
de la experiencia del sujeto real, con el que nombra el sujeto imaginario
—textual—, en una operación característica, aunque no privativa, del
modernismo. Esta duplicidad que escenifica la escritura remitiría también
a la dicotomía interior/exterior que señalaba Angel Rama en su ensayo
sobre Darío “El poeta frente a la modernidad” (1983). Dicha oposición
es manifiesta entre el espacio de la actividad productiva —que omite
la subjetividad en favor del rendimiento económico—, y el espacio del
interior familiar —colmado de objetos que, en su abundancia y variedad,
objetivan “la existencia misma del yo poseedor”—. Pero si el espacio
abigarrado del burgués se constituye en el espacio interior privilegiado
del poema modernista, es, asimismo, el sitio de la productividad poética.
“Producción y placer fueron la misma cosa —apunta Rama—, salvo esa nota
irreal que circunda el material y que, insertada en el texto, delata
la coyuntura real como imaginaria” (1983, 115). En esa ambigüedad deliberada,
el sujeto imaginario del poema se confunde con su modelo extra-literario;
inversamente, la existencia real es vivida como una obra de arte. La
figura autoral es garante del fantasma escrito y la fascinante máscara
que habla tiene el rostro céreo del que escribe.
Darío estableció
tempranamente la distinción en su artículo —que data de la época de
Prosas profanas (1896-1901)—, pero aún no podía advertir las
derivaciones. Reconoce la pertenencia de Lugones a ese “cuerpo de miembros”
que alientan la modernidad de la poesía americana y su inserción en
un arte cosmopolita y universal —uno de cuyos procedimientos fue la
construcción de un imaginario donde primaban “princesas, reyes, cosas
imperiales, visiones de países lejanos e imposibles” en la paradójica
huida de su tiempo para situarse en lo actual. Pero le recomienda al
joven poeta abandonar las “cinceladuras de oro fino” en pos de una palabra
nativa, con lo cual Darío no hace más que sostener su busca de una lengua
propia por otros medios.
Sí, ese
socialista —escribe Darío—, no por muy ahincado menos bisoño, que
ha borrado del diccionario de su alma la palabra patria, ha sentido
de cerca la influencia del pueblo suyo, y se me antoja que su socialismo,
y su anarquismo, ha tenido por principio el amor a la poesía nativa
desterrada y aniquilada por la invasión del mercantilismo burgués
y la invasión europea que ha dado origen a una especie de falsa aristocracia
enemiga, por ser de origen tradicional y divino, de toda manifestación
de intelecto. (1938)
Contradictorio
y ambiguo, el modernismo se emplazaba en el seno de la incipiente sociedad
capitalista, asumiendo, por ejemplo, una nueva división del trabajo
a través de la profesionalización del escritor y, asimismo, ejercía
una crítica al filiateísmo burgués, alentando el subjetivismo y el sensualismo
a partir de una dispendiosa ética de la pérdida y del ocio. A ello contribuía,
sin duda, esa cinceladura de oro por el cual la palabra poética potenciaba
su carga informacional en un universo donde el lenguaje artístico era
devaluado: el universo de lo intercambiable. Pero, asimismo, como sugiere
Angel Rama, podría hallarse una homología entre el sistema de equivalencias
de los fenómenos poéticos unificados en el ideal —en la “retórica divina”—
y el sistema del intercambio de la sociedad burguesa, que permite cambiar
objetos mediante un régimen general de equivalencias regidas por el
patrón oro: Darío traslada al cielo lo que registra en la realidad de
su tiempo, en las operaciones de la sociedad burguesa, en el conflicto
periférico de una América Latina entre una estética-economía tradicional
y otra cosmopolita y moderna (1983, 134).
Ese significante
de oro, por el cual se patentiza el contenido de verdad del poema modernista,
se enuncia de acuerdo con la norma de la antinaturalidad o de la “aristocracia
vocabularia” mallarmeana. En cuanto una melodía espiritualiza el vocablo,
esa palabra armónica que vale oro es una palabra divina. “Cada palabra
tiene un alma”, apuntaba Darío y remitía a la noción de alma y cuerpo
del signo, donde la divina Idea tornaba incandescente el vocablo con
impalpable oro (Cfr. Rama 1983, 102). “Pero el buen dorador tú mismo
lo eres”, escribiría Lugones hacia 1922. Cuando Darío asegura que en
Lugones asoma “el alma del gaucho”, podría afirmarse que transfiere
esta poética al nacionalismo literario: el lugar de la Idea está ocupado
por la Patria. Pero la lógica binaria es la misma. Lugones la mantiene,
pero involucrando de un modo particular al sujeto imaginario que enuncia
ese verbo que encarna la raza: revierte la aristocracia del léxico sobre
la dicción misma. El poeta público debe ser pensado desde el
texto artístico y su voz trascendente, atribuida al sujeto imaginario
del poema. Alma o fantasma que realiza al sujeto del universo
simbólico social. El otro es El mismo: dorador.
Si esa
cinceladura de oro puede ser reemplazada por la palabra nativa en el
sistema modernista, no es menos cierto que ésta guarda idénticas relaciones
de equivalencia con la dimensión erótica binaria de la escritura, con
derivaciones en el plano simbólico-social, pero no como antítesis estilística:
los textos eróticos no se contraponen, sino que son homólogos a los
textos nacionalistas.(3)
Erotismo/heroísmo, según una misma lógica discursiva, de raíz analógico-simbolista.
Si alrededor de 1930 Lugones es el primer enunciador de la Nación, el
que impone su monólogo desde la cultura oficial —hecho corroborado tanto
por sus escritos políticos como por sus textos poéticos—, sostiene una
escritura privada y oculta, cuyo funcionamiento textual es, sin embargo,
similar al de su discurso público.(4)
El binarismo característico de esta lógica, que podríamos denominar
cuerpo doble, podría hallar un modelo aproximado a la ideología
literaria de Lugones en el ocultismo.(5)
Cuerpo
astral/cuerpo físico
En el estudio
ocultista y teosófico La doctrina secreta, de Madame Blavatsky,(6)
se habla de una Realidad Primordial o Realidad Una: lo Absoluto, que
se manifiesta mediante aspectos duales, a través de cadenas binarias
de polos opuestos (sujeto/objeto, espíritu/materia, pensamiento/sustancia).
En esta manifestación o despliegue de lo Absoluto, interviene el Logos,
dividido en tres: el primero, o primera causa inconsciente; el segundo,
o espíritu del universo: vida; el tercero, la ideación cósmica, inteligencia
o Alma del mundo, mediante la cual la conciencia cósmica se individualiza
en sustancia. Si la ideación cósmica sólo puede manifestarse como conciencia
en la materia individual, todo sujeto es dual e, inversamente, guarda
una identidad con el Alma Suprema Universal. El sujeto es encarnación
y esencia misma de un Ser, en un plano superior y divino:
Todo
el resultado de la disputa entre la ciencia profana y esotérica, depende
de la creencia y de la demostración de la existencia de un Cuerpo
Astral dentro del Físico, independiente el primero del último. (Blavatsky
1923, 247)
Cuerpo
doble, “lo mismo y lo otro” según Platón,
el gran
Filósofo-Iniciado; pues el Ego —el ‘Yo Superior’, cuando inmergido
con y en la Mónada Divina— es el hombre, y sin embargo, lo mismo
que lo otro. (143)
El binarismo
implícito en este modelo y la consiguiente noción de la unidad fundamental
de los opuestos, implica el sistema de la analogía y de la periodicidad
rítmica. Si lo Uno se despliega en dualidad, por ella se establece una
alternancia periódica de los opuestos: un ritmo universal; pero si todos
los elementos de este Cosmos participan de la Unidad fundamental, se
deriva que entre ellos prima la correspondencia. “La analogía
—escribe Blavatsky— es en la Naturaleza la ley directora— (1923, 247).
Este modelo del mundo es un modelo del signo y del texto, donde la Realidad
Una es el Sentido”.(7)
En Darío, en el modernismo, la noción de alma y cuerpo del signo y la
participación de todos los significados en la unidad infinita siguen
la misma lógica del cuerpo doble y de la identidad fundamental de las
almas en la Mónada divina. De ello se deriva, por cierto, la homología
entre el ritmo versal y el ritmo cósmico y el ideal de la música como
paradigma de la poeticidad. Si todos los signos de un texto poético
establecen relaciones rítmicas y analógicas entre sí, homólogas al movimiento
del Cosmos y si la analogía rige todas las relaciones de sentido, puede
pensarse, inversamente, que el Cosmos funciona como un Texto universal.
Como lo ha observado Minc en la estética simbolista, el texto artístico
puede ser un reflejo metafórico del Texto, una representación metonímica
del Texto como un todo, un desprendimiento del contenido del Texto.(8)
Estas concepciones
ya pueden leerse en el poema “Los mundos”, que Lugones compuso hacia
1892, y en la “Introducción” de Las montañas del oro, de 1897,(9)
pero su explícita formulación, al modo de una estética, se halla en
el prólogo a Lunario sentimental (1909, 5-12) y en muchas páginas
del Prometeo (1910). “El verso vive de la metáfora, es decir,
de la analogía pintoresca de las cosas entre sí” —escribe Lugones—.
Y además: “el lenguaje es un conjunto de imágenes, comportando, si bien
se mira, una metáfora cada vocablo” (1909, 6). Por otra parte, “el verso
es música”, de modo que su condición esencial es el ritmo, uno de cuyos
agentes es la rima numerosa y variada que “aumenta la variedad rítmica
al diferenciar cada estrofa en tono general de la composición” (10).
Para Lugones, el Cosmos está sujeto a la ley de periodicidad, que supone
la proporción mecánica y engendra el ritmo en la oposición simétrica
de los fenómenos. El pitagorismo subyace a la afirmación de que el Cosmos
está regido por proporciones numéricas: música de las esferas, ritmo
del orbe.(10)
La música —arte de la emoción pura, arte ininteligible, manifestación
tangible del ritmo cósmico— supone el devenir de lo inconsciente (el
primer Logos o primera causa de la manifestación de lo Absoluto, según
la doctrina ocultista). En el poema, los elementos nocionales, por la
potenciación de los valores musicales de los vocablos, hacen sensible
la ideación cósmica y el ritmo universal. Dicha expresión sensible halla
su medio más eficaz en la rima, que yuxtapone elementos antitéticos
manifestando, mediante el isomorfismo sonoro, el sistema analógico.
Los procedimientos artísticos del Lunario sentimental suponen
este modelo del mundo. Lugones rompe la alternancia rítmica progresivo-regresiva
de un mismo esquema métrico que se repite (por ejemplo, los sucesivos
endecasílabos de un soneto), quebrando tal regularidad con el uso del
verso libre. En las composiciones más representativas del Lunario
sentimental (“Himno a la luna”, “El pescador de sirenas”, “Divagación
lunar”, “Los fuegos artificiales”, los poemas de la sección “Lunas”)
se advierte este uso característico, mediante el cual, al primer momento
dinamizante (progresivo) de un verso, sigue otro momento (regresivo)
donde la medida anterior no se repite, frustrando las expectativas del
lector. Por esa irresolución métrica, cada unidad versal no es análoga,
sino distinta de la anterior. El verso libre se transforma en una forma
métrica variable a lo largo de toda la composición (Tinianov 1975).
Para Lugones esta variabilidad era una riqueza, en cuanto la regularidad
rítmica era recuperada por el uso de la rima. Mediante la reiteración
de elementos fónicos equivalentes por su posición final en el verso,
se produce una correlación entre la secuencia fonológica y la secuencia
de unidades semánticas. Así, la rima yuxtapone elementos creando una
especie de comparación (Jakobson 1971). A ello debe agregarse la concepción
del signo en Lugones, por el cual cada palabra es una metáfora. En tal
sentido, cada signo es el mismo y es otro, cada significado es un término
comparativo de otro ausente que se restituye en una cadena de equivalencias
y semejanzas. Vértigo comparativo, por el que cada vocablo espejea un
sentido irisado por su inestabilidad, como la luz lunar que se transforma
y se estanca en momentáneas figuras:
Las masas
de luz blanca
Van transformándose con arte futuro,
Mezcladas a la sombra que se estanca
En los follajes como un fluido oscuro.
Luna: objeto
por el cual, como quería López Velarde, la vida sentimental se reduce
a ecuaciones psicológicas (1979, 479). Porque el sucesivo despliegue
en las cadenas binarias de equivalencias, según el sistema analógico,
remite a la virtual —ideal— identidad de los objetivos poéticos en un
Alma del texto: lunario sentimental. Esa mónada de la que todo
se predica es un sujeto instaurador del Sentido, estableciendo la misma
relación jerárquica con todas sus manifestaciones que la del Logos en
la ideación cósmica. Si la luna, objeto poético privilegiado, se expande
metafóricamente (A es B, B es C, C es D, etc.), puede remontarse esta
cadena hasta un primer nombre central y superior y jerárquico:
Antiguamente
decían
A los Lugones, Lunones (1909, 13)
reza el
epígrafe de Tirso de Avilés que abre el libro. Lugones/Luna: Lu(go)nario
sentimental. El trabajo de la luz lunar, que transfigura las cosas,
es el del Sentido; el nombre oculto, como la cara secreta del
disco luminoso, es Lugones. Sujeto imaginario duplicado, “proyectado”
en su objeto-imagen: la luna —“De ella toma, en efecto, / con exclusivo
modo, / tema, sanción y todo / mi lírico proyecto” (1909, 15)—; este
objeto se re-duplica a su vez en otras imágenes, pero todas sus transformaciones
se vuelven estáticas en cuanto la luz lunar, la epifanía del blanco,
subsume las diferencias múltiples a lo Uno:
Luna
El color muere en tu absoluto albinismo;
Y a pesar de la eterna carcoma
Que socava en tu seno un abismo,
Todo es en ti inmóvil como un axioma. (1909, 38)
Así lo
enseñaba la doctrina ocultista: todas las almas peregrinan en un ciclo
de encarnaciones, ya que no hay existencia consciente antes de que el
Alma suprema universal haya pasado por todas las formas elementales.
Masas de luz blanca y absoluto albinismo: blanco de luna y blanco de
página, donde aparecen todos los objetos poéticos en virtud de la luz
del sentido y del espacio textual. Y desaparecen: el objeto está imbuido
de un blanco de muerte. En la poesía de Lugones el blanco es el color
de la consunción en lo Absoluto, el color de la trascendida finitud,
como puede leerse en el poema “El taller de la luna”.
“Amor y
rima: esto es toda la poesía, en efecto”, escribía Lugones en su “Estética”,
hacia 1927 (Ver Vignale y Tiempo 1927, I). Las relaciones analógicas
de la dupla sujeto/objeto también aparecen en los poemas eróticos.
Venus
victa
Como la
luna, la imagen de la mujer se disgrega por medio de sustituciones o
desplazamientos. Se valoran ciertas zonas del cuerpo femenino, constituidas
como virtuales centros del deseo poético, a partir de los cuales se
eslabonan cadenas metafóricas o metonímicas. Esta suerte de “tópicos
erógenos” del poema corresponden a los códigos eróticos del decadentismo,
que el modernismo recupera.(11)
Cuerpo que escruta la mirada del sujeto imaginario como causa de su
deseo. El sujeto que mira debe parcializar el objeto amoroso: “Es evidente,
entonces, que estoy a punto de fetichizar a un muerto”, observa Barthes
(1977, 86). Ese cuerpo de mujer es un cuerpo blanco como el de un fantasma
o el de una muerta. Se espiritualiza, desplazándose al paisaje o es
sustituido, simbólicamente, por las vestiduras o las gemas:
En el
breve seno, denunciado apenas,
La esfumada línea de una vena azul,
Limita un sucinto prado de azucenas
Que crepusculiza la bruma del tul. (1905, 75)
En el vago perfil donde destella,
Su ojo negro y fatal asuela aquella
Palidez. Sus maneras son prolijas
Como las de esas moribundas raras,
Que se cubren los dedos de sortijas
Y se desviven por las sedas claras. (60)
La naturaleza
es corporizada como una mujer o, inversamente, el cuerpo femenino se
confunde con la naturaleza, al punto de insinuar un híbrido: espacio
animizado o grandioso cuerpo extendido hasta el límite del mundo natural.
Pero esta amplificación del objeto se reduce a la vez, cuando ese espacio
de la naturaleza se transforma en una parte de la indumentaria. Rasgo
fetichista característico de la poesía del modernismo, revela en verdad
tanto una relación fetichista con el objeto amado como con el cuerpo
textual. La vocación modernista por los ropajes, las joyas y los objetos
suntuosos supone una aspiración estética que es, asimismo, una creencia.
La palabra es una suerte de vehículo mágico del tejido o de la fina
materia. Cuando Lugones escribe “enagua de surah”, “bizantinos alamares”,
“guante perla y fino encaje” o “cinta de cambiante faya”, cree revestir
el poema con los valores suntuarios que adjudica a los objetos nombrados.
Para el poeta modernista las palabras son como joyas o lujosas vestiduras.
Dichos objetos, por otra parte, simbolizan el cuerpo de la mujer amada
por medio de una traslación fetichista. Vínculo analógico que reproduce
en germen la aspiración simbolista del modernismo: contener en la escritura
del poema la escritura del cosmos o, lo que es lo mismo, concebir el
poema como un reflejo metafórico de la escritura cósmica, espacio sagrado
de lo Absoluto donde se inscribe la letra de la divinidad. En virtud
de esta seriación analógica, la imagen femenina se sacraliza y se transforma
en un doble metafórico del cosmos.(12)
Multiplicada en numerosas imágenes que la simbolizan o aluden, desplazada
especularmente en dobles que la representan, espiritualizada y transfigurada
en una especie de icono religioso, la mujer está ausente en el seno
mismo de esta compleja presencia imaginaria. Es el sujeto que se apodera
de su objeto o lo sacrifica sustituyéndolo por la escritura-fetiche;
sacrificio del cuerpo femenino que se muta en un blanco sobre el que
se escriben todos los sustitutos; escritura como violencia erótica al
cuerpo que sucumbe por medio de elementos fálicos:
Cincelada
por mi estro, fuiste bloque
Sepulcral en tu lecho de difunta;
Y cuando por tu seno entró el estoque
Con argucia feroz su hilo de hielo
Brotó un clavel bajo su fina punta
En tu negro jubón de terciopelo. (1905, 38)
Estro y
estilo en la poesía erótica, con sus connotaciones lexicales: celo animal
e inspiración artística; punzón con el que se inscribe y modalidad escritural.
Primera aproximación entre el héroe y el enamorado en la figura del
poeta.(13)
Lógica del sacrificio, que es, también, analógica. El sacrificador y
la Divinidad establecen su relación a partir de la analogía entre el
objeto sacrificado y aquello que lo sustituye, la dádiva. Cadena metonímica
que, al quebrarse —con la desaparición de la víctima— es restituida
con la recompensa divina, a la cual sigue otra compensación: la alabanza
(Kristeva 1985, 74-75). Se establece un intercambio discursivo jerarquizado
entre la divinidad y el sacrificador. El objeto-mujer, que se eclipsa
en sustituciones o en la tematización del sacrificio, es blanco como
un cuerpo muerto y es un blanco donde se profiere, inscripto,
el vocablo creador. Si el doble de la mujer es el blanco, el cuerpo
imaginario del sujeto se funde en su despliegue significante con la
Idea (la melodía ideal de Darío, la luz lunar de Lugones), porque su
“absoluto albinismo” representa también la “silenciosa elocuencia divina”
de la tradición mística.(14)
La dádiva es la palabra, el don, el oro, la veste: metonimia —fetiche—
del cuerpo de mujer que se eclipsa para que lo Absoluto —el albor— devenga
consciente:
Tu alma,
pálida de belleza
Ante el amor que la inunda en su albor divino,
Es taciturna como el destino
Y fiel como la tristeza.
En el alabastro terso
De tu carne está infusa
Como la melodía en el verso;
Y a la misma seda trivial de tu blusa
La llena de su aroma,
Como al plumón la suave vida de la paloma. (1905, 164)
Juego de
ausencia-presencia en el cual interviene el sujeto no sólo sacrificando
ritualmente a su amada en la violencia erótica o asistiendo a su disolución
o reemplazo, sino fundiéndose con ella para disolver la dupla sujeto/objeto,
el binarismo en lo Uno. Amor como muerte y sacrificio: en cuanto el
sujeto imaginario se apodera del objeto cuyo doble es un blanco, su
fusión amorosa revierte sobre sí el “absoluto albinismo”, la trascendencia
o, como diría Bataille, la continuidad en el Ser. En los poemas más
conocidos de El libro fiel, de 1912, dedicado a la joven esposa
“Tibi/unicae sponsae/turturae meae/unicissimae”—, se tematiza este juego
dicotómico, por el cual el nombre eclipsa la imagen de la mujer —ausencia
del objeto, presencia del sujeto— y en la fusión amorosa con la imagen
desplazada, el sujeto se sacrifica para que en su ausencia aparezca
el Nombre.(15)
El acto amoroso se revela también como una forma del heroísmo y en tal
sentido, a diferencia de lo que señalaba Juan José Hernández, el héroe
y el enamorado coinciden en el modelo del mundo que postula Lugones.
El doble
imaginario
La dimensión
imaginaria de la violencia erótica, en la cual se advierte la lógica
de la dominación y del orden jerárquico de la verdad (el sujeto niega
al otro en tanto víctima propiciatoria y, en el mismo movimiento, se
suprime en él para que aparezca lo Absoluto en el nombre), implica una
dimensión simbólico-social reguladora. Lugones explicita este modelo
del mundo —que venimos describiendo en sus diversas manifestaciones—
en sus textos del Centenario (Las limaduras de Hephaestos, integrado
por Piedras liminares y Prometeo) y constituye el discurso
nacionalista, que comienza a elaborar en sus conferencias sobre el Martín
Fierro, de 1913. En Prometeo se lee:
El bien
como finalidad suprema resulta ser el determinismo superior de todas
las conciencias en el Cosmos. Establece como condición universal para
la reintegración con lo absoluto, el sacrificio de los superiores
en bien de los inferiores. De este modo, lo absoluto inconsciente
adviene a la conciencia por la obra que realizan los espíritus a costa
de su dolor; mientras éstos, en la misma operación, se reintegran
con lo absoluto, tanto como éste se ha vuelto conciencia en ellos.
El alcance moral de semejante concepto, está en que el camino para
conseguirlo es el bien. (1910, 341)
Y además:
La creación
inconsciente, es la inspiración en arte, el éxtasis en mística: la
aparición anómala del ser anterior a la conciencia, o sea un fenómeno
que comporta un momento de vida en lo absoluto, al no existir para
dicho ser concepto alguno de la individualidad, por falta de la misma
conciencia que la constituye. Por esto el místico y el artista, en
ese estado, viven la vida de la humanidad, más cerca del instinto
que de la inteligencia. El instinto, o sea, la suma de tendencias
de una especie, representa el alma colectiva sin ningún concepto de
individualidad; pero esta alma es para la especie un dios, cuando
puede concebirla. (...). Por esto, la misión del artista es poner
al alcance de los otros la verdad oculta en esas relaciones: lo que
no ven o no pueden ver los otros sin su auxilio. (382-383)
En estos
párrafos se advierte la figura del poeta que Lugones proyecta en el
Centenario: por una parte, el poeta es un héroe, como Prometeo, que
se sacrifica para dar a los hombres un ideal de vida superior; por otra,
el poeta es quien realiza la comunicación entre la divinidad platónica
(y también al alma colectiva o espíritu racial) y los hombres. Artífice
de la palabra poética —como el místico que intercambia su oración con
el silencio de lo divino inefable—, el poeta inscribe el Sentido. Así,
por esta situación existencial privilegiada, el poeta se transforma,
socialmente, en un predestinado. Por ello, el poeta de las Odas seculares
es capaz de nombrar la totalidad de la Patria en el texto poético, estableciendo
una relación metafórica y metonímica con dicha totalidad; por ello,
es el único capaz de re-enunciar el Martín Fierro como poema
épico (es decir, expresión de la raza), reuniendo, como mediador, “la
poesía del pueblo y la mente culta de la clase superior” (Lugones 1972,
263). Obliterando, en el mismo acto, los matices diferenciales de la
extranjería inmigratoria (que son también lingüísticos y, respecto de
la civilización del Centenario, constituyen un índice de la barbarie,
en el sentido más pleno del término), aun cuando la Patria de las Odas
tenga “del lado de venir puesta la llave”. Estamos hablando de un modelo
de la escritura de Lugones —de raíz analógico-simbolista— y, desde su
lógica, sería irrelevante distinguir algunas de sus diversas manifestaciones
temáticas en textos “eróticos” o “nacionalistas”. El lugar ocupado por
el otro en la dicotomía sujeto/objeto (la mujer, el cuerpo femenino,
el objeto amoroso) es homólogo al del pueblo (los otros), que sin el
auxilio del poeta no puede percibir la verdad oculta de su propia trascendencia.
Este pueblo posee también un doble inefable, inconsciente, divino; un
blanco que se escribe: el alma colectiva, que el poeta-médium torna
consciente en la poesía de la Patria. El monopolio de la significación
lo posee, así, el enunciador en su discurso central, jerárquico y, por
ello, monológico. Porque el modelo de Lugones procura una restauración
de aquello que percibía en las sociedades fuertemente jerarquizadas:
el sentimentalismo (recuérdese la relación entre luna y sujeto omnipresente
en el Lunario que, por cierto, se adjetiva sentimental):
La caridad,
es decir, la mayor de las virtudes teologales según San Pablo (Major
est Charitas) vincula toda la moral de la Edad Media con el sentimentalismo.
Entonces se procedía por inspiración, como ahora por raciocinio; y
los desvalidos, los desheredados, tenían a honra llamarse ‘la santa
plebe de Dios’.
Todo aquello había erigido la obediencia en el primero de los fundamentos
sociales. (...). A semejante estado moral correspondía un concepto
de verdad, que poseyendo desde luego dogmas absolutos como premisas,
reducíase a creaciones de lógica imaginativa. Esto lo asemejaba, como
se ve, a la operación fundamental de la poesía, redondeando el carácter
sentimental de la época. (1910a, 70-71)
Porque
precisamente esta lógica imaginativa, propia de la poesía, es la del
sistema analógico del mundo que, en el proyecto de helenización —espiritualización—
del país que propone Lugones, permitiría superar el carácter babélico
de los tiempos presentes. La estética será su fundamento pedagógico,
para restituir de algún modo un tipo de civilización sintética —como
la del catolicismo del siglo XIII o las democracias helenas— “en la
cual el bien, la belleza y la verdad, constituyan la satisfacción de
todos los espíritus bajo una fórmula para todos satisfactoria” (1910,
351). Es decir, lo que Lugones llamaba “la unidad nacional en el espíritu”,
como un modo posible de reducir todas las diferencias y contradicciones
que, por cierto, la Argentina de los ganados y las mieses estaba creando,
sobre todo en la población de inmigrantes, virtuales agentes de la disolución
y de la hibridez. Y esta aspiración va desde su concepción del signo
hasta la de la figura del poeta que construye en sus textos. Porque
Lugones es consciente de que el arte de su tiempo es, como lo define,
“pasional”: produce emociones por medio de la sugestión, es independiente
e individualista, lo dominan la música y un simbolismo indeterminado.
En consecuencia, los signos no son agentes de la divinidad, como en
el primitivo simbolismo religioso. Toda la estética de Lugones implica,
entonces, un intento regenerador. Si la ironía carcome el sistema analógico
del modernismo,(16)
si el sujeto textual se escinde en las múltiples significaciones que
lo transforman y la presunta unidad del sentido se disgrega por sucesivos
espaciamientos diferenciales, al menos resta un último recurso analógico,
que se sostiene en la figura simbólica del poeta público. De algún modo,
este sujeto textual sobrehumano, excepcional e imaginario supone un
horizonte de mundo que incorpora el autor Leopoldo Lugones y sus actos
políticos. Porque su posición de primer poeta nacional, podría fundamentarse
también en la noción de “cuerpo doble” que hemos esbozado, invirtiendo
los términos de realidad/ficción, según el ideal helénico que propone
Lugones y que, en términos más amplios, informa el simbolismo modernista:(17)
Aquella
civilización determinada por una síntesis mental, que al comprenderlo
todo abarcaba también la totalidad del espíritu, no padecía como la
nuestra de babelismo anárquico ni de aislamiento suicida. La calma
armoniosa, que es quizá la perfección de la belleza, provenía de la
tranquilidad superior que aquello comportaba. No había diferencia
esencial entre el arte y la vida del artista, puesto que la vida era
un arte a su vez, y hasta el primero de todos. (...)
La vida venía a ser una obra de arte, al tener el bien, o sea la moral
en el hombre, y la verdad, o sea su enseñanza, a la estética por vehículo.
Hacer de la vida una obra de arte: he ahí el objeto supremo. (1910,
361-363)
Cuerpo
doble: lo mismo y lo otro, el hombre y el Yo superior que representa
el texto artístico como su verdad esencial. Ese poeta público debe ser
pensado desde el texto de arte, es decir, en su carácter predestinado.
Todas las operaciones textuales del sujeto imaginario son, de ese modo,
atribuidas y referidas al modelo extra-textual, pero este sujeto físico,
concreto, histórico, es mitificado y, paradójicamente, realizado
por su fantasma, según esta peculiar lógica por la cual dicho fantasma
es el garante de su excelencia suprema. Como señalamos antes, estas
concepciones del Centenario marcan una parábola que cristaliza entre
1926 y 1930 de un modo hiperbólico. A las Odas seculares, donde
el poeta se arroga el derecho de nombrar la Patria y se convierte en
la voz de la Argentina áurea, sucede El libro fiel, donde esa
voz grandiosa es capaz de articularse, susurrada, en el íntimo retiro
de un jardín o en el interior hogareño. Pero esta inflexión se vuelve
fáctica. Por un lado, el poeta héroe, que invoca a los antepasados y
canta el suelo natal, también se convierte en vocero de la revolución
de 1930; por otro, el poeta fiel que transponía su privacidad matrimonial
en texto lírico, desplaza a la esposa por la amante, transfiriendo el
teatro lírico de la privacidad a la zona claustral de lo clandestino.
Dos límites de fuerza acotan su acción: el del Jefe revolucionario y
el del hijo Policía. Pero la misma lógica discursiva de la trascendencia
del sujeto artístico conforma dichos actos. Porque Lugones, en su intento
conservador por preservar el sistema analógico, fundamenta, como destino
supremo, tanto la prédica golpista como el adulterio en la dimensión
imaginaria de su escritura. La política es pensada como una “obra
de arte” (Lugones 1980, 30-32). En los Romances del Río Seco,
aparecido póstumamente en 1938, se construye un sujeto lírico que remeda
la voz de los cantores populares, de cuyo (falso) anonimato el autor
se inviste, para cumplir así con las concepciones que aparecían en El
payador.(18)
En el Cancionero de Aglaura dos fantasmas viven en el reino del
amor eterno, en “un estado de adoración más allá del tiempo y de la
vida” (1984, 93). Osolón de Ploguel y Aglaura: los cuerpos astrales
de Lugones y Emilia Cadelago, que mantienen con los cuerpos físicos
la misma relación sustitutiva que se da entre las letras del nombre
propio y las del anagrama —recordemos que Emilia Cadelago es, también,
Diamelia Gacelio—. Finalmente, en las cartas se reiteran todos los tópicos
que se manifiestan entre sujeto y objeto amoroso, entre el Yo y la figura
femenina de la poesía erótica.(19)
El funcionamiento de la escritura de Lugones, la lógica de la analogía,
es el mismo en estos textos privados, en los textos políticos
y en la poesía nacionalista. Su punto de fuga, de reunión, se da en
la dimensión imaginaria del sujeto Lugones, en el doble fantasmático
del cuerpo. Y desde un aspecto simbólico, este doble, como el blanco
de la luz lunar que cava un abismo donde “las cosas son cadáveres”,
ese sujeto que con su voz recubre la voz de los otros, se revierte sobre
el autor y lo aniquila.(20)
En ese
último sacrificio, en el cual puede ocurrir la identificación final
con el fantasma, con lo Absoluto, es posible sostener la trascendencia.
Realización, en la irrealidad, del amor supremo y de la excelencia heroica.
NOTAS
1.
Hacia 1926, Leopoldo Lugones y Emilia Cadelago —entonces alumna del
Instituto del Profesorado— se conocen casi por azar en la Biblioteca
del Maestro, que dirigía el escritor. Se inicia un romance clandestino
entre ambos que es, además materia de escritura epistolar y poética.
Lugones estaba casado con Juana González y años antes se jactaba de
ser el marido más fiel de Buenos Aires. En las cartas y poemas, la muchacha,
transfigurada, será Aglaura y también Clelia de Amoiga, Diamela Gacelio,
Leodia, la Amada Inmortal; Lugones firmará Leopoldo, pero también Osolón
de Ploquel. “¿Por qué se corta este ‘romance’ con la ‘novia inmortal’
como él llamaba a Aglaura?” —se pregunta Cárdenas de Monner Sans—. “No
podría precisar si fue en 1932 ó 33, cuando Leopoldo Lugones (hijo)
solicitó una entrevista a don Domingo Santiago Cadelago y a su esposa,
doña Emilia Moya. Santiago Cadelago era Ingeniero de la Armada Argentina
y tenía un concepto del honor —compartido por su esposa— muy finisecular.
Recibieron al visitante en su vieja casona de Villa del Parque. Lugones
(hijo) llegó intemperante, para alertar a los padres acerca de los amores
de su hija. El conocido comisario de la Policía de la Capital había
interceptado el teléfono de la familia Cadelago y tenía grabadas las
conversaciones de Emilia con ‘su’ novio, Leopoldo Lugones. Este le había
hablado de casamiento porque ya no podía vivir sin Aglaura.
La visita
se marchó dejando en los oídos de sus interlocutores la terrible sentencia:
‘Si no se corta esa relación, él, Leopoldo Lugones (hijo) comenzará
los trámites para lograr una declaración de insanía de su padre’ ” (Lugones
1984, 14-15). Emilia decidió la separación, conminada por su familia,
aunque Lugones le enviaba otras cartas y la buscaba en Buenos Aires.
Nunca se reunieron otra vez. Emilia murió el 12 de mayo de 1981. En
1984 conocemos los pormenores y documentos de su historia.
2.
Según Juan José Hernández, Lugones toma la imagen de la luna doncella
del mito de la triple diosa lunar, como emblema del erotismo crepuscular
de su escritura. Describe cuidadosamente su imaginario: la mujer-niña
transformada en novia espectral; los códigos socio-culturales que constituyen
la figura de la mujer —la moda, las prerrogativas de clase, los nombres—;
el sistema de valores estéticos que privilegia la privación, la desdicha,
el dolor, lo evanescente y la represión de la sensualidad, mediante
analogías poéticas; las transformaciones de los códigos del amour
courtois: el reemplazo de la dama por la doncella, del elogio del
adulterio por la fidelidad a la esposa, del regocijo sensual por cierta
angustia finisecular; la preservación del modelo jerárquico de la sociedad
feudal, para justificar por vía imaginaria la ideología fascista, la
obliteración del carácter genético del amor físico por las idealizaciones
del amor casto. El ensayo finaliza con una lúcida reflexión sobre la
Luna-Doncella como signo prohibido.
3.
El sujeto imaginario representado en la poesía erótica de Las montañas
del oro (1897), Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario
sentimental (1909) coincide con el del Cancionero y el epistolario:
—nos referimos a la imagen de sujeto que va conformándose como figura
discursiva en tanto participa del mismo código de erotismo—. Asimismo,
la relación entre la poesía de la patria y el enunciador predestinado
que, con diversas modalidades, se lee en las Odas seculares (1910),
las conferencias sobre el Martín Fierro recogidas en El payador
(1916), en los Poemas solariegos (1926) en el póstumo Romances
del Río Seco (1938), se repite en la prédica del nacionalismo autoritario
que cristaliza en el golpe militar de 1930. Hemos analizado este último
aspecto en el ensayo “Leopoldo Lugones: El canto natal del héroe” (Monteleone
1989, 161-180).
4.
Los procedimientos constructivos, las relaciones establecidas entre
sujeto y objeto imaginarios, el sistema de creencias, los códigos normativos
que constituyen el modelo del mundo que postula la escritura de Lugones,
adquieren su coherencia sistemática y, por así decirlo, su “principio
de realidad” en el horizonte de mundo que disponen la función autoral
y la recepción. No podría ser alterado como tal en cualquiera de sus
elementos constitutivos sin convertirse en una nueva evaluación ideológica
y sin replantear nuevos presupuestos en el orden simbólico-social; inversamente,
el cambio de la coyuntura implica un desplazamiento del modelo del mundo.
Este mecanismo se advierte con claridad en Lugones cuando el sistema
de la analogía como modelo del mundo se vincula con la función pública
de Lugones en el Centenario y luego como vocero del golpe militar de
1930. Si longitudinalmente el sistema de la escritura de Lugones mantiene
su lógica, la variación de la coyuntura transforma lo que era revolución
estética en conservadurismo, a partir de sus disímiles efectos en el
medio cultural. Precisamente el polo receptivo del texto modifica la
lógica del modelo del mundo que postula y, como aseguraba Tinianov (1970,
11-132), las modificaciones en su principio constructivo importan un
cambio en el sistema literario. Aquello en lo cual Lugones basaba la
eficacia analógica del Lunario, la rima, pasa a la periferia
del sistema en los textos vanguardistas; la metáfora, que en Lugones
era un valor complementario, se constituye en el agente de las “visiones
inéditas” de la vanguardia, situándose en el centro del sistema. En
tal sentido, no es un mero preciosismo el rechazo de la rima por parte
de Marechal en su polémica con Lugones desde las páginas de Martín
Fierro (Ver Prieto 1968, 61-69). La variación en la conexidad rítmica
del poema, transmutando elementos de repetición fonológicos en imagen
y en un tratamiento nuevo de los espacios de la página (como es patente
en Huidobro) implica una diversa objetivación del texto artístico. El
“primado de las formas de proceder constructivas sobre la imaginación
subjetiva”, como señala Adorno (1983, 40), ya se aprecia en los textos
vanguardistas y, por consiguiente, supone una modificación en la imagen
del sujeto.
5.
Octavio Paz llamaba la atención sobre la influencia de la tradición
ocultista entre los modernistas hispanoamericanos (1981, 135-136). Lugones
—lector de uno de los tratados teosóficos más conocidos a principios
de siglo: La Doctrina Secreta, de Hèléne P. Blavatsky, aparecido
en Londres hacia 1888—, proporciona un modelo fructuoso para estudiar
esa influencia. Atendiendo, por ejemplo, a las relaciones de la razón
instrumental con el principio de intercambio y el dominio del mundo
natural externo, en tanto presupuestos básicos del iluminismo, que generan
su opuestos irracionalistas en el fascismo —como lo analizan Horkheimer
y Adorno en Dialéctica del iluminismo— y pensando también la
reunión del principio de intercambio capitalista con el sistema de la
analogía —como lo estudia Rama en Darío—, podría establecerse una base
conceptual para estudiar el fascismo lugoniano, como receptor del sistema
que se lee en las doctrinas ocultistas, en correlación con los presupuestos
del iluminismo.
6.
Por cierto, las concepciones que se reproducen en La Doctrina Secreta
se recogen de diversos sistemas de creencias y religiones, pero su carácter
sincrético sedujo a numerosos artistas fineseculares. La propia Blavatsky
así lo reconocía: “El Ocultismo, ciertamente, se halla ‘en la atmósfera’
al final de este nuestro siglo” (1922, 71). La Doctrina Secreta
está dividida en siete volúmenes y está concebida como una “Síntesis
de la ciencia, la religión y la filosofía”. Se propone desvelar parcialmente
el lado “oculto” de la naturaleza, organizando las verdades arcaicas
de todas las religiones, probando su unidad fundamental. Blavatsky declara
pomposamente: “las enseñanzas contenidas en estos volúmenes, por incompletas
y fragmentarias que sean, no pertenecen de modo exclusivo, ni a la religión
Hindú, ni a la de Zoroastro, ni a la de Caldea, ni a la Egipcia, ni
al Buddhismo, ni al Islamismo, ni al Judaísmo, ni al Cristianismo. La
Doctrina Secreta es la esencia de todas ellas” (1922, 6). Con gran perspicacia,
Roberto Arlt se refirió al ocultismo en su artículo “Las ciencias ocultas
en la ciudad de Buenos Aires”, publicado en Tribuna libre hacia
1920. Allí consigna “El señor Leopoldo Lugones, que ha estudiado excesivamente
la Doctrina Secreta para no poder evitarnos recordar ciertas partes
de ella en su hermosa obra Las fuerzas extrañas,...” (Arlt 1982,
32). Para las relaciones entre los textos de Arlt y el ocultismo, mediado
por la figura de Baudelaire y el decadentismo, cfr. Rivera (1986, 24-28);
las relaciones entre su ciclo novelístico, el fascismo y el ocultismo
se tratan en Amícola (1981, 32-36). Ambos aspectos pueden reunirse en
la figura de Lugones, como referencia o punto de confluencia estética
y política en relación con la escritura arltiana, uno de cuyos inicios
simbólicos se cifra en el momento en que Silvio Astier roba Las montañas
del oro junto a los miembros del “Club de Caballeros de la Media
Noche”, en El juguete rabioso.
7.
Jacques Derrida señala, en la nota 8 de “La doble sesión”, que la mímesis
produce un doble de la cosa como imitación de un modelo, según la concepción
platónica del signo. Como tal, el doble no vale por sí mismo, sino por
el intrínseco valor del modelo. Ni bueno ni malo, el doble es por ello,
neutro. Pero si la mímesis es una duplicación —una nada en relación
con el modelo—, constituye una negatividad: un mal (ésta es la tesis
platónica de condena a la mímesis). La proposición inicial se invierte
si se piensa que el doble, aun como no-ser, existe: es un añadido, un
suplemento. Aunque parecido y verdadero respecto del modelo,
no lo es del todo: es inferior y posterior. Esta lógica
implica un orden de la verdad que se sustenta en el orden de aparición
del modelo y de su doble. Dicho orden se establece en base al primado
del Ser, de la Unidad primordial del Sentido, del modelo, por sobre
su doble —el logos, el lenguaje, la escritura— (Derrida 1975, 281).
En el sistema analógico funciona esta concepción del signo, de modo
que sus rasgos diferenciales se subsumen a un orden lógico superior
y central: el Sentido, que engloba todas las significaciones antitéticas
en la armonía unitaria.
8.
El Texto es un “mito del mundo” global y “realidad mística”, como esencia
objetiva del mundo simultáneamente signo y denotatum. El Texto
establece una relación jerárquica respecto de los textos, que son reflejos
metonímicos y metafóricos del todo. Así, el mundo se organiza espacialmente
por sistema antitéticos y, al mismo tiempo, por el isomorfismo universal
de los contrarios. Los textos son, así, manifestaciones integrales del
Texto (Cfr. Minc, 1979).
9.
Bástenos dos ejemplos de “Los mundos”, donde se tematiza el sistema
de la analogía y el Cosmos como un Texto: “esa potente ley que el orbe
rige, / que los dispersos átomos aprieta, / que la armonía universal
concierta” (Lugones 1974, 1126); “...y el espacio / es como abierta
página / donde su ojo atrevido deletrea / revelaciones de las cosas
altas” (1133).
10.
“La enseñanza fundamental de los misterios, proclamaba la sujeción de
todo en el cosmos, y el cosmos mismo, la ley de periodicidad, deduciendo
en seguida la vinculación esencial de todos los fenómenos, y la posibilidad
de dilucidar su causa por medio de la analogía” (Lugones 1910, 82).
“Hoy mismo, las proporciones numéricas rígenlo todo, incluso cosas de
expresión tan vaga como la música. Y es que la ley fundamental de la
periodicidad, comporta la proporción numérica, engendrando el ritmo
en la oposición simétrica de los fenómenos más arriba mencionada. Desde
la palabra a la circulación de la sangre, y desde el sistema solar hasta
la molécula, todo está determinado por un ritmo, o sea por proporciones
de número” (91).
11.
En La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica
(1969), M. Praz estudia los códigos del erotismo finisecular. Tributaria
de este trabajo, Lily Litvak analiza cuidadosamente el eros negro modernista
en Valle Inclán, en una de las secciones de su libro Erotismo fin
de siglo (1979).
12.
Hacia 1924 Lugones escribía en su Romancero: “Chicas que arrostran
el tango / con languidez un tanto cursi / la desdicha de flor de fango
/ trovada en letra de Contursi” (1974, 721), acaso con no menor cursilería.
“Flor de fango”, de Pascual Contursi, es una composición que posee un
valor fundacional en nuestra mitología cotidiana: es el primer tango
grabado por Carlos Gardel, el 9 de abril de 1917. Esa voz mítica, como
es sabido, dota de realidad a lo irreal: dibuja, por ejemplo, la figura
de una mujer que nace en un conventillo, se entrega oscuramente a las
delicias y resplandores del centro, asciende como querida de varios
personajes y en ese ascenso —que es un descenso moral— se pierde, hasta
retornar, desdichada e impura, al suburbio. Esta figura, que convenimos
en llamar Milonguita, de “piba de barrio” llega a ser “flor de fango”,
como apunta Noemí Ulla en su preciso estudio Tango, rebelión y nostalgia
(1982). Quizá no sea aventurado afirmar que desde 1917 creemos en Milonguita
y reconocemos su gusto por las alhajas, los vestidos a la moda, por
las botas de gamuza, por las polleras de seda crêpe. Lo cierto es que
el fantasma creado por las letras de Contursi, es una suerte de reverso
irónico del creado por los versos de Lugones, aunque no menos irreal.
Señalemos, de paso, que sería interesante examinar la figura femenina
en la poesía culta y en la poesía popular de la época, verificando sus
rasgos híbridos y entrecruzamientos.
13.
Bernardo Canal Feijoó relaciona el mentado arrebato fascista de 1924
“Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada” con
la concepción erótica de Lugones: “La espada será el símbolo manifiesto
de su erotismo, en su lírica y en su doctrina (y hasta en su conducta,
probándolo en este terreno a mayor abundamiento sus aficiones de esgrimista).
Símbolo palacino, al final, de su autocratismo. Puede advertirse cómo
en su simbólica, la idea de la espada transcurre por su estro enredada
en claros sobreentendidos fálicos” (1976, 54).
14.
En Prometeo se lee: “La blancura y el silencio como estados estéticos
desconocidos del arte antiguo, tienen grande importancia en el nuestro.
(...) y así, existe para nosotros una relación evidente de la blancura
con la soledad, el silencio y la poesía. (...). El amor al silencio,
nos viene de las meditaciones cristianas sobre la muerte, y forma hoy
el alivio supremo de la inquietud que nos devora. (...). La plenitud
del silencio nos proporciona una felicidad correlativa de lo que podríamos
llamar la poesía de la blancura. Demasiado llenos de ideas contradictorias,
en ese elemento se reintegra nuestro ser consigo mismo. (...). El silencio
habita en la sombra de los sepulcros y en la luz total de las estrellas.
La paz suprema, es silencio. La inmensidad, silencio es. Y la población
del silencio son esas ideas, calladas y sublimes a su vez como las estrellas
y las tumbas” (Lugones 374-375). Cfr. la relación entre el blanco y
el cuerpo femenino en Darío, establecida por Sylvia Molloy (1981): mujer
como espacio blanco que una voz colma y vacía de identidad y que, en
consecuencia, transforma en espacio inerte que se posee.
15.
En “La blanca soledad” se lee: “La luna cava un blanco abismo / de quietud,
en cuya cuenca / las cosas son cadáveres / y las sombras viven como
ideas, / uno se pasma de lo próxima / que está la muerte en la blancura
aquella. / De lo bello que es el mundo / poseído por la antigüedad de
la luna llena / (...) / y sólo permanece en la noche aciaga / la certidumbre
de tu ausencia” (1912, 52-53). En “El canto de la angustia”: “Brotó
la idea, ciertamente, / de los sombríos objetos: / el piano, / el tintero,
/ la borra de café en la taza, / y mi traje negro. / (...) / Y grité
tu nombre / con un grito interno, / con una voz extraña / que no era
la mía y que estaba muy lejos. / Y entonces, en aquel grito, / sentí
que mi corazón muy adentro, / como un racimo de lágrimas, / se deshacía
en un llanto benéfico. / Y que era el dolor de tu ausencia / lo que
había soñado despierto” (54-58). En “Historia de mi muerte”: “Soñé la
muerte y era muy sencillo: / una hebra de seda me envolvía, / y a cada
beso tuyo, / con una vuelta menos me ceñía. / (...) / Y poco a poco
fue desenvolviéndose / la hebra fatal. Ya no la retenía / sino por sólo
un cabo entre los dedos... / Cuando de pronto te pusiste fría, / Y ya
no me besaste... / Y solté el cabo, y se me fue la vida” (70).
16.
“La analogía —escribe Octavio Paz— es la metáfora en la que la alteridad
se sueña unidad y la diferencia se proyecta ilusoriamente como identidad.
Por la analogía el paisaje confuso de la pluralidad y la heterogeneidad
se ordena y se vuelve inteligible; la analogía es la operación por medio
de la que, gracias al juego de las semejanzas, aceptamos las diferencias.
La analogía no suprime las diferencias: las redime, hace tolerable su
existencia. (...). La ironía es la herida por la que se desangra la
analogía; es la excepción, el accidente fatal, en el doble sentido del
término: lo necesario y lo infausto. La ironía muestra que, si el universo
es una escritura, cada traducción de esa escritura es distinta, y que
el concierto de las correspondencias es un galimatías babélico” (1981,
109-111).
17.
En el trabajo de Minc antes citado sobre la estética simbolista, se
analiza la relación entre el Texto como “mito del mundo” y sus realizaciones:
los “textos de la vida” y los “textos del arte”. Habría dos polos donde
los textos de la vida y el Texto se unen: en el primero, los textos
de la vida y los textos de arte serían equivalentes, por establecer,
respecto del Texto, una relación de isomorfismo: en el segundo, los
textos de la vida serían desechos, jirones sin sentido del mundo, mascaradas.
Pero Minc concluye: “La ‘acción conjunta’ de estos dos polos los llevará
ya sea a percibir ‘los textos de la vida’ como textos a la vez completos
y deficientes, ya a representarse la realidad de su época como una suma
de textos deficientes, y la vida ‘normal’ (ideal) como una suma de textos
organizados según las leyes del arte” (1979, 140). El caso de Lugones
sería similar a esta última noción de los simbolistas.
18.
Reiteramos que el análisis de este aspecto se completa en nuestro artículo
“El canto natal del héroe”, como lo advertimos en la nota 4.
19.
Citemos sólo dos ejemplos: “Y tus pañuelos, tus guantecitos, tus flores,
tus cintas que anudo fuerte, fuerte, con la ilusión vivísima de tu posesión
boca con boca como fue y es: devorada hasta la muerte” (Lugones 1984,
83). “No te dije en vano que quiero verte, adorarte, estrecharte, matarte
de amor, devorarte viva; viva, como cuando agonizabas en mis brazos.
Todo lo demás es indigno de nuestro amor. Es negación de vida inútil.
No se puede continuar padeciendo así. Esto no es amenaza. Hay un extremo
de tensión que corta las cuerdas y las vidas. El heroísmo de amor puede
exigir sangre, pero no ceniza. La inmortalidad de Aglaura no es una
perpetuación de mármol” (89).
20.
Noé Jitrik propone una explicación del suicidio de Lugones con la que
nuestro esquema podría coincidir parcialmente: “la sociedad, como sistema,
primó en él, lo venció desde adentro, le estuvo susurrando durante años
que no debía insistir hasta que —a pesar de celebrarlo— para dar satisfacción
a esas voces —poniendo claramente en evidencia que no había satisfacción
posible ni esperable para sí— se mató” (1975, 71).
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