Hacia qué límites del agua y de la lengua

Marcelo Pellegrini
University of California, Berkeley

Desde que comencé a leer la poesía de Edgar O’Hara (Lima, 1954) me sorprendieron dos metáforas que con el tiempo he llegado a considerar dentro de sus más recurrentes y significativas: una es "la lengua"; la otra, "el límite" o "los límites". Ambas han sido incorporadas, incluso, a los títulos de algunos libros de este poeta y ensayista peruano de la generación del ’70. Cito a modo de ejemplo: Lengua en pena (México: FCE, 1988); Límites del criollismo (Valdivia, Chile: Paginadura, 1991) y Hacia qué linderos (Lima: Jaime Campodónico, 1995). En el caso de "la lengua", sospecho que se trata –como sucede con todo poeta genuino- de un vocablo de múltiples significados; esa lengua puede ser el idioma en que O’Hara escribe, es decir, un personalísimo idiolecto que mezcla el español limeño de los ’70 y ’80 con –entre otros- los clásicos del siglo de oro y las realizaciones de la mejor poesía peruana e hispanoamericana de Eguren a Luis Hernández, pasando por Westphalen, Sologuren y Eielson. O puede ser la lengua como órgano fisiológico, la misma que O’Hara utiliza para articular vocablos en sus clases de la Universidad de Washington (Seattle), o para saborear un buen arroz con pollo (con receta del exilio); o para celebrar a la distancia los goles del Sporting Cristal, el equipo de sus amores; o para volver a gritar, esta vez en sueños, los que marcaba para el Aurora, cuando O’Hara era jugador amateur y, cual Camus criollo, aprendía lecciones de moral que nunca olvidaría.

Con respecto a "los límites", podríamos aventurar una explicación que los lectores quizá ya adivinan: se trata de las fronteras de la escritura. Ese es el sentido, creo, de un título como Lengua en pena, donde la posibilidad misma de expresión se encuentra condenada porque, dice O’Hara, "el poema es el cuerpo de nadie" (p. 45). La poesía es un "oficio de persistir", como se titula el texto del que he citado la primera línea, aunque estemos condenados al silencio: "ni risa ni llanto ni siquiera la posibilidad / de convencer a las letras si la lucha / de clases / no resuelve la sombra de un hombre atosigado / de vida." (Ibid., p. 46). Lo mismo sucede con los "linderos", que es otra manera de decir "límites": "Poetizar devino preludio en el diafragma, cadencia de las placas de imaginación y derrame." (Hacia qué linderos, p. 36). Los límites de la lengua, entonces, como el preludio de lo que puede ser o, en todo caso, es de una manera inusual: el poema, tierra de promisión, eternamente ajeno a la realidad que pretendemos hacer que nombre.

Por el agua oscura (Buenos Aires: Tsé= Tsé, 2003) es el hasta ahora último jalonamiento de esta poética de los límites. Más de doscientas páginas de poemas inéditos, escritos entre 1998 y 2002, que revelan una productividad que tiene mucho de ejemplar. Soy testigo de ello: más de una vez, en las lluviosas noches de Seattle, mi teléfono sonó de repente; del otro lado de la línea venía la voz fresca y jovial de Edgar diciéndome que había terminado de escribir o de revisar una serie de textos. Más de una vez también lo vi en su oficina de la universidad, a ritmo de Miles Davis o Herbie Hancock, dándole los toques finales o iniciales a algún poema concebido tal vez en los sueños. O’Hara estaba pasando por una exaltación creativa que, según me dijo varias veces, desde hacía mucho no experimentaba. Esa ebullición verbal siguió su curso, y yo continué siendo, esta vez desde la distancia geográfica que hay entre Seattle y California, su testigo admirado. Ya casi cuando terminaba el manuscrito de su libro, Edgar me confesó que sentía que esos poemas hablaban por él. Nuestro autor vivía de este modo, y de manera muy íntima, su propia alegría de crear, teñida, claro, de aquellas tristezas y soledades parciales que son la sal del oficio. Del fuego de ese volcán O’Hara pasó, previa revisión de lo logrado en su lucha con el ángel, a la oscura calma del agua que da título a su libro: "Costumbre / mantenerse como el verano / en la primicia de una lengua / asombrada en susurro." ("Escondite a la intemperie", p. 22). El agua de estas páginas (sigo con la metáfora volcánica) posee para mí la rara fisonomía de la que se acumula en algunos cráteres luego de la erupción, formando lagos de extraña belleza: agua quieta como un espejo, mezclada a esa piedra que alguna vez fue ígnea, imagen de la tranquilidad luego del espasmo: "Detrás del latido de las olas, / No había más palabras que las que fueron / Alguna vez." ("Noche en San Bartolo con Las Águilas", p. 179).

El límite adquiere aquí, además, otras formas, cercanas, por un lado, a la reflexión metapoética: "el camino al poema está empapelado / de luengas vacilaciones." ("Cuándo y con qué antecedentes", p. 39) y, por otro, al erotismo: "Las fronteras del mundo son las de tu cuerpo. / Allí comienza el resplandor (…) Tal vez / sólo procuro seguir en vilo / y respirarte / en los límites que manda la luz, / en el límite, a oscuras, de aquella palabra." ("Diálogo en los límites", p. 201). Hay, sin embargo, un trazado fronterizo que predomina sobre el resto de las demarcaciones mencionadas y que señala dos ámbitos predilectos de este poeta: los recuerdos reelaborados como imágenes verbales y las vicisitudes del oficio. Por el agua oscura ofrece, muchas veces en claves que tocan los filos de la adivinanza profética o el recuerdo mítico, un compendio bastante amplio de la autobiografía de su autor; también, el libro nos muestra, generosamente, los rincones más escondidos de su poética. Todo ello roza, al mismo tiempo, las astillas de un dilema vocacional (frontera y límite de nuevo) que O’Hara nos deja contemplar a través del oscuro bosque de su palabra: la duda metódica entre el fútbol y la literatura. El poeta tuvo que optar entre el rectángulo verde (lleno de límites trazados con tiza o cal, hay que decir) y la pálida página (¿de cal, de tiza, de desnudez?) cuyos caracteres negros –piedra negra sobre piedra blanca, para decirlo con Vallejo al fondo- hacen el poema. Ya sabemos o adivinamos, por cierto, la decisión que tomó. Pero el fútbol es, también, territorio preñado de semántica; esto O’Hara lo tiene muy claro, y su poesía no ha echado al olvido esa lección, que lo acosa como una herida: "Y no supe, / aunque sentía / esa grieta, / qué camino seguir, / pese a que Celine me lo insinuara / hasta el fin de la noche, / pese a que Padilla me lo dijera al oído / con aquella trapecista de los saltos mortales" ("La grieta", pp. 177-178).

Muchos de esos destellos están (re)elaborados en prosa; otros, en verso. Las ilusorias diferencias genéricas en la obra de O’Hara muestran su espléndido dominio de la composición. Por el agua oscura es, con todas las diferencias del caso, un jardín de formas en la línea del Darío de Azul y de Prosas profanas. Algunos poemas del limeño se acercan decididamente al relato, con una trama y personajes que nos llevan a un centro emocional en el que reconocemos sus semillas, vibraciones de un "sueño [que] / labra otra certeza" ("Ruego de palabras, riesgo de navajas", p. 224).

O’Hara ha creado para sí mismo una lengua llena de particularidades expresivas que merecen un comentario más extenso que éste. Me permito, sin embargo, mencionar dos: la abundancia de interrogantes "indirectas" –sin signos de preguntas que las flanqueen- portadoras de un tono de pesadumbre inquisitiva: "En qué raíces, en cuáles bienes." ("Bienes y raíces", p. 79); "a paso firme un pabilo ceniciento, / peldaño tras peldaño, / a qué velada." ("La carta, el poema, el castor", p. 13). Otra: las comparaciones de ciertas características o aptitudes de personas con la comida, como en el excelente relato "Recalcitrante con el destino", donde el protagonista de la profecía de la gitana, a quien ella llama "chinito" es, sin embargo, "más japonés que las algas" (p. 189). Este "papiamento", que el editor del libro, Reynaldo Jiménez, menciona oportunamente en su nota de la contratapa, constituye la marca poética de O’Hara. La producción de este lenguaje en segundo grado es gratuita (utilizo la palabra sin ningún sentido peyorativo); es un aire que nos da vida, aunque su acción en el curso de la realidad parezca ilusoria. Nuestro poeta lo sabe muy bien: "El poema no cambia nada de inmediato. / El poema no cambiará nada después." ("De la noche a la mañana", p. 215). En ese sentido, O’Hara se halla muy cercano a la posición de Jorge Teillier, uno de sus poetas latinoamericanos favoritos, quien en su texto "Despedida" dijo que los poemas son "palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar." O’Hara nos dice también otras cosas verdaderas: que no nos vayamos sin conocer el amor, que éste es "pasto mecido por el viento" ("De amargo cantar", p. 198), que el agua existe con paciencia y sin reclamo, que el día crece en la yema de los dedos, que "cualquier palabra que me digas / cualquier palabra que te diga // o que nos diga o nos digamos / hundirá su huella invisible / en el vórtice del silencio" ("Ruego de palabras…", op. cit.). En definitiva, Por el agua oscura nos enseña que el origen nos acecha en cada esquina como duende o como sol, y que nuestra tarea es –quizás- encontrarlo transformado en esa "estrella de tu prisa, sonámbula" que nos dice el último verso del libro. Celebremos, entonces, la espera de ese acontecimiento.


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07/17/2003
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