ROCK Y POESÍA: LA NOCHE DE MARSELLA
por Jorge MonteleoneCaminata
Un sábado por la noche, el 29 de setiembre de 1928, en Marsella, Walter Benjamin, tras largos titubeos, toma haschich. Se tiende en su cama, lee y fuma, es decir, sitúa su cuerpo en el vaivén acostumbrado de la intimidad. De pronto, lo más familiar, lo que ve siempre por la ventana se vuelve extraño y parece adquirir la brutalidad enérgica y eficaz de un homicidio que se mira sin querer: la calle, dice Benjamin, "la calle que he visto tantas veces es como un corte hecho con un cuchillo". Ya no puede leer ni escribir: el universo de sentido le es, de golpe, inaccesible, a tal punto que el acotado espacio de su conciencia acorralada lo arroja, literalmente, a la calle. Benjamin sale a la noche de Marsella. Recorre al azar calles y bares. Cree a un tiempo que la ciudad no es lo bastante grande a su paso o que la mesa que ocupa es enorme, dilatada. Ya no se siente solo cuando advierte que todas las caras que ve son conocidas, familiares, pero luego nota en ellos nítidos rasgos de animalidad. Come paté de Lyon que, cómicamente, se transforma en pastel de león. Bebe cassis. Ahora vuelve a leer, pero sólo los nombres inscriptos en el urinario y los nombres de los botes amarrados en las dársenas.
En la taberna del puerto lo acosan una presión en el estómago, un zumbido y un súbito bienestar. Al alba, recordará la embriaguez con la figura de una flor calidoscópica: las intermitencias del cuerpo, como prismas móviles, compusieron una forma nocturna que nunca alcanzó la experiencia del día. LLega a una sala de baile, a la que llama "centro del libertinaje" con el agrado y el tono menor del que dice "el centro del hogar". Escucha una música de jazz que suena fuerte y que se apaga. Benjamin escribe: "He olvidado con qué motivación me permití marcar su ritmo con el pie. Eso va en contra de mi educación, y no ocurrió sin forcejeos interiores. Hubo momentos en los que la intensidad de las impresiones acústicas eliminaba todas las demás. Sobre todo, en el pequeño bar todo desapareció de pronto en un ruido, no de calles, sino de voces. Y en ese ruido de voces, lo más peculiar era que todas sonaban a dialecto. Se habían parado en el grado dialectal"
El lenguaje de lo exterior
Benjamin, acaso inspirado por los paraísos artificiales, obtuvo del haschich una experiencia suplementaria y diversa: sintió un shock por el cual la conciencia cedió a los estímulos. El recuerdo de su noche, que trata de describir, no puede recuperarse ni transmutarse, ya que su forma, perfecta, fue instantánea. Cuando el mundo acostumbrado se abre como un tajo, no puede leer ni escribir y su conciencia lingüística vacila, para ser ganada por el lenguaje algo oscuro del mundo exterior: palabras de la calle, objetos que no guardan su proporción, comidas que cambian el nombre en el curso de un bocado. En la noche de Marsella su cuerpo itinerante llama y percute, responde al ritmo de los pasos en las calles, calles cuyo ruido las transforma en voces, voces que no se entienden del todo y se perciben en su misma materia sonora, autónomas y libres de un sentido preciso. Este ritmo nuevo para su conciencia desamparada le causa extrañeza y, en contra de su educación -su educación de claustro, de biblioteca, de mesa de luz-, debe seguir con los pies el ritmo de la música que escucha. Podemos imaginar que Benjamin percibió el ritmo de una energía corporal que lo desconcertó en un vaivén imprevisible: un vaivén de altamar en la quietud de la ciudad nocturna, un vaivén que lo arrojó por la borda de su intimidad hacia lo que él mismo llamó "el despilfarro de la propia existencia que conoce el amor". Quizá entrevió allí una experiencia estética que, sin duda, la literatura no agota. No sabía, no podía saber, que esa experiencia nueva encarnaría de un modo especial en el rock.
Música rozada
El rock es una forma artística que pone el ritmo y las cargas de energía corporal en el centro de una significación nueva. Aquello que Barthes llamó significancia: el sentido en cuanto es producido sensualmente. En el poema, ese elemento de ruptura está dado por los efectos musicales del lenguaje, las repeticiones, los juegos rítmicos, el sin-sentido, la alteración de la sintaxis, los neologismos, etc. Corresponde a los arcaísmos del cuerpo previos a la adquisición del lenguaje establecido, que pueden percibirse en la infancia más temprana y que podemos asimilar siempre a ritmos vocales o de movimiento. El lenguaje poético conserva, estiliza y explora hasta la saciedad esos efectos, al situarse entre esos arcaísmos pulsionales y el lenguaje comunitario. En la música o la danza esos arcaísmos son dominantes, pero no dejan de conformar un tipo de lenguaje vinculado con lo no dicho y corresponden al espacio imaginario del goce, del afecto, de la satisfacción. En el canto, el punto de contacto donde una lengua se halla con una voz manifiesta la presencia de un cuerpo. El sitio áspero o deleitoso de una materia corporal que arrebatan los signos. Esa presencia también se adivina en la música instrumental: menos en la técnica o en el rigor mismo del ejecutante, que en la imagen del cuerpo al ejecutar y la inflexión física que se da en el estilo.
El rock lleva al extremo estos rasgos: con respecto al resto de las formas artísticas hay una evidente diferencia de grado. Combinada con la música y el canto, en la letra de rock, el ritmo no está representado por el acento o la rima del poema, sino por el golpe (beat) y su expansión periódica en las bases rítmicas. El golpe alcanza su repercusión y reverberación máxima en el cuerpo, donde estalla. El cuerpo se abre como una luz dispersa en múltiples puntos luminosos o padece una implosión de energía negativa -es lo que va de la expansión psicodélica de los sesenta a la opresiva música dark de los ochenta-. Pero allí donde el poema se escande, allí donde la palabra ritma, la letra de rock finaliza en un cuerpo que le da su acento silábico: no hay rock sin ese acento corporal. Aunque la letra de rock no es literatura, su efecto es, sin embargo, poético. El rocker alcanza, de algún modo, la utopía surrealista: habitar una imagen.
La guitarra quemada
El término rock, que se traduce por "agitar" u "oscilar", es el índice de una significancia vibrante: su manifestación originaria se da en la guitarra eléctrica y en la amplificación sonora. La capacidad de sostener una nota y distorsionarla, de rasgar su textura en el acople hasta el límite insoportable del zumbido, de frasear en el equilibrio precario de una melodía que roza largamente su conclusión, de repetir un tema o acelerarlo o retardarlo, de alterar la armonía y tensarla y volverla discontinua, no nos habla tanto de la guitarra como del canto de un cuerpo eléctrico. La pronunciación de una lengua energética en la morada luminosa que habita un cuerpo constelado. El ejemplo más eficaz de esta fricción entre cuerpo e instrumento lo da Jimi Hendrix, que llegaba a tocar con la guitarra detrás del cuello o ejecutarla con los dientes: representaba un cuerpo que busca una fusión salvaje y erótica con el instrumento para hallar su organicidad eléctrica. Hay, al menos, tres momentos emblemáticos de Hendrix, que los rockers no pueden olvidar. Uno, la ejecución del himno norteamericano en la guitarra de Hendrix, que se distorsiona progresivamente hasta sonar como disparos, como bombardeos, como napalm en la foresta que crepita. Allí se mostraba el envés monstruoso de lo patriótico: era Vietnam. En ese acto, el cuerpo rocker se presenta como centro de lucha con el poder y la institución, expuesto en lo físico cuando altera en su ejecución la versión dominante. Los otros dos momentos de Hendrix corren paralelos: Hendrix quema su guitarra al final del conciertgo que es, también, el final de un amoroso vértigo solipsista con el sonido, una pequeña muerte eléctrica que acaba en fuego; o bien Hendrix, excedido de sí en las giras, el alcohol y las drogas, muere al llegar al hospital de Kesington, hacia 1970, asfixiado por su propio vómito. En la guitarra ardiendo o en el cuerpo ahogado en su excrecencia, se cifra el momento más extremo de un organismo desgarrado en su pérdida, como si la energía material se consumiera a sí misma en llamarada: revela dramáticamente que la energía rocker produce, pero también gasta. Aquello que sostiene esa llama viva, decía Pete Towsend, son cuerpos, cuerpos y cuerpos.
Todo oyente ejecuta
En el rock, el uso de la voz es la puesta en juego del cuerpo material en las variaciones de un canto. Un canto que elude la expresividad modulada y la técnica, en favor de una dicción llevada al extremo. Del susurro a la histeria, de la respiración al grito, del relato a la interjección, el sentido aparece extrañado con el efecto que en Benjamin evocaba el "dialecto" marsellés: no se habla bien. Las palabras de la cultura letrada son reemplazadas por voces callejeras, o por el ruido de la calle como voz encarnada, o se someten al imperativo de un jerga marginal. Pero además la letra de rock no se entiende bien: en la poesía rocker no importa sólo aquello que se dice sino, acaso sobre todo, cómo es pronunciado y cómo se oculta y desoculta en la masa sonora. Pero a la vez la escucha nunca es neutra: necesita de la amplificación o de los auriculares, es decir, situar la propia energía corporal en la encrucijada del ritmo, realizándolo. Barthes, que escuchaba a Schumann como si se tratara de un rocker, escribió: "En el plano de los golpes todo oyente ejecuta lo que oye. Así pues existe un lugar del texto musical en el que se anula toda distinción entre el compositor, el intérprete y el oyente". Precisamente desde el golpe, el cuerpo de la escucha rocker ejecuta: en el rapto rítmico de los pies; en el golpe del bajo en el estómago; en el baile y la gesticulación; en el canto, que se grita; en la mímica de los movimientos del ejecutante. En el pogo, ese baile inventado por los punks, que consiste en saltar rítmicamente y ocupar el espacio del otro por efecto de la propia agitación, en una cadena de breves y continuas avalanchas que se repiten una y otra vez cuando los cuerpos se entrechocan: las bandas donde reverbera, multiplicado, el golpe de la banda.
Combinatoria
Ritmo, cuerpo y lengua. En la combinación de estos elementos en el tiempo sería posible describir una historia del rock, desde las articulaciones políticas, la indumentaria, la letra o el sonido. La erótica del cuerpo rocker o su transgresión de fenómenos disciplinarios; la moda (quizá en su manifestación más radical y distinta: el dandysmo, vocablo que remite a un ritmo al aparecer en Inglaterra, el vaivén o contoneo de un carruaje: dan-dy), la singularidad en el ropaje, la disposición física, el pelo, la máscara del gesto, como manifestaciones variables en el tiempo, acaso como un ritmo de identidades que cambian y se enfrentan; la letra como ideología o consigna, habladuría o sinrazón; el punteo, el estridor crudo, la textura: alear de aguas, mero percutir terrestre, luna sola del sonido.
Jorge Monteleone: Docente y especialista en teoría literaria sobre el imaginario poético, en poesía hispanoamericana del siglo XX y en rock argentino, Jorge Monteleone es fundador y co-director de la revista de poesía y poética Abyssinia. Buenos Aires, EUDEBA, órgano del Aula de Poesía de Buenos Aires, con sede en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; director de la revista académica anual Reseñas Bibliográficas (1, 2, 3, 4, 5/6) del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; coordinador de la Comisión de Publicaciones del Instituto de Literatura Hispanoamericana (UBA); e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con sede en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Copyright Notice: all material in everba is copyright. It is made available here without charge for personal use only. It may not be stored, displayed, published, reproduced, or used for any other purpose whatsoever without the express written permission of the author.
This
page last updated
|