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Montejo: Partitura de una contramúsica incesante
Miguel Gomes

Desde hace al menos tres decenios Eugenio Montejo constituye para los lectores de poesía hispanoamericana una alternativa fundamental. Una vez establecido el canon de la primera postvanguardia, con figuras de indiscutible centralidad como las de Paz, el segundo Borges o Parra, los autores cuyas obras se consolidan a partir de los 1960, en su deseo de renovar el panorama lírico, han apostado en muchas oportunidades por lenguajes extremos, cargados de un pathos a veces truculento, a veces trágico, casi siempre neovallejiano, cuando no han preferido las vías opuestas del cerebralismo o la grandilocuencia solapada del epigrama y lo prosaico. Montejo ha representado otra manera de hacer poesía: de nuestro tiempo, sin ser escandalosamente moderna (o "post-moderna"); llena de humanidad, sin recaer en lo sensiblero; equilibrada y serena, sin el hieratismo de los "maestros". Esa aleccionadora falta de interés por "estar al día" o por aparentarlo le ha granjeado numerosas simpatías, pero es la mesura y la consecuente calidad hasta cierto punto atemporal de su labor lo que ha llamado la atención de numerosos comentaristas de diversas generaciones, entre los que se cuentan algunas de las voces más notables de la crítica hispánica: Guillermo Sucre, Pedro Lastra, Francisco Rivera, Esperanza López Parada, Américo Ferrari. La publicación reciente de Partitura de la cigarra confirmará el puesto privilegiado que hoy ocupa su autor.

En muchos sentidos, es posible ver en este volumen una summa montejiana que reprocesa importantes ecos de todo lo ya publicado por el poeta y los amalgama en una extensa pieza —por eso novedosa en la obra que nos ocupa— que da título al libro y comprende toda su segunda sección. En efecto, los personalísimos topoi de la imaginería "cósmica" de Montejo —así la llamó Francisco Rivera— surgen nuevamente aquí, desde el primer poema hasta el último de la colección; en ellos encontraremos seres y objetos familiares: la cigarra, el gallo, el sapo, el tordo, la vela, los árboles, el paso de las estaciones, las ciudades que vienen y se van. Orfeo, figura tutelar del autor, en distintas secciones también interviene. Pero esa referencialidad a una carrera literaria no se transforma en el homenaje a sí mismo de un creador que se conoce y se imita; hay en ella un dejo problemático, acaso autocrítico: el escritor desanda sus pasos o revisita su mundo de ficción no complacidamente, sino intentando dar con aspectos ocultos, con un más allá de lo hasta ahora representado por sus palabras.

Intentaré ser más específico. He aludido en ensayos previos al saudosismo palpable en Montejo: retomo aquí el término no sólo por la simpatía que siente el poeta por la lengua y la cultura portuguesa —de la que hay múltiples rastros temáticos y hasta léxicos en su escritura—, sino porque la particular nostalgia de esta poesía se caracteriza, como la saudade, por enfatizar la índole paradójica de lo sentido como "ausente", presencia que se niega a sí misma. No me limito a parafrasear lo inmejorablemente dicho en el poema "Los ausentes" (pp. 28-9) o en pasajes de "Partitura de la cigarra" ("el tiempo que intercambia la presencia y la ausencia" p. 51; "en el aire miré mi propia ausencia" p. 69); a lo que voy es que el libro más reciente de Montejo se distingue de su producción anterior por formalizar casi gramatical o retóricamente —en el buen sentido de la palabra— el saudosismo. Lo ausente se recalca una y otra vez gracias a dos operaciones que resultan en varios casos el núcleo del decir: una de ellas es metonímica o sinecdóquica; la otra, dominada por el oxímoron. La imagen del universo que nos depara el poemario, así pues, puede describirse como tremendamente móvil y, en sus momentos más radicales, contradictoria, imbuida de la atractiva negatividad de quien descubre el envés de las cosas.

La metonimia, recuérdese, es el tropo que permite eslabonar imágenes según lo que social o lingüísticamente hayamos convenido que las vincule: de ese modo, la mención de "bandera" puede remitir a una nación; la de "horizonte", a la tierra. La sinécdoque explora la integración del todo y las partes: el "remo" es la barca; la "ola", el océano. En esos desplazamientos se configuran muchos versos de Montejo: "Se extingue el vuelo y permanece el pájaro / [...] / ¿Por qué hay cantos a bordo de su vuelo?" (p. 22); "La voz desierta a la que no le queda padre" (p. 58); "Ya el grito verde sube al árbol, / ya la cigarra redobla sus sones" (p. 65). Podríamos citar al menos un ejemplo de tales preferencias tropológicas en cada composición incluida en Partitura, por lo que no creo exagerado afirmar que estamos ante una verdadera obsesión estilística que pareciera responder —o amplificar vertiginosamente— la célebre pregunta formulada por W. B. Yeats en Among School Children: How can we know the dancer from the dance? Ahora bien, esas esencias que dan la sensación de continuamente trasladarse de las cosas a todo lo que ellas generan o todo lo que las roza o constituye, como ya he sugerido, culmina en un movimiento contrario en el que las asociaciones por oposición acaban adueñándose del poema. En este punto, la metonimia o la sinécdoque ceden el paso a figuras que se alimentan sea de francas enmiendas de plana, sea de imposibilidades semánticas que rayan en lo indecible —misticismo de cuño montejiano. Me refiero a lo que se percibe ejemplarmente en el poema "La puerta": "Nada de nieve en esta puerta, / sólo calor, madera que se dilata / y cantos de cigarra. / No nieva dentro ni fuera de la casa / [...]. / Nada de nieve: patios soleados / [...]. / Y la puerta atascada / de tanta nieve no caída / que siempre sigue no cayendo / hasta que todo este calor se vuelve frío" (p. 19). El cosmos de Partitura rezuma esas modalidades explícitas de la ausencia: "Canto sin gallo, pero que se oye" (p. 21); "Árboles que patinan, pero que no patinan" (p. 23); "De cualquier estación, sea la que fuere / no queda por caer hoja ninguna" (p.25); "Pasan parejas con paraguas. Pasan paraguas sin parejas" (p.27); "En la oquedad que deja la cigarra en el aire / cuando no canta / [...], / en su canto sin canto... " (p. 49). Creo que el concepto de "Contramúsica", desarrollado por una de las piezas más memorables del conjunto, describe con exactitud lo que está produciéndose en este discurso: "En vano intento que escritas en mis versos / las palabras no riñan unas con otras. / Ya se sabe que se odian sólo con verse // [...].// Acaso sea la música del odio, / la querella de parte y contraparte / que hace girar las cosas, los tonos, los silencios // [...].// Tan pronto llegan, las palabras se retan, / se baten, se combaten, no cesan, / viven en guerra como los átomos del mundo, / como los glóbulos de la sangre" (p.18).

La negatividad y la —relativa— violencia que distingue esta Partitura de la producción anterior del autor, a mi entender, son perceptibles como dialécticas: oblicuamente arraigan la cosmovisión que ha urdido Montejo durante años en los dominios de lo histórico. Lo que algún lector superficial equívocamente haya podido sentir en estos versos como "metafísico" o "espiritual" en la acepción New Age de ambas palabras se revela más bien como materialismo —eso sí, no grosero sino sobrio; el esbozado en "¿Quién trajo un cuerpo?": "Podemos irnos, pero el cuerpo se queda / y se quedan los ojos y las manos, / el caballo y la piedra" (p.22); es decir, la tensión de lo presente y lo ausente engendra persistentemente nuevas realidades, se opone a lo inerte, a las concepciones estáticas del entorno, a la ilusión de identidad o totalidad de quienes aspiran a "ser" para siempre. De una manera inteligente, y a diferencia de tanta mala poesía "comprometida" que se propone hacerlo, el escritor le es fiel al vocabulario de los sentidos sin por ello someter su comprensión del universo a crudas reducciones que se excusan bajo la consigna del pragmatismo. Puede verse con Partitura que para Montejo el mundo de las cosas está sumergido en una batalla persistente; no cuesta colegir que la otra batalla, la que se desarrolla, como sabemos, en el ámbito social, es consecuente con esa situación: nada indica que en esta poesía lo natural y lo humano se opongan; todo lo contrario: desde el primero de sus títulos se constata el deseo de integrar lo que para muchos ha sido una dicotomía irreconciliable. En medio de poemas sobre la geografía, la flora, la fauna o la intimidad del hablante, la súbita mención en Partitura de una Venezuela atrasada, estancada en el caudillismo del siglo XIX y principios del XX, sustenta fehacientemente la analogía anterior: "Queda el mismo país siempre soleado, / de feraces paisajes, veloz música, / minas, planicies y petróleo, / país de amada sangre en nuestras venas, / que no termina de enterrar a Gómez" ( p.20).

Lo que hace de Montejo un excelente poeta radica no tanto en lo sutil y consistente de esa línea ideológica —que cualquier otro tipo de pensador, literario o no, podría compartir—, sino en lograr acompañar dicha progresión intelectual con el cuerpo de su escritura: la dialéctica encarna en la forma misma del poema. Véase, a modo de ejemplo, cómo se obtiene la síntesis en "La vela" —si en el primer verso el personaje y el objeto que lo acompaña son entidades distintas, en el cuarto establecen una relación que culmina en fusión hacia el noveno: "Escribo al lado de esta vela, / de esta vela que tiembla. / Le queda llama, pero tiembla, / cree, como yo, que ya no cree, / que alumbra sola frente al universo. // Despacio cae indescifrable la noche / con sus astros girando. / La vela erguida, contra el mundo, arde, / y en mi cuaderno lenta se derrama / su luz atea". El resultado de ese proceso se proyectará después sobre el universo, transformado en campo de tensiones, desplazamientos, pero, sobre todo, movimiento perpetuo: "Estamos solos uno frente al otro, / ella con su temblor y yo, mirándola, / mientras en derredor, junto a su lumbre, / van y vienen los vuelos planetarios / de pequeños insectos que dan vueltas, / la errante lucha de una galaxia mínima / que quizá gira porque cree, porque no cree, / que gira porque gira"... (p.13).

Lo sublime natural que solía caracterizar o sólo aparentemente caracterizaba la cosmovisión de la poesía de Montejo está ahora, sin rodeos, al servicio de un paradigma mental donde el ser humano se encuentra con su trayectoria en la realidad y se integra en su torbellino —la partitura de una contramúsica incesante.

 

 

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07/20/2002
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ISSN 1668-1002 / info


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