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Pedro Lastra. Leído y anotado: letras chilenas e hispanoamericanas / imágenes-encuentros.
Santiago de Chile: Ediciones Lom, 2000.
por Miguel Gomes, The University of Connecticut-Storrs

Uno de los fantasmas que ha recorrido la conciencia pública latinoamericana después del siglo XIX ha sido el del heroísmo intelectual. Escribo fantasma por estar al tanto de que la figura del fundador de instituciones, fundador incluso de proyectos nacionales, fue una realidad en los decenios que siguieron a la Independencia; dejó frutos concretos y en más de una ocasión respetables —piénsese en Andrés Bello, para no prodigar una lista de nombres sin duda larga. De vez en cuando, la índole de su quehacer, si bien no se materializó, articuló simbólicamente ideales políticos —como acontece con Hostos o Martí; y aquí también hemos de ser necesariamente breves. Con todo, pasado el tiempo, el asentamiento del cuerpo social administrativamente emancipado y la creciente complejidad de las sociedades americanas, engranadas ahora de modo definitivo en la maquinaria del capitalismo internacional, han hecho del intelectual fundador o ductor, en el mejor de los casos, un eco anacrónico, una reliquia más o menos inoperante en la que resabios del modelo neoclásico del vate pedagogo confluyen con la exaltación romántica del individuo forjador de pueblos y, por supuesto, con la mucho más arcaica exigencia de unión entre la espada y la pluma. Lo que a su vez, en el peor de los casos, pone al letrado al servicio de poderes, éstos sí efectivos, que convierten al artista y al intelectual, tal como a las "glorias patrias" —cuántas veces no se habrá manipulado el recuerdo de Bolívar para los más peregrinos propósitos—, en vehículo de demagogia. En un libro célebre, Las reglas del arte, Pierre Bourdieu ha retratado aptamente la situación ambigua del intelectual francés que a partir de fines del siglo XIX se empeña en subrayar, entre sus hábitos, la "responsabilidad"; con respecto a Latinoamérica no podría decirse algo muy diferente.

En el caso del ensayo lo anterior se hace notorio por el carácter aparentemente "no ficticio" del género, que explica que muchos lectores caigan en la trampa de soslayar los mecanismos que en él equivalen a la siempre artificiosa vraisemblance de la narrativa: por momentos podemos pensar que el texto que reposa en nuestras manos está sólo en deuda con la realidad y que el peso del discurso que nos la ofrece es poco o insignificante. No han escaseado, por eso, los ensayistas en torno a los cuales cristaliza, gracias a su misma pericia de escritores, pero gracias también a las exigencias fetichistas de sus conciudadanos, la imagen del "maestro" del pueblo, el "profeta" del Estado, la revolución o el destino colectivo. Desde José Enrique Rodó hasta escritores recientes podríamos entrever una prolija genealogía del ensayista mesiánico tanto en su faceta inconmoviblemente triunfal y apolínea como en su faceta sacrificada y trágica.

Por fortuna, es tan rico el ensayo continental que igualmente podría percibirse otra familia de escritores que se han apartado de ese registro y han optado por una presentación moderada, discreta o irónica de sí mismos. La lección dada por Alfonso Reyes, Gabriel Zaid, Rosario Castellanos, José Bianco o Guillermo Cabrera Infante es precisamente ésa, sea cual sea el método que elijan, desde la más amable erudición al más caótico choteo; sea cual sea el tema al que se refieran, incluso si éste pertenece a la esfera de lo nacional o lo político.

Si se tiene en cuenta el cuadro antes descrito, lo primero que resalta de un volumen como Leído y anotado de Pedro Lastra es su distanciamiento de toda heroicidad o protagonismo. En una cultura en la que abundan los maestros y portaestandartes más variopintos, no cabe sino agradecer que un ensayista que recoge, a modo de autobiografía intelectual, trabajos de distintas etapas de su carrera prefiera de entrada advertirnos que su condición es la del discípulo, aprendiz de la palabra y las ideas con las que ha tenido la oportunidad de convivir:

La frase que sirve de título a esta colección de artículos y notas de lectura quiere ser un homenaje a don Ricardo Latcham, quien solía repetirla con gracia y buen humor cuando se mencionaba algún libro más o menos reciente que ya le era familiar. Sus amigos y discípulos más cercanos la hicimos nuestra después de su muerte [...]. Pienso que don Ricardo hubiera aceptado con su cordialidad de siempre este acto literal de apropiación, y que otros amigos suyos, como mis maestros don Antonio Doddis y don César Bunster, no habrían dejado de reconocerlo como lo que es: un gesto filial del discípulo que fui de todos ellos. ("Preliminar sobre el título")

No sólo se inserta Lastra en la mencionada familia de los ensayistas discretos, sino que nos recuerda con estos renglones iniciales que existe otra manera de ser parte de una colectividad: aceptando pertenecer a una tradición, lo que a su vez sugiere una tácita desconfianza del ya a estas alturas anquilosado personaje del fundador. No es necesario ser la génesis de una literatura para ganarse un espacio en ella; no es necesario ser un demiurgo para entregarse al oficio creador. El "discípulo" se opone al "autodidacta", individuo tantas veces celebrado en nuestra cultura y, en su seno, sin embargo, prueba flagrante de las discontinuidades y los accidentes a los que ha estado sometida nuestra historia. El "discípulo", no menos, se distingue notablemente del personalismo del "caudillo" —intelectual o no; otro mito que habita en nuestros clichés y prácticas sociales. Las páginas que dedica el ensayista a los "poetas marginales", o sea, "aquellos que han realizado su tarea al margen o en los bordes de la institución literaria, consagrada o consagratoria, a menudo por decisión propia o por una singularidad del carácter que los llevó al distanciamiento o al retiro" (p. 97), bien podrían considerarse como indicio de una ética no del todo ajena a quien las escribe.

No me parece casual que el hablante de los ensayos de Lastra se encuentre muy cercano al que frecuentemente aparece en su lírica. La recatada emoción de ésta, dirigida en más de una ocasión a escritores o a los avatares de la amistad literaria, se traslada a la prosa, sin violar por ello los requisitios del quehacer crítico. Si se repara en las múltiples remisiones de Leído y anotado a Ricardo Latcham y se recuerda, por ejemplo, uno de los poemas más intensos de Lastra, se comprenderá sin dificultad a qué me refiero:

En estos meses en que yo me acerco
hasta casi tocar toda su edad,
pienso cuánto me hubiera gustado
ayer
o hace unas tardes
conversar con Ud. sobre nuestros asuntos,
sobre los raros libros
que encontró en sus andanzas [...]:
Ud., el enamorado de los libros,
el amigo, el protegido por ellos...

("Noticias del maestro Ricardo Latcham, muerto en La Habana",
Noticias del extranjero [1959-1998])

Ese semblante poético pervive en la mayoría de los ensayos de Leído y anotado; por una parte, debido al cariz afectuoso y aun erótico que constantamente revela la actitud del escritor cuando se refiere a su relación con las letras: "enfrento este desafío como un lector vocacional, pero no ajeno a las seducciones del arte de escribir" (p. 62); por otra, debido al entusiasmo tan evidente en el trato con autores o materiales que en otros lectores se convertirían en meros pretextos para el ejercicio erudito. Y empleo la palabra entusiasmo teniendo en cuenta que Lastra mismo ha llamado hacia su etimología nuestra atención: "estar inspirado por los dioses" (p. 14). ¿Qué mejor muestra de inspiración que el placer que despierta en el ensayista, para no ir muy lejos, el hallazgo en Umbral de Juan Emar de un intertexto decimonónico apenas perceptible ("San Agustín de Tango: de María Graham a Juan Emar") o la dilucidación del enigma bibliográfico que plantea la cita que antecede a un cuento borgiano, aparente equívoco según comentaristas previos ("Carta a José Emilio Pacheco sobre un epígrafe de Borges")? Esa sostenida convivencia del goce y el intelecto distingue radicalmente lo hecho por Lastra de la crítica más característica de los últimos decenios, lamentablemente sobrecargada de manierismos provenientes de discusiones y temas institucionalizados, así como de métodos en los que lo gremial ha sofocado las inquietudes personales del lector (asunto del que se ocupa de manera iluminadora "Testimonio de parte").

Aspecto interesante de esa fidelidad lastriana al placer de la lectura es la síntesis que logran sus ensayos de sus estrategias como crítico y la actividad de escribir —"seductora", no se olvide. En la pieza que acabo de mencionar, el ensayista expone su modus operandi como comentarista de textos literarios: la conciliación de diferentes tipos de lectura, desde la "espontánea" hasta la más activamente "crítica" (p. 126-7); para tal propósito, el recurso a géneros poco atendidos, como el testimonio de los escritores sobre sus obras o las antologías, le ha resultado valioso, pues éstos iluminan los intersticios de la labor creadora, es decir, aquellas zonas del oficio donde se confunden o dialogan la producción y la recepción, y donde el autor se hace parte de su público. Ahora bien, si volvemos sobre nuestros pasos y releemos el título elegido por el ensayista, "Testimonio de parte", empezaremos a verificar que quien explora tal territorio lo hace ampliándolo simultáneamente con su decir. El ensayo sobre literatura se instala en un ámbito que se atribuye al objeto discutido, consubstanciándose, por lo tanto, con él. El valor estético de lo analizado puede, sin mayor dificultad, hacer acto de presencia en el análisis y, de hecho, estos "artículos y notas" adoptan consecuentemente la forma de evocaciones, memorias, relatos de anécdotas literarias, cavilaciones de un sujeto enamorado del arte de la palabra y con él identificado, al extremo de actualizarlo en sus reflexiones mismas.

No es de extrañar, entonces, que el juicio del exégeta se vincule a la recreación del momento en que nos asalta la obra leída y se apodera de nosotros. Un repaso de las piezas que Lastra dedica a Omar Cáceres, Eduardo Anguita, Enrique Lihn, Óscar Hahn, Jorge Teiller, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, José María Arguedas, Alfonso Calderón, Vicente Aleixandre, entre otros, basta para comprobarlo. Ese instante de revelación artística —de allí la importancia que se concede al entusiasmo— es lo que celebra una y otra vez el ensayista, narrando sus efectos a lo largo de su vida. La alegría llana, sin pretensiones ni desmesuras, de tales descubrimientos, así como la de haberlos podido compartir en una atmósfera de cordialidad y camaradería con maestros, estudiantes, lectores y amigos, constituye la materia esencial de esta colección y una de las razones por las cuales, seguramente, se hará memorable para quienes se adentren en sus páginas.


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07/20/2002
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ISSN 1668-1002 / info