Lamaze (Folletín Lascivo con Catalanes)
Miguel Gomes¿Cómo comenzar a contar esta historia? ¿Reproduciendo, acaso, las palabras exactas con que la escuché, de boca de uno de sus protagonistas? Tal vez no: estaría traicionando una confidencia. Quizá tampoco me convenga emplear nombres de pila ni especificar circunstancias; todo eso habremos de cambiarlo. Pero si lograse repetir, calcar siquiera un solo elemento me daría por satisfecho: aquellas tardes en que los amantes oían cantar a Tita Merello o a Emilia García, desnudos, transportados a un firmamento que no era de ellos pero que los contenía.
Sé bien que "Lamaze" no es el título más apropiado para una historia de amor, pero mis queridas lectoras comprenderán que entre mis intenciones no están ni la sofistería ni los dobles sentidos. En las clases de Lamaze nuestros personajes se vieron por primera vez. Supo cada uno de la existencia del otro. Esas clases sellarían su destino.
Xavier había asistido a ellas a regañadientes: ¿Parto sin dolor?... Lamaze, barbotaba, con ironía, deformando la pronunciación: Lamaze, the maze... menudo brollo; a ver si salgo de él. El horario de trabajo se le interrumpía; ¿qué podía aprender allí que no estuviera dicho en los libros o los videos?; todo el asunto era un lío más apropiado para comedias de televisión o películas de Hollywood —Born to be a Dad, Nine Months o algo así. Pero la insistencia de Consol —nunca violenta, como cuadraba a su carácter— venció la tozudez del marido. Acabaron matriculándose en el curso. Acabaron yendo al centro médico donde se impartía. Acabaron siendo los primeros en llegar, con un par de almohadas bajo el brazo, tal como lo sugerían los volantes preliminares. Suerte que Mike, el socio de Xavier, se ofreció a quedarse a cargo del restaurante mientras durasen las sesiones. Este favor, anunciado en presencia de Consol, Xavier no supo si agradecerlo o no. Al principio: después, con el correr de los días, lo haría efusivamente, una y otra vez, al extremo de que Mike se preguntó si el amigo no estaba perdiendo el juicio.
Era una buena época para Xavier: desde que se había venido de Cataluña no recordaba otra en que hubiese sido más feliz. El negocio prosperaba; Mike —para su propia sorpresa— le había salido no sólo comerciante sagaz, conocedor de todos los pormenores del oficio, sino también, a la hora de la verdad, buen amigo, digno de toda su confianza. El miedo al cambio de profesión —de profesor de Lenguas y Literaturas Clásicas a propietario de restaurante— no había resultado ser para Xavier tan traumático como temía. No echaba de menos las aulas, ni los latines, ni Cicerón. Hasta disponía de más tiempo que antes para escribir, que era lo que en verdad le gustaba. Además, sus ocupaciones actuales lo hacían sentirse cercano, de alguna manera, a su padre, a su abuelo y a su bisabuelo, todos ellos patrones de tasca en Gerona. El oficio, en los Estados Unidos, era sin duda aséptico, pero tenía sus compensaciones: tarjetas de crédito, autos, una casa de tres plantas, capital para viajar durante las vacaciones. Consol también parecía contenta. Había dejado la universidad sin terminar sus estudios de postgrado: la perspectiva de la enseñanza secundaria la satisfacía más. Nada de competencia ni estaciones enteras pasadas dentro de una biblioteca ni frialdades salpicadas de magna ciencia. Tan dichosa estaba que por fin se había atrevido a proponerle a Xavier lo que ambos habían pospuesto hacía años: tener hijos. Ya los nombres estaban acordados: si salía niño, Jordi; si salía niña, Montserrat. No hubo nostalgia en la elección: la sintieron prefijada. Así lo veían todo en la vida.
La transición para Xavier no se hizo agobiante, como decíamos, porque fue hecha con la cooperación de Consol, a quien él se había dedicado por completo —después de haber salido del instituto de agustinos donde se había formado, en Cataluña, ella había sido su única novia; sabía, desde el principio, que se pertenecían. A la transición, igualmente, contribuyó el haber conocido a alguien como Mike, un neoyorquino bonachón y fiel. Uno encuentra en este mundo pocas almas gemelas; la de Mike, de cierta manera, lo era. Mike estaba cansado también de la universidad; estudiaba Inglés; sacó la maestría, pero jamás presentó los exámenes de doctorado. Pereza, por una parte; fobia a todo tipo de imposiciones mentales, por otra. Como Xavier, tenía sus veleidades literarias; aquí y allá, en revistas, publicaba cuentos. Pero cierta desilusión del intelecto lo había asaltado, según solía explicar. Un día, bromeando con Xavier, con quien conversaba en los pasillos de la Facultad de Humanidades, le dijo que a lo mejor una profesión más realista, más práctica —tener un mercadillo, como los coreanos; una fonda, como los griegos o los italianos— sería un buen modo de evitar los monstruos de la razón. Xavier, claro, se lo tomó como un chiste; pero a las pocas semanas éste se le había incrustado en la cabeza. Se obsesionó. Para colmo, se había enterado de que la política interna de la universidad tendía a desfavorecer los estudios de Latín y Griego —¿para qué servían hoy en día? No se contratarían más profesores. Se eliminarían ambas lenguas como cursos obligatorios... Xavier recordó a todos sus antepasados; pensó en la prosperidad de los vecinos de al lado, cada vez más forrados de dólares gracias a un café que habían abierto en las cercanías. Finalmente, en uno de los impulsos imprevistos que lo caracterizaban, impulsos largamente contenidos y disimulados por su serenidad usual, decidió consultar agencias de contaduría, asesorarse en el banco, empaparse de los detalles imprescindibles para lo que llamó el gran salto. Y lo dio, con la meticulosidad de un scholar que pasa al comercio como si editara un manuscrito antiguo. Puso todas las notas al pie de página. Mike resultó una excelente ayuda; el socio ideal, ya lo dijimos: menos cerebral, pero más ágil en cuestión de transacciones. Venía, después de todo, de una familia de abogados.
En casa de Xavier y Consol, la cercanía de Mike, que los visitaba a menudo, fue asimismo valiosa. Aunque respaldaba al marido, ella se deprimía por el cambio brusco, por la incertidumbre financiera, por todos los riesgos. La presencia constante del socio, su admirable sentido de la oportunidad, su buen humor, la camaradería pulcra y humana, la hicieron reír en los peores momentos. Xavier no podía menos que agradecérselo a Mike. Empezó a sentirlo como un hermano. A veces, cenaban juntos los tres —luego de la apertura del nuevo restaurante fue imposible, por el régimen de turnos que se impusieron. Pasó un año; otro; y otro más. El restaurante dio resultados y los tres se relajaron. La alegría que tuvo Mike cuando se enteró de que el socio y su mujer iban a ser padres fue indescriptible: hasta hizo una fiesta en su casa. Envió toneladas de flores a Consol. Formaban una verdadera familia.
Pero volviendo a nuestro tema: ¿qué esperaba Xavier del curso de Lamaze? La instructora era una enfermera del centro obstétrico. Jennifer, Jessica, Jodie o algo así. En cada reunión repartía una cesta con caramelos y hacía que todos se sintieran como en casa. Intentaba que los concurrentes participaran haciéndoles preguntas frecuentes: Okay, gente, durante el parto se prefiere el calmante X al Z, porque Z puede afectar al hígado... ¿Sabemos todos lo que es el hígado? Aquí se detenía a esperar la respuesta de los dos o tres eruditos de la clase que, fatalmente, contestaban mirando al grupo. Okay, gente... si en el noveno mes vamos al supermercado y de pronto vemos que hay un charco debajo de nosotras, ¿qué será? ¿Se habrá partido uno de los frascos de conservas? Que no, respondían las voces: había que verificar que no se hubiesen roto "las aguas". Chistes —demasiados para el gusto de Xavier. Solían relacionarse con los hombres, que eran los que gobernaban el mando del televisor, o los que no hacían más que mirar partidos de baloncesto, o los que siempre se desmayaban al ver sangre, poor things. Era una gran cosa, no se le pasaba por alto a la instructora, que tantos de ellos estuvieran presentes en Lamaze apoyando a sus compañeras. That's okay, keep the good work... be supportive, repetía. ¿Cómo podían ayudar durante el parto? Tan sólo estar allí no era suficiente. Tener paciencia, pasarle cubitos de hielo a la mujer para que no se deshidratara, cronometrar las contracciones y dirigir la respiración de su pareja, sin atosigarla tampoco: adaptarse a su estado de ánimo.
Después de la parte teórica, cada reunión incluía prácticas de respiración. Voy a aprender a respirar, se decía al principio Xavier, recordando, sin saber por qué, las lecciones mucho más áridas que los agustinos le habían impartido en su juventud. Al cabo de un rato el ejercicio de Lamaze se acomodaba a él y él lo aceptaba, como quien aprende de memoria declinaciones latinas o se empapa de las virtudes cardinales o los siete pecados capitales, para después recitarlos en una cantinela. Lo de ahora resultaba simple: llevarse aire a los pulmones. Después, sacarlo. El material escrito que Jennifer o Jessica les pasaba era fácil de seguir:
TÉCNICAS RESPIRATORIAS
Propósitos: Reducir la sensación de incomodidad durante el parto, facilitando el relax. Proporcionar un foco de atención alterno durante las contracciones.
Usos: deben comenzar a emplearse cuando las contracciones empiecen a tener la frecuencia de cinco minutos.
Vocabulario básico: El "punto de enfoque" debe usarse en medio de cada contracción; sirve para reforzar la concentración en la respiración. También es útil para evitar sentirse abrumado por el vigor de las contracciones. Cualquier objeto en la sala de parto puede hacer las veces de "punto de enfoque". El "aliento purificador" designa una inhalación profunda a través de la nariz, exhalada luego por la boca, que ha de hacerse al principio y al final de cada contracción. Sirve como señal a los demás de que la contracción ha empezado y terminado; ayuda a renovar el aire en el cuerpo y a mantener el relax.
Jessica-Jennifer pedía a la audiencia que se acostase en el piso de la sala —de allí lo de traer almohadas—, apagaba las luces y procedía a repetir, con variantes de conjuro hipnótico, lo que el mimeógrafo había explicado con propiedad:
Respiración lenta:
Se parece a la respiración adoptada para relajarse. El hombre debe colaborar determinando el ritmo normal de respiración de la mujer mientras duerme. Aproximadamente ha de ser la mitad de rápido que cuando está despierta. Cada inhalación debería ser cómoda, empleándose tanto el pecho como los músculos abdominales. Este tipo de respiración tiende a dotar de oxígeno al cuerpo de manera efectiva; calma, relaja y es la técnica menos fatigante. Para mayor concentración, la mujer puede contar silenciosamente mientras respira. Por ejemplo, puede contar hasta cuatro entre cada inhalación y exhalación.
Jadeos:
Es más veloz, pero no debe ser más del doble de rápida que la respiración normal para asegurar una oxigenación apropiada. Suele aumentar la concentración. A causa del ritmo más intenso, es también más fatigante. Con esta técnica, se inhala y se exhala menos profundamente. Se facilita la concentración si se pronuncia quedamente la sílaba "ji" mientras se exhala; o quizá puede contarse hasta dos para mantener el ritmo parejo.
Respiración mixta:
Sigue el mismo ritmo de la técnica anterior, pero añade soplos suaves para crear un patrón repetitivo que produce efectos tranquilizantes. Un patrón frecuentemente usado es de 3:1, en el que 3 inhalaciones ligeras son seguidas por un soplido. Para mayor diversidad y concentración, a la mujer puede parecerle útil variar el patrón durante cada contracción. Algunas alternativas son: "descenso-ascenso", que comienza 6:1 y se reduce progresivamente hasta 1:1, para luego elevarse hasta 6:1 de nuevo; o, asimismo, podría emplearse la decisión del compañero, en la que él determinaría el patrón después de cada soplo. Si las contracciones se vuelven demasiado intensas, se recomienda el soplo con "ji" (1:1). Sea cual sea el patrón que usted elija, recuerde mantener cada inhalación y exhalación separada y bien diferenciada. Si se prescinde de cuentas, el dolor podría ser insoportable.
La clase incluía proyección de diapositivas. Partos para todos los gustos y de todos los colores, políticamente correctos. Videos donde el padre llevaba a la parturienta a ducharse o, para tranquilizarla, le cantaba canciones country. Al final del suplicio, cortaba el cordón umbilical y lloraba a moco tendido, de pura emoción.
Hacia la tercera sesión, a flote sobre un lago de monotonía, la atención de Xavier comenzó a debilitarse. La concurrencia servía de distracción. La mayor parte de los presentes eran parejas que ponían las almohadas en los asientos para marcar sus fronteras. Era obligatorio colocarse una etiqueta en la camisa, con el nombre escrito en tinta azul: la idea de la instructora era crear comunicación y, si fuese posible, lazos de amistad en el grupo. El primer día había explicado que varios best friends habían salido de sus cursos.
Tim y Meghan eran un matrimonio anglosajón y, cabía apostarlo, protestante. No había nada atractivo en ellos. El cutis de nata estaba salpicado de manchas rojas y el solo roce del aire acondicionado los amorataba, dándoles la incómoda apariencia de mutantes de clase media.
Ron y Linda vestían impecablemente. Él salía de la oficina a aquellas horas, perseguido por la chaqueta y la corbata. Cuando no podía asistir a Lamaze le encomendaba la tarea a su señora madre, que acompañaba a la nuera sin prescindir de los tacones altos y el collar de perlas.
Bill y Moesha era una pareja negra. Bill bajaba los ojos cuando las imágenes de los partos televisivos se volvían excesivamente dramáticas. Moesha estaba siempre de buen humor y parecía aderezar las charlas de la instructora con bromas que iba secreteándole al marido.
Joe y María Conchita destacaban en el grupo por ser el único matrimonio mixto. Él parecía un roquero hijo de polacos y ella una antillana salerosa; ambos grupos abundaban en los barrios de los alrededores. Xavier se entretenía figurándose la dieta de aquella familia: kielbasa con mofongo. El niño se les pondría protuberante y macizo antes de los diez años.
Greg y Cindy no tenían nada de particular, excepto las enormes uñas de ésta, pintadas con arabescos, que denunciaban su trabajo de cajera en un supermercado.
Tras el recorrido, la mirada de Xavier se detuvo en una persona y quedó encallada allí por el resto no sólo de aquella tercera sesión, sino del curso.
Paula, decía el distintivo. Xavier la había visto desde el primer día. Jessica o Jennifer había tenido que acompañarla durante los ejercicios de respiración, porque venía siempre sola. Cuando la observó con detalle, Xavier creyó reconocer en aquel semblante algo remoto que era de él. ¿Le recordaba una parienta? ¿Una actriz de cine? ¿Un retrato en algún museo? Su memoria no pudo darle ninguna información de valor.
En uno de los descansos, le comentó a Consol lo raro del caso. Estará divorciada, fue todo lo que susurró ella. Él fantaseó un poco más: habría quedado viuda recientemente. O el marido sería un irresponsable que no daba el brazo a torcer en lo que se refería al Lamaze.
El pelo negro de Paula; la piel blanca y pecosa: era bonita. No se había hinchado demasiado, como Meghan, Cindy o Moesha. En eso se parecía a Consol, que le agradaba a Xavier como de costumbre, aunque en los últimos meses sin esperanzas, porque el embarazo le había quitado totalmente el apetito sexual. Antes del embarazo ya ocurría, para ser francos: a Xavier se le figuraba casi un milagro que hubiese salido encinta con sólo haberlo hecho una vez durante el último año. Consol era rubia, Paula morena: hasta allí llegaban las diferencias físicas importantes. Incluso parecían estar las dos en el séptimo mes. Acaso la familiaridad que sentía Xavier se debía a eso.
A la salida, mientras echaba a andar el auto, Xavier se quedó contemplando el Toyota rojo en el que se alejaba Paula. ¿Qué te pasa? ¿Estás dormido? La voz de Consol lo despertó.
Después de aquella noche, en el restaurante todo siguió como siempre. A Xavier le tocaba llegar más temprano para compensar las horas en que Mike lo reemplazaba. Sacaba cuentas, ordenaba el menú, hacía llamadas telefónicas. En sus ratos libres garabateaba algún poema que durante meses recompondría o desecharía. En las horas de almuerzo, recorría las mesas y entablaba conversación con algún cliente. Dos o tres, los más consecuentes, eran paisanos suyos; los diálogos con ellos se desenvolvían en un catalán salpicado de inglés o, sobre todo si el parroquiano venía de Valencia, de español. Xavier no era un entusiasta del fútbol, pero desde que habían instalado la parabólica en casa cuidaba de prestar un poco de atención a los resultados del Barça, para tener al menos algo simpático que decir cuando las chácharas se orientaran hacia aquellos terrenos. El secreto de una buena clientela, le había advertido Mike, era hablar con cada uno en su lengua.
Un día, estando en sus quehaceres, Xavier creyó ver, más allá de los ventanales y los letreros de Mediterranean & Continental Cuisine, un auto que reconoció. Dejó todo lo que hacía para ir a la puerta. Un Toyota rojo doblaba la esquina y se perdía de vista. Esa misma tarde, un par de horas antes que salieran al Lamaze, Consol, gratamente sorprendida, se encontró a su marido sentado a la mesa, repasando el material del curso. Practicaba incluso el soplo con "ji".
Ya en la clase, la dicha de Xavier —¿dicha sería?— se completó cuando halló, sentada frente a ellos, a Paula. Mientras la instructora repartía folletos y caramelos, en los momentos de informalidad planificada con que empezaba cada sesión, él se puso nervioso. Carraspeó. Fue al lavabo. Estuvo allí cinco minutos o más, preguntándose si aquel compartimiento tendría algún tipo de detector de humo: le habían venido unas ganas locas de fumar. Se contuvo, tras varias intentonas: las mujeres de la clase solían entrar a los servicios con frecuencia. Al regresar a su asiento, para su perplejidad, vio que Consol y Paula hablaban en voz baja, de lo más entretenidas. Lo hacían en español.
—Hola... Mucho gusto.
La mano de Paula en la suya. La voz de Paula. El acento.
—¿De dónde es usted?
—Che, podés tutearme.
No uruguaya, como dijo él, intentando adivinar, sino argentina. De Buenos Aires. La sonrisa de Paula.
—Y ¿de qué parte de España son ustedes?
Abrió mucho los ojos cuando escuchó la respuesta: ¿catalanes?... Ostres! Jo parlo una miqueta de català, exclamó con un cantar extraño, entre porteño y barcelonés, las vocales muy abiertas y acastellanadas; Xavier jamás las había oído en su vida, pero bastaron para arrobarlo. Qué casualidad: el viejo de Paula, que en paz descanse, era de Terrassa. En su niñez ella había estado allí un par de veces, de visita; los parientes se habían muerto o vivían en otros sitios, así que no viajaba a Cataluña desde hacía mucho.
Cuando Paula se lamentaba de que su vocabulario en catalán fuera escaso, la instructora comenzó a dar la clase. Todos guardaron silencio.
Todos, menos Xavier que, aunque no habló, advirtió un tumulto en su cabeza: el sonsonete de Jessica se evaporaba, era un murmullo que se confundía con el rumor del aire acondicionado. No existía más que la figura de Paula, sentada frente a él. Y el roce de Consol, a su lado. Notar el brazo de su mujer lo hacía sentirse seguro, mientras escrutaba a la argentina: la leve torsión de su cuello, que seguía el recorrido de la instructora; las guedejas obscuras que caían onduladas sobre los hombros; los ojos almendrados, asombrosamente transparentes. La falda entreabierta, las piernas dobladas, los muslos duros y apetecibles. Xavier tuvo que colocar la mano en la rodilla de Consol, que se giró un momento para verlo y sonreír. Él oyó melodías leves que no sonaban. Tuvo un ensueño de niños y jardines poblados de luz; madres encinta, con batas mecidas por el viento, conversando en una glorieta y bebiendo orchata.
Al final de aquel día de Lamaze, Consol y Paula se enfrascaron en una charla llena de comentarios acerca de la instructora y sus preguntas enrevesadas, o sobre la seriedad con que Meghan, la reina de las empollonas del curso, había exhibido hoy sus saberes matemáticos convirtiendo meses en semanas en un dos por tres, en voz alta. La vivacidad de Paula le arrancaba carcajadas a Consol. Hubo intercambio de teléfonos. Vino lo inevitable:
—Oye, ¿por qué no vienes mañana a casa y comemos juntas, a eso de la una y media?... Xavier, ¿vas a estar o te toca ir a trabajar?
—¿Mañana? —tartamudeó—... mañana como con vosotras. Tengo que marcharme a las cinco.
Esa noche le costó dormir. Luego de dar vueltas y vueltas en su lado de la cama, probó a calcular el ritmo de la respiración de su mujer. Apuntó los resultados en la libreta que tenía en la mesita, donde también borroneaba versos o la anécdota vaporosa de algún sueño, para no olvidarlo al día siguiente. Pasaron un par de horas insomnes —eran ya las dos y pico de la madrugada—, cuando decidió tomar medidas más drásticas. Con cuidado, para no despertar a Consol, se metió la mano en el pijama y comenzó a frotar. En los párpados cerrados le bailoteaban perfiles, espaldas de mujeres desnudas: todas, en algún instante, adquirían los trazos de Paula. Paula y las pecas numerosas, tersas, que tendría sobre los hombros. Paula y su voz dulce, como de adolescente, que le pedía más. Paula, a veces también con rasgos de Consol, que musitaba un oh, oh, oh, oh, ah cadente, escalonado, de respiración mixta. El cuerpo rosado. Xavier buscó un punto de enfoque: lo encontró en el lunar en forma de estrella que imaginó en una de las nalgas trémulas de Paula.
Cuando todo estuvo a punto, echó mano de una servilleta y se dejó ir por casi medio minuto, como si se disolviera. Inmediatamente, sereno, sintiendo en los pulmones el aliento purificador, recuperó el sueño.
Hasta el día de hoy, mis queridas lectoras, Xavier no ha podido olvidar lo que sucedió durante la visita del mediodía siguiente. No exactamente lo que sucedió, sino lo que se dijo, cómo se dijo; los gestos, las miradas, el timbre cantarín de la invitada intentando decir alguna cosa en catalán, fracasando entre risas y volviendo luego al español, porque no tengo remedio. La energía que emanaba Paula tenía a Consol cautivada; parecía estar oyendo a una vieja amiga del instituto, o a una vecina de la infancia. Xavier se limitaba a seguir la conversación, agregando alguna frase de vez en cuando: prefería no interrumpir la voz que se había instalado en él desde la noche anterior.
Paula les contó que trabajaba de traductora. En las inmediaciones abundaban las compañías que tenían negocios o sucursales en Hispanoamérica, así que, si bien su situación no era muy estable por ser free lance, la entrada de dinero se había mantenido regular. Rara vez tenía que hacer viajes a Nueva York, de donde se había mudado hacía cinco meses, porque le permitían trabajar en casa: con media docena de editoriales neoyorquinas también tenía tratos y les traducía libros de arte, del español y el francés. Trajo como obsequio, de hecho, un par de volúmenes. Xavier los hojeaba mientras sentía a las dos mujeres hablar de otras cosas.
Uno de los tomos estaba dedicado a Gustav Klimt. Los colores cálidos de las reproducciones, los cuerpos humanos desmenuzados en tejidos decorativos lo absorbieron hasta que llegó, sin proponérselo, a una sola imagen en la que se detuvo durante minutos. Un desnudo. La mujer estaba embarazada. Inclinaba un rostro inocente sobre una estela abstracta de geometrías y destellos azules. Cuando Xavier percibió que empezaba a excitarse, cambió de libro.
Pronto comprendió el error: el segundo volumen, empastado y con la fragancia de la impresión reciente, se titulaba Art and Sexuality in the Western World. Quiso apartarlo, pero no pudo. Ya era tarde: ante sí tenía un cuadro de Picasso, El abrazo, y de nuevo una mujer encinta. Pasó las páginas y volvió a tropezarse con algo que no quería ver, pero observó fijamente, perdida la noción del tiempo: El nacimiento de Eros del Maestro de Flora. La diosa rodeada de parteras, aún acostada, recibiendo al recién nacido: un adulto en miniatura que caminaba y saludaba a su madre como si fueran colegas. Xavier, al salir del duermevela, pasó más páginas. Detuvo su examen cuando se topó, frente a frente, con uno de los grabados del Aretino francés de Borel: una pareja de amantes en la posición de la tijera, mientras ella amamantaba a su criatura.
Cerró el libro. Para renovar el aire enrarecido, Xavier se ofreció a poner la mesa. Mientras colocaba platos y cubiertos, Paula se dirigió directamente a él. Me dice Consuelo que tenés un restaurante. ¿Qué tal el negocio? Mirá, Javier, que he pensado más de una vez en dejar esto de las traducciones para dedicarme a algo más lucrativo. En esta zona, ja ja, faltan restaurantes argentinos y con lo que les gusta a los norteamericanos la carne... Él respondió con el mismo tono y le explicó un poco los percances de su vida; en la enseñanza estaría siempre destinado a preguntarse cuál sería su futuro, porque tanto Latín como Griego eran materias que sólo tenían pasado; la investigación, a decir verdad, tampoco le atraía mucho y lo que le interesaba era más bien escribir; eso podía hacerlo mientras atendía a su negocio; encima, llevaba lo de propietario de restaurante en la sangre; era divertido: solía conocerse gente nueva y, lo más importante, el trabajo se acababa cuando se acababa —en casa no tenía que estar preparando clases ni forzando temas nuevos para que los alumnos no se le aburrieran.
Al decir estas cosas, no hacía más que pensar en la soltura con que Paula le alteraba el nombre, unas veces Xavier, otras Javier, qué bien sonaba cuando ella lo hacía, qué maravilla esas libertades que se iba tomando.
Comieron. El postre —crema catalana— le desató a Paula una marea de nostalgia por su padre, que también la preparaba que era una delicia... y las ensaimadas, che, qué gusto como las hacía el viejo. Acaso por esa nota melancólica después vinieron otras. En los Estados Unidos estaba sintiéndose sola últimamente: ¿ustedes no extrañan a la familia? Ellos le respondieron que sí, pero que ya la veían de tanto en tanto; venían de Europa también, con cierta frecuencia. En todo caso, empezar por allá un negocio era mucho más complicado que hacerlo en los Estados Unidos; por eso no regresaban. Consol, por otra parte, se sentía a gusto en la escuela. Ah, suspiró Paula; en cambio a mí me hace una falta la vieja... Me da la impresión de que un día de éstos me entrará un repente y haré las maletas. Lo único que me frena es que la situación en Buenos Aires sería precaria para una traductora; aquí ya tengo mi red. Xavier le preguntó por qué no se traía entonces a la madre. A mamá no la arranca nadie de allá; vive con los recuerdos de mi viejo. Yo la entiendo. Además, siempre ha sido una mujer muy independiente: tiene sus amigas, también sus ahijados. Borda y da clases de costura. Tiene la vida hecha. Si me la trajera —y mirá que se lo he propuesto cantidad de veces—, dependería demasiado de mí; no habla inglés, no maneja, y eso, en este país, si no vivís en una ciudad grande, es mortal... Definitivamente más fácil es que yo me regrese.
—Y familia, ¿no tienes aquí?
Xavier se quedó boquiabierto al oír que aquella pregunta salía de labios de su mujer. Bastante le había advertido ella que no se le ocurriera una indiscreción en presencia de la visitante. Pero el afecto que reconoció de inmediato —compasión, simpatía; sobre todo esta última— amortiguó la reprimenda que mentalmente le preparaba a Consol para cuando estuvieran a solas.
—No, no tengo.
Paula habló, más seria que antes, sin el menor rastro de quejumbre, del padre del niño. Lo había conocido a medias, como se esforzó en precisar, después de divorciarse de su marido, el compatriota con el que había llegado a los Estados Unidos. Lo de la separación fue bastante turbulento, dimes y diretes, una pizca de violencia, así que decidió mudarse sola al Village —vivía entonces en Manhattan— y ver en qué podía ocuparse. Por suerte, el cargo de intérprete simultánea que tenía en las Naciones Unidas le daba cierta estabilidad, lo que le permitió ponerse a traducir libros en sus ratos de ocio para poder presentarse con algo en las manos si fuese, como quería, a pedir trabajo en una editorial. Lo hizo y el dinero empezó a alcanzarle para ella y para hacerle envíos mensuales a la madre. Pasados unos dos años, repuesta del divorcio, conoció a un delegado técnico de la O.N.U. con el que se llevaba de lo mejor —nada importante: salidas a bares, a conciertos, al cine— y se ilusionó. Pero a cierta altura el sujeto comenzó a mostrar los pelos, malos hábitos, gruñidos y estallidos de mal carácter, muy parecidos a los de su ex, y el caso la aterró: no estaba de ánimo para cometer el mismo error dos veces. Eso explica que lo hubiese dejado. Por otra parte, el tipo sólo estaría en Nueva York una temporada, porque iba a regresar a Nueva Zelanda y Australia, donde tenía su base de operaciones —más lejos no podía pedirse, ¿no?—; eso facilitó la separación.
—A las dos semanas de habernos dicho adiós me di cuenta de que algo no estaba bien y, en efecto, aquí me tienen, con casi siete meses. Al principio me desorienté un poco. Estaba tan nerviosa que renuncié a lo de las Naciones Unidas. Cuando recapacité, me di golpes de pecho. Pero no me gusta echarme atrás luego de tomar una decisión. Exploré los contactos que había hecho mientras trabajaba allí y vi que lo de venirme a otro Estado no era un disparate. Incluso tentador: más tranquilo; hasta podría permanecer en casa más tiempo y tener todo el pre y el postnatal que deseara.
No estaba arrepentida de no haberle revelado nada al padre de la criatura: eso sería otra equivocación. Pensándolo bien, ni siquiera se le ocurría que al hombre le importase tener un hijo. Mientras estuvieron juntos jamás se mostró interesado en saber si ella tomaba o usaba anticonceptivos. Y lo hacía, sólo que en un momento de debilidad... Nada. Había sacado la conclusión de que quería ser madre, y si tenía que serlo sin nadie alrededor, que así fuese. Fin de la historia.
Hablaron de otros asuntos. Volvieron las risas y los chistes inspirados por la didáctica disney del Lamaze. No obstante, al despedirse, lo único que se mantenía revoloteando en la mente de Xavier era la saga neoyorquina de Paula. Buena persona, oyó decir a Consol.
Los días transcurrieron. Xavier seguía esperando ansioso cada nueva oportunidad de ver a la argentina. Cada nueva ocasión de encontrar a poca distancia de él, casi al alcance de la mano, la visión que lo perseguía por las noches, cuando lo único que se percibía en la casa era el ritmo de la respiración calmada de su mujer. La visión que lo acosaba al abrir el libro de cuentas y al cerrarlo; al conversar con Mike o con cualquiera de los clientes. En algún momento llegó a sentir algo así como remordimientos y le llevó a Consol un ramo de flores. Pero, volviendo sobre sus pasos, recapacitando en lo que le pasaba, acababa sintiendo un resquemor mayor —más inasible—, porque se percataba de que las anteriores no eran culpas de verdad, sino algún tipo de tic superficial. Lo abrumó la certeza de desear serle infiel a su mujer sin serlo realmente. Y no porque no se hubiera consumado el adulterio; el problema estaba, más bien, en que aquella sombra se expandía sin que sus sentimientos por Consol cedieran ni un ápice: la quería tanto como siempre. Sólo que, dispuesta al lado de esa sensación, notaba que todo en él era atraído por Paula.
Se veían en el Lamaze. Xavier se quedó paralizado al sospechar que aquel lío de cosas no dichas estaba repitiéndose en la otra. Cierto contrapunto de ojos, ciertos roces se lo anunciaban. A decir verdad, ahora que reconstruía lo que había estado sucediendo desde la tercera clase, ella había sido la primera en fijar en él la atención. Lo recordaba: aquella mirada, la manera de saludarlo la primera vez. ¿Lo supo Xavier o se lo inventó? La situación se le hacía demasiado compleja. Para colmo, la confianza entre las dos mujeres —se telefoneaban durante el día, para conversar— llegaba a extremos que él hubiese preferido evitar. Hacia la sexta clase, Consol le propuso al marido que supervisase los ejercicios de respiración no sólo de ella, sino también de Paula. La pobre —le susurró en algún instante—, tener que hacerlo sola...
Acostado entre Paula y Consol, los tres en el piso, pasó Xavier la hora de práctica. A Jessica —¿Jennifer?— le encantó comprobar que sus clases, como lo había anunciado, creaban lazos de amistad.
Cuando tenía tiempo libre y se aseguraba de que su mujer no estuviese en las inmediaciones, Xavier retomaba la lectura de las traducciones de Paula. Ya se sabía de memoria la vida y los hechos de Klimt; cerraba los ojos y veía sus cuadros.
El otro volumen era más extenso; también frenético. Llegó a aprenderse al dedillo nombres de autores, títulos de obras. Tenía algún sueño esporádico con ellos. En cada una de las fantasías participaba Paula. Cuando había más de una mujer en el grupo, Consol se agregaba. Las otras eran variantes de las dos, o fantásticos cruces de sus facciones, que calzaban unas en otras y se substituían. Una minucia preocupaba de veras a Xavier: sus ensueños de arte solían alterar los originales, acaso de un modo que habría desconcertado al pintor; ni una sola de las mujeres entrevistas carecía de las prolijidades del embarazo. Las Tres Gracias de Rafael, todas y cada una encinta; las Venus del Bronzino, Tiziano y Prud'hon, encinta; las odaliscas del Baño turco de Ingres, igual. Hasta las Majas de Goya, desnudas y vestidas, exhibían el bulto sin cambiar la expresión para nada. Xavier temía estar desarrollando alguna especie de perversión. Lo peor del caso era que consultó catálogos de desvíos sexuales sin dar con descripción apropiada para el suyo.
La primera visita que hizo Paula al restaurante de Xavier fue en compañía de Consol: las chicas habían salido de compras y decidieron hacerle una visita sorpresa al coach de respiración. Las siguientes visitas de Paula al restaurante no dejaron de ser sorpresivas, más aún porque venía sola.
Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Una tarde, Paula, después de almorzar en el restaurante, le pidió a Xavier que, en cuanto tuviera un momento libre, viniera a su apartamento a ayudarla a preparar el cuarto que sería del niño: montar las cortinas, cargar las pesadas cajas en que venía la cuna, armarla. Él accedió; le dijo que ahora mismo podía ir —entró antes al despacho, para llamar a Mike y pedirle relevo. En efecto, esa tarde empezaron las obras en la habitación. Pero también el trote —ni Paula ni Xavier supieron exactamente en qué momento— se trasladó al dormitorio de ella.
Al contemplarla desnuda por primera vez, Xavier casi se puso a llorar. Ella le habló en voz baja. Lo extendió en la cama y lo cubrió lentamente con sus manos; paseó un beso firme en cada recodo; acabó anidando el miembro enhiesto de él entre sus senos.
Más calmado, Xavier abrazó el cuerpo que se acostó a su lado. Casi dormitando, sin creer que pudiese existir tanta felicidad, lo estrechó. Oyó que Paula se dirigía a él. Se encontró a sí mismo, como si fuera una persona diferente, conversando. Las palabras de Paula le transmitían un alborozo extraño. Hablaban de lo mucho que le había costado no haberlo tocado antes; aquel momento se había hecho esperar demasiado. Eres una buena pieza, llegó a comentarle a Xavier: normalmente los hombres casados se buscan a una muchachita esbelta cuando engañan a la mujer en estado; vos te buscás una que está en las mismas... ¿De verdad te gusto? ¿Así gorda como estoy? Él le juró que sí; las entrañas se le removían de excitación. Paula supo que era verdad. Xavier, por segundos, sintió venir un embate de aflicción —Consol debía de estar a esas horas en su escuela, dejando preparadas para el substituto las clases que en los meses venideros no daría. Pero la conversación de la mujer tendida junto a sí fue más poderosa: lo trajo de vuelta a su cuerpo y al de ella, más reales que cualquier otra cosa.
Acarició las piernas que había anhelado acariciar. Posó la boca en aquellas caderas. Palpó el vientre tenso: allí estaba el hijo de Paula; parecía dar saltos, tal como Jordi o Montserrat dentro de Consol. Llenó de besos el rostro de Paula, se detuvo en sus labios. Aspiró a pulmón batiente el perfume de su cabello.
—Che, ¿y si lo hacemos? Hace meses que no sé ni cómo se hace...
La proposición dejó perplejo a Xavier, que titubeaba y, para desviar el tema, explicaba que la abstinencia también a él le parecía insoportable. Ella fue al grano: pidió acción.
Aquí Xavier tuvo que confesar que le daba cosa estando el niño ahí. Ella rió sin dejar de provocarle, con la mano, una nueva erección. Apoyó la cabeza en el pecho de él y empezó a imitar el tono de voz de la instructora de Lamaze: ...okay, gente: ¿hay alguna razón concreta para no tener relaciones sexuales durante el embarazo? Las estudiantes aplicadas respondían en coro: La razón más importante es, simplemente, que ustedes no se sientan con ganas de hacerlo. El doctor o la comadrona pueden pedirles que se abstengan si hay hemorragias, escape de fluidos vaginales o un historial de partos prematuros. Pregúntenle al médico, en esos casos, qué puede hacerse. Sin embargo, si tienen ganas y todo corre de manera normal, es perfectamente posible hacer el amor en cualquier momento del embarazo.
Las carcajadas echaron abajo la resistencia de Xavier —llámame Javier. Uno de los folletos de Lamaze, sabiamente titulado What about sex during pregnancy..., recomendaba, al pie de la letra, women on top or "spoon" (man entering from behind) position. De las que emprendieron aquella tarde, esta última fue la postura que más parecía alborotar a Paula. Sus raptos, a la vez, contagiaban a Xavier, que se abatía sobre el objetivo perdiendo el dominio de sí mismo. En algún momento, ambos recapacitaron y se aconsejaron calma, calma uno al otro, no fueran a provocar un nacimiento prematuro. Después de cerciorarse de que todo iba bien, celebraron el exceso.
Hacia la noche, media hora antes que él partiera, la dueña de casa prendió el tocadiscos. Tangos. Muchas milongas. Debí haberlo adivinado, pensó Xavier. La grabación original parecía antigua; en efecto, le aclaró Paula, era de los años veinte o treinta. La que canta es Emilia García. Sé, Javier, que te va a gustar esa voz de pícara. Además, pese al acento porteño, no era argentina, sino española. Se casó con un argentino, Juan Deambroggio, a quien creo que conoció en París. Allí él era propietario de un grupo de tango, "Bachicha", me parece que se llamaba. Se casaron. Emilia nunca se hizo famosa, como Azucena Maizani o Tita Merello... pero, escuchala, che: ¡qué delicia!
Xavier prestó oídos. Le gustaba a Paula; tenía que fascinarle de inmediato. Salió del apartamento incluso intentando repetir las letras. Se durmió aquella noche haciéndolo. Y al levantarse, la mañana siguiente, seguía igual. En el restaurante tarareaba; musitaba los versos. Los empleados lo imitaron al cabo de un rato, suponiendo que la alegría del patrón se debía a su futura paternidad.
Algo había de eso; de hecho, mientras silbaba, cambiando el menú o garabateando en las libretas, se entregó a una fantasía que lo había merodeado pocas veces en los meses previos: él y Montserrat; él y Jordi —quién lo sabía—; él, la criatura y Consol, de viaje por Cataluña, de paseo por la Costa Brava. Después, también, en un itinerario más exótico: el Río de la Plata. Un obelisco que creía haber visto alguna vez en un libro donde se hablaba de Buenos Aires.
Esa misma tarde, Xavier acompañó a Consol a hacer compras. Ya habían decidido cuál era la cuna que más les convenía; cuál el corral, el moisés, la mesa para cambiar pañales.
Por la noche, se despidió de su mujer: le había adelantado esa mañana que le tocaba quedarse en el restaurante hasta la madrugada; habían alquilado el local para una fiesta particular, como de vez en cuando ocurría. Consol, que desde que estaba embarazada solía caer profundamente dormida a las siete de la noche y no abría el ojo hasta el día siguiente, le dijo adiós sin salir de la cama.
A los diez minutos, Xavier se transformaba en Javier. Tocaba a la puerta de Paula. La abrazaba teniendo cuidado de no apretarle el vientre. Caían juntos sobre las sábanas. Repasando cada centímetro del otro, repetían las visiones de hacía unas horas; se entregaban con desenfreno de vez en cuando medido. Se exploraron, se lamieron, se sorbieron uno al otro hasta ver estrellas en el cielorraso que se convirtió en noche abierta, vía láctea manada de los pezones de Paula, que entre sílabas sueltas y estertores volvía a pedir más.
El sudor se le secaba a él en la frente cuando oyó que el tocadiscos sonaba de nuevo, y que de nuevo llegaban al cuarto los ecos del bandoneón, la orquesta, el canto de Emilia García:
Mama, yo quiero un novio
que sea milonguero, guapo
y compadrón...
Mama, yo quiero un novio
que al bailar se arrugue
como un bandoneón...
Mama, si encuentro ese novio
juro que me pianto
aunque te enojés...
Él quiso ponerse triste reflexionando en el porvenir de aquella relación. El paréntesis, por suerte, duró poco: para regocijo de Paula, el tango tuvo los efectos de un consomé de mariscos. Después de unos cuantos pasos de baile que ella quiso enseñarle —Emilia García, Tita Merello... hasta Libertad Lamarque les sirvió—, la imaginación de Javier se disparó. De vuelta en la cama, llegó a proponerle a ella, para darle un descanso al nene, que lo hicieran per angustam viam. A Paula le causó gracia la frase; sentir dónde ya le había empezado él a poner lubricante fue suficiente para entender el significado. Aceptó, a la expectativa, porque jamás lo había probado y sentía curiosidad. Gorgoritos, chillidos de placer. Los resultados fueron tan satisfactorios que la operación se repitió un par de veces aquella noche. Che, deberíamos sugerirles ésta a los del folleto de Lamaze.
En uno de los descansos, Javier le preguntó a Paula qué había sentido al hacerlo así. Esperaba algo que confirmase el ligero regusto de cosa prohibida que lo acosaba: tanto era el peso de su educación católica. La respuesta de ella borró de un solo brochazo el rastro de los agustinos:
—¿Que qué se siente? A ver... Lo más parecido... ¿Cómo describírtelo?... Ah, eso: como si me metieran un cirio —se quedó mirándolo—; me pongo toda devota y me entran unas ganas de ir a misa...
Xavier agradeció la respuesta. Quiso y deseó mucho más que antes a la mujer que miraba extático. La amó en cada palabra, en cada penetración —ésas y todas las que se sucedieron.
Paula y Consol siguieron saliendo a hacer compras o a almorzar. Él, en alguna ocasión, las acompañó. Lamaze había llegado a su fin, no sin cierta nostalgia de parte de la instructora y del grupo, pero al menos tres de ellos continuaron viéndose.
Las semanas no dejaban de pasar. Al noveno mes —el parto de Consol precedía por sólo dos días al de Paula—, llegó la temporada de contracciones. Mike le había sugerido a Xavier que se tomara una quincena libre: tendría tiempo más adelante de reemplazar sus turnos. Tal como lo enseñaban los videos del curso, Xavier se mantuvo al lado de su mujer; la tranquilizó; la ayudó a relajarse; la llevó a la ducha un par de veces. Intentó hacerla olvidar las incomodidades del proceso: lo consiguió tarareándole una sardana que a ella le parecía particularmente ridícula. Para prolongar el efecto, le cantó tangos de Tita Merello y Emilia García; Consol no pudo evitar una reacción de desconcierto: ¿de cuándo acá oyes esa música? Él lamentó la metedura de pata. Afortunadamente, las contracciones comenzaron a hacerse más frecuentes a partir de ese instante —los intervalos eran ya de cinco minutos—; tuvieron que coger la maleta para partir a toda prisa a la clínica.
El parto no se demoró, pese a que Consol era primeriza. Xavier, como tanto le vaticinaban los amigos, los clientes, había temido desmayarse al ver sangre, placenta, tejidos y substancias. No fue así. Sintió, por el contrario, sacudidas eléctricas, un vigor acaso como el de las experiencias místicas. Mientras contaba al ritmo de las inhalaciones y exhalaciones de su mujer, fue espiando la cabeza que salía; los hombros; el torso. Se habían abstenido de averiguar antes si se trataba de un niño o una niña: ahora descubrían que era una Montserrat.
Consol y él largaron a llorar, tal como los protagonistas de los videos.
Luego de que Xavier cortó el cordón umbilical, la criatura estuvo oficialmente inaugurada.
Cuatro horas después, como si hubiese salido de una batalla, Consol cayó dormida. El marido firmó papeles que no había tenido tiempo de leer al ingreso. Salió, por fin, a estirar las piernas y en la sala de espera se encontró, para su sorpresa, a Paula y a Mike. Hubo abrazos, felicitaciones de distintos calibres. A Mike no dejaba de parecerle rara la cordialidad de la argentina: cierta manera de mirar y abrazar a Xavier.
Ella tuvo que irse para arreglar su propia maleta: pronto le tocarían aquellos tráfagos. No se marchó sin que Javier le prometiera telefonear más tarde. Quería saber a qué horas se despertaría Consol para poder visitarla.
Cuando Paula se fue, Mike empezó a informar a su socio que había dejado a uno de los empleados al frente del restaurante. No podía aguardar; estaba impaciente por ver a la criatura. This is my first niece, you know, iba diciendo. Su primera sobrina: Xavier lo abrazó. Le dio las gracias por haberlos ayudado tanto a lo largo de aquellos meses. Se puso sentimental, tal vez por los efectos del agotamiento. Decidió, en esos minutos de abandono, revelarle un secreto: sólo a él podía decírselo. Tenía que sacárselo de dentro; no soportaba más. Le pidió discreción. Mike, por supuesto, le prometió que no le contaría nada a nadie; ni siquiera lo repetiría en voz alta para sí mismo.
Xavier le refirió su aventura con Paula. El relato estaba salpicado de silencios, dudas. Le aseguró al amigo que sus sentimientos por Consol seguían intactos. Pero que también había sido sincero del todo con la otra; como si no fuesen dos mujeres, sino distintos aspectos de una: era lo que más lo confundía. Y ahora, en su interior, se agregaba la emoción de contar con Montserrat. ¿Puede quererse a tanta gente a la vez? ¿Hacerlo lo convierte a uno en alguien despreciable, inmoral?
—De ninguna manera —sentenció Mike, pasándole un brazo por los hombros—: los seres humanos somos así.
Xavier vio en los ojos del socio la comprensión que esperaba. Se sintió mejor.
Al cabo de unas horas, Consol despertó. Estuvieron juntos ella, Xavier y la niña. Mike se agregó para saludar a la sobrina; alelado, mientras la tenía en sus brazos, pretendía enseñarla a decir uncle Mike.
En un aparte, Consol le pidió a su marido que se fuera a casa a descansar: él también se lo merecía. Prometía no despertarlo con llamadas; en la clínica todos afirmaban que la situación era óptima. Como Xavier tenía sueño, dijo que sería buena idea. Antes de marcharse, su mujer volvió a pedirle que se acercara:
—He estado pensando... Esto del parto no es cosa de juegos. No sé qué habría hecho si no hubieses estado a mi lado... Menos mal que fuiste al Lamaze —lo besó—. He estado pensando también en la pobre de Paula: ¿cómo hará ese día? Pasado mañana, ¿no?
Xavier se quedó pasmado, sin saber qué responder, pero casi seguro de lo que Consol estaba a punto de proponerle:
—He estado pensando. ¿Por qué no la acompañas, Xavier? Ha de ser muy triste estar sola, sin nadie de confianza en esos momentos. No muy triste: terrible.
—Es verdad.
Esa tarde, Xavier no fue a dormir a su casa, sino al apartamento de Paula. Cuando despertó en la habitación en penumbra, horas después, encontró a su lado las espaldas de aquella mujer. Se aproximó a ellas; las bañó con su aliento; posó su mano sobre las nalgas: eran armas que siempre lo defenderían cuando las recordase; hundió su rostro entre las dos como quien se contempla en un espejo con los ojos cerrados. Hicieron el amor sin la premura de los primeros días.
A la mañana siguiente, Consol y Montserrat fueron dadas de alta.
Paula dio a luz un viernes. Estaba contenta porque era su día de suerte: ella también había nacido un viernes y no recordaba nada bueno que le hubiese ocurrido en otro momento de la semana. Como antes, el magullado brazo derecho de Xavier soportó todas las contracciones. El resultado de tantos esfuerzos fue, en esta ocasión, un niño:
—Se va a llamar Jordi —exclamó, aún jadeante, la madre—, como mi viejo.
Hubo otros comentarios: che, este parto nos salió como de manual; tenemos que contárselo a Jessica. En la sala, todos suponían que Xavier era el padre y lo felicitaban por el varoncito.
Los meses siguientes fueron serenos, con una sola melancolía: Paula decidió regresar a la Argentina. Su madre se lo insinuaba en cada una de las cartas. Si bien la situación económica sería al principio incierta, con el tiempo todo mejoraría. En realidad, no había nada que impidiera que así fuese; en compañía todos podrían estar mejor.
Consol y Xavier prometieron ir a visitarla algún día. Él se ofreció a llevarla al aeropuerto.
ÉSA, MIS QUERIDAS LECTORAS, ES LA HISTORIA QUE QUERÍA CONTARLES. Que yo sepa, sólo le falta un detalle significativo: mi nombre es Mike.
Como creo haberlo dicho, mi estima por Xavier es profunda. Ni exagero ni miento. Lo considero más que un amigo: es el hermano que jamás he tenido. Nuestros sentimientos son mutuos. Así como lo quiero a él, quiero a Montserrat, no sólo como a la hija de un hermano, sino como lo que es y sólo yo y su madre sabemos: mi verdadera hija.
Acaso ese secreto, que me reservo, me ayude a entender que los afectos, como lo sintió y me lo confesó Xavier alguna vez, tienen siempre dos naturalezas.
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