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FIGURAS DE LA PASION ROCKERA
Ensayo sobre rock argentino
por Jorge Monteleone

1. Éxtasis significa salir de sí: cuerpo arrebatado en un ritmo que lo sitúa en otra parte, un estado alterno, una zona irreal en el seno mismo del mundo. Tránsito, transporte, trance: ir más allá. El poema siempre aspira a entrar en ese otro espacio luego de vestir extrañamente la palabra cotidiana. Para ello cuenta con el ritmo. Hallar en el lenguaje, aunque muda, una música -el acento, la rima las repeticiones, los neologismos, el sin-sentido, la alteración del orden sintáctico. El ritmo arrastra las palabras a ese lugar donde la vida está a la intemperie. Su fuente está en el cuerpo mismo, en aquellos movimientos arcaicos del sujeto, aquellos juegos vocales que aparecen antes de la adquisición del lenguaje. Como una memoria de ese ritmo profundo, el poema abre en la lengua la herida de lo otro olvidado. Los poetas siempre buscaron el éxtasis. "Pensar la expresión poética como forma del éxtasis -escribía Perlongher- supone extender el impulso inductor del trance como una fuerza extática".

El rock vuelve a poner en escena esta forma, de algún modo la encarna. En cierto sentido, realiza la utopía surrealista que su escritura sólo postuló: vivir una imagen. Es decir, el rock produce un tipo de subjetividad que la literatura no agota: la prolonga y modifica. De allí que leer la letra de rock como un poema minusválido es una simplificación. Todo el cuerpo, como figura imaginaria, está comprometido en su realización extática. Allí donde la palabra ritma, el rock finaliza en un cuerpo que le da su acento silábico. Aun las muertes de los rockers, excedidos de sí en el circuito incandescente de la vida -las muertes de Brian Jones, de Janis Joplin, de Jim Morrison, de Jimi Hendrix, de Kurt Cobain, de Tanguito, de Luca Prodan, de Federico Moura- revelan dramáticamente que la energía rocker produce, pero también gasta en una experiencia límite de su poeticidad ardida. Ritmo, canto, baile, gesticulación, imagen, indumentaria, todo concurre a crear la figura rocker, como una especie de figura metafórica errante en el mundo.

El rock es una forma artística que pone el ritmo y las cargas de energía corporal en la creación de un sentido que se produce sensualmente. El cuerpo ardiente que se consume a sí mismo en la anomalía del exceso y el gasto es una típica figura de la pasión rocker. Esa figura se halla desde el comienzo, metaforizada y desplazada en numerosas encarnaciones y que puede resumirse en este poema de Antonin Artaud: "¿Quién soy?/ ¿De dónde vengo? / Soy Antonin Artaud/ y apenas yo lo diga/ como sé decirlo/ inmediatamente/ verán mi cuerpo actual/ estallar/ y recogerse/ bajo diez mil aspectos notorios/ un cuerpo nuevo/ en el que ustedes no podrán/ nunca jamás/ olvidarme". Esa es la lógica del cuerpo rocker, la lógica de un cuerpo constelado que estalla al decir Yo, allí donde la voz es la inscripción agónica de un organismo que se consume en sus ritmos ígneos. Aquello que sostiene esa llama viva -decía Pete Towsend- son cuerpos y cuerpos y cuerpos.

2. Del tango-canción de Gardel a las menesterosas letras de Tanguito se dibuja una parábola mitológica antes que musical: el rock como diminutivo de la música urbana, un tango chiquito. Pero también el momento en que se desmorona. Que Tanguito muera arrollado por un tren a los veintisiete años es un devenir dramático de lo real que también alienta una imagen: el rock nace en la Argentina porque un tanguito se muere en las vías de un ferrocarril suburbano. Tanguito era el seudónimo de José Alberto Iglesias y su figura, más que ninguna otra, representa un mito de origen del rock argentino. Lo que materialmente nos ha dejado es escaso: apenas grabó entre 1969 y 1970 una serie de canciones, casi todas inacabadas y no destinadas a su difusión. Luego de su muerte, se editaron ocho en el disco Tango, de 1973. De hecho, en vida de Tanguito sólo se editó un tema, "Natural", recopilado en el disco colectivo Pidamos peras a Mandioca, de 1970. La memoria que se tiene de él es precaria o, mejor dicho, sus actos mismos fueron precarios para una memoria distraída, en el linde mismo de la inutilidad y de lo improductivo. Se lo recuerda cantando en Plaza Francia, o disfrazado, o improvisando durante horas variaciones en español de canciones inglesas, o pidiendo dinero prestado, o dándose un pico de methedrin, o en el Servicio 30 bis del Borda donde los drogadictos eran tratados con electroshocks, o quizás en una foto de "La Razón", con cierta cara de delincuente-a-priori, ilustrando esta noticia:

"La acción policial comenzó, según se informó, en momentos en que una comisión de técnicos de Toxicomanía encontró, el sábado 6, a José Alberto Iglesias Tanguito, y a Claudio Piedras, alias Tango Bis, con evidentes muestras de haber hecho uso de drogas. El estado de alucinación que presentaban hizo que no pudieran negarlo y confesaron a los policías que acababan de salir de la casa de la Pavlovsky, situada en Laprida 1883, en la cual se había llevado a cabo una fiesta en la que consumaron toda clase de aberraciones".

Pero de un hecho trivial surge una escena primaria del rock argentino. En esos días del sesenta los rockers solían reunirse en un bar-pizzería, "La Perla del Once". El pasillo del baño de La Perla era la sala de ensayo de Tanguito. "Iba ahí porque había acústica -cuenta un testigo- Si querías acústica te ibas al pasillo del baño de la Perla, donde podías probar la voz de otra manera". Las voz de Tanguito se magnifica allí en el margen, se amplifica y se transforma y compone, junto a Litto Nebbia, el primer tema emblemático del rock argentino: "La balsa". Allí esa voz pobrísima que busca su eco funda otro espacio: una topología de la marginalidad. El ritmo de una lengua que se pronuncia en el baño de un bar, con el valor lateral de los grafitti en la pared del mingitorio. Puteada, imprecación, obscenidad, desánimo. Y algo más, central y definitivo: el rock, que hasta entonces sólo se difundía en inglés y se imitaba en inglés, comienza a ser cantado en castellano. Tanguito fue uno de sus primeros traductores. Por esto Tanguito encarnaba la nueva aventura estética y era percibido como un artista del futuro, un personaje casi sin música, una voz que en el pasillo del baño buscaba un eco inaudito. Lo increíble es que, serenamente, él mismo lo sabía. Uno de sus seudónimos favoritos era Ramsés, como el fundador de una dinastía -de hecho, como Ramsés firmó "La Balsa"- Y en Plaza Francia, un periodista de la revista Panorama que cazaba hippies en el sesenta y nueve, le preguntó "¿dónde vivís?" y Tanguito -o Ramsés- le respondió, con certera lógica: "Vivo en el año 2000". Entretanto, ahora en el 98, podemos escuchar ese único tema que editó en 1970, "Natural". Esa canción es un rasguido de guitarra, una voz enronquecida, que tararea hasta hallar su melodía y se vuelve apenas la excusa de un sentido mínimo, anodino, en el cual se reencuentra como mera inflexión oral, como sonido puro, es decir, casi como una naturaleza. "Me gusta verte llorar,/ me gusta verte reír/ natural/ natural// Me gusta verte en las mañanas/ ponerte de colores/ natural/ natural". La voz natural de Tanguito, en una inocencia de la precariedad emotiva, la voz que se quiebra mortal, cargada de horas y transforma la aventura de un día en un tiempo sin tiempo.

Luca Prodan, otra figura mítica del rock argentino, invirtió en los ochenta el gesto inicial de Tanguito, ahora desnaturalizando el idioma. Luca era un italiano educado en Londres. Llegó al país con la esperanza de rehuir la heroína, que sustituyó con demasiados tragos de ginebra. Murió de un paro cardiorrespiratorio en el '87, pero todavía se lee en los muros la frase Luca not dead. Luca integró el grupo Sumo, donde volvió a cantar rock en inglés o, sobre todo, en una especie de foráneo idiolecto porteño. Se cargaba las palabras como talismanes que lo fascinaban, sin importar su origen y su significado, y así como a Gombrowicz lo deleitaba la palabra Bacacay, que es una calle de Flores, a Luca lo perdían por su opacidad semántica marcas comerciales como Nesquik o Wellapon o sitios como Chivilcoy o Morón. Luca usaba el argentino como un objeto exterior, como un objet trouvé o imitaba, como podía, formas reas de hablar. De ese modo llevó al rock hacia un extremo imposible de alcanzar por ningún otro, en sus meandros de patetismo, furia o risa: hablar como un tipo del suburbio con acento extranjero creando un tono que exasperaba la dicción argentinizada con una irisación remota. Eso delvolvía al rock en castellano su primitivo efecto de extrañamiento dialectal.

De Tanguito a Luca se dibuja el espacio del mito fundado, otra vez, por la voz. Como lo hizo Gardel con "Mi noche triste" en el diecisiete. Allí también la voz abría otro espacio, una reserva de sentido que habría de multiplicarse y allí también acecha la muerte abrupta como condición previa de lo intemporal. El Abasto, espacio gardeliano por excelencia, no casualmente reaparece en ese tema de Sumo que canta Luca Prodan, en el cual el barrio porteño es imaginado otra vez con el desencanto del pequeño fracaso y la débil alegría de la felicidad que pasa. "Mañana en el Abasto". El Abasto casi irreal, entre un pobre sol desnudo y la espesa sombra subterránea. Como por un azar, el barrio de Gardel ocurre en la voz de Luca, casi monótona y traspasada de extranjería: y allí se nos vuelve, paradójicamente, más propia y, como la callecita de Carriego, solamente nuestra en esa íntima voz ajena.

 

3. No es casual que en 1973, Luis Alberto Spinetta haya llamado Artaud a uno de los discos más extraordinarios del rock argentino, estimulado por las lecturas de Heliogábalo o el anarquista coronado o del Van Gogh de Antonin Artaud. En Heliogábalo se esboza la imagen de un cuerpo anárquico que lucha, en el centro de su energía material, por la posesión espiritual de un Dios que lo devora. Se trata de la discordia con la idea misma del hombre a imagen y semejanza de la divinidad. En ese esquema, lo humano participa de lo divino tanto por el espíritu que anima su cuerpo, como por su facultad de nombrar. La aceptación del orden divino se vuelve herejía: aquello que reduce el cuerpo a una esclavitud, aquello que extraña al sujeto de su materia y mantiene su dominio en la conciencia es el mismo Dios. Así la propia energía corporal debe luchar contra sí (contra aquello que es el cuerpo y a la vez lo posee) para asumir el lugar de Dios. Cuerpo-Dios que sólo obtiene su corona en la guerra de contrarios, en el ritmo cruel de la anarquía, difiriendo toda conciliación. El idiota es esta figura del sí mismo devorado por la luz eterna. En el tema "A Starosta el idiota" se representa el lento martirio de un cuerpo que se aliena en la luminosidad del mar divino. Mar de bocas que se tragan el cuerpo febril del que espera. Como a Van Gogh, lo eterno sumerge al cuerpo en una última oleada de luz tenebrosa y lo aniquila. El mundo que para el idiota lentamente se disgrega aparece en el tema como un llanto lejano, con una vieja canción de Los Beatles que se apaga, con las notas graves de un piano.

 

4. Otra de las figuras de la pasión rocker es la del cuerpo amoroso y deseante. Una de sus encarnaciones es la del grupo Virus. El comienzo de Virus y su final con la muerte de Federico Moura víctima del SIDA , en 1988, dibuja una parábola donde otra vez el cuerpo constelado del rocker es el teatro mismo de una agonía cuya raíz es erótica. "De todo nos salvará este amor/ hasta del mal que haya en el placer" cantaba Moura en el disco final. El término Virus había sido pensado como metáfora del deseo amoroso que todo lo invade y finaliza como espejismo, como irisación, como sublimación en la música mientras el cuerpo real de su principal figura era asaltado por el dolor y el moroso tormento. Virus representó una tendencia del rock argentino hacia el fin de la dictadura, que a la monotonía brutalidad de la represión oponía las ceremonias de la diversión como conjuro. Baile y movimiento. Y, sobre todo, contacto: frente a la atomización social y la lejanía, un sexo pánico y un erotismo libre podría restaurar las uniones que separaba el miedo. Uno de sus letristas habituales, el artista Roberto Jacoby, escribió: "Desde el principio Virus fue una invitación al contagio, a la proliferación. (...). Virus bailable, cómico, intelectual, erótico". Sus letras comenzaron explorando el instante fugaz del ardor amoroso, la pronta entrega, la encrucijada de los cuerpos. Lentamente se volvió abstracto, como si el deseo se transformara en un juego de espejismos, de imágenes que sutilizan la incandescencia del deseo como brillos de superficie que la música irrealiza. El deseo no puede nombrarse sino en la aleatoriedad del ritmo y de la mirada fugaz, la mirada speed que lo vuelve onírico: "Vuelve el deseo y la ansiedad/ de este cuerpo,/ mi boca quiere pronunciar/ el silencio.// Remolino, mezcla/ los besos y la ausencia,/ imágenes paganas/ se desnudan en sueños".

 

5. En ese punto se conformaba la estética de la seducción en Soda Stéreo: el erotismo como juego de superficie, como ritual, como estrategia del artificio y signo vacío. En la seducción el cuerpo entrega sus gestos, la trama de sus apariencias y un teatro vívido del erotismo. Allí toda sexualidad es ocular. "Yo te prefiero fuera de foco,/ inalcanzable". El sexo se vuelve signo. Y la seducción aparece en toda simulación, nunca en la cercanía carnal. O bien, si ésta se consuma, debe estar precedida por los simulacros del personaje: "Voy a ser tu mayordomo/ y vos harás el rol de señora bien./ O puedo ser tu violador./ La imaginación, esta noche,/ todo lo puede./ Te llevaré hasta el extremo./ Abrázame,/ este es el juego de seducción" canta Gustavo Cerati. Soda Stéreo habla allí de una erótica donde los cuerpos no llegan a redimirse, inhabilitados en la compleja trama de sus propias im{agenes. En ello va el drama pero también la eficacia de la seducción. Por un lado, la seducción pertenece al dominio simbólico: su espacio en el de los signos y sus emblemas, el maquillaje y los gestos. No es especular: hay cierta opacidad de los cuerpos envueltos en la fascinación de las apariencias. "Si estás oculta/ ¿cómo sabré quién eres?/ Me amas a oscuras,/ duermes envuelta en redes./ Signos,/ mi parte insegura,/ bajo una luna hostil,/ signos". Los signos son el temblor de cierta música egoísta del alma que estuviera sólo en el brillo fugaz de la piel. Pero cuando los simuladores claudican, se entrevé la debilidad del afecto, el rescoldo del amor. De ello se habla en "Corazón delator": "Un señuelo,/ hay algo oculto en cada sensación./Ella parece sospechar,/ parece descubrir en mi debilidad/ los vestigios de una hoguera./ Hoy mi corazón se vuelve delator,/ traicionándome". La seducción no ama -parece decir Cerati-, sólo seduce en los signos, los señuelos. Pero ahora el signo se vuelve huella, llaga, que traiciona la espesura misma del sentimiento con la sospecha. En esa parábola llega Canción animal, de 1990. Es cierto, la estética de la seducción no ha cesado. "De mí, sólo lo que ves de mí conseguirás de mí,/ ¿y qué conseguirás de mí anclado en 1990?". Pero en ese juego de pronto la herida del signo se abre con un sexo primal, veloz, que transforma el juego en agonía erótica y gemido: el azar fugaz de una animalidad herida de goce. Para la estética de la seducción, la trama de los signos recubre el tabú de los cuerpos que se aman. Y cuando el instante de la entrega ocurre esos cuerpos se canibalizan: "Come de mí, come de mi carne/

entre caníbales/ Tomate el tiempo en desmenuzarme/ entre caníbales./ Una eternidad esperé este instante...". Los nombres, ahora, matan y los amantes se devoran.

 

6. Pero nadie como Charly García perfeccionó la estética del solipsismo en esa voz rocker que lentamente se despuebla, se degrada y en fin se quiebra. Las composiciones de Charly García siempre oscilaron entre el individualismo anárquico y el enfrentamiento con lo institucional. Por una parte, ofreció un ademán de la manía y la extravagancia que en su deriva podían rematar en la locura o el suicidio. Por otra, esa voz solitaria, irreductible, se manifiesta en su cruce con lo social por via de un ácido conflicto con todo aquello que coerciona el cuerpo propio. Charly mismo construyó esta figura en el límite entre lo real y lo imaginario: desde el extravagante intérprete de la historia que leyó la banalidad criminal de la dictadura, hasta el huésped furioso de un delirio megalómano. Como una cuerda tensada, la voz de Charly García es una cámara de resonancia de la imbecilidad pública que teatraliza lo banal en carne viva. Una de sus últimas articulaciones es un disco extraño, cuyo primer indicio se sustrae doblemente a la comunicación: Say no more dice, primero, en inglés, para luego decir: no digas nada. En el tema "Casa vacía" se escucha: " Si querés mirar mirar/ esto tiene muchas salidas/ yo soy vos yo soy vos/vivo en una casa vacía". La estética del solipsismo se construye sobre el no decir, que en la voz rocker se distorsiona hasta el verbo mutilado por sentidos y sonidos superpuestos, como capas exasperadas de materia sonora, desechos, mutilaciones, tachaduras e ironías. Una especie de action painting sonoro. Lo que se dice importa a medias, es elemental y alude siempre al solipsismo de acciones en el vacío. La voz de Charly se oculta en la masa sonora o de pronto grita en primer plano, susurra frases sueltas en un borroso fondo chirriante, hay restos de melodías de piano, una lodo de cuerdas, el atisbo de una sinfonía olvidada que deviene farsa, una confusión calculada. Ese tedio esencial comunica, en verdad, lo incomunicable: comienza como una música vaga que llega de lejos, se fija con un ritmo rocker básico y se espesa, se fusiona, se eclipsa, se hace ininteligible para despedirse con un vago desperdicio sinfónico que muere en una sola voz, irrisoria y serena. En algún momento se oye la consigna: "la vanguardia es así", en otro "no funk" o "no fun" o "no fuck", en otro se oye la frase "donde se van a esconder, podés desapare-" interrumpida por una ráfaga. Podría asegurarse que la mejor audición de "Casa vacía" no es la amplificada, sino más bien la que dispone la intimidad autocomplaciente de los auriculares, donde pueden descubrirse los detalles del susurro y de ciertas declaraciones que van de un oído al otro.

 

7. La voz y la poesía del Indio Solari en Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, no comunican en el solipsismo sino de un modo comunitario, pero esa socialidad se preserva por vía de un lenguaje hermético, que inesperadamente metaforiza las derrotas. Ese lenguaje casi no puede ser compartido por el universo audiovisual de los medios masivos: allí se vuelve ininteligible. La voz de Solari se articula en un lenguaje segundo, destinado a sus verdaderos destinatarios. Desde sus primeros temas, el universo de los medios masivos, del cual la banda intenta desertar con entusiasmo, es representado con ironía como una banalizada globalidad de múltiples efectos malignos: desde la "Divina TV Führer" o "el ojo idiota" hasta los satélites como "máquinas vigías". En los noventa, ese mundo que no cesa de representarse a sí mismo, ese mundo que modela el comportamiento con sus imágenes, simulaciones y mensajes hipercodificados, ha sido llamado "Nueva Roma" en el disco La mosca y la sopa:

 

"Nueva Roma sabe que la comunidad televisiva se ve atrapada por la desesperación cuando ésta es incompleta. Cuando aún conserva una mínima porción de esperanza ilusoria. Nueva Roma atrapa esa deseperación en redes conceptuales cada vez más grandes", escribió Solari. En los últimos discos, la figura adquiere la dimensión creciente de un mal difuso y múltiple que, no obstante, sabe que su grandeza es miserable: el lobo suelto o el macho cabrío, el demonio. En esas letras se recrean personajes antagónicos, víctimas y victimarios: Lupus el lobo y Rulo el Cordero, Luzbelito y Zippo.

Aquello que la poesía de Solari opone, como una voluntad, es su propia gesto de ser irreductible al comentario y a la banalización. El enunciado rocker sólo puede ser interpretado en una zona comunitaria de pares, como una lengua tangencial de resistencia. En los recitales del grupo, los asistentes improvisan una sociabilidad tribal, inmediata y espontánea. Se crea la ilusión de que la banda que toca se sucede en la banda que asiste porque allí circula la palabra de la tribu de la calle. Este hecho genera un pacto nada inocente y así asumido: "Yo sé que no puedo darte/ algo más que un par de promesas.../ ticks de la revolución/ implacable rocanrol/ y un par de sienes ardientes/ que son todo el tesoro". El significado elusivo de las letras de los Redondos adquieren su sentido pleno cuando todos las corean en ese ámbito ritual, callejero y cotidiano del recital. Palabras repetidas en la comunidad corporal de los presentes, pero también dispersas en una suerte de numerosa hermandad barrial, en rápidas y breves pintadas en las paredes, en minúsculas proximidades. La lengua de los vencedores vencidos: "Se rompe loca mi anatomía/ con el humor de los sobrevivientes,/ de un mudo con tu voz,/ de un ciego como yo/ ¡Vencedores vencidos!".

La poesía de Solari asegura su carácter irreductible al trabajar con neologismos, metáforas herméticas, extravíos verbales, mezclas y rupturas sintácticas que recuerdan el origen del lunfardo: una jerga carcelaria. Sombríamente, viene a decirnos que el dispositivo de seguridad aumenta nuestra inseguridad. El circuito de la cárcel se abre en las calles de la ciudad. Así, la solidaridad de los "vencedores vencidos" es afín al de los grupos de delincuencia: su espacio propio está restringido y se les asegura el destierro en el seno mismo de su sociedad. En ese punto la poesía de Solari se vuelve política. Sugiere que la Nueva Roma, en todas sus posibilidades de coerción, corrección y control, se transforma en un espacio vigilado : "Si esta cárcel sigue así/ todo preso es político/(...)/ Obligados a escapar/ somos presos políticos./presos de la propiedad/ los esclavos políticos".

El argot, el lunfardo de hoy emerge en esas letras que buscan la libertad: "Mi amor, la libertad es fanática,/ ha visto tanto hermano muerto,/ tanto amigo enloquecido/ que ya no puede soportar/ la pendejada de que todo es igual/ siempre igual, todo igual/ todo lo mismo". Con ese lenguaje, impiadosa, la poesía del Indio Solari habla de nuestra ilimitada grandeza en la decadencia. Acaso desde Arlt, no hay en la cultura argentina crápulas, fracasados, cínicos, megalómanos, farsantes y suicidas vocacionales como los personajes, las voces, que representan las letras de los Redondos. En su disco Luzbelito, el tema "Cruz diablo!" describe en su jerga callejera el destino derrotado de una víctima, Zippo, que maldice su suerte: " Zippo va camino del infierno cagando leches!/ no supo repartir sus fichas/ y su cielo ennegrece..." Las nuevas bandas retomarán la desesperación y la cruzarán con una especie de cinismo alegre.

Aún en sus representaciones más negras, la cultura rocker es una fiesta. Acaso una fiesta fugaz de la resistencia. No un heroísmo ni una militancia, sino una cierta voluntad, aunque dispersa, y sin duda una afirmación. Poesía realizada. Lo cual, de todos modos, ha producido y a veces produce incómodos efectos políticos, aunque jamás proporciona una seguridad definitiva, salvo la del placer.

 

 

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07/20/2002
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ISSN 1668-1002 / info