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summer 2002



De Memoria
por Marcelo Pellegrini, University of California, Berkeley

El 12 de marzo de 1990 asistía yo a mi primer día de clases en la Universidad Católica de Valparaíso. Atrás quedaba el escondrijo de la niñez y la adolescencia; comenzaba, de este modo, la "verdadera vida", con algunas esperanzas y muchas incertidumbres. Con el tiempo, me iba a transformar en profesor de castellano y aspirante a poeta, y discutiría con mis compañeros de generación todos los temas posibles relacionados con el único que nos unía y nos separaba apasionadamente: la poesía y su futuro en el mundo. Un día antes de mi ingreso a la universidad, el 11 de marzo, a tres cuadras de ahí, en el entonces flamante Congreso Nacional de Valparaíso, Patricio Aylwin asumía como primer presidente de la nación democráticamente elegido por el pueblo después de diecisiete años de dictadura. Estábamos todos felices y habíamos iniciado un idilio con nuestro nuevo padre político, que más bien parecía un abuelo afable y benevolente. No creo equivocarme al decir que la sensación de aquellos días, palpable incluso en el aire que respirábamos, era la del inicio de un nuevo ciclo; la historia se había hecho carne, y nosotros estábamos ahí para vivirla y tocarla.

Todo esto era cierto, pero, como siempre, no vimos los matices necesarios en estos casos. Sufrimos lo que describe Borges en "El pudor de la historia": la fascinación ante un hecho aparentemente importante por lo grandioso o grandilocuente, la certeza de estar viviendo un momento definitorio para el curso de los hechos, sin percibir a veces que la historia se hace a partir de sucesos remotos que, a primera vista, no tienen ninguna consecuencia. Sin pudor, entonces, los jóvenes de dieciocho años de aquella época nos iniciábamos en las lides de la vida estudiantil universitaria. El 20 de marzo del mismo año asistí con muchos de mis nuevos compañeros y amigos a la primera sesión pública del Congreso Nacional de Valparaíso, otra marca histórica, decíamos, en medio del campo minado de acciones pensadas para perdurar que era el Chile de esos días conmovedores. Recuerdo lo anodino del ambiente: un edificio ultramoderno y lujoso, muy feo, limpio hasta el asco, lleno de gente que quería, como nosotros, ganarse una migaja de la historia (el "Yo estuve ahí", que se ha encargado de escribir tantas páginas de las crónicas y las historias hispanoamericanas), la seriedad y satisfacción de los nuevos senadores y diputados, nuestros aplausos al ver a los congresales de nuestra preferencia, nuestro silencio al ver a los derechistas sin remedio. La gente iba y venía, inaugurando así la nueva era de los consensos, los acuerdos y los abrazos entre los enemigos de antaño. Nuestra falta de pudor seguía, y, cuando cada uno volvió a lo suyo, seguimos con la ilusión: ingresar a la universidad literalmente al otro día del inicio de la democracia no significaba entrar a una institución liberada de los vicios de la dinámica dictatorial; cambió un poco la cara, pero no cambiaron los procedimientos y las arbitrariedades. Hasta donde sé, la universidad chilena, diez años después, sigue siendo un espacio problemático que lucha por sobrevivir; los cambios son lentos y se ven muy lejanos al interior de sus muros.

Mi otra ilusión, esta vez más personal, era la siguiente: al iniciar mis estudios de literatura, podría dedicarme a escribir y a formarme como escritor. En cierto modo eso era verdad, pero, en muchos otros, no. Es bueno darse cuenta que dedicarse profesionalmente a las letras -ser profesor, en suma- no quiere decir ser un apasionado por la poesía; muchas veces es exactamente lo contrario. Aquel equívoco personal era el contrapunto del equívoco histórico que estábamos viviendo y -¡oh, tragedia!- en ambos casos yo no me daba cuenta. Cuando finalmente pude pensar esto, ya era un poco tarde: había publicado mi primer libro, me creía escritor y, por lo tanto, debía asumir las consecuencias del caso; todo eso en medio de un ambiente político prontamente enrarecido y, por sobre todo, nada de estimulante, algo así como la mediocridad hecha institución. Las idas y venidas verbales del ex presidente y todavía comandante en jefe del ejército, sus lamentables declaraciones y gestos que revelaban por enésima vez al astuto pero poco inteligente soldado, llenaban el aire de desconcierto. Nosotros hacíamos lo que podíamos: apoyábamos al nuevo gobierno mientras el lenguaje de la política cambiaba: ya no "el pueblo" sino "la gente", ya no "oportunidades para todos" sino una vaga noción de "justicia social", sacada, tal vez, de alguna encíclica papal redactada en el vaticano latín de los años sesenta.

Haciendo un repaso de mis intereses políticos concretos, creo que nunca estuve muy interesado en involucrarme directamente en la vida partidaria. Nunca he militado en ningún partido ni creo que lo haga. El egoísmo casi genético que tengo me ha sustraído de esos avatares, y me seguirá sustrayendo. No puedo hacer mío aquel noble sentimiento de los políticos que dicen dedicarse afanosamente a las necesidades del pueblo/gente que representan. Mis respetos y mi admiración para ellos. Siendo consecuente con mi egoísmo, decidí, entonces, ser escritor y académico, es decir, cultivar mi yo y hacerlo crecer, transformarme en un ególatra con justificación intelectual e institucional.

La poesía y sus consecuencias se transformaron en mi utopía, lo que, sabemos, no quiere decir lugar ameno, sino inexistente; todo era una aspiración, la proyección de un deseo. Si no recuerdo mal, mi primer poema lo escribí a los ocho años (una tía mía conserva ese pedazo de papel); hace poco tiempo volví a leer ese texto: en él hablo de lo frustrado que me sentía, de lo pesada e insoportable que era la vida. La caligrafía de ese pequeño niño que fui todavía me persigue, aunque ahora creo que, si volviera a escribir ese poema, estaría realmente consciente del por qué me siento frustrado y al borde del suicidio.

Lo que ese poema me dice hoy tiene, quizás, directa relación con el tema de la memoria; las primeras imágenes de mi infancia se remontan a un par de calles en un cerro de Valparaíso, y, sobre todo, a una "terraza", un inmenso balcón natural sobre el mar que estaba a la vuelta de mi casa, un pedazo de roca que era como una esquina flotante que daba directamente a la bahía, y, de ahí, al Pacífico abierto y azul, siempre azul, más azul que nunca. La tierra y las piedras del lugar eran nuestros anfitriones cuando, con uno de mis tíos, íbamos a ese lugar a encumbrar volantines al inicio de la primavera. Recuerdo vivamente tener agarrado el hilo blanquísimo por el que se sostenía esa figura geométrica suspendida en el aire, mientras, apoyando la espalda en el suelo, mirábamos el cielo, que era como un reflejo del mar y su murmullo. Esa fijeza podría ser un origen, y me tiene encandilado hasta el día de hoy. Y a propósito del hoy de ahora mismo, recuerdo cuando, en esas mismas calles, el año 1980, conversé con un amigo que andaría, como yo, por los nueve de su edad sobre la llegada del año 2000. No podíamos imaginarnos cómo sería el mundo en esa época (si es que llegábamos a verlo, porque podía acabarse antes), pero veíamos esa fecha como algo no muy lejano "¿Sabes cuánto tiempo queda para el 2000?", me dijo Patricio, mi amigo, "No", respondí yo, haciendo gala de mi temprana falta de habilidad con los números -"Solamente veinte años", replicó con un extraño aire de niño profeta, y vino un silencio que dura hasta hoy. ¿Qué será de mi amigo? ¿En qué lugares andará? Si lo viera hoy, no dudaría en celebrar con él el magnífico hecho de estar vivos veinte años después.

Entre esas imágenes e impresiones existía la otra cara de la realidad circundante. Si las idas a la terraza ocurrían en un espacio mítico sin cronología, la conversación sobre el advenimiento del nuevo milenio me puso de bruces frente al transcurso del tiempo y, más específicamente, frente al tiempo que vivíamos en Chile. Muy pronto supe que palabras como "golpe militar", "dictadura", "política", "izquierda", "Allende", etc., estaban rigurosamente prohibidas. Crecimos con la censura, el silencio, el miedo y, sobre todo, la incertidumbre. La dictadura estaba durando más de lo que muchos pensaron en un comienzo y mi generación recibió toda su primera educación bajo el signo del autoritarismo; Chile siempre ha sido un país militaroide, dogmático y racista, y en circunstancias como ésta esos rasgos se agudizaron al punto de constituir una segunda piel de la que todavía nos estamos desprendiendo no sin dolor e incomodidad. Recuerdo cientos de escenas relacionadas con la represión diaria, aquella de menor teatralidad que la sangrienta que también vivían cientos de personas más desafortunadas que nosotros, muchas de ellas hoy día muertas o desaparecidas. Nos acostumbramos, en suma, a borrarnos de todos los mapas posibles.

Frente al tiempo y sus miserias, nació para mí el afán por escribir. No quiero dramatizar mis orígenes de escritor y ponerlos como una "respuesta" a los desmanes de la dictadura; si algo de eso hay, se trata de una mínima parte. Comencé a escribir por razones que ni yo mismo tengo en claro y que se pierden en la caverna infinita de la memoria, llena de ecos, desvíos y puntos negros. Poco a poco, con más y más ahínco, quise ser escritor, y eso significa luchar contra la sustancia que me provocó el primer horror: el tiempo. Luchamos contra el tiempo pero somos tiempo y, más aún, somos nuestro tiempo. Si desde los románticos alemanes e ingleses -nuestros bisabuelos- esa es la característica de la modernidad, los poetas de hoy en día seguimos buscando la forma adecuada para esa modernidad que, como siempre, se nos escapa de las manos apenas creemos alcanzarla. "Todo es tan falso y tan hermoso", dijo alguna vez Gonzalo Rojas, el más importante poeta chileno vivo, y creo que nunca esa frase se nos ha hecho más patente.

El proyecto de hoy sigue siendo el mismo de siempre: escribir de la mejor manera posible. No creo en las tareas mesiánicas de los escritores; ni salvar el lenguaje ni resguardar el mito hasta que vengan tiempos mejores. Se trata de intentar habitar plenamente la lengua materna, la verdadera patria de un escritor, de una forma morosa más que amorosa. Creo firmemente en la idea de Baudelaire: en la infancia está el origen de la vocación poética. Escribir, por lo tanto, no es sino rendirle cuentas a ese niño que fuimos. Todo esto tiene que ver, ciertamente, con la memoria; ir en busca de una palabra, la suficiente, es adentrarse en esa caverna infinita donde, a diferencia de la platónica, las sombras se pueden tocar. ¿Cómo no iba el filósofo, entonces, pretender la explusión de los poetas de la República? La memoria es un bien aparentemente intangible, el más preciado para un escritor y, por qué no, para un pueblo. No sé qué tarea le podría corresponder a un poeta en ese intento mayor que hoy en día parece estar afanando a algunos en Chile, a saber, el restañamiento de las heridas dejadas por la dictadura por medio del cultivo del recuerdo con ojos críticos. Más aún, no sé cómo un escritor que no vive allá podría ayudar en esto. Lejos de su lenguaje diario, lejos de ciertas palabras, lo único que le queda, al parecer, es la nostalgia.

A pesar de las dificultades y contradicciones que describí recién, que no necesariamente tienen que ser colectivas sino sólo personales, aquella tarea pendiente, un verdadero desafío, se presenta mucho más grande e importante que la dictadura militar y su figura emblemática, Pinochet; el dictador ya murió muchas veces y muchas veces ha sido juzgado por cada uno de los que tienen la conciencia limpia. Sólo nos falta asistir a su entierro.

 

 

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07/20/2002
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ISSN 1668-1002 / info