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ANUNCIOS CLASIFICADOS (O UN SOLO CUENTO, AUNQUE NO LO PAREZCA)
por Miguel Gomes

 

PRIMERA SESIÓN CON EL PSICOANALISTA

—...ya basta de preliminares. Abra usted su inconsciente y diga: aaaaaaaaa...

 

 

TRACTATUS DE SILENTIO

Ayer escribí mientras dormía. Por eso no tengo obra.

 

 

WATER MUSIC

Un destino trágico, que es lo mismo que decir una historia usual: de niño —ni siquiera tendría ocho años— le gustaba la música. Todo el día oía al vecinito dándole al piano y él, cada vez que podía, les repetía a los de casa que quería estudiar y ser músico. Que si el conservatorio, que si el solfeo, que si las lecciones particulares y a ver cuándo me matriculan. Cosas de muchacho; seguramente se las escucharía al otro y él también las diría. Y no que ocurriese esporádicamente: era siempre igual, todo el día lo mismo. Hasta que se oyó el dictamen furioso, la voz de la ley, porque el niño fastidioso no lo deja a uno ni desayunar:

—Cállate, coño. Que eso de ser músico es de maricones.

Cambiemos de tema. La retórica de la bofetada fue más efectiva.

La adolescencia resultó más pacífica. Pasó llena de melodías perdidas.

A los veinte, cuando se graduaba de contador, se atrevió por fin a tararear. Pero era uno de esos tics que están y no están. Ni se notan.

A los treinta, los compañeros de oficina apenas lo trataban. Era un individuo retraído y solitario. Pero todo el mundo lo reconocía de inmediato por el tarareo. Exactamente. A veces era tu-ti-tú-ti-tutu-tu-titú; otras veces era hummmm-humm-hum-hummmmmm; y, de vez en cuando, algún silbido.

A los cuarenta seguía solo y aún tarareaba. En la oficina, no faltaba más, con todas sus cuentas al día.

No había desistido de tararear a los cincuenta, entre el café de las diez y la corbata.

Así iba, hasta que un día lo echaron de menos. Para ser francos, ya había transcurrido una semana y nadie sabía de él. Las cuentas se amontonaban y el de los silbiditos no aparecía. Telefonearon; no contestaba. Se dio el parte a las autoridades correspondientes.

Es difícil contar la escena —o el movimiento— final de esta historia: quizá no exista siquiera el tono adecuado. Los que entraron al estrecho apartamento de solterón vinieron a encontrarlo en el único dormitorio. Lo vieron tendido en cama. Las sábanas revueltas, como si hubiese habido un forcejeo; el rostro hinchado, a punto de estallar. La asfixia debió de haber sido lenta y la agonía, interminable. Pero lo verdaderamente extraño del asunto era que todo estaba hecho una sopa: el cubrecama, la almohada, la ropa del finado. Hasta la alfombra burbujeaba cuando la pisaron los enfermeros.

En el tocadiscos —uno de esos automáticos, que repiten la selección hasta que alguien los detenga— todavía sonaba Haendel.

 

 

VOCACIONES Y AFINES

Vea usted lo que son las cosas. En la vida tenemos que escoger, enfrentarnos a las decisiones más odiosas; y, por delante, uno lo que normalmente encuentra son caminos que se bifurcan. Que si a la derecha o a la izquierda. Que si esta novia o la otra. Que si quedarnos en este país o regresar a la tierra de nuestros padres. Que si este trabajo mal remunerado en Manhattan o el que paga todo-el-dinero-del-mundo, pero justo-en-el-fin-del-mundo, en la mitad mismísima de la nada, allá en North Dakota o quién sabe dónde. Yo lo que quería, desde antes de cumplir diez años, era ser escritor. No le puedo describir lo que sentía cuando lo pensaba. Llenaba cuadernos y cuadernos de historias; la mayoría, segundas partes de Stevenson o Verne, como es natural a esa edad. Después, a los doce, empezó el Homero, y enseguida el Dante, y fíjese usted que hasta intenté escribir una epopeya en tercetos encadenados. Los muchachos hacen cosas de ese tipo; bueno, los muchachos de antes: los de ahora, ya se sabe, no se despegan de las maquinitas. Yo era de la época de los libros. Y no había nada más importante, más imperioso. Leía, devoraba libros. Escribía. Por supuesto, a los veinte, uno se gradúa de ingeniero, o de médico, o de psiquiatra, o de profesor de algo, pero no de escritor. ¿Para qué servía algo semejante? No para sostener una familia, desde luego. Ingeniero, médico, psiquiatra, profesor. A los treinta se comienza a tener hijos e hipotecas y, con suerte, sólo pocos problemas con la mujer de uno. A los cincuenta viene lo de pagar la educación universitaria de los muchachos, cosa que, a la larga, se siente como una prolongada liposucción. En fin, que se casan los hijos y se despiden hasta la próxima y, en eso, ya uno anda con los sesenta a cuestas. De pronto, con el respiro, lo que queda es preguntarse qué pasó. Qué pasó con todo. Adónde se fue. Dónde están aquellas epopeyas que uno quería pergeñar, o las novelas. Hay, eso sí, apuntes dispersos aquí y allá, montañas y montañas de escombros de obras imaginadas, que, con un poquitín de tiempo, quizá cuando me jubile, podrían cobrar forma. ¿Por qué no? Pero lo duro es darse cuenta, súbitamente, de que para ser escritor hace falta algo más que escribir o incluso escribir bien. Los contactos: los dichosos contactos. Esos que se adquieren tras decenios y decenios de bregar en el medio; el medio ése con el que uno no está familiarizado por la sencilla razón de que tenemos que ganarnos la vida en oficios más pedestres, más prosaicos, con sueldo fijo, seguro médico y cuota de jubilación. A estas alturas no hay nada que hacer. Sin embargo, a veces fantaseo con que cualquiera de las personas que encuentro en el metro, usted, por ejemplo, uno de esos desconocidos con que uno se desahoga sabiendo que al llegar a la estación, en dos o tres minutos, continuaremos siendo anónimos y extraños, cualquiera de esas personas, decía, al escuchar esto que sin ton ni son le cuento, de repente, aparte el New York Times que estaba leyendo, se ponga a sonreír y me diga: "en efecto, amigo, vea usted lo que es la vida —soy editor; trabajo para Harper & Row Publishers... Tome, ésta es mi dirección; mándeme su manuscrito, o vaya a entregármelo personalmente cuando guste". Pero claro, esas cosas no suceden. Normalmente todos los desconocidos con los que me pongo a conversar actúan exactamente como usted: me miran con desconfianza, discretamente se mueven en el asiento, alejándose poquito a poco, y hunden la cara en el periódico. Y, en cuanto el tren se acerca a la estación, saltan y desaparecen, más rápido que nunca.

Y lo dejan a uno con la palabra en la boca.

 

 

SEGUNDA SESIÓN CON EL PSICOANALISTA

—En mis sueños hasta el buque fantasma se va a pique.

 

 

LO QUE FRANZ NO PUDO CONTAR

Una mañana la cucaracha amaneció convertida en checo que se llamaba Gregorio. Por fortuna, la metamorfosis ocurrió luego de la caída del muro de Berlín: el mundo estaba en calma y nadie padecía dolores de conciencia.

A sus exparientes —incluido el obscuro y detestado insecto que era su padre— Gregorio les ha echado raciones generosas de ácido bórico. No siente nada cuando los barre y los tira a la basura.

Tras un período de transición, Gregorio está felizmente casado y es padre de tres. Ha prosperado en los negocios. Sabe un montón sobre fondos mutuales, invierte capital en la televisión digital y, últimamente, Microsoft se lo plantea como posible gerente de alguna de sus sucursales en el centro de Europa.

 

 

HIJO, TENGO QUE CONFESARTE ALGO

1- La versión hebrea de este relato habla de un dios con gran sentido de la organización que dedicaba cada día de la semana a inventar algo distinto. Un prodigio de disciplina. Al hombre vino a formarlo de barro, hacia el final, y de la costilla le desprendió una mujer para que la empresa fuese completa. Por supuesto, aunque después montase en cólera —por percances de todos conocidos—, a ese dios lo satisfizo su trabajo.

2- La versión maya-quiché asegura que hubo tres intentos: primero, las divinidades optaron por el barro pero, claro, a la menor llovizna el sujeto se les deshacía. Segundo fue el palo y, fatalmente, no hubo bastante inteligencia para agradecer la creación (de allí salió el mono). A la tercera iba la vencida: el hombre fue hecho de maíz. Y le dieron el visto bueno.

3- Los romanos y quizá los griegos —no se sabe a ciencia cierta— hablaron de un Prometeo llamado en latín plasticator que, en un acto de rebeldía, se atrevió a forjar seres humanos de arcilla —y no sólo eso: para fastidiar a los olímpicos y hacer más arriesgada su insolencia, les dio a los hombres el fuego: la vida, la sed de poder, el ansia de crear. Por eso lo del águila que le roe el hígado a Prometeo y lo de las cadenas, y lo de Hércules, y Esquilo, etcétera.

4- Pese a tan venerables tradiciones y tantos siglos de inventiva, yo, en cambio, acabo de enterarme de que no soy más que el fruto de un error.

 

 

UN DIFUNTO A OTRO

—Fíjate, chico: parece que arriba todavía hay uno que practica el realismo.

 

 

AGOTAMIENTO CREADOR

Érase una vez un escritor reputado por sus historias rigurosamente intelectuales, apolíneas hasta el tuétano. Un buen día, después de años y años de producir libros que fueron aclamados por la crítica, libros menos sobre la vida que sobre el arte de contarla, un buen día, decíamos, dejó de escr...

 

 

EN UN AUTOBÚS ATESTADO: MEDITACIÓN ESTIVAL

Heráclito, desde luego, estaba en lo cierto: nadie se baña dos veces en el mismo río.

Algunos ni siquiera han tratado de hacerlo.

 

 

FILÓSOFOS

Era amigo de Platón, pero más lo era de la Verdad. Carecía, por lo tanto, de verdaderos amigos.

 

 

 

 

 

 

CLASE MAGISTRAL

Prisons are built with stones of Law, brothels with bricks of Religion.
BLAKE, Proverbs of Hell

¡Hermanazo!: ¿te acuerdas del versito de Petrarca, aquello de que el amante se transforma en la cosa amada? El tipo tenía razón. Desde ayer, a las nueve p.m., ya no soy yo, sino aquella muchachita, la Melora, ¿te acuerdas que te conté?; ajá, una que está bien buena; la que siempre se me sienta en la primera fila y después de clase se me queda metida en el despacho... y que para consultarme dudas sobre el texto que tenían asignado.

 

 

(LOS ABAJO FIRMANTES, UN CÍRCULO DEL INFIERNO)

...si se hace justicia, que sea para todos: ¿o acaso al par de italianos ése no se le debería también aplicar alguna pena? ¿El voyeurismo, señoras y señores, no tiene castigo?...

 

 

SUEÑO

Denigraron de mí y de los de mi especie; insultaron a todos los míos y a mi descendencia; me ofendieron; me escupieron; me patearon; no hubo grosería que no me endilgaran; alguien se limpió la mano después de rozarme; fui ridiculizado, postergado; se me convirtió en hazmerreír del pueblo, looser, víctima preferida, el idiota.

Por eso aprendí a bailar.

 

 

FRAGMENTO DE ENTREVISTA

—Y ¿cómo se explica que hasta ahora no haya escrito sus memorias?

—Qué ocurrencia. Ya estoy muy viejo para eso.

 

 

LA TAREA DEL HÉROE (TERCERA SESIÓN)

Allí estaba el enemigo tan temido, el de las pesadillas.

Jorge se apresta para el combate. Alguien, algún día, lo llamará santo, sin percatarse del temblor de muñecas que hay en él. Respira hondo. Se baja la visera y siente que el clic metálico le hiela la sangre: es un sonido breve y torpe, pero anuncia el duelo.

Afianza en el ristre el cabo de la lanza. El dragón está enfrente. Por momentos apenas, Jorge lo mira y sólo da con una mezcla confusa de cosas que no parecen tener sentido juntas: hay dientes allí; escamas y patas; garras horripilantes. Pero también obscuridad con alas de murciélago y lo que serán, probablemente, los restos de víctimas recientes: en el suelo, unas zapatillas de tenis, como las que calzan las señoras mayores de las villas cercanas; enredado en una de las uñas carcomidas y como oxidadas, un mechón de cabellos blancos; en el cuello de la bestia, un delantal.

El dragón está enfrente. No hay más que hacer: Jorge se persigna, retoma con firmeza el escudo y espolea su montura, que da un brinco y avanza. No es necesario afinar demasiado la puntería. La lanza toca al enemigo: se hunde con precisión y lo atraviesa. Ha ensartado el corazón, aún bamboleante, y lo expone al aire libre. En aquel segundo brusco todo es salpicón de sangre, humores verdes y ese berrido casi humano de la criatura. Son gritos los suyos.

El dragón se desploma para no moverse más. Jorge ha acabado su tarea.

Entra en escena la policía: el dragón la había logrado telefonear minutos antes, cuando el fin se aproximaba. Lo acusan de monstruo a él, a Jorge; le echan encima las esposas, dándole gritos, golpes. Los del vecindario se han enterado y se arma la gorda. Que si energúmeno, que si matricida. Un tantito más y acabamos en linchamiento. Lo encierran a empellones en la camioneta que no se sabe si es ambulancia o jaula.

Antes, desde luego, lo insultan: le quitan la armadura y le ponen esa indumentaria de siervo, camisón indigno —bien atadito, eso sí, a sus espaldas.

 

 

CONTRA LOS ANGLICISMOS

Una obra de ficción es la que ni siquiera existe.

 

 

ANUNCIOS CLASIFICADOS

Oye, oye: ¿y qué tanto escribirá el tipejo ése? Cada vez que hay reunión de profesores allí está él, calladito, sin abrir la boca, escribe que escribe. ¿Para qué lo hará, si nunca participa en los comités y se limita a dar sus clases, mirar el techo durante las horas de despacho y después desaparecer sin haber dicho hola ni adiós?

Oye, y ¿será verdad eso de que es raro? Tú sabes a qué me refiero: como ido. En la luna todo el día. Los alumnos se ponen nerviosos, porque llega la hora y el hombre sigue en su charla y sólo para cuando se desesperan y se le van todos, lo siento profesor, pero tengo otra clase. Ah sí.

¿Escritor frustrado?... Pssst. Eso suena elegante. Ajá. Francamente, no se sabe de nadie que haya tenido una conversación completa con él. Demasiado vulgares para su gusto; no sabemos ni hablar español bien, dicen que dijo. Nos desprecia a todos... Excepto a aquel Jorge... ¿cómo se llamaba?... el que daba literatura medieval e hizo aquella cosa horrorosa... Bueno, el Jorge también era raro y acabó encerrado, porque lo suyo sí era grave. Éstos que se creen scholars... Míralo, al tipejo: cara de bicho, ¿no? Habrá reñido con el papá, en la niñez, je je: la neurosis le da por ataques a todo lo que tenga autoridad; aquí se ha peleado con tres jefes seguidos. Suerte que obtuvo la permanencia en el cargo, porque si no... Míralo: parece el más interesado en la reunión y toma notas sin parar. ¿Qué tanto apunta? Que no nos venga con cómicas: desde hace años que no hace más que escribir durante las asambleas del departamento de lenguas y literatura y, que se sepa, la que lleva la minuta es Patricia, la secretaria. Nadie ha leído jamás una redactada por él.

Un día, un profesor que estaba sentado al lado suyo nos vino con el chisme de que el tipo lo que hacía era escribir anuncios clasificados. ¿Cómo es eso? Sí, chico: anuncios clasificados. Cuadraditos ínfimos llenos de letritas. No deja un espacio en limpio en toda la página y la letra chiquita, chiquitica, minúscula, como para ser leída con lupa. Hasta marea. Je. A ver si se consigue otro trabajo... bueno, no: ¿de quién nos reiríamos entonces? Así es la cosa. Lo de introvertido puede que sea cierto; para mí, no pasa de ser un tremendo pedante. Pero que no nos venga con poses e historias: estas reuniones y sus deberes administrativos en general no le interesan pero para nada. Pa-ra-na-da. Es un presumido que se las da de intelectual.

Oye, y de verdad-verdad, ¿qué carajo estará escribiendo?

 

 

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07/20/2002
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ISSN 1668-1002 / info