FELISBERTO O EL USO DEL NO SABER
Sobre el vanguardismo de las Primeras invenciones de Felisberto Hernández (1925-1931)

GUSTAVO LESPADA
Universidad de Buenos Aires 

(...) lo que obsesiona es lo inaccesible de lo que no podemos deshacernos, lo que no encontramos y por tanto no podemos evitar. Lo inasible es aquello de lo que no se escapa.
Maurice Blanchot

1. Felisberto y la vanguardia

La crítica ha mencionado frecuentemente la excentricidad de la escritura del uruguayo Felisberto Hernández, muchas veces sin que se especifique claramente en qué consiste esta excentricidad, pienso que el tema amerita detenernos un poco en este aspecto. Comencemos por evocar la etimología del término, como aquello que está lejos o fuera del centro, porque en este sentido creo que hay un uso de la excentricidad en Felisberto, quien produce justamente a partir de ella, a la manera en que el concepto de excentricidad es aprovechado en Física para transformar un movimiento rectilíneo –como el de los pistones de un motor- en otro circular –como el del eje de una rueda-, y además en la acepción de marginalidad, porque si hay una producción marginal en la literatura latinoamericana, esta es la de Felisberto. Marginalidad respecto del campo intelectual de su época -recordemos que sólo cuenta con educación primaria y que su formación es fundamentalmente autodidacta o al menos, no académica-, marginal por el ambiente de pobreza y suburbio en que se mueven sus personajes, pero también marginal respecto de la narrativa regionalista o costumbrista hegemónica en la década del 20 que es cuando aparecen sus primeros relatos, en este sentido lo reivindicamos como un narrador vanguardista.

Claro que a Felisberto no pueden atribuírsele las estridencias de ningún manifiesto. No integra ningún grupo o formación vanguardista de las que por aquellos años se proponen espantar al burgués con sus proclamas incendiarias tanto en Europa como en América, tampoco se embarca en la toma del cielo por asalto ya que carece de formación política –lo cual no quiere decir que su escritura no sea política-, ni gritará nunca a los cuatro vientos su desafío al canon o a la gramática, no, su tono es más tenue y humilde; pero cuando la efervescencia pase y se asiente la espuma, pocos serán los que puedan exhibir un aporte de singularidad y renovación en la prosa como el de Felisberto quien, en los papeles –quiero decir, en la letra- es indudablemente un escritor de vanguardia.

Felisberto Hernández hoy tiene asegurado un lugar de privilegio entre los grandes escritores del siglo XX, pero esto no ha sido siempre así, hasta su muerte fue casi un desconocido -aunque entre sus lectores de culto de la primera época estuvieran el pintor Joaquín Torres García, el filósofo Carlos Vaz Ferreyra o el poeta Jules Supervielle-, recordemos que incluso en la década del sesenta sus ediciones eran paupérrimas comparadas con las que caracterizaron al boom de la literatura latinoamericana. Ha sido la invalorable tarea de rescate -casi diría la militancia- de críticos y escritores como José Pedro Díaz, Angel Rama, Norah Giraldi y Julio Cortázar entre otros, cuyo tratamiento y difusión colocó a la escritura de Felisberto en el lugar que le corresponde.

Sus primeros relatos que aparecieron en ediciones muy precarias en diversos puntos del Uruguay (además de Montevideo, publica en Rocha, en Florida, en Mercedes), denotan el nomadismo de su trabajo como concertista de piano y las dificultades de esta primera etapa signada por la experimentación y el afianzamiento de sus mecanismos narrativos. Mecanismos que también responden a las crecientes innovaciones tecnológicas y transformaciones industriales que se trasuntan en cambios sociales y urbanos propios de nuestra periférica modernidad.

Esta forma de escarbar en la realidad perturbando la inercia de las tradiciones, rompiendo con las convenciones del realismo –que es compartida por sus contemporáneos, el argentino Macedonio Fernández, el brasileño Mario de Andrade, el ecuatoriano Pablo Palacio o el chileno Juan Emar, entre otros-, no es ajena al clima revulsivo instalado por los planteos futuristas, dadaístas o surrealistas. Pero tampoco puede leerse la producción latinoamericana de aquellos años como un mero epifenómeno de las vanguardias europeas puesto que la vanguardia latinoamericana posee una fuerte identidad propia, es decir, tiene un profundo arraigo continental y una relación específica con los modelos vigentes. Además de los narradores que hemos mencionado resulta innegable la originalidad y creatividad manifiestas en los poetas Oliverio Girondo, Vicente Huidobro o César Vallejo, para citar sólo algunos casos reconocidos.

A la hora de enumerar rápidamente los rasgos más sobresalientes de nuestra vanguardia, podríamos destacar un lenguaje fragmentario, de alto nivel poético y una escritura constantemente replegada sobre sí misma en tanto metarelato, es decir, tomando como objeto sus propios procedimientos. Los tonos lúdicos de sofisticada ironía y las digresiones que trascienden lo puramente anecdótico, producen frecuentemente una narración que se expande y bifurca con morosidad imaginativa e inquietante. Además, las transgresiones de las fronteras entre los géneros tradicionales, permiten la incorporación de discursos de otros ámbitos, como el periodístico o el científico al que recurre Pablo Palacio, o reflexiones más propias del ensayo aunque conservando el tono ficcional e irónico, a lo Macedonio. Estos elementos configuran la concepción de una obra plurisignificante, abierta, que postula una variedad infinita de lecturas. Pero aún reconociéndolo dentro de este linaje, de esta estirpe de renovadores estéticos, el caso de Felisberto es singular. No en vano tanto Onetti como Calvino coinciden en que Felisberto no se parece a ninguno. 

En una tesis reciente se descarta la consideración de tres etapas en la obra de Felisberto por considerarla “arbitraria e insatisfactoria”, sosteniendo que la idea de “evolución” que esta división sugiere “dista de ser evidente”.[1] Aunque estoy de acuerdo en poner bajo sospecha toda forma de clasificación, creo que esta distinción de tres períodos ha sido plenamente justificada por Angel Rama y surge de las propiedades intrínsecas de los textos en cuestión, a saber, una época inicial que abarcaría sus primeros escritos desde Fulano de tal (1925) hasta la publicación de La envenenada (1931) y algunos otros relatos aislados que aparecen en revistas o periódicos, una segunda, que también ha sido llamada etapa “memorialista”, a la que pertenecen sus obras más extensas, Por los tiempos de Clemente Colling (1942), El caballo perdido (1943) y Tierras de la memoria (de 1944, aunque de edición póstuma), y un tercer período que correspondería a la serie de cuentos de Nadie encendía las lámparas (1947) y Las Hortensias (de edición póstuma como libro). Siendo además notoria la madurez de la escritura hernandiana a partir de la etapa memorialista, es decir, creo que existe una marcada progresión respecto de aquellos primeros textos compilados por la Editorial Arca como “Primeras invenciones”.[2] Lo que sí comparto con este trabajo es el interés por esa producción iniciática del escritor en la que pueden rastrearse muchos de los rasgos distintivos de su prosa.

Los primeros textos de Felisberto Hernández impresos en ediciones muy precarias, en diversos puntos del Uruguay (además de Montevideo, publica en Rocha, en Florida, en Mercedes) denotan el nomadismo de su trabajo como concertista de piano y las dificultades de esta primera etapa signada por la experimentación y el afianzamiento de sus procedimientos narrativos. En Fulano de tal (1925) –cuando apenas cuenta con veintitrés años de edad- manifiesta su atracción por lo que se esconde detrás de la apariencia de las cosas, una desconfianza radical por los circuitos consagrados y una pulsión que lo empuja contra los propios límites del lenguaje. En el "Prólogo de un libro que nunca pude empezar" ya se propone “decir lo que sabe que no podrá decir”. Esta inquietud por lo indecible revela una temprana preocupación por los límites del lenguaje y un hambre de lo inalcanzable, de lo prohibido, porque sabe que sólo de allí puede provenir lo que hay que decir –parafraseando a Blanchot-, ese pan que masticar con los dientes de la escritura.[3]

En varios relatos de Libro sin tapas (1929) y La cara de Ana (1930) aparece el misterio como un componente irreductible de lo cotidiano, así como sus primeras manifestaciones de la focalización descentrada, la fragmentación del cuerpo y la animación de los objetos.[4] Dicho de otra manera, lo que comienza a consolidarse por aquellos años en el estilo de Felisberto es la imposición subjetiva y ficcional sobre la exterioridad objetiva: el narrador-personaje no exhibe una percepción del mundo exterior real, sino que proyecta su interior (como actividad asociativa, deseante y transformadora) en el afuera, invirtiendo los supuestos expresivos del verosímil realista basados en la concepción de transparencia del lenguaje, al tiempo que persiste en la búsqueda de un yo nunca asimilado totalmente al cuerpo físico ni al pensamiento.[5]

Estos mecanismos de extrañamiento han sido frecuentemente confundidos con los de la literatura fantástica, pero en tanto que el pacto de lectura de lo fantástico pareciera constituirse en la formulación de un mundo otro, ajeno, que irrumpe contrastando tajantemente con la solidez y normalidad de una construcción previa similar a la del realismo –de ahí el efecto del terror-, aquí la otredad se halla levantando las fundas de los muebles, en las manos de una mujer o escondida en el interior de un atado de cigarrillos, es decir, sobreimpresa a nuestra realidad cotidiana.

2. Para una caracterización del  procedimiento

Uno de los recursos que rompen el automatismo perceptivo proviene de las alteraciones de las figuras. Toda figura poética opera sobre la linealidad de la escritura, emboscando la secuencia, haciéndola estallar con sus imágenes y artefactos asociativos, con sus conexiones inéditas, con su propuesta expansiva. A este dinamismo inherente a los tropos debemos incorporarle el que Felisberto les imprime con su tratamiento singular. Por ejemplo, en el desplazamiento que se provoca a partir de la comparación, cuando desaparece el nexo comparativo y el segundo término cobra vida propia a expensas del primero. Veámoslo en los textos.

En “El vapor”, un cuento de La cara de Ana, el protagonista describe la angustia que le produce la indiferencia de los pobladores de una ciudad en la que ha actuado: “La sentí como si dos avechuchos se me hubieran parado uno en cada hombro y se me hubieran encariñado.” Pero enseguida agrega: “Cuando la angustia se me aquietaba, ellos sacudían las alas y se volvían a quedar tan inmóviles como me quedaba yo en mi distracción”, y continúa refiriéndose a los pajarracos que no sólo se han independizado del primer término de la comparación, sino que ahora ellos provocan la angustia. En la “Dedicatoria” de su Filosofía de gangster,[6] leemos:

Ahora se me ocurre que la razón es como una hija mía; yo le estoy pegando con alguna violencia en una parte que no le hace mucho daño; pero yo soy padre al fin, y la quiero; y ella de cuando en cuando me hace algún mandadito. (Primeras invenciones, T. 1, 98)

En otra parte he estudiado este procedimiento que atraviesa toda la obra de Felisberto.[7] Veamos otro caso tomado de Tierras de la memoria, durante una sesión con el dentista:

Al darse la vuelta para venir hacia mí, la poca luz que entraba por la ventana le hizo brillar los lentes como los faroles de un vehículo en un viraje; al acercarse la luz le dio de espaldas, su figura se oscureció y el vehículo avanzaba agrandándose. (T. 3, 51, el destacado es mío)

El brillo de los lentes habilita la comparación con los faros de un vehículo, brindándonos con esa imagen la sensación de pánico e impotencia frente al accionar invasivo del odontólogo. En la frase siguiente, el dentista se oscurece, es decir, la figura se convierte en fondo y el que avanza –sobre ese fondo- es el vehículo imaginado. O sea que, no sólo se menciona el movimiento en el nivel semántico –el inminente atropello-, sino que el movimiento viene dado desde la estructura formal: el inocuo brillo de los lentes se ha transformado en un vehículo amenazador que se le viene encima, de la misma forma que las pinzas odontológicas adentro de su boca se transformarán en las patas de un cangrejo que agarran la corona de la muela (53). Ese pasaje, ese desplazamiento operado dentro del tropo convierte a la discreta comparación en otra figura más radical: la metamorfosis. Pero además este gesto narrativo esboza la autonomía del discurso estético respecto de las leyes lógicas y el mundo de los objetos.

El taxi” (Filosofía de gángster) es una ficción reflexiva sobre la figura: una metametáfora o metáfora de la metáfora. En este pequeño texto se menciona “una metáfora de alquiler” que funciona como un taxi en que el escritor se desplaza. Este metarelato se sube a la metáfora para incursionar en la propia relación de la figura poética con la vida cotidiana, con aquello que sabe y también con lo que no sabe, es decir, con ese su territorio favorito en que habitan los misterios y las sombras: “mientras voy en metáfora siento que contengo mejor muchas sombras” -afirma nuestro narrador. Sin embargo no tarda en dejar planteada su crítica a la metáfora como “vehículo burgués” (T. 1, 99). Habría cierto reduccionismo, cierto adocenamiento restrictivo en la metáfora que, a pesar de permitirle direccionarla, lo fuerza a tomar la determinación de abandonar el vehículo: “A algunos lugares iré a pie. Además, puedo robar un vehículo con chapa de prueba”. El hecho de trasladarse caminando junto a la idea de robar y de prueba, pareciera estar aludiendo al proyecto estético de evitar los carriles legalmente transitados, a la dificultosa elección de desmalezar los propios, a la voluntad de transgresión de la normativa y al riesgo que esa transgresión implica, cifrado en la percepción de “la policía” como amenaza (101). Finalmente sus ideas necesitan escapar del encierro de la metáfora, salir al aire libre; la referencia al “precio de la metáfora” pareciera relacionarse con las dificultades de subsistencia a que se encuentra sometido el escritor del tercer mundo (102). El rechazo por “esta metáfora (que) acostumbra a ir por caminos que previamente ha construido el burgués” y que sólo conduce a representaciones débiles, congeladas y falaces (101), me recuerda el desprecio de Kafka hacia esta figura que evitaba deliberadamente, y el tratamiento que a partir de su obra hicieran Deleuze y Guattari, oponiéndola a la metamorfosis, como expresión más cercana y legítima de esas intensidades en fuga. “El lenguaje deja de ser representativo para tender hacia sus extremos o sus límites”.[8] La metáfora –dice Felisberto- “tendría que pensar y sentir con otro ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz” (101), y su reclamo pareciera dirigirse al rescate –nuevamente- de lo elusivo del lenguaje, de todo lo inquietante que reside en los bordes sombríos del conocimiento humano y que las convenciones intentan disimular mediante carteles de neón, fórmulas tautológicas o etiquetas tranquilizadoras.

3. Una escritura lateral

aspecto de la apertura de estos primeros textos lo constituyen las abundantes apelaciones al lector. La búsqueda de su complicidad y cooperación descubren una conciencia lúcida acerca de la actividad fundamental de la lectura en la conformación del hecho literario. La “Dedicatoria” de Filosofía de gángster se cierra con el siguiente exhorto dirigido al lector:

Por otra parte te pediré que interrumpas la lectura de este libro el mayor número de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses en esos intervalos, sea lo mejor de este libro. (T.1, 98)

Énfasis puesto en el estímulo, en la actividad performativa, en la interacción de la escritura. Hay aquí también una marcada afición por lo inasible que viene de antes, recordemos aquella frase de Juan, el personaje de “Drama o comedia en un acto y varios cuadros” del Libro sin tapas: “Lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo. Igual que las personas: lo que más nos ilusiona de ellas es lo que nos hacen sugerir” (T.1, 47). “Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble..." –decía en aquél prólogo de Fulano de tal, asumiendo la pulsión mallarmeana hacia el texto no escrito e imposible. Postulación de una poética que se decide por el riesgo de lo otro, oscuro e impenetrable. Y así lo reformulará más adelante, en los comienzos de Por los tiempos de Clemente Colling:

(...) tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y esa debe de ser una de sus cualidades.

Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro (OC, I, 138).

Lo otro, lo que no sabe, lo que las palabras no sustentan y quizás sólo puedan aludir. Lo otro, eso que las imágenes de las cosas no admiten en su superficie sino que relegan a una zona oculta, impenetrable, fatalmente oscura. José Pedro Díaz caracteriza esta singular forma de percepción como una “abierta disponibilidad para atender a los procesos laterales del pensamiento”.[9] A mí me parece un hallazgo este concepto de lateralidad porque percibo en él algo específico de la escritura hernandiana. Lateral en un sentido político del término, como gesto de atención y reubicación de elementos nimios, de materiales desplazados, de restos intrascendentes respecto de la racionalidad y las valoraciones socialmente aceptadas. Lateralidad, presencia del borde desconocido que hacen de esta literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio. Escritura que pareciera proceder como el automovilista de cualquier gran metrópoli que circula con la mirada centrada en el tránsito de adelante pero dependiendo para su desplazamiento del campo periférico de su visión, sin el cual se expondría a innumerables accidentes. De esa zona incierta provienen las señales salvadoras, de ese borde de sombra que nos acompaña siempre como una reserva de caracteres recesivos.

En este punto podríamos señalar una sintonía con el pragmatismo radical de Carlos Vaz Ferreira –siempre y cuando no pretendamos correspondencias directas de uno a uno, puesto que la modulación estética es muy diferente del lenguaje especulativo de la filosofía-, en cuyo programa manifiesto de la Lógica viva se propone la remoción de muchos vicios mentales, paralogismos y falacias de la racionalidad cotidiana, en tanto que se interesa por las manifestaciones ajenas a la razón –como el inconsciente y la locura-, así como en la complementariedad de su Fermentario donde realiza la defensa de la duda y los estados larvarios del pensamiento, junto a la desconfianza frente a las ideas acabadas por todo lo que pueden haber perdido al vestirse con el lenguaje de la lógica.[10] Soslayando la compleja discusión -que excedería el alcance de estas notas- sobre la posibilidad de existencia de ideas afuera del lenguaje, me interesa retener esta valoración conceptual de lo menor, del resto, de todo aquello que la organización social descarta, para pensar la escritura de Felisberto, teniendo en cuenta que aún “la enunciación literaria más individual es un caso de enunciación colectiva”.[11]

4. El silencio de las palabras

Frente a la opacidad del mundo nuestro narrador insiste. Si el resto es silencio, esta literatura no se detiene en ese umbral, sino que busca escuchar las manifestaciones de lo indecible como una música no escrita, no ejecutada aún. Y no se trata de palabras nuevas, no brotan cacofónicas desde el azar de una galera ni por combinaciones estrafalarias; las palabras de Felisberto son las mismas de todos los días, las que deambulan por las habitaciones o circulan por la calle, se trata de las hasta ayer dóciles, domésticas palabras que de pronto se han levantado las solapas o escondido en un túnel para erizarse como el lomo de un gato; las tocamos con los ojos pero ellas nos vuelven la espalda y se mandan mudar dejándonos todo el peso de su ausencia. Porque –parafraseando a Susan Sontag- al igual que Mallarmé, Felisberto sabe que su misión es “desbloquear con palabras nuestra realidad saturada de palabras, mediante la creación de silencios en torno de las cosas”.[12] Un relato breve de La envenenada (1931), que se titula “Hace dos días”, concluye así:

... me imaginaba cómo sería cuando nos diéramos el primer beso, cómo sería de ancha su cara cuando yo estuviera hundido en ella, y cómo sería el silencio alrededor de ese beso. (T.1, 87)

Nuevamente la figura disolviéndose en el fondo: en ese silencio reside el sentido del beso, ese silencio expresa toda la expectación y lo inefable del deseo. Tomemos otro ejemplo del Libro sin tapas, título que, además de aludir a la carencia, sugiere una lectura abierta y libre desde el epígrafe de la primera edición, en que indica que “se puede escribir antes y después de él”. Carece de la portada que es como la corbata o los lustrosos zapatos del libro, anunciándose como impresentable ante la prolijidad canónica, con la precariedad del apunte: texto de entre-casa. Pero también sin los límites que materializan las tapas, libre del marco y de los protocolos literarios. Y otra cosa, además de este típico gesto vanguardista, la carencia es un tópico recurrente porque constituye una de las fuentes en que esta literatura abreva. Felisberto hace un uso intensivo de la ignorancia y otras formas de desposesión.

En “La casa de Irene” el narrador cuenta que la muchacha no es nada extraordinaria, es una de esas personas que podríamos calificar como “simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano”. Sin embargo, en su misma espontaneidad reside su misterio. Al avanzar el relato, este misterio será atribuido a esa especial relación de Irene con las cosas, pero nunca resuelto. Esta percepción distorsionada de los objetos que rodean a Irene proporciona un camino analógico para acceder al intraducible encanto de la joven y una perífrasis sobre los sentimientos del yo-narrador que, durante una sesión de piano, nos cuenta:

La silla que tomó para tocar era igual de forma de la que había visto antes pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo. Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprovechaba el momento en que ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me miraba de reojo.(T.1, 41)

El protagonismo de los objetos que rodean a la joven produce el “misterio blanco” que se irá diluyendo al consumarse la seducción y, como este misterio era el verdadero motor de la escritura, al desaparecer, el relato se detiene.

En la temprana intuición de Felisberto acerca del carácter constitutivo de las faltas, en la relación con lo no dicho implicado en las construcciones fragmentarias y su atención puesta en la productividad de los bordes, reside una de las manifestaciones rupturistas más efectivas de su narrativa que nunca transige en devolverle al mundo una imagen cerrada como un silogismo. Su escritura descubre como pocas las incongruencias de la lógica y la indigencia del pensamiento con su obsesión por lo inaccesible que palpita bajo la costra cotidiana, con su búsqueda de todo lo que se nos niega y por eso tanto nos fascina.

      

BIBLIOGRAFIA

Ana María Barrenechea: "Ex-centricidad, di-vergencias y con-vergencias en Felisberto Hernandez", en Textos Hispanoamericanos. De Sarmiento a Sarduy, Monte Avila, Caracas, 1978.

Maurice Blanchot: La bestia de Lascaux.. El último en hablar, Madrid, Tecnos, 1999.

Lisa Block de Behar: Una retórica del silencio, Siglo XXI, México, 1984.

Julio Cortázar:  “Felisberto Hernández: carta en mano propia” (1980), en Obra crítica/3, Madrid, Alfaguara, 1994.

Gilles Deleuze y Félix Guattari: Kafka. Por una literatura menor, Era, México, 1978.

José Pedro Díaz: Introducción a las Obras Completas de Felisberto Hernandez, Arca-Calicanto, T.1, Montevideo, 1981.

 -“Mas allá de la memoria”, en Revista Escritura, VII. 13-14, Caracas, enero-diciembre, 1982, p. 16.

Norah Giraldi: "Felisberto Hernandez y la Música", en revista Escritura No 13/14, Caracas, Ene/dic de 1982.

Gustavo Lespada: Esa promiscua escritura, Córdoba, Editorial Alción, 2002.

Jorge Panesi: Felisberto Hernandez, Beatriz Viterbo, Rosario, 1993.

Enrique Pezzoni: El texto y sus voces, Sudamericana, Buenos Aires, 1986.

Julio Prieto: Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata. Macedonio Fernández y Felisberto Hernández, Rosario (Argentina), Beatriz Viterbo editora, 2002.

Angel Rama: "Felisberto Hernandez", en Capítulo Oriental, No 29, CEAL, Montevideo, 1968.

Víctor Shklovski: "El arte como artificio" [1915], en Teoría de la literatura de los formalistas rusos (T. Todorov comp.), Signos, Buenos Aires, 1970.

Alain Sicard (comp.): Felisberto Hernandez ante la crítica actual, Monte Avila, Caracas, 1977.

Susan Sontag: Estilos Radicales, Madrid, Taurus, 1997.

Carlos Vaz Ferreira: Lógica viva, Buenos Aires, Losada, 1952.

 -Fermentario [1938], Buenos Aires, Losada, 1962.      


NOTAS

[1] Julio Prieto, Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata. Macedonio Fernández y Felisberto Hernández, Rosario (Argentina), Beatriz Viterbo editora, 2002, p. 264.

[2] Para un estudio detallado de esta distinción y caracterización de las etapas, véase: Angel Rama, “Felisberto Hernández”, en Capítulo Oriental, N° 29, Montevideo, 1968.

[3] Ver Maurice Blanchot: El último en hablar, (sobre la poesía de Paul Celan) Madrid, Tecnos, 1999, p. 85.

[4]  Esta excentricidad, esta "focalización sobre un ente que no suele tener importancia en los órdenes narrativos convencionales" ha sido señalada por Ana Ma. Barrenechea en su estudio "Ex-centricidad, di-vergencias y con-vergencias en Felisberto Hernández", en Textos Hispanoamericanos. De Sarmiento a Sarduy, Monte Avila, Caracas, 1978.

[5] Véase: Julio Cortázar,  “Felisberto Hernández: carta en mano propia” (1980), en Obra crítica/3, Madrid, Alfaguara, 1994, p. 268.

[6]  F.H. nunca llegó a completar este libro. “Dedicatoria” se editó por primera vez en el diario “El País” (25/9/39) y “El taxi” en el N° 38 de la revista “Hiperión” (dato extraído de Primeras Invenciones, Montevideo, Arca, 1969, 11).

[7]  Véase “Felisberto Hernández: estética del intersticio y lo preliminar”, en Esa promiscua escritura, Córdoba, Editorial Alción, 2002, pp. 155-175.

[8] Según palabras de Gilles Deleuze y Félix Guattari que en Kafka. Por una literatura menor (México, Era, 1978) destacan este “uso intensivo asignificante de la lengua” de Kafka, donde “las palabras mismas no son como animales, sino que trepan por su cuenta, ladran y pululan, ya que son perros propiamente lingüísticos, insectos o ratones” (37-39).

[9]  José Pedro Díaz: “Mas allá de la memoria”, en Revista Escritura, VII. 13-14, Caracas, enero-diciembre, 1982, p. 16.

[10] Carlos Vaz Ferreira: Lógica viva, Buenos Aires, Losada, 1952. Fermentario (1938), Buenos Aires, Losada, 1962.

[11]  Véase Deleuze y Guattari, Kafka. Por una literatura menor, obra citada: “Escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su desierto.” (31)

[12]  Véase Susan Sontag: “La estética del silencio”, en Estilos Radicales, Madrid, Taurus, 1997, p.40-41.

 


 

Copyright Notice: all material in everba is copyright. It is made available here without charge for personal use only. It may not be stored, displayed, published, reproduced, or used for any other purpose whatsoever without the express written permission of the author.



This page last updated
05/20/2002
visits
ISSN 1668-1002 / info