FELISBERTO
O EL USO DEL NO SABER
Sobre el vanguardismo de las Primeras invenciones de Felisberto
Hernández (1925-1931)
GUSTAVO
LESPADA
Universidad de Buenos Aires
(...)
lo que obsesiona es lo inaccesible de lo que no podemos deshacernos,
lo que no encontramos y por tanto no podemos evitar. Lo inasible es
aquello de lo que no se escapa.
Maurice Blanchot
1.
Felisberto y la vanguardia
La
crítica ha mencionado frecuentemente la excentricidad de la escritura
del uruguayo Felisberto Hernández, muchas veces sin que se especifique
claramente en qué consiste esta excentricidad, pienso que el tema amerita
detenernos un poco en este aspecto. Comencemos por evocar la etimología
del término, como aquello que está lejos o fuera del centro, porque
en este sentido creo que hay un uso de la excentricidad en Felisberto,
quien produce justamente a partir de ella, a la manera en que el concepto
de excentricidad es aprovechado en Física para transformar un movimiento
rectilíneo –como el de los pistones de un motor- en otro circular –como
el del eje de una rueda-, y además en la acepción de marginalidad, porque
si hay una producción marginal en la literatura latinoamericana, esta
es la de Felisberto. Marginalidad respecto del campo intelectual de
su época -recordemos que sólo cuenta con educación primaria y que su
formación es fundamentalmente autodidacta o al menos, no académica-,
marginal por el ambiente de pobreza y suburbio en que se mueven sus
personajes, pero también marginal respecto de la narrativa regionalista
o costumbrista hegemónica en la década del 20 que es cuando aparecen
sus primeros relatos, en este sentido lo reivindicamos como un narrador
vanguardista.
Claro
que a Felisberto no pueden atribuírsele las estridencias de ningún manifiesto.
No integra ningún grupo o formación vanguardista de las que por aquellos
años se proponen espantar al burgués con sus proclamas incendiarias
tanto en Europa como en América, tampoco se embarca en la toma del cielo
por asalto ya que carece de formación política –lo cual no quiere decir
que su escritura no sea política-, ni gritará nunca a los cuatro vientos
su desafío al canon o a la gramática, no, su tono es más tenue y humilde;
pero cuando la efervescencia pase y se asiente la espuma, pocos serán
los que puedan exhibir un aporte de singularidad y renovación en la
prosa como el de Felisberto quien, en los papeles –quiero decir, en
la letra- es indudablemente un escritor de vanguardia.
Felisberto
Hernández hoy tiene asegurado un lugar de privilegio entre los grandes
escritores del siglo XX, pero esto no ha sido siempre así, hasta su
muerte fue casi un desconocido -aunque entre sus lectores de culto de
la primera época estuvieran el pintor Joaquín Torres García, el filósofo
Carlos Vaz Ferreyra o el poeta Jules Supervielle-, recordemos que incluso
en la década del sesenta sus ediciones eran paupérrimas comparadas con
las que caracterizaron al boom de la literatura latinoamericana.
Ha sido la invalorable tarea de rescate -casi diría la militancia- de
críticos y escritores como José Pedro Díaz, Angel Rama, Norah Giraldi
y Julio Cortázar entre otros, cuyo tratamiento y difusión colocó a la
escritura de Felisberto en el lugar que le corresponde.
Sus
primeros relatos que aparecieron en ediciones muy precarias en diversos
puntos del Uruguay (además de Montevideo, publica en Rocha, en Florida,
en Mercedes), denotan el nomadismo de su trabajo como concertista de
piano y las dificultades de esta primera etapa signada por la experimentación
y el afianzamiento de sus mecanismos narrativos. Mecanismos que también
responden a las crecientes innovaciones tecnológicas y transformaciones
industriales que se trasuntan en cambios sociales y urbanos propios
de nuestra periférica modernidad.
Esta
forma de escarbar en la realidad perturbando la inercia de las tradiciones,
rompiendo con las convenciones del realismo –que es compartida por sus
contemporáneos, el argentino Macedonio Fernández, el brasileño Mario
de Andrade, el ecuatoriano Pablo Palacio o el chileno Juan Emar, entre
otros-, no es ajena al clima revulsivo instalado por los planteos futuristas,
dadaístas o surrealistas. Pero tampoco puede leerse la producción latinoamericana
de aquellos años como un mero epifenómeno de las vanguardias europeas
puesto que la vanguardia latinoamericana posee una fuerte identidad
propia, es decir, tiene un profundo arraigo continental y una relación
específica con los modelos vigentes. Además de los narradores que hemos
mencionado resulta innegable la originalidad y creatividad manifiestas
en los poetas Oliverio Girondo, Vicente Huidobro o César Vallejo, para
citar sólo algunos casos reconocidos.
A
la hora de enumerar rápidamente los rasgos más sobresalientes de nuestra
vanguardia, podríamos destacar un lenguaje fragmentario, de alto nivel
poético y una escritura constantemente replegada sobre sí misma en tanto
metarelato, es decir, tomando como objeto sus propios procedimientos.
Los tonos lúdicos de sofisticada ironía y las digresiones que trascienden
lo puramente anecdótico, producen frecuentemente una narración que se
expande y bifurca con morosidad imaginativa e inquietante. Además, las
transgresiones de las fronteras entre los géneros tradicionales, permiten
la incorporación de discursos de otros ámbitos, como el periodístico
o el científico al que recurre Pablo Palacio, o reflexiones más propias
del ensayo aunque conservando el tono ficcional e irónico, a lo Macedonio.
Estos elementos configuran la concepción de una obra plurisignificante,
abierta, que postula una variedad infinita de lecturas. Pero aún reconociéndolo
dentro de este linaje, de esta estirpe de renovadores estéticos, el
caso de Felisberto es singular. No en vano tanto Onetti como Calvino
coinciden en que Felisberto no se parece a ninguno.
En una tesis reciente se descarta la consideración de tres etapas en
la obra de Felisberto por considerarla “arbitraria e insatisfactoria”,
sosteniendo que la idea de “evolución” que esta división sugiere “dista
de ser evidente”.[1] Aunque estoy de acuerdo en poner
bajo sospecha toda forma de clasificación, creo que esta distinción
de tres períodos ha sido plenamente justificada por Angel Rama y surge
de las propiedades intrínsecas de los textos en cuestión, a saber, una
época inicial que abarcaría sus primeros escritos desde Fulano de
tal (1925) hasta la publicación de La envenenada (1931) y
algunos otros relatos aislados que aparecen en revistas o periódicos,
una segunda, que también ha sido llamada etapa “memorialista”, a la
que pertenecen sus obras más extensas, Por los tiempos de Clemente
Colling (1942), El caballo perdido (1943) y Tierras de
la memoria (de 1944, aunque de edición póstuma), y un tercer período
que correspondería a la serie de cuentos de Nadie encendía las lámparas
(1947) y Las Hortensias (de edición póstuma como libro). Siendo
además notoria la madurez de la escritura hernandiana a partir de la
etapa memorialista, es decir, creo que existe una marcada progresión
respecto de aquellos primeros textos compilados por la Editorial Arca
como “Primeras invenciones”.[2]
Lo que sí comparto con este trabajo es el interés por esa producción
iniciática del escritor en la que pueden rastrearse muchos de los rasgos
distintivos de su prosa.
Los
primeros textos de Felisberto Hernández impresos en ediciones muy precarias,
en diversos puntos del Uruguay (además de Montevideo, publica en Rocha,
en Florida, en Mercedes) denotan el nomadismo de su trabajo como concertista
de piano y las dificultades de esta primera etapa signada por la experimentación
y el afianzamiento de sus procedimientos narrativos. En Fulano de
tal (1925) –cuando apenas cuenta con veintitrés años de edad- manifiesta
su atracción por lo que se esconde detrás de la apariencia de las cosas,
una desconfianza radical por los circuitos consagrados y una pulsión
que lo empuja contra los propios límites del lenguaje. En el "Prólogo
de un libro que nunca pude empezar" ya se propone “decir lo que
sabe que no podrá decir”. Esta inquietud por lo indecible revela una
temprana preocupación por los límites del lenguaje y un hambre de lo
inalcanzable, de lo prohibido, porque sabe que sólo de allí puede provenir
lo que hay que decir –parafraseando a Blanchot-, ese pan que masticar
con los dientes de la escritura.[3]
En
varios relatos de Libro sin tapas (1929) y La cara de Ana
(1930) aparece el misterio como un componente irreductible de lo cotidiano,
así como sus primeras manifestaciones de la focalización descentrada,
la fragmentación del cuerpo y la animación de los objetos.[4] Dicho de otra manera, lo que comienza
a consolidarse por aquellos años en el estilo de Felisberto es la imposición
subjetiva y ficcional sobre la exterioridad objetiva: el narrador-personaje
no exhibe una percepción del mundo exterior real, sino que proyecta
su interior (como actividad asociativa, deseante y transformadora) en
el afuera, invirtiendo los supuestos expresivos del verosímil realista
basados en la concepción de transparencia del lenguaje, al tiempo que
persiste en la búsqueda de un yo nunca asimilado totalmente al cuerpo
físico ni al pensamiento.[5]
Estos
mecanismos de extrañamiento han sido frecuentemente confundidos con
los de la literatura fantástica, pero en tanto que el pacto de lectura
de lo fantástico pareciera constituirse en la formulación de un mundo
otro, ajeno, que irrumpe contrastando tajantemente con la solidez y
normalidad de una construcción previa similar a la del realismo –de
ahí el efecto del terror-, aquí la otredad se halla levantando las fundas
de los muebles, en las manos de una mujer o escondida en el interior
de un atado de cigarrillos, es decir, sobreimpresa a nuestra realidad
cotidiana.
2.
Para una caracterización del procedimiento
Uno
de los recursos que rompen el automatismo perceptivo proviene de las
alteraciones de las figuras. Toda figura poética opera sobre la linealidad
de la escritura, emboscando la secuencia, haciéndola estallar con sus
imágenes y artefactos asociativos, con sus conexiones inéditas, con
su propuesta expansiva. A este dinamismo inherente a los tropos debemos
incorporarle el que Felisberto les imprime con su tratamiento singular.
Por ejemplo, en el desplazamiento que se provoca a partir de la comparación,
cuando desaparece el nexo comparativo y el segundo término cobra vida
propia a expensas del primero. Veámoslo en los textos.
En “El vapor”, un cuento de La cara de Ana, el protagonista describe
la angustia que le produce la indiferencia de los pobladores de una
ciudad en la que ha actuado: “La sentí como si dos avechuchos
se me hubieran parado uno en cada hombro y se me hubieran encariñado.”
Pero enseguida agrega: “Cuando la angustia se me aquietaba, ellos sacudían
las alas y se volvían a quedar tan inmóviles como me quedaba yo en mi
distracción”, y continúa refiriéndose a los pajarracos que no sólo se
han independizado del primer término de la comparación, sino que ahora
ellos provocan la angustia. En la “Dedicatoria” de su Filosofía
de gangster,[6] leemos:
Ahora
se me ocurre que la razón es como una hija mía; yo le estoy pegando
con alguna violencia en una parte que no le hace mucho daño; pero
yo soy padre al fin, y la quiero; y ella de cuando en cuando me hace
algún mandadito. (Primeras invenciones, T. 1, 98)
En
otra parte he estudiado este procedimiento que atraviesa toda la obra
de Felisberto.[7] Veamos
otro caso tomado de Tierras de la memoria, durante una sesión
con el dentista:
Al darse
la vuelta para venir hacia mí, la poca luz que entraba por la ventana
le hizo brillar los lentes como los faroles de un vehículo
en un viraje; al acercarse la luz le dio de espaldas, su figura
se oscureció y el vehículo avanzaba agrandándose. (T. 3, 51, el destacado
es mío)
El
brillo de los lentes habilita la comparación con los faros de un vehículo,
brindándonos con esa imagen la sensación de pánico e impotencia frente
al accionar invasivo del odontólogo. En la frase siguiente, el dentista
se oscurece, es decir, la figura se convierte en fondo y el que
avanza –sobre ese fondo- es el vehículo imaginado. O sea que,
no sólo se menciona el movimiento en el nivel semántico –el inminente
atropello-, sino que el movimiento viene dado desde la estructura
formal: el inocuo brillo de los lentes se ha transformado en un vehículo
amenazador que se le viene encima, de la misma forma que las pinzas
odontológicas adentro de su boca se transformarán en las patas de un
cangrejo que agarran la corona de la muela (53). Ese pasaje, ese desplazamiento
operado dentro del tropo convierte a la discreta comparación en otra
figura más radical: la metamorfosis. Pero además este gesto narrativo
esboza la autonomía del discurso estético respecto de las leyes lógicas
y el mundo de los objetos.
El
taxi” (Filosofía de gángster) es una ficción reflexiva sobre
la figura: una metametáfora o metáfora de la metáfora. En este pequeño
texto se menciona “una metáfora de alquiler” que funciona como
un taxi en que el escritor se desplaza. Este metarelato se sube
a la metáfora para incursionar en la propia relación de la figura poética
con la vida cotidiana, con aquello que sabe y también con lo que
no sabe, es decir, con ese su territorio favorito en que habitan
los misterios y las sombras: “mientras voy en metáfora siento que contengo
mejor muchas sombras” -afirma nuestro narrador. Sin embargo no tarda
en dejar planteada su crítica a la metáfora como “vehículo burgués”
(T. 1, 99). Habría cierto reduccionismo, cierto adocenamiento restrictivo
en la metáfora que, a pesar de permitirle direccionarla, lo fuerza a
tomar la determinación de abandonar el vehículo: “A algunos lugares
iré a pie. Además, puedo robar un vehículo con chapa de prueba”.
El hecho de trasladarse caminando junto a la idea de robar
y de prueba, pareciera estar aludiendo al proyecto estético de
evitar los carriles legalmente transitados, a la dificultosa
elección de desmalezar los propios, a la voluntad de transgresión de
la normativa y al riesgo que esa transgresión implica, cifrado en la
percepción de “la policía” como amenaza (101). Finalmente sus ideas
necesitan escapar del encierro de la metáfora, salir al aire libre;
la referencia al “precio de la metáfora” pareciera relacionarse con
las dificultades de subsistencia a que se encuentra sometido el escritor
del tercer mundo (102). El rechazo por “esta metáfora (que) acostumbra
a ir por caminos que previamente ha construido el burgués” y que sólo
conduce a representaciones débiles, congeladas y falaces (101), me recuerda
el desprecio de Kafka hacia esta figura que evitaba deliberadamente,
y el tratamiento que a partir de su obra hicieran Deleuze y Guattari,
oponiéndola a la metamorfosis, como expresión más cercana y legítima
de esas intensidades en fuga. “El lenguaje deja de ser representativo
para tender hacia sus extremos o sus límites”.[8]
La metáfora –dice Felisberto- “tendría que pensar y sentir con otro
ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras
se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz” (101),
y su reclamo pareciera dirigirse al rescate –nuevamente- de lo elusivo
del lenguaje, de todo lo inquietante que reside en los bordes sombríos
del conocimiento humano y que las convenciones intentan disimular mediante
carteles de neón, fórmulas tautológicas o etiquetas tranquilizadoras.
3.
Una escritura lateral
aspecto
de la apertura de estos primeros textos lo constituyen las abundantes
apelaciones al lector. La búsqueda de su complicidad y cooperación descubren
una conciencia lúcida acerca de la actividad fundamental de la lectura
en la conformación del hecho literario. La “Dedicatoria” de Filosofía
de gángster se cierra con el siguiente exhorto dirigido al lector:
Por otra
parte te pediré que interrumpas la lectura de este libro el mayor
número de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses en esos intervalos,
sea lo mejor de este libro. (T.1, 98)
Énfasis
puesto en el estímulo, en la actividad performativa, en la interacción
de la escritura. Hay aquí también una marcada afición por lo inasible
que viene de antes, recordemos aquella frase de Juan, el personaje de
“Drama o comedia en un acto y varios cuadros” del Libro sin tapas:
“Lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo
algo. Igual que las personas: lo que más nos ilusiona de ellas es lo
que nos hacen sugerir” (T.1, 47). “Pero el que se propone decir lo que
sabe que no podrá decir, es noble..." –decía en aquél prólogo de
Fulano de tal, asumiendo la pulsión mallarmeana hacia el texto
no escrito e imposible. Postulación de una poética que se decide por
el riesgo de lo otro, oscuro e impenetrable. Y así lo reformulará
más adelante, en los comienzos de Por los tiempos de Clemente Colling:
(...)
tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta
me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca
de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las
ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente
oscura: y esa debe de ser una de sus cualidades.
Pero
no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro
(OC, I, 138).
Lo
otro, lo que no sabe, lo que las palabras no sustentan y quizás
sólo puedan aludir. Lo otro, eso que las imágenes de las cosas
no admiten en su superficie sino que relegan a una zona oculta, impenetrable,
fatalmente oscura. José Pedro Díaz caracteriza esta singular
forma de percepción como una “abierta disponibilidad para atender a
los procesos laterales del pensamiento”.[9]
A mí me parece un hallazgo este concepto de lateralidad porque
percibo en él algo específico de la escritura hernandiana. Lateral en
un sentido político del término, como gesto de atención y reubicación
de elementos nimios, de materiales desplazados, de restos intrascendentes
respecto de la racionalidad y las valoraciones socialmente aceptadas.
Lateralidad, presencia del borde desconocido que hacen de esta literatura
una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte,
siempre a caballo de la cifra y el silencio. Escritura que pareciera
proceder como el automovilista de cualquier gran metrópoli que circula
con la mirada centrada en el tránsito de adelante pero dependiendo para
su desplazamiento del campo periférico de su visión, sin el cual se
expondría a innumerables accidentes. De esa zona incierta provienen
las señales salvadoras, de ese borde de sombra que nos acompaña siempre
como una reserva de caracteres recesivos.
En
este punto podríamos señalar una sintonía con el pragmatismo radical
de Carlos Vaz Ferreira –siempre y cuando no pretendamos correspondencias
directas de uno a uno, puesto que la modulación estética es muy diferente
del lenguaje especulativo de la filosofía-, en cuyo programa manifiesto
de la Lógica viva se propone la remoción de muchos vicios mentales,
paralogismos y falacias de la racionalidad cotidiana, en tanto que se
interesa por las manifestaciones ajenas a la razón –como el inconsciente
y la locura-, así como en la complementariedad de su Fermentario
donde realiza la defensa de la duda y los estados larvarios del pensamiento,
junto a la desconfianza frente a las ideas acabadas por todo lo que
pueden haber perdido al vestirse con el lenguaje de la lógica.[10] Soslayando la compleja discusión -que excedería
el alcance de estas notas- sobre la posibilidad de existencia de ideas
afuera del lenguaje, me interesa retener esta valoración conceptual
de lo menor, del resto, de todo aquello que la organización social descarta,
para pensar la escritura de Felisberto, teniendo en cuenta que aún “la
enunciación literaria más individual es un caso de enunciación colectiva”.[11]
4.
El silencio de las palabras
Frente
a la opacidad del mundo nuestro narrador insiste. Si el resto es
silencio, esta literatura no se detiene en ese umbral, sino que
busca escuchar las manifestaciones de lo indecible como una música no
escrita, no ejecutada aún. Y no se trata de palabras nuevas, no brotan
cacofónicas desde el azar de una galera ni por combinaciones estrafalarias;
las palabras de Felisberto son las mismas de todos los días, las que
deambulan por las habitaciones o circulan por la calle, se trata de
las hasta ayer dóciles, domésticas palabras que de pronto se han levantado
las solapas o escondido en un túnel para erizarse como el lomo de un
gato; las tocamos con los ojos pero ellas nos vuelven la espalda y se
mandan mudar dejándonos todo el peso de su ausencia. Porque –parafraseando
a Susan Sontag- al igual que Mallarmé, Felisberto sabe que su misión
es “desbloquear con palabras nuestra realidad saturada de palabras,
mediante la creación de silencios en torno de las cosas”.[12]
Un relato breve de La envenenada (1931), que se titula “Hace
dos días”, concluye así:
... me
imaginaba cómo sería cuando nos diéramos el primer beso, cómo sería
de ancha su cara cuando yo estuviera hundido en ella, y cómo sería
el silencio alrededor de ese beso. (T.1, 87)
Nuevamente
la figura disolviéndose en el fondo: en ese silencio reside el sentido
del beso, ese silencio expresa toda la expectación y lo inefable del
deseo. Tomemos otro ejemplo del Libro sin tapas, título que,
además de aludir a la carencia, sugiere una lectura abierta y libre
desde el epígrafe de la primera edición, en que indica que “se puede
escribir antes y después de él”. Carece de la portada que es como la
corbata o los lustrosos zapatos del libro, anunciándose como impresentable
ante la prolijidad canónica, con la precariedad del apunte: texto de
entre-casa. Pero también sin los límites que materializan las
tapas, libre del marco y de los protocolos literarios. Y otra
cosa, además de este típico gesto vanguardista, la carencia es
un tópico recurrente porque constituye una de las fuentes en que esta
literatura abreva. Felisberto hace un uso intensivo de la ignorancia
y otras formas de desposesión.
En
“La casa de Irene” el narrador cuenta que la muchacha no es nada extraordinaria,
es una de esas personas que podríamos calificar como “simpáticamente
normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo
que diría un ejemplar de ser humano”. Sin embargo, en su misma espontaneidad
reside su misterio. Al avanzar el relato, este misterio será
atribuido a esa especial relación de Irene con las cosas, pero nunca
resuelto. Esta percepción distorsionada de los objetos que rodean a
Irene proporciona un camino analógico para acceder al intraducible encanto
de la joven y una perífrasis sobre los sentimientos del yo-narrador
que, durante una sesión de piano, nos cuenta:
La silla
que tomó para tocar era igual de forma de la que había visto antes
pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo.
Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprovechaba el momento en que
ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me
miraba de reojo.(T.1, 41)
El protagonismo
de los objetos que rodean a la joven produce el “misterio blanco” que
se irá diluyendo al consumarse la seducción y, como este misterio era
el verdadero motor de la escritura, al desaparecer, el relato se detiene.
En
la temprana intuición de Felisberto acerca del carácter constitutivo
de las faltas, en la relación con lo no dicho implicado en las
construcciones fragmentarias y su atención puesta en la productividad
de los bordes, reside una de las manifestaciones rupturistas más efectivas
de su narrativa que nunca transige en devolverle al mundo una imagen
cerrada como un silogismo. Su escritura descubre como pocas las incongruencias
de la lógica y la indigencia del pensamiento con su obsesión por lo
inaccesible que palpita bajo la costra cotidiana, con su búsqueda de
todo lo que se nos niega y por eso tanto nos fascina.
BIBLIOGRAFIA
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Felisberto Hernandez", en Textos Hispanoamericanos. De Sarmiento
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Julio Prieto:
Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata.
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Beatriz Viterbo editora, 2002.
Angel Rama:
"Felisberto Hernandez", en Capítulo Oriental, No 29,
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Víctor
Shklovski: "El arte como artificio" [1915], en Teoría de
la literatura de los formalistas rusos (T. Todorov comp.), Signos,
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(comp.): Felisberto Hernandez ante la crítica actual, Monte Avila,
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Carlos
Vaz Ferreira: Lógica viva, Buenos Aires, Losada, 1952.
-Fermentario
[1938], Buenos Aires, Losada, 1962.
NOTAS
[4] Esta excentricidad, esta "focalización sobre un ente que
no suele tener importancia en los órdenes narrativos convencionales"
ha sido señalada por Ana Ma. Barrenechea en su estudio "Ex-centricidad,
di-vergencias y con-vergencias en Felisberto Hernández", en Textos
Hispanoamericanos. De Sarmiento a Sarduy, Monte Avila, Caracas,
1978.
[8] Según palabras de Gilles Deleuze
y Félix Guattari que en Kafka. Por una literatura menor (México,
Era, 1978) destacan este “uso intensivo asignificante de la
lengua” de Kafka, donde “las palabras mismas no son como animales,
sino que trepan por su cuenta, ladran y pululan, ya que son perros
propiamente lingüísticos, insectos o ratones” (37-39).
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