ESPERANDO
INSTRUCCIONES
por Paula Winkler
Cada
vez que suena el teléfono, un aparato pequeño, ligeramente
oval, color gris, y neutro (como son todos esos aparatos) mi cerebro
hierve, porque pienso que es Ernesto, que su voz está pegada
ahí, al otro lado del teléfono, dispuesta a trasmitir
la orden de mando, que yo ejecutaré después con toda alevosía,
pues algunas mujeres no podemos resistirnos al encanto de ciertos hombres.
El teléfono ligeramente oval, de color gris, y neutro, está
ahí presente, para desafiar mis sueños. Haga lo que haga,
ese aparato siempre está a la vista, con la luz intermitente,
a la que le presto atención con la disciplina escolástica
de alguien que teme. No vaya a ser que me desconecte del mundo, de los
comentarios indiferentes de mi madre a quien poco le importo, que uno
de estos días llamen de la oficina para avisar que me despidieron,
o que se me diga que no fue acreditado el pago de los alquileres por
ese horrible departamento en el que he instalado mi madriguera. Sobre
todo, temo desconectarme de Ernesto, de su voz aguardentosa y protectora,
que me invade con sorpresas, mediante la única y sencilla maniobra
de abrir la tapa metálica del celular. La voz aguardentosa de
Ernesto dura lo necesario como para que mi averiada embarcación
amarre en puerto seguro, pero también desaparece de un saque
cuando la tapa vuelve a su posición normal. Así que debo
prestar atención a la luz intermitente, que siempre está
ahí y que es la pole position de una carrera vertiginosa
que Ernesto y yo decidimos largar hace algunos meses. La carrera vertiginosa
comenzó en una fiesta familiar (de ésas que provocan bostezo
porque se arman para conmemorar algún suceso, que va perdiendo
su importancia a medida que pasan los años y que, obviamente,
nunca nadie recuerda). Ernesto es un hombre agradable, algo entrado
en años, con alguna onda en los cabellos blancos que caen sobre
su frente y tiene unos ojos rasgados, color púrpura (iguales
a los de Elizabeth Taylor) que le iluminan el rostro. Su caminar inquieta.
Sin embargo, hay que verlo andar a la distancia para saber que es un
hombre muy astuto, (de otro modo, no sería capaz de decir lo
que dice en nuestros encuentros con tanta naturalidad, ni de exhibirme
esa potencia que despliega como siempre: irreverente). Cuando estamos
juntos compartiendo las sábanas de algún hotel cinco estrellas
(pues, según él, yo soy su princesa) a Ernesto le encanta
sacar el revólver y que juguemos a la ruleta rusa, dice que es
la mejor forma de evitar cualquier enfermedad incómoda; un modo
fácil de perpetuarse hasta que la señorona vestida de
negro aparezca. Cuando me toca, o cuando me habla, el aire que respiro
se impregna de mariposas, y cuando yo me apropio de sus manos y le estampo
un beso, intuyo que también él siente el aroma de todas
las flores que huelo al verlo. Si no fuera por el teléfono gris
y neutro, que trasmite la voz protectora y aguardentosa de Ernesto,
yo sólo me zambulliría en el agua fría de un baño
improvisado y vacío. Pero por ahora él está ahí,
me llama, me susurra, que mis rodillas son dos puntos cardinales en
las columnas que me sostienen, que mis pechos están hechos a
la medida de sus besos, que la cadencia de mi cuerpo roba la intensidad
de sus sentidos … y yo le creo. ¿Por qué no?, si mi cuerpo tiene
esa cadencia, y mis rodillas articulan unas piernas largas que invitan
al goce de cualquiera. Por ahora, no puedo sino creer cada frase de
este hombre, que me devora cada vez y mece mi cuerpo entre sus brazos,
ya que (según Ernesto) soy una mujer-niña, la mujer que
él se inventa y yo ejecuto, en el borde de la cama, dentro y
fuera de ella. El celular es el cómplice sonoro de nuestras andanzas
que, imperturbable, exhibe la luz verde. Pero hoy la carrera vertiginosa
que iniciamos hace un par de meses continúa sólo en el
imaginario de mi cerebro, que no hierve, pues el teléfono (ese
aparato neutro, ligeramente oval y de color gris), pese a estar encendido,
no suena. Y por lo tanto los dedos temblorosos de Ernesto no quitan,
con su mirada en flama, mi vestido, ni escucho su voz aguardentosa,
y mis rodillas y mis pechos han dejado de ser, en este instante, las
partes que él siempre desbroza. Paso largo rato viendo la luz
intermitente del teléfono. Espero, paciente, frente al monitor
de la computadora, hago algún garabato, improviso escrituras.
Llego a casa y me baño. Nada, la luz verde continúa desafiándome
y titila. Así continúan los minutos de las horas que apenas
noto, el tiempo ha dejado de ser el desmesurado tránsito hacia
un demorado sueño… hasta que de pronto, cuando la luna ya se
tragó el sol y todo parece adormecer, en una noche distinta,
oigo el sonido del celular. Abro, feliz, la tapa metálica (es
Ernesto) y ahí está su voz protectora y aguardentosa,
que trasmite la orden para ser cumplida sin chistar (como lo hago siempre,
en el borde de la cama, dentro y fuera ella). Sólo que esta vez,
para cumplir su mandato, debo ir (como sonámbula) hasta el escritorio.
Voy tranquila, sin pensar, y abro el cajón. Extraigo el arma
que Ernesto me regaló los otros días, cuando le dije que
sin él no podía vivir, porque estando sola no se impregna
el aire que respiro con perfume de rosas. Vuelvo al dormitorio, y en
el borde de la cama, para que Ernesto sepa que su orden fue cumplida,
disparo con fuerza el revólver que él me regaló.
Alcanzo a oír el disparo, que seguramente trasmite el teléfono,
ese aparato neutro, ligeramente oval y de color gris, en el que yo confiaba
y había depositado todas mis esperanzas.
del
libro CUENTOS
PERVERSOS Y POEMAS DESESPERADOS
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