EDUARDO
ANGUITA O LA BÚSQUEDA DE LA PALABRA
[1]
por Ismael Gavilán
Valparaíso, julio-agosto de 2003
En el
transcurso del siglo pasado, nuestro país dio a luz una serie de poetas
que tanto en el ámbito nacional como extranjero han tenido y tienen
un renombre indesmentible. Sólo como ejercicio repetitivo es dable enumerar
a Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha y
a muchos otros, verdaderos pilares sobre los que se levanta la poesía
en castellano escrita entre nosotros. A su vez, ellos constituyen el
horizonte dentro del cual las promociones más jóvenes se mueven como
contraste, exploración y desafío. Por eso, los últimos ochenta años
de poesía escrita en nuestro país, nos ofrecen una constelación de poetas
cuya riqueza y variedad expresiva, sólo como conjunto, es asombrosa.
A los ya tradicionales “cuatro grandes”, habría que agregar una pléyade
que se extiende desde Humberto Díaz Casanueva hasta Juan Luis Martínez
y Raúl Zurita. No es que con ellos se desee poner límites de imaginación
y vida, son simplemente nombres de una frontera irrisoria y fluctuante
que se expande más allá de sí misma. De aquel modo, este abigarrado
conjunto de poetas de registro tan diverso y al que la prudencia evita
llamar tradición (a menos que efectuemos un concienzudo examen de lo
que aquel término conlleva al momento de traerlo cual comodín a nuestras
disquisiciones de lectura y crítica) ha sido base para lanzar el tan
popularizado dictum “Chile, país de poetas”. Pero un lector que se precie,
un lector con mínima atención, no debe cerrar los ojos ante esto de
modo acrítico, sino más bien, es preciso que determine una serie de
nombres, publicaciones, fechas y manifestaciones para que rescate para
sí mismo lo que Matthew Arnold llamaba las “piedras de toque”, es decir,
los puntos de inflexión donde converge toda lectura como singularidad
significativa.[2]
El
babélico andamiaje de la crítica actual debiese estar al nivel de dilucidar
con adecuación las configuraciones poéticas valederas. Armar de este
modo la lectura de un corpus excepcionalmente extenso como lo es el
de la poesía chilena del siglo XX, significa llevar a cabo una tarea
de seria meticulosidad. Sin embargo, esa tarea, aún en ciernes, deviene
como categorización generacional o se difumina tras los luceros del
día.
En
este contexto, la figura y obra de Eduardo Anguita –nacido en 1914 y
fallecido en 1992, y a quien se le incluye en la llamada Generación
del 38- revela una inadecuación silenciada con generalidades: en su
poesía se ve la consumación de formas heredadas de la vanguardia de
principios de siglo, transmitida esencialmente por Vicente Huidobro
y a un poeta situado dentro de los márgenes del catolicismo.
La crítica,
a su vez, ha sido poco generosa y sin contar breves referencias que
aparecen fantasmagóricas en Fernando Alegría, Cédomil Goic, Francisco
Santana, Enrique Anderson-Imbert, Jorge Elliot o en los artículos de
José Miguel Ibáñez, sólo restan el acercamiento de Pedro Lastra y Enrique
Lihn, el iluminador diálogo con Juan Andrés Piña o el trabajo más reciente
de Andrés Morales.[3]
Esta situación muestra un rostro desnudo que ya hace nueve años, evidenciaba
Pedro Lastra en el prólogo a la segunda edición de Poesía Entera
(1994):
“(...)
después de un recorrido –aún fragmentario y parcial- por la poesía
de Anguita, sorprende que una personalidad literaria tan rica, variada
y compleja haya sido casi ignorada en el espacio crítico de su país
y del todo fuera de él: es cierto que los artículos apreciativos de
José Miguel Ibáñez y el diálogo con Juan Andrés Piña son excepciones
valiosas que ponen a prueba una regla sombría del ocultamiento y la
pereza, pero es muy poco lo que puede agregarse a ellas.”[4]
En
este panorama escasamente auspicioso, nunca faltó el reconocimiento
de los pares de Anguita hacia su obra. Tal vez aquel reconocimiento
sea el más preciado y el que realmente importe: el diálogo poético entre
poetas.
Por
lo demás, muchos como yo, que bordeamos los treinta y que iniciamos
nuestros escarceos poéticos a principios de la década de los noventa,
no pudimos eludir, si pretendíamos apropiarnos de una eventual tradición
poética chilena, la figura y obra del autor de Venus en el pudridero.
Y aquí, espero se disculpe una experiencia personal: en 1991 encontrar
poemas de Eduardo Anguita era un acontecimiento épico. Al igual que
Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva u Omar Cáceres, la rareza
era el hallazgo feliz de la complicidad secreta. Por eso, descubrir
la edición facsimilar de alguno de sus grandes textos (El poliedro
y el mar, La Visita por ejemplo) o la edición princeps de Poesía
Entera que databa del ya mítico 1971, era un triunfo mayor. Si bien
es cierto que desde 1988 existía una edición de La belleza de pensar
que reúne sus inestimables artículos y notas, la poesía, siempre ausente,
parecía relegada en antologías o a encuentros esporádicos que sólo algunos
bienaventurados poseían.
Una
situación así, excita la imaginación, prende la pasión por lo desconocido
y sirve de antídoto al sancionado ambiente donde se forma un joven poeta.
Pues para muchos, la lectura de Anguita no significó hurguetear arqueológicamente
en un pasado que no conocimos para traerlo a presencia. Tampoco, en
su momento, fue una especie de llamado o deber de rescate como sucedería
años después con la obra de Rosamel del Valle.
Tal
vez lo que nos asombraba y que a mí me sigue asombrando, era ver que
en la poesía de Anguita se cumplían y se cumplen, una serie de requerimientos
expresivos cuya precisión es abrumadora.
Más
que un ejercicio de historia poética, más que un dique estilístico,
real y necesario ante la marea subyugante de Parra o Lihn, la poesía
de Anguita ha sido la luminosidad de una experiencia. Dar cuenta de
ella no es fácil, sobretodo cuando se volatiliza en el contraste de
otras lecturas y cuando se nos exigen pruebas que validen el asombro.
Pues bien,
yo caracterizaría a la poesía de Anguita como una búsqueda de la Palabra
y, por ende, como la autoconciencia de esa búsqueda. Decir esto parece
bordear el lugar común en que todo poeta trabaja. Pero en el caso de
Anguita, las implicancias de esa búsqueda no se reducen a meras especulaciones
en abstracto o a gestos aislados en la intensidad de su breve obra:
abarcan a nuestro modo de ver, su totalidad que, al no erguirse monolítica,
se diversifica de manera tal que nos incita a apreciarla como la labor
de distintos autores: el Anguita aprendiz de hechicero que lleva su
conclusión lógica los presupuestos creacionistas de Huidobro; el Anguita
del poema breve y descentrado que anticipa con audacia los hallazgos
de la antipoesía parriana; el Anguita del singular equilibrio formal
al escribir sonetos o el doliente Mester de clerecía en memoria de
Vicente Huidobro; el Anguita de esos poemas extensos y reflexivos,
verdaderos poemas-constelación en que palabra e idea son una sola cosa
y donde la inteligencia especulativa se amolda al canto intenso; el
Anguita de los poemas finales, de esos poemas religiosos de concentrado
misterio ( y por qué no, también humor) metafísico.[5]
Esta
diversidad que es en el fondo una manera variada de una misma escritura
poética y que evidencia los caminos en búsqueda de la Palabra, tiene
el denominador común de una autoconciencia que se exige en sus hallazgos
formales, una autoconciencia de límites expresivos y que aprecia que
más que un jugueteo retórico de exploraciones lingüísticas, lo que desea,
para ser efectivamente valedera, es la posibilidad real de transformación
de la vida.
En este
sentido, la poesía de Anguita comparte el temple de sus congéneres que
hurgan el cambio de signo en la vida y el mundo: la generación de 1938
que se agrupa y distiende en un ritmo propio y que constituye un ambiente
y grupo heterogéneo, con una voluntad de actuar, de transformar la realidad
y la conciencia, grupo y/o generación donde coexisten diversa personalidades
antagónicas y diferenciadoras, tales como Miguel Serrano, Gonzalo Rojas,
Omar Cáceres, el grupo Mandrágora, los poetas reunidos ante la
figura de Tomás Lago, escritores como Juan Emar, Volodia Teitelboim
y otros. Todos ellos quieren ir más allá del hecho literario, deseando
encarnar el famoso decir de Rimbaud, “hay que cambiar la vida”. Ciertamente
la época con sus tribulaciones, lo solicitaba: la Guerra Civil Española,
el triunfo el Frente Popular, los nacientes conflictos sociales que
desembocarían en los sesenta, el impacto de la Segunda Guerra Mundial.
Como indica Anguita, “por primera vez se vivió en Chile la totalidad
de una generación. Hubo ecumenismo en los grandes problemas y conflictos
humanos con resonancia en la producción literaria.”[6]
Es
una época de guerrilla intelectual y literaria, donde con ese afán de
cambiar la realidad, los diversos grupos y/o personalidades, polemizan
entre sí con el fervor extático de quien cree llevar a cabo una misión.
En este contexto, el testimonio de Anguita es de interés, pues el poeta
propicia un grupo, DAVID, que sería receptáculo de ese implacable examen
de unir vida y poesía:
“ DAVID
se propone mediante un trabajo de vaciar la realidad primero y luego
a través de una proyección voluntariosa de la visión sobre el vacío,
crear el estilo de objetos y de actos que funcionen orgánicamente
a semejanza del hombre mismo y en cuyo espacio y eternidad, esté la
persona misma incorporada tanto en su acrecentamiento como en su consumación
(...) lo inicial era la negación previa, la ruptura (...) esa ceguera
voluntaria, inicial, ese nihilismo está en la base de muchos movimientos
(...) Hay que vaciar categorías mentales. Uso arbitrario de los utensilios:
vasos, sillas, casas. Trastornarlo todo. Usar las copas de champagne
para lavarse los dientes. Levantarse a las dos de la madrugada, acostarse
a mediodía. Otros vestuarios, otras costumbres, otro lenguaje. El
color rojo como luto, etc (...) no nos contentábamos con dejar a la
poesía reducida a una formalidad verbal o estética, debía inspirar
cosas, casas y actos (...) formar un estilo (...) otorgar sentido
al mundo.”[7]
A
más de sesenta años de ese intento, nos quedan una serie de poemas que
testimonian con intensidad e inteligencia el afán transformativo de
lo real en y por la poesía. Para nosotros, lectores de Anguita, significa
rastrear en su escritura esa trama de cambio y transfiguración, ¿pero
dónde hacerlo?, ¿dónde hallar el punto que nos adentre en el secreto
que promete?
Transformar
la vida es crearla nuevamente, es dilucidar su recreación en y por la
palabra, viendo hasta qué lugar lleva esa corriente aventurera a nuestra
imaginación.
Cuando
hablamos de crear y recrear la vida en la Palabra, que ésta inocule
a ésa en la intimidad más fecunda, en el intercambio titánico de lo
humano ante el mundo para que apreciemos el fulgor maravilloso que surge
de aquel nuevo albor, imposible es dejar de pensar en Huidobro. Así,
de lo primero que nos percatamos es de la vinculación de Anguita con
el poeta de Temblor de cielo. Y en este punto debemos ser sutiles
y enfáticos: si pensamos la relación de ambos poetas, exclusivamente
como la relación maestro-discípulo, la imagen que sobrevive sólo sería
una valoración superficial y equívoca. Por diversos testimonios, sabemos
que Anguita frecuentaba asiduamente la tertulia de Huidobro y también
ponía atención a las sugerencias respecto a la conveniencia de ciertos
proyectos literarios como la publicación de la famosa Antología de
Poesía Chilena Nueva de 1935. Pero no habría que creer que esta
relación significaba la esterilidad creativa o el quiebre de la personalidad.
No, el influjo de Huidobro hay que rastrearlo más en una actitud que
en una imitación:
“Él despertó
una sensibilidad, que iba a responder admirablemente e instauró, por
otra parte, una dignidad de oficio que antes de él no existía para
los trabajos poéticos. A la indisciplina, desgraciadamente muy nuestra,
opuso el rigor y la inteligencia (...)”[8]
Sin
embargo, de esa misma actitud se desprende algo que a nuestros ojos
evidencia la individualidad indiscutible de la poesía de Anguita, lo
que la hace tan peculiar en el concierto poético de nuestro país y la
vuelve audible sólo para quienes tengan oídos para oír. Líneas más arriba
di a entender que la búsqueda de la Palabra en esta obra se manifiesta
en la diversidad que asumía en los distintos tonos de escritura que
exploraban sus posibilidades expresivas. Pues bien, a pesar de toda
esa diversidad (o a causa de ella misma tal vez), a pesar de todos los
posibles poetas que puedan habitar esta escritura de fulgor ardiente,
quizás un centro es verificable, un centro sea hallable como punto de
encuentro hacia lo que es y sería el desarrollo de esta escritura y
desde donde, a nuestro juicio, se articularía, comprensivamente, la
autonomía diferenciadora de sus rasgos particulares. Ese centro es donde
la palabra puede buscarse a sí misma... y encontrarse, contemplarse
ante un espejo y caer difuminada en el sólo acto de decirse, en el sólo
acto de enunciarse. Es el lugar de la autoconciencia extrema, que lleva
como conclusión necesaria su disolución y que es, ciertamente, la consecuencia
lógica del creacionismo huidobriano, pero superándolo con creces, pues
aúna en su gesto, tanto la especulación entorno al lenguaje como la
imposibilidad de trazar presencia, logrando así, una victoria pírrica
de expresividad consumada.
Ese
lugar es el poema Definición y Pérdida de la Persona. Éste es
uno de los más extensos poemas de Anguita, escrito en 1940 y publicado
por primera vez en 1948 en la antología Trece Poetas Chilenos
de Hugo Zambelli. Posteriormente, su autor lo incluyó en Anguita:
Cinco Poemas (1951) para, veinte años después, agregarlo a la primera
edición de Poesía Entera. Luego fue publicado de modo individual
por Editorial Universitaria en 1988 para ser, finalmente incluido en
la segunda edición de Poesía Entera (1994).
En
lo que sigue nos adentraremos en este poema para dilucidar a través
de sus características internas aquel centro del que hablábamos. Ahora
bien Anguita se refiere a este poema como el más difícil y abstruso
salido de su pluma del que manifiesta que es imposible toda explicación.
Al enfrentarnos a él, tenemos por un lado, el silencio que el propio
poeta levanta en torno al poema y, por otro, la rareza exegética que
le rodea.
¿Qué
tipo de espacio o lugar construye el hablante en Definición y Pérdida
de la Persona? Para intentar responder esto hay que considerar al
poema en su totalidad, identificable en tres partes: el epígrafe, el
prefacio, el poema en sí mismo.
El
epígrafe
“Pero
en chozas habita el hombre, como se oculta en un pudoroso vestido,
pues mientras más interior es él, más precauciones toma y conserva
el espíritu, tal como la sacerdotisa la llama santa, ésa es su razón.
Y es porque tiene Albedrío todo Poder y Arte, de cumplir o no cumplir
el más terrible de los bienes, la Palabra, dada al hombre a fin que,
semejante a los dioses, creando, destruyendo y desapareciendo y regresando
a la eternamente viviente, la Maestra y Madre, pruebe lo que ha heredado,
lo que aprendió de ella, su cosa muy divina, el todo conservador Amor.”[9]
Ésta es
una cita Friedrich Hölderlin, un fragmento que es uno de los de este
poeta alemán del que se sirve el filósofo Martin Heidegger para indagar
la esencia de la poesía. En un famoso ensayo que lleva justamente el
título Hölderlin y la esencia de la poesía[10]
se intenta aclarar en qué consiste la poesía y lo poético. Con toda
su terminología fenomenológica-hermenéutica, el filósofo se da a la
difícil misión de resolver el enigma con el apoyo que le brindan los
textos de Hölderlin. El que Anguita antepone a Definición y
Pérdida de la Persona como epígrafe, corresponde al segundo fragmento
que utiliza Heidegger para su reflexión. En él, el filósofo nos hace
guiar la mirada hacia tres preguntas que se esbozan en l fragmento mismo:
¿de quién es el lenguaje un bien?, ¿hasta dónde es el más peligroso
de los bienes?, ¿en qué sentido es en general un bien?
Lo
primero que hace resaltar es que el fragmento es un bosquejo de un texto
mayor que debe decir quién es el hombre a diferencia de otros seres
de la naturaleza.
Señala
el filósofo:
“Aquel
que debe mostrar lo que es. Mostrar significa por una parte patentizar
y por otra que lo patentizado queda en lo patente (...) ¿Qué debe
mostrar el hombre? Su pertenencia a la tierra. Esta pertenencia consiste
en que el hombre es el heredero y aprendiz de todas las cosas.”[11]
Heidegger
indica que estas “cosas” se hayan en conflicto, apuntando a que lo que
Hölderlin llama intimidad es la manifestación de pertenencia a ese conflicto.
La
manifestación de pertenencia acontece mediante la creación de un mundo,
así como por su nacimiento, su destrucción y su decadencia. También
indica el filósofo que, al ser testimonio de esa pertenencia, el ser
humano en totalidad acontece como historia y esto lleva a que se plantee
el porqué del lenguaje como el más peligroso de los bienes:
“Pero
el hombre expresado en virtud del habla es un revelado a cuya existencia
como ente asedia e inflama y como no ente engaña y desengaña. El habla
es lo primero que crea el lugar abierto de la amenaza y del error
del ser y la posibilidad de perderlo, es decir, el peligro.”[12]
Esto
nos lleva a considerar que el habla, tomado como lenguaje, le está dado
al ser humano para custodiarlo. En el habla puede llevarse a la palabra
a lo más puro como también a lo más común e indeciso. Esta ambigüedad
hace que sea peligrosa. Eso lo revela Heidegger del siguiente modo:
“Sólo
hay mundo donde hay habla, es decir, el círculo siempre cambiante
de decisión y obra, de acción y responsabilidad, pero también de capricho
y alboroto, de caída y extravío.”[13]
En
este acercamiento a través de Heidegger al epígrafe, se nos muestra
una idea central: la palabra como bien del hombre es peligrosa en su
ambigüedad, pues permite crear y destruir.
Ahora
bien, si conservamos esta noción escatológica que Heidegger otorga al
fragmento de Hölderlin y que, de algún modo, es un punto de referencia
par la comprensión del poema de Anguita, podemos llegar a apreciarlo
como planteamiento de construcción y destrucción a través de la palabra.
Si atendemos al título del poema encontramos una singular analogía entre
definir y construir, perder y destruir. Esta virtual unión de significados
a partir del título nos conduce a considerar las palabras que inician
el epígrafe: la choza, es decir, el espacio de refugio donde puede establecerse
la serenidad necesaria para atisbar una plenitud poética.
Evidentemente
no es casualidad que esas palabras principian el fragmento que va de
epígrafe en el poema, siendo un prisma desde el cual es posible leerlo.
Sin embargo es necesario continuar con el prefacio, pues allí se encuentra
el modo en que se articula la actitud del hablante que se desarrollará
a posteriori.
El
prefacio
El
prefacio del poema es un singular modo de teorizar acerca de lo poético,
es un planteamiento que se realiza ante el poema. Aunque no lo explica
es una lectura sobre las palabras e imágenes que han sido convocadas
para su constitución.
El
punto primordial que permite articular las nociones de definición y
pérdida es la idea de éxtasis. Si nos detenemos en ella, veremos que
es una vivencia religioso-mística de la más alta categoría, pues trata
de manifestar el encuentro que se lleva a cabo con la divinidad, con
lo Otro. Es el cercioramiento que se actualiza en una transformación
que tiene lugar cuando el sujeto deja lo cotidiano a través del goce
beatíficamente extraordinario de unión amorosa con lo divino. El éxtasis
es el estado a que, con suspensión del ejercicio de los sentidos, se
eleva el alma, atraída por el amor de Dios. Es un estado dominado por
un intenso sentimiento de admiración.
Ahora
bien, si atendemos el prefacio, hallaremos que el éxtasis del hablante
es definitiva una autoconciencia: un saberse a si mismo en un estado
extraordinario donde se experiencia la transformación:
“Nuestro
cuerpo mismo se transfigura; mirado desde arriba, tal vez aparezca
como una piedra iluminada cayendo desde el pasado o, mejor dicho desde
el tiempo, ferozmente transparente y como bajo el dominio de la mirada
de la cámara lenta.”[14]
El
que el hablante viva el éxtasis como transformación es la conciencia
de su labor. En el éxtasis se manifiesta una especie de sacrificio:
el momento en que se intenta esclarecer la definición y la pérdida.
Cabe preguntar: ¿definir y perder qué cosa? Pues el cuerpo que se transforma.
Si atendemos a estos dos movimientos como uno solo se podrá comprender
el radical ejercicio que significa metafóricamente la acción del hablante
dentro del texto:
“Mi éxtasis
consta de dos movimientos, aparentemente opuestos pero que en realidad
integran un solo estado. Se desconocen, primero, los objetos, las
formas del mundo; se duda, no intelectualmente, sino con todo el ser
del ritmo del árbol, por ejemplo; se encuentra todo arbitrario: el
mundo es una forma vacía y casi inexistente (...) Luego, uno, iluminado
por esa luz esencial que debe ser muy semejante a la de Dios en víspera
de la creación empieza a definir, a coincidir con los objetos (...)
Al final el poema se plantea como pérdida. Es la libertad de morir
y vagar, por fin, después de haber verdaderamente vivido.”[15]
La
acción será desarrollada en la medida en que esta transformación sea
un ejercicio activo. Esto quiere significar: construir con la palabra
poética, es decir, aventurarse a elaborar un cuerpo hecho de lenguaje
en la medida en que el sujeto de la enunciación despliega paulatinamente
la aparición de imágenes corporales (cabeza, manos, vientre, etc.).
Como
en el poema El Golem de Borges, asistimos a una creación desde
la Palabra en las palabras.
Veremos
de inmediato que cada una de las secciones del poema, marcadas con un
subtítulo al borde de la página (signo que interpretamos como demarcación
consciente del hablante) estarán organizando una jerarquía y en ella
a este cuerpo hecho de lenguaje. Éste será el espacio que el hablante
construya al convocar para cada sección, imágenes diversas. Será un
cuerpo hecho de palabras que revelará su pertenencia a un acto de transformación.
El
poema en si mismo
Subdividido
en once partes, el poema va haciéndose a medida que es convocada
para cada una de las secciones, alguna parte del cuerpo.
La
primera sección se llama La vida se ha retirado. Aquí se muestra
un espacio específico: la casa.
“En la
gran casa vacía hay luz, una luz vacía, dura, de una
irritante
serenidad. En la casa no hay ruidos: usted puede
mirar
por los pasillos, por las escaleras.”[16]
Si
atendemos al adjetivo que acompaña a casa, se apreciará el rango existencial
que posee. Se nos anuncia que es un lugar vaciado, duro, de irritante
serenidad; posteriormente se indica que en ella no hay ruidos. Como
dirigiéndose al lector, el hablante insta a escrutar en un vacío que
se plasma en los lugares que enuncia:
“(...)
Usted puede mirar por los pasillos, por las escaleras,
por
las ventanas (...)[17]
El
hablante fija la inmovilidad de las consistencias reales que va nombrando.
Esta inmovilidad se revela cuando en este espacio aparece la palabra
HAY:
“Entonces,
uno se da cuenta que, más que luz, más que aire,
más
que muebles, lo que hay es la palabra HAY”[18]
El HAY
es tránsito entre el cercioramiento de las cosas y el hablante mismo
que se incluye en esa categoría al vislumbrar su configuración futura:
“Hasta
uno entra en la palabra hay, con una claridad que daría miedo si uno
existiera.”[19]
Es
a partir de este movimiento que se realiza desde la palabra HAY que
adquiere valor lo que circunda al hablante. Sólo a partir de lo que
esta palabra significa en su gesto de fundación de espacio, puede fundamentarse
el proceso que se desarrollará en las secciones siguientes. Se puede
establecer una división jerárquica en esta primera parte entre lo que
se anuncia antes del HAY y lo que viene después de él. Lo primero, es
un espacio vacío, amorfo, sin consistencia, donde el viento pasa
y no pasa, es decir, un escenario donde efectivamente la vida en
sus manifestaciones se ha retirado. Luego tenemos que lo que sigue a
la palabra es la conciencia de un hablante que entra en ella y que a
partir de ahí comienza a mirar la exterioridad:
“Miramos
el sillón gastado sobre el cual una ráfaga de sol
descansa
(...) todo brilla tanto, es tan exterior, pero tan
misteriosamente
exterior.”[20]
Se
encuentra ahora el hablante predispuesto para la creación del cuerpo.
Como señala el poema, existe un punto de transición entre la primera
y segunda sección que reza así:
“De
pronto, se sabe que existe algo diferente sobre una silla.”[21]
El
que se indique a ese “algo diferente” significa una cosa primordial:
es la inclusión del ser en la imagen:
“Algo
con la verdad y el terror que debe de inspirar
lo
caliente a un mundo de reflejo e imagen.”[22]
Esta transición
concluye cuando comienza la fijación del cuerpo: la segunda sección
Sentado. En ella se revela el inicio de la definición:
“Este
cuerpo sentado (...) no sabemos nada de él sino
que
está sentado; y algo sabemos ya de esto.”[23]
El
estar sentado es el comienzo inerte de un ser que en nada se diferenciaría
de la estancia ya descrita. Pareciera que su estar-ahí refleja nada
más que una masa informe; pero nos daremos cuenta que inmediato, el
hablante comienza a otorgar sentido al agregar a ese cuerpo informe,
características que, por sí mismas, son imágenes y que por ello transforman
a algo inarticulado en un cuerpo. Por eso las secciones que vienen a
continuación están bajo el punto de inflexión de la palabra y cada una
de ellas es en sí una imagen. De aquel modo, tenemos la cabeza que es
asociada justamente a la letra:
“Imaginaos
una letra amenazante, hirviente, dirigida y
suspensa
por un misterioso vástago interior.”[24]
La
cabeza aparece como la parte que dirige el cuerpo y, al mismo tiempo,
surge como una relación que la vincula con la noción de peligro que
anunciaba el epígrafe de Hölderlin. ¿Por qué aquella asociación?. Dice
el poema:
“Esta
letra que relampaguea y cuya virtud es poder
aterrorizar
a los seres inanimados.”[25]
Aquí encontramos
el peligro mismo, peligro en cuanto la letra es destructora de la inmovilidad
precedente, apostando, por su categoría relampagueante, al movimiento
y, a través de él, al desarrollo que el lenguaje posee revelando al
ente. Por eso, la cabeza es la que guía, la que ilumina y está en posición
privilegiada respecto al resto del cuerpo. Dice el poema:
“Picotea,
enfría y hace oscilar al sol como a una balanza
torturada
por la sangre, el peso y la oscuridad.”[26]
Esta
cabeza-letra es la primera imagen de nuestro hablante y surge como respuesta
necesaria del cuerpo amorfo. Teniendo aquel fundamento como guía siguen
a continuación las demás secciones que especifican partes del cuerpo:
Los ojos es la sección que encuentra en ellos la resonancia del
vacío anterior, resonancia que se sustenta en la cabeza al concebir
a esta última como una casa y una columna que gira:
“En
esta casa hay, en alguna pieza, sobre alguna silla (...)
una
columna que gira (...) una columna sentada que con
dos
hoyos dirigidos hacia algo.”[27]
Como
sensores que perciben la exterioridad, los ojos se pierden y dan vueltas,
vueltas que son la vaguedad que fosforece en las consistencias creadas
por la palabra:
“Es la
nada que fosforece y, hasta cierto punto ES:
influida,
rosada, manchada por las orillas de ser que la
circundan”[28]
Pero
esta construcción gradual del cuerpo no se queda en los ojos, sino
que desemboca en otras partes del cuerpo.
Es
así que la nariz se convierte en la imagen corporal más acabada porque
es el punto medio entre el cuerpo informe que posee el poder de la visión
y el final inasequible del acto sexual. Equidistante entre ambos, la
imagen de la nariz se transforma casi en demiúrgico, en alabanza plena:
“La nariz
es el futuro (...) la letra (cabeza) lo lleva
internamente
a pesar de sobresalir, ella separa el tiempo, y
lo
hace, la nariz es el dolor de ser en medio del día, la
nariz
es el Hijo.”[29]
Plataforma
giratoria en la gradación hacia la plenitud que alcanza el cuerpo, la
nariz recibe sobre sí, adjetivaciones que realizan y revelan el carácter
intercesor entre las diversas partes del cuerpo. Por ello, el hablante
la caracteriza como rayo perpetuo o sendero de carne; imágenes que,
con sus connotaciones de antiquísima riqueza religiosa, irían dando
a la nariz el lugar central, pero no su consumación.
Vemos,
inmediatamente, la mano y el dedo índice como un peldaño más hacia la
totalidad. Tan importante como la nariz, el dedo indica espacio:
“Señalas
aquí y nada es más aquí que eso a lo que te aproximas.”[30]
Reaparece
la imagen del rayo y se le otorga el valor de la agilidad:
“Ni yo
ni mi palabra están más cerca que lo que tú, índice
mío,
dices.”[31]
Este decir
con el cual el dedo índice realiza un acto sobre la exterioridad permite
al hablante fijar una coordenada para que el cuerpo en movimiento comience
a vislumbrar otro tipo de relaciones ya no sólo consigo mismo, sino
también fuera de él:
“Tu movilidad
fija al mundo y lo hace real y extraño.
Tú
dices Aquí, Allí y agrandas libremente el contacto;
Yo
digo Ahora, Entonces y nada puedo sino consentir.”[32]
Pero, simultáneamente,
los versos recién citados nos llevan a reflexionar sobre el tipo de
espacio que el hablante construye en el cuerpo. El Aquí-Allí del dedo
al Ahora-Entonces que hasta ese momento posee el hablante. El dedo provoca
la horizontalidad al fijar directamente lo que le circunda, acrecentando
su inmersión en un espacio vertical. Podemos apreciarlo en la reflexión
que ejecuta:
“Yo,
condenado al puro mirar, debería juzgarlo todo sin
distancia
ni tiempo.”[33]
La
agilidad del dedo lleva a crear movimiento:
“Desligada
y ágil, dibujas los contornos de todos.”[34]
Es
así que el hablante sale fuera del cuerpo a través del cuerpo mismo
y posee el valor necesario para indicar Esto, Aquello, Ello y Yo, es
decir, el todo exterior. Aquí se va a producir un momento clave que
significará la unión definitiva entre el dedo y el hablante:
“Silencio
indicas. Tú aquí en mis labios sellas la gran unidad.”[35]
Al
hacer este gesto, tenemos al cuerpo conciente ya de sí y que realizará
la unión con lo otro dentro de su espacio. Eso se verificará en dos
secciones que son la culminación de la definición de la persona: Voluptuosidad
Sexual y Acto Sexual.
La
sección Voluptuosidad Sexual es la conciencia que el cuerpo posee
al expandirse en la cercanía de las cosas:
“Imaginaos
que sois un viajero al cual se le va quitando el suelo.” [36]
Se
establece el contacto:
“(...)
otorgando un contacto –que no es de este mundo-
a esa tierra que se aparta semejante (...).”[37]
“Crecen
algunas ramas divididas en confusión de sentimientos,
las
cuales siguen de cerca, con angustia ese separarse
del
suelo que la sustentaba.”[38]
Ahora
comienza a verificarse el movimiento como necesidad:
“Ocurre
un sonido detrás del movimiento como ocurre
el sol absoluto detrás del muro continuo.”[39]
Este
movimiento se comprende por el abandono de la inmovilidad. La voluptuosidad
es el estremecimiento que sufre el cuerpo ante lo inevitable del acto
sexual. Por eso la sensación de acabamiento es explícita:
“Y pronto
va a ser lo tarde.”[40]
Es
aquí que se realiza el giro hacia el acto sexual porque, si bien es
cierto, el estremecimiento conmueve, es simultáneamente comprensión
de la totalidad, ya sea del cuerpo como tal y como lo que éste ha concebido
al ser mirado desde el exterior. Así, el acto sexual es instante y sólo
puede ser visto desde lo “ya sido”:
“Yo voy
a comprender que sólo existe una sensación de pasado
muy
vaga y que estoy quedando vacío y sin molde.
Viento
querido, lléname.”[41]
No
es arbitrario que se identifique la sexualidad con el viento. Es lo
fugaz, lo raudo, lo momentáneo, pero en esa momentaneidad se esclarece
el cuerpo y el hablante identificado con su creación, puede a partir
de ahí, apreciar otros cuerpos:
“Yo entro,
joven mía, calor mío, en ti, como un llanto
en
otro llanto.”[42]
Y sin embargo,
ese instante donde se revela en su plenitud el cuerpo, es un momento
que lleva dentro de sí, el horror y la desesperación ante la velocidad
fugaz del encuentro:
“Horror
si estoy en ti, mujer mía, como una llave enajenada dentro de la velocidad.”[43]
En
este continuo hacer no hay reposo y desembocamos en la sección denominada
Termina la definición y comienza la pérdida. Sin duda, el acto
sexual como culminación es la definición plena de la persona, de este
cuerpo que ha sido creado, literalmente, por la palabra. Ahora, la pérdida
se realiza cuando el hablante, identificado con el cuerpo, se alza y
dice conscientemente:
“(...)
el hombre, yo, mida mi voluptuosidad, mi alcance,
mi
agonía, va a ser tarde, va a ser tarde.”[44]
Al tener
esta conciencia de lo transcurrido, los hechos que le han acaecido al
cuerpo se verán reducidos a lo que son en realidad: una fantasía escritural
que nunca salió de sí misma:
“Todo
quedará reducido, pronto, a una sola dimensión,
a
un papel radiante.”[45]
Esto
nos permite dilucidar hasta qué punto se ha construido un espacio. Lo
que se ha tenido delante de nosotros es sólo una representación de realidad
que ha deseado constatarse en la construcción de un cuerpo. Justamente
ahí da inicio la sección final; la Pérdida , sección que se convierte
en una verdadera elegía pues posee la plenitud de lo ya hecho, del cuerpo
consumado:
“Ya
es tarde, la vida es lo tarde, alma mía; ahora como un
dios
cubierto de pesado polvo sólo cuyo polvo subsiste en
el
espacio, contemplo la distancia a la distancia.”[46]
El
hablante ha adquirido valentía para fijar en un tiempo pasado la construcción
de ese cuerpo y se refiere a él como algo que ya fue:
“la
dulzura de lo que no va a ser más (...) ese tiempo que
tantas
melodías dibujaron tranquilidad, el sol, sus
manchas
que visitaron brevemente nuestras casas.”[47]
En
el último verso se aprecia el valor “hogareño” en que se constituyó
el cuerpo al equiparar a éste con una casa y, al mismo tiempo, la identificación
que asume el hablante al llamarse a sí mismo como el autor real del
texto: Eduardo Anguita. Este hablante Eduardo Anguita languidece en
la tranquilidad nostálgica del cuerpo consumado:
“La
que se insinuaba antes sobre mí ya no se insinúa,
porque
la parte y yo y nuestra relación con tranquilidad,
con
tranquilidad, se extinguieron.”[48]
El
último gesto que ejecuta este hablante totalmente identificado es el
gesto sacerdotal de bendecir la acción concluida. ¿Qué tipo de bendición?,
pues, sin duda, la consagración que se realiza ante un objeto que ya
fue. Por eso, la última sección del poema la planteamos como confirmación
de un ejercicio sacerdotal:
“El poeta
se pone de pie y reza”[49]
En
la mayor perplejidad este hablante-sacerdote inquiere a la divinidad
por lo que ha hecho y por lo que es:
“Dios
mío ¿dónde es el dónde? ¿Qué pregunta soy? (...)
Habíamos
permanecido demasiado tiempo en la vida
Y
creímos que eso era natural.”[50]
Hemos
apreciado que la construcción del espacio en el poema, el hablante lo
realiza al ir convocando, gradualmente, imágenes del cuerpo, armándolo
por decirlo así, desde el estar sentado hasta el acto sexual que se
convierte en la culminación que define a la persona. Ahora bien, la
pérdida se plantea como implícita en la definición, pues siendo ésta
producto de un éxtasis, es momentánea, no pudiendo defenderse en la
materialidad de la letra. Por ello el cuerpo como lugar sagrado es una
noción que, si bien no fracasa, queda restringida a su propia momentaneidad.
De
este ejercicio, abrumador en su intensidad, podrían sacarse una serie
de conclusiones, cuál de todas más contrastantes entre sí.
Sin embargo,
queda claro el esfuerzo de Anguita de situar en su límite al lenguaje
poético. Tal vez no tanto en su dislocación sintáctica o en un asombro
metafórico exuberante, sino más bien en lo que llamaría una reconcentración
especulativa que lleva a ese lenguaje a tentarse a sí mismo como
creación. Si pensamos en Huidobro y en sus planteamientos teóricos acerca
del lenguaje como creación y de la autoinclusión de su obra en las vanguardias
poéticas del primer tercio del siglo XX, comprenderemos al límite que
me refiero. En aquel sentido queda mucho aún por rastrear en la lectura
diferenciada que Anguita efectúa del Creacionismo y de los presupuestos
teóricos que propicia.
En
Anguita está justamente esa apuesta por rescatar al lenguaje poético
de toda transitoriedad cotidiana para ver en él un organon transformativo
de sí mismo y de la realidad, creándola desde su propia esencia. Tal
vez por eso, el peligro solipsista que enfrenta este intenso y bello
poema, pues su extrema autorreflexión representa un límite que desde
mi punto de vista tiene dos posibilidades: transgredir ese lenguaje
como un espacio vacío de significaciones tal como acontece en el canto
VII de Altazor o retroceder para colonizar el territorio descubierto
en el viaje que inaugura. Esto último se transmuta en otra posibilidad;
en ver hasta dónde llegan las pretensiones humanas con la Palabra y
descender desde el rango de creador de realidades al de
contemplador de las mismas. Aquello entraña una renuncia y ciertamente
evidencia la precariedad que sustenta nuestro existir. Por eso, yo interpreto
al menos que, desde este poema en adelante, Anguita explora las realidades
dentro de las fronteras del lenguaje y efectúa un escrutinio de nociones
como tiempo, belleza y caducidad (cf. Venus en el pudridero),
abstracción, formas y realidades físicas (cf. El poliedro y el mar);
el otro y su presencia problemática (cf. El verdadero momento, El
verdadero rostro), la memoria y la escritura (cf. La visita),
etc.
Pero
tampoco es posible a mi entender, perpetuar esas exploraciones como
reiteraciones temáticas. Es como si Anguita hubiese en cada poema, dilucidado
esencialmente los significados permanentes de los conceptos con los
cuales elabora sus especulaciones imaginativas.
Por
lo mismo, es posible apreciarlo como un poeta que no se repite y ante
el llamado genuino de la Poesía, silencia su trabajo, pues no es dable
fabricar el sortilegio:
“Terminé
de escribir poesía definitivamente. No sé, sentí que se me acabó la
veta. Quizás no tenga nada qué decir. Escribí un par de poemas que
no eran demasiado malos, pero igual los rompí y me parece que estuvo
bien haberlo hecho. Las cosas tienen su ciclo. Quizás vuelva a escribir.
Ocurrirá cuando tenga que ocurrir, porque esto no se puede fabricar.”[51]
Este
gesto es lo suficientemente adecuado, pues es una invitación al silencio
y por ende una actitud que como ética poética es insoslayable:
saber callar.
Por
eso, Eduardo Anguita es uno de nuestros más grandes poetas, no sólo
porque buscó ardientemente a la Palabra con el riesgo que ello significa,
sino porque supo además, distanciarse de ella cuando sus secretos le
fueron develados, siendo fiel a su cometido.
Notas