EDUARDO ANGUITA O LA BÚSQUEDA DE LA PALABRA [1]
por Ismael Gavilán
Valparaíso, julio-agosto de 2003

En el transcurso del siglo pasado, nuestro país dio a luz una serie de poetas que tanto en el ámbito nacional como extranjero han tenido y tienen un renombre indesmentible. Sólo como ejercicio repetitivo es dable enumerar a Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha y a muchos otros, verdaderos pilares sobre los que se levanta la poesía en castellano escrita entre nosotros. A su vez, ellos constituyen el horizonte dentro del cual las promociones más jóvenes se mueven como contraste, exploración y desafío. Por eso, los últimos ochenta años de poesía escrita en nuestro país, nos ofrecen una constelación de poetas cuya riqueza y variedad expresiva, sólo como conjunto, es asombrosa. A los ya tradicionales “cuatro grandes”, habría que agregar una pléyade que se extiende desde Humberto Díaz Casanueva hasta Juan Luis Martínez y Raúl Zurita. No es que con ellos se desee poner límites de imaginación y vida, son simplemente nombres de una frontera irrisoria y fluctuante que se expande más allá de sí misma. De aquel modo, este abigarrado conjunto de poetas de registro tan diverso y al que la prudencia evita llamar tradición (a menos que efectuemos un concienzudo examen de lo que aquel término conlleva al momento de traerlo cual comodín a nuestras disquisiciones de lectura y crítica) ha sido base para lanzar el tan popularizado dictum “Chile, país de poetas”. Pero un lector que se precie, un lector con mínima atención, no debe cerrar los ojos ante esto de modo acrítico, sino más bien, es preciso que determine una serie de nombres, publicaciones, fechas y manifestaciones para que rescate para sí mismo lo que Matthew Arnold llamaba las “piedras de toque”, es decir, los puntos de inflexión donde converge toda lectura como singularidad significativa.[2]

El babélico andamiaje de la crítica actual debiese estar al nivel de dilucidar con adecuación las configuraciones poéticas valederas. Armar de este modo la lectura de un corpus excepcionalmente extenso como lo es el de la poesía chilena del siglo XX, significa llevar a cabo una tarea de seria meticulosidad. Sin embargo, esa tarea, aún en ciernes, deviene como categorización generacional o se difumina tras los luceros del día.

En este contexto, la figura y obra de Eduardo Anguita –nacido en 1914 y fallecido en 1992, y a quien se le incluye en la llamada Generación del 38- revela una inadecuación silenciada con generalidades: en su poesía se ve la consumación de formas heredadas de la vanguardia de principios de siglo, transmitida esencialmente por Vicente Huidobro y a un poeta situado dentro de los márgenes del catolicismo.

La crítica, a su vez, ha sido poco generosa y sin contar breves referencias que aparecen fantasmagóricas en Fernando Alegría, Cédomil Goic, Francisco Santana, Enrique Anderson-Imbert, Jorge Elliot o en los artículos de José Miguel Ibáñez, sólo restan el acercamiento de Pedro Lastra y Enrique Lihn, el iluminador diálogo con Juan Andrés Piña o el trabajo más reciente de Andrés Morales.[3] Esta situación muestra un rostro desnudo que ya hace nueve años, evidenciaba Pedro Lastra en el prólogo a la segunda edición de Poesía Entera (1994):

“(...) después de un recorrido –aún fragmentario y parcial- por la poesía de Anguita, sorprende que una personalidad literaria tan rica, variada y compleja haya sido casi ignorada en el espacio crítico de su país y del todo fuera de él: es cierto que los artículos apreciativos de José Miguel Ibáñez y el diálogo con Juan Andrés Piña son excepciones valiosas que ponen a prueba una regla sombría del ocultamiento y la pereza, pero es muy poco lo que puede agregarse a ellas.”[4]

En este panorama escasamente auspicioso, nunca faltó el reconocimiento de los pares de Anguita hacia su obra. Tal vez aquel reconocimiento sea el más preciado y el que realmente importe: el diálogo poético entre poetas.

Por lo demás, muchos como yo, que bordeamos los treinta y que iniciamos nuestros escarceos poéticos a principios de la década de los noventa, no pudimos eludir, si pretendíamos apropiarnos de una eventual tradición poética chilena, la figura y obra del autor de Venus en el pudridero. Y aquí, espero se disculpe una experiencia personal: en 1991 encontrar poemas de Eduardo Anguita era un acontecimiento épico. Al igual que Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva u Omar Cáceres, la rareza era el hallazgo feliz de la complicidad secreta. Por eso, descubrir la edición facsimilar de alguno de sus grandes textos (El poliedro y el mar, La Visita por ejemplo) o la edición princeps de Poesía Entera que databa del ya mítico 1971, era un triunfo mayor. Si bien es cierto que desde 1988 existía una edición de La belleza de pensar que reúne sus inestimables artículos y notas, la poesía, siempre ausente, parecía relegada en antologías o a encuentros esporádicos que sólo algunos bienaventurados poseían.

Una situación así, excita la imaginación, prende la pasión por lo desconocido y sirve de antídoto al sancionado ambiente donde se forma un joven poeta. Pues para muchos, la lectura de Anguita no significó hurguetear arqueológicamente en un pasado que no conocimos para traerlo a presencia. Tampoco, en su momento, fue una especie de llamado o deber de rescate como sucedería años después con la obra de Rosamel del Valle.

Tal vez lo que nos asombraba y que a mí me sigue asombrando, era ver que en la poesía de Anguita se cumplían y se cumplen, una serie de requerimientos expresivos cuya precisión es abrumadora.

Más que un ejercicio de historia poética, más que un dique estilístico, real y necesario ante la marea subyugante de Parra o Lihn, la poesía de Anguita ha sido la luminosidad de una experiencia. Dar cuenta de ella no es fácil, sobretodo cuando se volatiliza en el contraste de otras lecturas y cuando se nos exigen pruebas que validen el asombro.

Pues bien, yo caracterizaría a la poesía de Anguita como una búsqueda de la Palabra y, por ende, como la autoconciencia de esa búsqueda. Decir esto parece bordear el lugar común en que todo poeta trabaja. Pero en el caso de Anguita, las implicancias de esa búsqueda no se reducen a meras especulaciones en abstracto o a gestos aislados en la intensidad de su breve obra: abarcan a nuestro modo de ver, su totalidad que, al no erguirse monolítica, se diversifica de manera tal que nos incita a apreciarla como la labor de distintos autores: el Anguita aprendiz de hechicero que lleva su conclusión lógica los presupuestos creacionistas de Huidobro; el Anguita del poema breve y descentrado que anticipa con audacia los hallazgos de la antipoesía parriana; el Anguita del singular equilibrio formal al escribir sonetos o el doliente Mester de clerecía en memoria de Vicente Huidobro; el Anguita de esos poemas extensos y reflexivos, verdaderos poemas-constelación en que palabra e idea son una sola cosa y donde la inteligencia especulativa se amolda al canto intenso; el Anguita de los poemas finales, de esos poemas religiosos de concentrado misterio ( y por qué no, también humor) metafísico.[5]

Esta diversidad que es en el fondo una manera variada de una misma escritura poética y que evidencia los caminos en búsqueda de la Palabra, tiene el denominador común de una autoconciencia que se exige en sus hallazgos formales, una autoconciencia de límites expresivos y que aprecia que más que un jugueteo retórico de exploraciones lingüísticas, lo que desea, para ser efectivamente valedera, es la posibilidad real de transformación de la vida.

En este sentido, la poesía de Anguita comparte el temple de sus congéneres que hurgan el cambio de signo en la vida y el mundo: la generación de 1938 que se agrupa y distiende en un ritmo propio y que constituye un ambiente y grupo heterogéneo, con una voluntad de actuar, de transformar la realidad y la conciencia, grupo y/o generación donde coexisten diversa personalidades antagónicas y diferenciadoras, tales como Miguel Serrano, Gonzalo Rojas, Omar Cáceres, el grupo Mandrágora, los poetas reunidos ante la figura de Tomás Lago, escritores como Juan Emar, Volodia Teitelboim y otros. Todos ellos quieren ir más allá del hecho literario, deseando encarnar el famoso decir de Rimbaud, “hay que cambiar la vida”. Ciertamente la época con sus tribulaciones, lo solicitaba: la Guerra Civil Española, el triunfo el Frente Popular, los nacientes conflictos sociales que desembocarían en los sesenta, el impacto de la Segunda Guerra Mundial. Como indica Anguita, “por primera vez se vivió en Chile la totalidad de una generación. Hubo ecumenismo en los grandes problemas y conflictos humanos con resonancia en la producción literaria.”[6]

Es una época de guerrilla intelectual y literaria, donde con ese afán de cambiar la realidad, los diversos grupos y/o personalidades, polemizan entre sí con el fervor extático de quien cree llevar a cabo una misión. En este contexto, el testimonio de Anguita es de interés, pues el poeta propicia un grupo, DAVID, que sería receptáculo de ese implacable examen de unir vida y poesía:

“ DAVID se propone mediante un trabajo de vaciar la realidad primero y luego a través de una proyección voluntariosa de la visión sobre el vacío, crear el estilo de objetos y de actos que funcionen orgánicamente a semejanza del hombre mismo y en cuyo espacio y eternidad, esté la persona misma incorporada tanto en su acrecentamiento como en su consumación (...) lo inicial era la negación previa, la ruptura (...) esa ceguera voluntaria, inicial, ese nihilismo está en la base de muchos movimientos (...) Hay que vaciar categorías mentales. Uso arbitrario de los utensilios: vasos, sillas, casas. Trastornarlo todo. Usar las copas de champagne para lavarse los dientes. Levantarse a las dos de la madrugada, acostarse a mediodía. Otros vestuarios, otras costumbres, otro lenguaje. El color rojo como luto, etc (...) no nos contentábamos con dejar a la poesía reducida a una formalidad verbal o estética, debía inspirar cosas, casas y actos (...) formar un estilo (...) otorgar sentido al mundo.”[7]

A más de sesenta años de ese intento, nos quedan una serie de poemas que testimonian con intensidad e inteligencia el afán transformativo de lo real en y por la poesía. Para nosotros, lectores de Anguita, significa rastrear en su escritura esa trama de cambio y transfiguración, ¿pero dónde hacerlo?, ¿dónde hallar el punto que nos adentre en el secreto que promete?

Transformar la vida es crearla nuevamente, es dilucidar su recreación en y por la palabra, viendo hasta qué lugar lleva esa corriente aventurera a nuestra imaginación.

Cuando hablamos de crear y recrear la vida en la Palabra, que ésta inocule a ésa en la intimidad más fecunda, en el intercambio titánico de lo humano ante el mundo para que apreciemos el fulgor maravilloso que surge de aquel nuevo albor, imposible es dejar de pensar en Huidobro. Así, de lo primero que nos percatamos es de la vinculación de Anguita con el poeta de Temblor de cielo. Y en este punto debemos ser sutiles y enfáticos: si pensamos la relación de ambos poetas, exclusivamente como la relación maestro-discípulo, la imagen que sobrevive sólo sería una valoración superficial y equívoca. Por diversos testimonios, sabemos que Anguita frecuentaba asiduamente la tertulia de Huidobro y también ponía atención a las sugerencias respecto a la conveniencia de ciertos proyectos literarios como la publicación de la famosa Antología de Poesía Chilena Nueva de 1935. Pero no habría que creer que esta relación significaba la esterilidad creativa o el quiebre de la personalidad. No, el influjo de Huidobro hay que rastrearlo más en una actitud que en una imitación:

“Él despertó una sensibilidad, que iba a responder admirablemente e instauró, por otra parte, una dignidad de oficio que antes de él no existía para los trabajos poéticos. A la indisciplina, desgraciadamente muy nuestra, opuso el rigor y la inteligencia (...)”[8]

Sin embargo, de esa misma actitud se desprende algo que a nuestros ojos evidencia la individualidad indiscutible de la poesía de Anguita, lo que la hace tan peculiar en el concierto poético de nuestro país y la vuelve audible sólo para quienes tengan oídos para oír. Líneas más arriba di a entender que la búsqueda de la Palabra en esta obra se manifiesta en la diversidad que asumía en los distintos tonos de escritura que exploraban sus posibilidades expresivas. Pues bien, a pesar de toda esa diversidad (o a causa de ella misma tal vez), a pesar de todos los posibles poetas que puedan habitar esta escritura de fulgor ardiente, quizás un centro es verificable, un centro sea hallable como punto de encuentro hacia lo que es y sería el desarrollo de esta escritura y desde donde, a nuestro juicio, se articularía, comprensivamente, la autonomía diferenciadora de sus rasgos particulares. Ese centro es donde la palabra puede buscarse a sí misma... y encontrarse, contemplarse ante un espejo y caer difuminada en el sólo acto de decirse, en el sólo acto de enunciarse. Es el lugar de la autoconciencia extrema, que lleva como conclusión necesaria su disolución y que es, ciertamente, la consecuencia lógica del creacionismo huidobriano, pero superándolo con creces, pues aúna en su gesto, tanto la especulación entorno al lenguaje como la imposibilidad de trazar presencia, logrando así, una victoria pírrica de expresividad consumada.

Ese lugar es el poema Definición y Pérdida de la Persona. Éste es uno de los más extensos poemas de Anguita, escrito en 1940 y publicado por primera vez en 1948 en la antología Trece Poetas Chilenos de Hugo Zambelli. Posteriormente, su autor lo incluyó en Anguita: Cinco Poemas (1951) para, veinte años después, agregarlo a la primera edición de Poesía Entera. Luego fue publicado de modo individual por Editorial Universitaria en 1988 para ser, finalmente incluido en la segunda edición de Poesía Entera (1994).

En lo que sigue nos adentraremos en este poema para dilucidar a través de sus características internas aquel centro del que hablábamos. Ahora bien Anguita se refiere a este poema como el más difícil y abstruso salido de su pluma del que manifiesta que es imposible toda explicación. Al enfrentarnos a él, tenemos por un lado, el silencio que el propio poeta levanta en torno al poema y, por otro, la rareza exegética que le rodea.

¿Qué tipo de espacio o lugar construye el hablante en Definición y Pérdida de la Persona? Para intentar responder esto hay que considerar al poema en su totalidad, identificable en tres partes: el epígrafe, el prefacio, el poema en sí mismo.

El epígrafe

“Pero en chozas habita el hombre, como se oculta en un pudoroso vestido, pues mientras más interior es él, más precauciones toma y conserva el espíritu, tal como la sacerdotisa la llama santa, ésa es su razón. Y es porque tiene Albedrío todo Poder y Arte, de cumplir o no cumplir el más terrible de los bienes, la Palabra, dada al hombre a fin que, semejante a los dioses, creando, destruyendo y desapareciendo y regresando a la eternamente viviente, la Maestra y Madre, pruebe lo que ha heredado, lo que aprendió de ella, su cosa muy divina, el todo conservador Amor.”[9]

Ésta es una cita Friedrich Hölderlin, un fragmento que es uno de los de este poeta alemán del que se sirve el filósofo Martin Heidegger para indagar la esencia de la poesía. En un famoso ensayo que lleva justamente el título Hölderlin y la esencia de la poesía[10] se intenta aclarar en qué consiste la poesía y lo poético. Con toda su terminología fenomenológica-hermenéutica, el filósofo se da a la difícil misión de resolver el enigma con el apoyo que le brindan los textos de Hölderlin. El que Anguita antepone a Definición y Pérdida de la Persona como epígrafe, corresponde al segundo fragmento que utiliza Heidegger para su reflexión. En él, el filósofo nos hace guiar la mirada hacia tres preguntas que se esbozan en l fragmento mismo: ¿de quién es el lenguaje un bien?, ¿hasta dónde es el más peligroso de los bienes?, ¿en qué sentido es en general un bien?

Lo primero que hace resaltar es que el fragmento es un bosquejo de un texto mayor que debe decir quién es el hombre a diferencia de otros seres de la naturaleza.

Señala el filósofo:

“Aquel que debe mostrar lo que es. Mostrar significa por una parte patentizar y por otra que lo patentizado queda en lo patente (...) ¿Qué debe mostrar el hombre? Su pertenencia a la tierra. Esta pertenencia consiste en que el hombre es el heredero y aprendiz de todas las cosas.”[11]

Heidegger indica que estas “cosas” se hayan en conflicto, apuntando a que lo que Hölderlin llama intimidad es la manifestación de pertenencia a ese conflicto.

La manifestación de pertenencia acontece mediante la creación de un mundo, así como por su nacimiento, su destrucción y su decadencia. También indica el filósofo que, al ser testimonio de esa pertenencia, el ser humano en totalidad acontece como historia y esto lleva a que se plantee el porqué del lenguaje como el más peligroso de los bienes:

“Pero el hombre expresado en virtud del habla es un revelado a cuya existencia como ente asedia e inflama y como no ente engaña y desengaña. El habla es lo primero que crea el lugar abierto de la amenaza y del error del ser y la posibilidad de perderlo, es decir, el peligro.”[12]

Esto nos lleva a considerar que el habla, tomado como lenguaje, le está dado al ser humano para custodiarlo. En el habla puede llevarse a la palabra a lo más puro como también a lo más común e indeciso. Esta ambigüedad hace que sea peligrosa. Eso lo revela Heidegger del siguiente modo:

“Sólo hay mundo donde hay habla, es decir, el círculo siempre cambiante de decisión y obra, de acción y responsabilidad, pero también de capricho y alboroto, de caída y extravío.”[13]

En este acercamiento a través de Heidegger al epígrafe, se nos muestra una idea central: la palabra como bien del hombre es peligrosa en su ambigüedad, pues permite crear y destruir.

Ahora bien, si conservamos esta noción escatológica que Heidegger otorga al fragmento de Hölderlin y que, de algún modo, es un punto de referencia par la comprensión del poema de Anguita, podemos llegar a apreciarlo como planteamiento de construcción y destrucción a través de la palabra. Si atendemos al título del poema encontramos una singular analogía entre definir y construir, perder y destruir. Esta virtual unión de significados a partir del título nos conduce a considerar las palabras que inician el epígrafe: la choza, es decir, el espacio de refugio donde puede establecerse la serenidad necesaria para atisbar una plenitud poética.

Evidentemente no es casualidad que esas palabras principian el fragmento que va de epígrafe en el poema, siendo un prisma desde el cual es posible leerlo. Sin embargo es necesario continuar con el prefacio, pues allí se encuentra el modo en que se articula la actitud del hablante que se desarrollará a posteriori.

El prefacio

El prefacio del poema es un singular modo de teorizar acerca de lo poético, es un planteamiento que se realiza ante el poema. Aunque no lo explica es una lectura sobre las palabras e imágenes que han sido convocadas para su constitución.

El punto primordial que permite articular las nociones de definición y pérdida es la idea de éxtasis. Si nos detenemos en ella, veremos que es una vivencia religioso-mística de la más alta categoría, pues trata de manifestar el encuentro que se lleva a cabo con la divinidad, con lo Otro. Es el cercioramiento que se actualiza en una transformación que tiene lugar cuando el sujeto deja lo cotidiano a través del goce beatíficamente extraordinario de unión amorosa con lo divino. El éxtasis es el estado a que, con suspensión del ejercicio de los sentidos, se eleva el alma, atraída por el amor de Dios. Es un estado dominado por un intenso sentimiento de admiración.

Ahora bien, si atendemos el prefacio, hallaremos que el éxtasis del hablante es definitiva una autoconciencia: un saberse a si mismo en un estado extraordinario donde se experiencia la transformación:

“Nuestro cuerpo mismo se transfigura; mirado desde arriba, tal vez aparezca como una piedra iluminada cayendo desde el pasado o, mejor dicho desde el tiempo, ferozmente transparente y como bajo el dominio de la mirada de la cámara lenta.”[14]

El que el hablante viva el éxtasis como transformación es la conciencia de su labor. En el éxtasis se manifiesta una especie de sacrificio: el momento en que se intenta esclarecer la definición y la pérdida. Cabe preguntar: ¿definir y perder qué cosa? Pues el cuerpo que se transforma. Si atendemos a estos dos movimientos como uno solo se podrá comprender el radical ejercicio que significa metafóricamente la acción del hablante dentro del texto:

“Mi éxtasis consta de dos movimientos, aparentemente opuestos pero que en realidad integran un solo estado. Se desconocen, primero, los objetos, las formas del mundo; se duda, no intelectualmente, sino con todo el ser del ritmo del árbol, por ejemplo; se encuentra todo arbitrario: el mundo es una forma vacía y casi inexistente (...) Luego, uno, iluminado por esa luz esencial que debe ser muy semejante a la de Dios en víspera de la creación empieza a definir, a coincidir con los objetos (...) Al final el poema se plantea como pérdida. Es la libertad de morir y vagar, por fin, después de haber verdaderamente vivido.”[15]

La acción será desarrollada en la medida en que esta transformación sea un ejercicio activo. Esto quiere significar: construir con la palabra poética, es decir, aventurarse a elaborar un cuerpo hecho de lenguaje en la medida en que el sujeto de la enunciación despliega paulatinamente la aparición de imágenes corporales (cabeza, manos, vientre, etc.).

Como en el poema El Golem de Borges, asistimos a una creación desde la Palabra en las palabras.

Veremos de inmediato que cada una de las secciones del poema, marcadas con un subtítulo al borde de la página (signo que interpretamos como demarcación consciente del hablante) estarán organizando una jerarquía y en ella a este cuerpo hecho de lenguaje. Éste será el espacio que el hablante construya al convocar para cada sección, imágenes diversas. Será un cuerpo hecho de palabras que revelará su pertenencia a un acto de transformación.

El poema en si mismo

Subdividido en once partes, el poema va haciéndose a medida que es convocada para cada una de las secciones, alguna parte del cuerpo.

La primera sección se llama La vida se ha retirado. Aquí se muestra un espacio específico: la casa.

“En la gran casa vacía hay luz, una luz vacía, dura, de una
irritante serenidad. En la casa no hay ruidos: usted puede
mirar por los pasillos, por las escaleras.”[16]

Si atendemos al adjetivo que acompaña a casa, se apreciará el rango existencial que posee. Se nos anuncia que es un lugar vaciado, duro, de irritante serenidad; posteriormente se indica que en ella no hay ruidos. Como dirigiéndose al lector, el hablante insta a escrutar en un vacío que se plasma en los lugares que enuncia:

“(...) Usted puede mirar por los pasillos, por las escaleras,
por las ventanas (...)[17]

El hablante fija la inmovilidad de las consistencias reales que va nombrando. Esta inmovilidad se revela cuando en este espacio aparece la palabra HAY:

“Entonces, uno se da cuenta que, más que luz, más que aire,
más que muebles, lo que hay es la palabra HAY”[18]

El HAY es tránsito entre el cercioramiento de las cosas y el hablante mismo que se incluye en esa categoría al vislumbrar su configuración futura:

“Hasta uno entra en la palabra hay, con una claridad que daría miedo si uno existiera.”[19]

Es a partir de este movimiento que se realiza desde la palabra HAY que adquiere valor lo que circunda al hablante. Sólo a partir de lo que esta palabra significa en su gesto de fundación de espacio, puede fundamentarse el proceso que se desarrollará en las secciones siguientes. Se puede establecer una división jerárquica en esta primera parte entre lo que se anuncia antes del HAY y lo que viene después de él. Lo primero, es un espacio vacío, amorfo, sin consistencia, donde el viento pasa y no pasa, es decir, un escenario donde efectivamente la vida en sus manifestaciones se ha retirado. Luego tenemos que lo que sigue a la palabra es la conciencia de un hablante que entra en ella y que a partir de ahí comienza a mirar la exterioridad:

“Miramos el sillón gastado sobre el cual una ráfaga de sol
descansa (...) todo brilla tanto, es tan exterior, pero tan
misteriosamente exterior.”[20]

Se encuentra ahora el hablante predispuesto para la creación del cuerpo. Como señala el poema, existe un punto de transición entre la primera y segunda sección que reza así:

“De pronto, se sabe que existe algo diferente sobre una silla.”[21]

El que se indique a ese “algo diferente” significa una cosa primordial: es la inclusión del ser en la imagen:

“Algo con la verdad y el terror que debe de inspirar
lo caliente a un mundo de reflejo e imagen.”[22]

Esta transición concluye cuando comienza la fijación del cuerpo: la segunda sección Sentado. En ella se revela el inicio de la definición:

“Este cuerpo sentado (...) no sabemos nada de él sino
que está sentado; y algo sabemos ya de esto.”[23]

El estar sentado es el comienzo inerte de un ser que en nada se diferenciaría de la estancia ya descrita. Pareciera que su estar-ahí refleja nada más que una masa informe; pero nos daremos cuenta que inmediato, el hablante comienza a otorgar sentido al agregar a ese cuerpo informe, características que, por sí mismas, son imágenes y que por ello transforman a algo inarticulado en un cuerpo. Por eso las secciones que vienen a continuación están bajo el punto de inflexión de la palabra y cada una de ellas es en sí una imagen. De aquel modo, tenemos la cabeza que es asociada justamente a la letra:

“Imaginaos una letra amenazante, hirviente, dirigida y
suspensa por un misterioso vástago interior.”[24]

La cabeza aparece como la parte que dirige el cuerpo y, al mismo tiempo, surge como una relación que la vincula con la noción de peligro que anunciaba el epígrafe de Hölderlin. ¿Por qué aquella asociación?. Dice el poema:

“Esta letra que relampaguea y cuya virtud es poder
aterrorizar a los seres inanimados.”[25]

Aquí encontramos el peligro mismo, peligro en cuanto la letra es destructora de la inmovilidad precedente, apostando, por su categoría relampagueante, al movimiento y, a través de él, al desarrollo que el lenguaje posee revelando al ente. Por eso, la cabeza es la que guía, la que ilumina y está en posición privilegiada respecto al resto del cuerpo. Dice el poema:

“Picotea, enfría y hace oscilar al sol como a una balanza
torturada por la sangre, el peso y la oscuridad.”[26]

Esta cabeza-letra es la primera imagen de nuestro hablante y surge como respuesta necesaria del cuerpo amorfo. Teniendo aquel fundamento como guía siguen a continuación las demás secciones que especifican partes del cuerpo: Los ojos es la sección que encuentra en ellos la resonancia del vacío anterior, resonancia que se sustenta en la cabeza al concebir a esta última como una casa y una columna que gira:

“En esta casa hay, en alguna pieza, sobre alguna silla (...)
una columna que gira (...) una columna sentada que con
dos hoyos dirigidos hacia algo.”[27]

Como sensores que perciben la exterioridad, los ojos se pierden y dan vueltas, vueltas que son la vaguedad que fosforece en las consistencias creadas por la palabra:

“Es la nada que fosforece y, hasta cierto punto ES:
influida, rosada, manchada por las orillas de ser que la
circundan”[28]

Pero esta construcción  gradual del cuerpo no se queda en los ojos, sino que desemboca en otras partes del cuerpo.

Es así que la nariz se convierte en la imagen corporal más acabada porque es el punto medio entre el cuerpo informe que posee el poder de la visión y el final inasequible del acto sexual. Equidistante entre ambos, la imagen de la nariz se transforma casi en demiúrgico, en alabanza plena:

“La nariz es el futuro (...) la letra (cabeza) lo lleva
internamente a pesar de sobresalir, ella separa el tiempo, y
lo hace, la nariz es el dolor de ser en medio del día, la
nariz es el Hijo.”[29]

Plataforma giratoria en la gradación hacia la plenitud que alcanza el cuerpo, la nariz recibe sobre sí, adjetivaciones que realizan y revelan el carácter intercesor entre las diversas partes del cuerpo. Por ello, el hablante la caracteriza como rayo perpetuo o sendero de carne; imágenes que, con sus connotaciones de antiquísima riqueza religiosa, irían dando a la nariz el lugar central, pero no su consumación.

Vemos, inmediatamente, la mano y el dedo índice como un peldaño más hacia la totalidad. Tan importante como la nariz, el dedo indica espacio:

“Señalas aquí y nada es más aquí que eso a lo que te aproximas.”[30]

Reaparece la imagen del rayo y se le otorga el valor de la agilidad:

“Ni yo ni mi palabra están más cerca que lo que tú, índice
mío, dices.”[31]

Este decir con el cual el dedo índice realiza un acto sobre la exterioridad permite al hablante fijar una coordenada para que el cuerpo en movimiento comience a vislumbrar otro tipo de relaciones ya no sólo consigo mismo, sino también fuera de él:

“Tu movilidad fija al mundo y lo hace real y extraño.
Tú dices Aquí, Allí y agrandas libremente el contacto;
Yo digo Ahora, Entonces y nada puedo sino consentir.”[32]

Pero, simultáneamente, los versos recién citados nos llevan a reflexionar sobre el tipo de espacio que el hablante construye en el cuerpo. El Aquí-Allí del dedo al Ahora-Entonces que hasta ese momento posee el hablante. El dedo provoca la horizontalidad al fijar directamente lo que le circunda, acrecentando su inmersión en un espacio vertical. Podemos apreciarlo en la reflexión que ejecuta:

“Yo, condenado al puro mirar, debería juzgarlo todo sin
distancia ni tiempo.”[33]

La agilidad del dedo lleva a crear movimiento:

“Desligada y ágil, dibujas los contornos de todos.”[34]

Es así que el hablante sale fuera del cuerpo a través del cuerpo mismo y posee el valor necesario para indicar Esto, Aquello, Ello y Yo, es decir, el todo exterior. Aquí se va a producir un momento clave que significará la unión definitiva entre el dedo y el hablante:

“Silencio indicas. Tú aquí en mis labios sellas la gran unidad.”[35]

Al hacer este gesto, tenemos al cuerpo conciente ya de sí y que realizará la unión con lo otro dentro de su espacio. Eso se verificará en dos secciones que son la culminación de la definición de la persona: Voluptuosidad Sexual y Acto Sexual.

La sección Voluptuosidad Sexual es la conciencia que el cuerpo posee al expandirse en la cercanía de las cosas:

“Imaginaos que sois un viajero al cual se le va quitando el suelo.” [36]

Se establece el contacto:

“(...) otorgando un contacto –que no es de este mundo-
a esa tierra que se aparta semejante (...).”[37]

       El contacto conduce al vértigo y a la angustia:

“Crecen algunas ramas divididas en confusión de sentimientos,
las cuales siguen de cerca, con angustia ese separarse
del suelo que la sustentaba.”[38]

Ahora comienza a verificarse el movimiento como necesidad:

“Ocurre un sonido detrás del movimiento como ocurre
el sol absoluto detrás del muro continuo.”[39]

Este movimiento se comprende por el abandono de la inmovilidad. La voluptuosidad es el estremecimiento que sufre el cuerpo ante lo inevitable del acto sexual. Por eso la sensación de acabamiento es explícita:

“Y pronto va a ser lo tarde.”[40]

Es aquí que se realiza el giro hacia el acto sexual porque, si bien es cierto, el estremecimiento conmueve, es simultáneamente comprensión de la totalidad, ya sea del cuerpo como tal y como lo que éste ha concebido al ser mirado desde el exterior. Así, el acto sexual es instante y sólo puede ser visto desde lo “ya sido”:

“Yo voy a comprender que sólo existe una sensación de pasado
muy vaga y que estoy quedando vacío y sin molde.
Viento querido, lléname.”[41]

No es arbitrario que se identifique la sexualidad con el viento. Es lo fugaz, lo raudo, lo momentáneo, pero en esa momentaneidad se esclarece el cuerpo y el hablante identificado con su creación, puede a partir de ahí, apreciar otros cuerpos:

“Yo entro, joven mía, calor mío, en ti, como un llanto
en otro llanto.”[42]

Y sin embargo, ese instante donde se revela en su plenitud el cuerpo, es un momento que lleva dentro de sí, el horror y la desesperación ante la velocidad fugaz del encuentro:

“Horror si estoy en ti, mujer mía, como una llave enajenada dentro de la velocidad.”[43]

En este continuo hacer no hay reposo y desembocamos en la sección denominada Termina la definición y comienza la pérdida. Sin duda, el acto sexual como culminación es la definición plena de la persona, de este cuerpo que ha sido creado, literalmente, por la palabra. Ahora, la pérdida se realiza cuando el hablante, identificado con el cuerpo, se alza y dice conscientemente:

“(...) el hombre, yo, mida mi voluptuosidad, mi alcance,
mi agonía, va a ser tarde, va a ser tarde.”[44]

Al tener esta conciencia de lo transcurrido, los hechos que le han acaecido al cuerpo se verán reducidos a lo que son en realidad: una fantasía escritural que nunca salió de sí misma:

“Todo quedará reducido, pronto, a una sola dimensión,
a un papel radiante.”[45]

Esto nos permite dilucidar hasta qué punto se ha construido un espacio. Lo que se ha tenido delante de nosotros es sólo una representación de realidad que ha deseado constatarse en la construcción de un cuerpo. Justamente ahí da inicio la sección final; la Pérdida , sección que se convierte en una verdadera elegía pues posee la plenitud de lo ya hecho, del cuerpo consumado:

“Ya es tarde, la vida es lo tarde, alma mía; ahora como un
dios cubierto de pesado polvo sólo cuyo polvo subsiste en
el espacio, contemplo la distancia a la distancia.”[46]

El hablante ha adquirido valentía para fijar en un tiempo pasado la construcción de ese cuerpo y se refiere a él como algo que ya fue:

“la dulzura de lo que no va a ser más (...) ese tiempo que
tantas melodías dibujaron tranquilidad, el sol, sus
manchas que visitaron brevemente nuestras casas.”[47]

En el último verso se aprecia el valor “hogareño” en que se constituyó el cuerpo al equiparar a éste con una casa y, al mismo tiempo, la identificación que asume el hablante al llamarse a sí mismo como el autor real del texto: Eduardo Anguita. Este hablante Eduardo Anguita languidece en la tranquilidad nostálgica del cuerpo consumado:

“La que se insinuaba antes sobre mí ya no se insinúa,
porque la parte y yo y nuestra relación con tranquilidad,
con tranquilidad, se extinguieron.”[48]

El último gesto que ejecuta este hablante totalmente identificado es el gesto sacerdotal de bendecir la acción concluida. ¿Qué tipo de bendición?, pues, sin duda, la consagración que se realiza ante un objeto que ya fue. Por eso, la última sección del poema la planteamos como confirmación de un ejercicio sacerdotal:

“El poeta se pone de pie y reza”[49]

En la mayor perplejidad este hablante-sacerdote inquiere a la divinidad por lo que ha hecho y por lo que es:

“Dios mío ¿dónde es el dónde? ¿Qué pregunta soy? (...)
Habíamos permanecido demasiado tiempo en la vida
Y creímos que eso era natural.”[50]

Hemos apreciado que la construcción del espacio en el poema, el hablante lo realiza al ir convocando, gradualmente, imágenes del cuerpo, armándolo por decirlo así, desde el estar sentado hasta el acto sexual que se convierte en la culminación que define a la persona. Ahora bien, la pérdida se plantea como implícita en la definición, pues siendo ésta producto de un éxtasis, es momentánea, no pudiendo defenderse en la materialidad de la letra. Por ello el cuerpo como lugar sagrado es una noción que, si bien no fracasa, queda restringida a su propia momentaneidad.

De este ejercicio, abrumador en su intensidad, podrían sacarse una serie de conclusiones, cuál de todas más contrastantes entre sí.

Sin embargo, queda claro el esfuerzo de Anguita de situar en su límite al lenguaje poético. Tal vez no tanto en su dislocación sintáctica o en un asombro metafórico exuberante, sino más bien en lo que llamaría una reconcentración especulativa que lleva a ese lenguaje a tentarse a sí mismo como creación. Si pensamos en Huidobro y en sus planteamientos teóricos acerca del lenguaje como creación y de la autoinclusión de su obra en las vanguardias poéticas del primer tercio del siglo XX, comprenderemos al límite que me refiero. En aquel sentido queda mucho aún por rastrear en  la lectura diferenciada que Anguita efectúa del Creacionismo y de los presupuestos teóricos que propicia.

En Anguita está justamente esa apuesta por rescatar al lenguaje poético de toda transitoriedad cotidiana para ver en él un organon transformativo de sí mismo y de la realidad, creándola desde su propia esencia. Tal vez por eso, el peligro solipsista que enfrenta este intenso y bello poema, pues su extrema autorreflexión representa un límite que desde mi punto de vista tiene dos posibilidades: transgredir ese lenguaje como un espacio vacío de significaciones tal como acontece en el canto VII de Altazor o retroceder para colonizar el territorio descubierto en el viaje que inaugura. Esto último se transmuta en otra posibilidad; en ver hasta dónde llegan las pretensiones humanas con la Palabra y descender desde el rango de creador de realidades al de contemplador de las mismas. Aquello entraña una renuncia y ciertamente evidencia la precariedad que sustenta nuestro existir. Por eso, yo interpreto al menos que, desde este poema en adelante, Anguita explora las realidades dentro de las fronteras del lenguaje y efectúa un escrutinio de nociones como tiempo, belleza y caducidad (cf. Venus en el pudridero), abstracción, formas y realidades físicas (cf. El poliedro y el mar); el otro y su presencia problemática (cf. El verdadero momento, El verdadero rostro), la memoria y la escritura (cf. La visita), etc.

Pero tampoco es posible a mi entender, perpetuar esas exploraciones como reiteraciones temáticas. Es como si Anguita hubiese en cada poema, dilucidado esencialmente los significados permanentes de los conceptos con los cuales elabora sus especulaciones imaginativas.

Por lo mismo, es posible apreciarlo como un poeta que no se repite y ante el llamado genuino de la Poesía, silencia su trabajo, pues no es dable fabricar el sortilegio:

“Terminé de escribir poesía definitivamente. No sé, sentí que se me acabó la veta. Quizás no tenga nada qué decir. Escribí un par de poemas que no eran demasiado malos, pero igual los rompí y me parece que estuvo bien haberlo hecho. Las cosas tienen su ciclo. Quizás vuelva a escribir. Ocurrirá cuando tenga que ocurrir, porque esto no se puede fabricar.”[51]

Este gesto es lo suficientemente adecuado, pues es una invitación al silencio y por ende una actitud que como ética poética es insoslayable: saber callar.

Por eso, Eduardo Anguita es uno de nuestros más grandes poetas, no sólo porque buscó ardientemente a la Palabra con el riesgo que ello significa, sino porque supo además, distanciarse de ella cuando sus secretos le fueron develados, siendo fiel a su cometido.


Notas

[1] Texto corregido de la conferencia homónima dictada en el centro cultural La Sebastiana durante el ciclo Entre magia y escritura: los poetas de la otra voz, Valparaíso, julio de 2003.

[2] Cfr Matthew Arnold, El estudio de la poesía en Poesía y poetas ingleses ed Espasa Calpe, Buenos Aires, 1950.

[3] Alegría, Fdo: Las fronteras del realismo .Literatura chilena del siglo XX, Zig-Zag, Stgo de Chile, 1962; Goic, Cédomil: Historia y crítica de la literatura hispanoamericana, tomo 3, época contemporánea, ed Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1988; Santana, Fco: Evolución de la poesía chilena, Nascimento, Stgo de Chile, 1976; Anderson-Imbert, Enrique: Historia de la literatura hispanoamericana tomo 2, época contemporánea, F.C.E, México, 1970; Elliot, Jorge: La nueva poesía chilena, revista Atenea, Concepción, 1954; Ibáñez, José Miguel: Poesía chilena e hispanoamericana actual, Nascimento, Stgo de Chile, 1975; Lastra, Pedro y Lihn, Enrique: Lectura de ciertos poemas chilenos: Eduardo Anguita, Alberto Rubio, Oscar Hahn, Manuel Silva Acevedo, Diego Maquieira en Hora de Poesía, Barcelona, 1987; Piña, Juan Andrés: Conversaciones con la poesía chilena, Pehuén, Stgo de Chile, 1990; Morales, Andrés: Anguitología , Universitaria, Stgo de Chile, 1999.

[4] Lastra, Pedro: Eduardo Anguita en la poesía chilena prólogo a Poesía Entera , segunda edición, Universitaria, Stgo de Chile, 1994.

[5] Todas las referencias a los poemas de Eduardo Anguita están sacadas de Poesía Entera, ed cit.

[6] Piña, Juan Andrés: op cit, pág 67. Es interesante leer también un libro inestimable: Páginas de la memoria, ed RIL, Stgo de Chile, 2002. Ahí se reúnen una serie de crónicas publicadas a principios de la década del setenta en la revista Plan en donde Anguita relata de forma retrospectiva su vivencia en la denominada “generación del 38”. Es éste un testimonio ineludible para dar cuenta de esa época ya borrosa en la memoria. Imprescindible asimismo es el  libro de Miguel Serrano Ni por mar ni por tierra; historia de una generación, hoy por hoy, casi inencontrable.

[7] Anguita, Eduardo: La belleza de pensar, Universitaria, Stgo de Chile, 1988.

[8] Anguita, Eduardo: Poesía Entera, ed. Cit.

[9] Anguita, Eduardo: Definición y Pérdida de la Persona en Poesía Entera, ed. cit.

[10] Heidegger, Martin: Hölderlin y la esencia de la poesía en Arte y Poesía, F:C:E., México, 1992

[11] Ibidem, págs 130-131.

[12] Ibidem, pág 131.

[13] Ibidem, pág 133.

[14] Anguita, Eduardo: op. cit., pág 108.

[15] Ibidem, pág 108.

[16] Anguita, Eduardo: op. cit, pág 109

[17] Ibid, pág 109

[18] Ibid, pág 109

[19] Ibid, pág 109

[20] Ibid, pág 109.

[21] Ibid, pág 109

[22] Ibid, pág 109

[23] Ibid, pág 110

[24] Ibid, pág 110

[25] Ibid, pág 110

[26] Ibid, pág 110

[27] Ibid, págs 110-111

[28] Ibid, pág 111

[29] Ibid, págs 111- 112

[30] Ibid, pág 112

[31] Ibid, pág 113

[32] Ibid, pág 113

[33] Ibid, pág 113

[34] Ibid, pág 113

[35] Ibid, pág 114

[36] Ibid, pág 114

[37] Ibid, pág 114

[38] Ibid, pág 115

[39] Ibid, pág 115

[40] Ibid, pág 115

[41] Ibid, pág 115

[42] Ibid, pág 115

[43] Ibid, pág 116

[44] Ibid, pág 116

[45] Ibid, pág 116

[46] Ibid, pág 117

[47] Ibid, pág 117

[48] Ibid, pág 117

[49] Ibid, pág 117

[50] Ibid, pág 117

[51] Piña, Juan Andrés: op cit

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