TEMPORALIDAD
MODERNA Y POESÍA
Por
Jorge Monteleone
(Artículo
aparecido en Hablar de Poesía, a. III, 6, Buenos Aires,
Grupo Editor Latinoamericano, noviembre de 2001, pp. 75-79)
Acaso
el primer hombre occidental que tuvo conciencia de ser moderno fue un
poeta. Era alguien afecto a las ciudades, el ajenjo y las caminatas,
entregado a la mirada que ve pasar mendigas pelirrojas y mujeres veloces
en la hora tardía y con cierta inclinación por los bosques
de símbolos, por el lujo, la voluptuosidad y el mal. Era, como
ya presume el lector, Charles Baudelaire. Cuando vio aquellos cuadros
del pintor Costantin Guys, donde campeaba la moda de su tiempo, Baudelaire
pensó que acaso en esas figuras se encarnaba aquella misma actividad
que un solitario como él buscaba al atravesar el gran desierto
de los hombres. Su finalidad, creía, era más elevada que
la del puro flâner, más general y alejada del placer
fugitivo de la circunstancia. Baudelaire advirtió que aquello
que aquel hombre buscaba tenia un nombre: la modernité.
Al descubrir en la moda pasajera que exhibían las pinturas, no
ya las túnicas de la antigüedad, sino las vestiduras del
presente, el poeta percibió otra lógica del tiempo. Recordemos
que Baudelaire articuló la noción de modernidad
en varios ensayos de crítica de arte, especialmente en aquel
de 1859 sobre la obra de Costantin Guys, "El pintor de la vida moderna".
Allí esbozó una teoría histórica y racional
de lo bello opuesta a una teoría única y absoluta. Baudelaire
señala que lo bello estaría conformado por la encrucijada
de dos polos: un elemento invariable y otro elemento relativo, circunstancial,
que en conjunto será "la época, la moda, la moral, la
pasión". Es decir, lo moderno sería resultado de la ambivalente
tensión entre lo eterno y lo transitorio: "la modernidad -decía
Baudelaire- consiste en desprender de la moda lo que pueda contener
de poético en lo histórico, en extraer lo eterno de lo
transitorio". En tal sentido, también podría afirmarse
que la condición singular de lo moderno proviene de hallar en
lo actual aquello que lo volverá futuro. Es decir,
hallar un rasgo permanente que el futuro preserve y, por el contrario,
no reiterar lo que el pasado aseguraba. Es por esta paradoja que el
artista moderno busca en todas partes la eternidad de la belleza pasajera
y fugaz de la vida presente.(1)
A partir
de Baudelaire se establece en el siglo XIX una conciencia nueva de la
temporalidad: menos que la oposición entre lo actual y lo pasado,
se percibe una ruptura respecto de la continuidad temporal y, en consecuencia,
la adopción de una imagen discontinua del tiempo. Por
ejemplo, una poética moderna ya no se opone a una estética
anterior ni a un pasado determinado como antítesis (como en la
"querella de los antiguos contra los modernos"), sino que la propia
noción de ruptura que conlleva la modernidad supone, en su dinámica
de futuro, un polo fijo e inmutable al cual se contrapone en un mismo
dominio. De ese modo, la modernidad se autofundamenta, se confirma como
el cruce entre lo actual y lo eterno en su misma condición, y
en eso consiste su novedad.
En
relación con esta temporalidad discontinua, el sujeto imaginario
de la poesía moderna es un yo descentrado: oscila siempre entre
el instante vaciado de tiempo del presente y la futuridad como tiempo
realizado. O bien percibe la actualidad como ámbito de lo nuevo
que se vuelve pasado en el acto mismo de su reconocimiento. Uno de los
modos de resolver esta aporía en el poema es explorar una estructura
imaginaria tributaria del modelo discontinuo a partir de una paradoja:
la eternidad en el instante.(2)
Voy a dar dos ejemplos eminentes de esta representación temporal
en la poesía hispanoamericana moderna: Octavio Paz y Gonzalo
Rojas.
Paz
afirmaba que en un tiempo mítico y primigenio existía
una virtual unidad entre la palabra y la cosa así como entre
el sujeto y la naturaleza, lo cual también implicaba una comunión
con lo sagrado. En el proceso de individuación, a través
del cual el hombre ejerce el dominio sobre la naturaleza —el ejercicio
de la razón instrumental— se produce una escisión entre
hombre y mundo y entre las palabras y las cosas. "La palabra —escribió
Paz en El arco y la lira— no es idéntica a la realidad
que nombra, porque entre el hombre y las cosas —y, más hondamente,
entre el hombre y su ser— se interpone la conciencia de sí".
La conclusión se asemeja en algún punto a los análisis
de Adorno y Horkheimer en "Odiseo o mito e iluminismo" de su Dialéctica
del iluminismo. En este ensayo se estudia el modo en que el hombre
sacrifica la conciencia de Sí mismo como naturaleza o comunión,
a cambio de su dominio del mundo exterior con arreglo a una finalidad.
En esa astucia de la razón reside una condena y un absurdo: el
hombre se sustrae al sacrificio hacia la divinidad, sacrificándose,
ya que al alejarse de la unidad arcaica produce un alejamiento de Sí
y, en consecuencia, provoca la introversión del sacrificio. Esta
es la condena de la ilustración: dominar la naturaleza externa
al precio de alienarse y reprimir la naturaleza interna. Sin embargo,
en la experiencia estética, el sujeto puede hundirse en un instante
único y vertical que lo reúne con la unidad perdida, liberándolo
momentáneamente de la enajenación cotidiana, siquiera
como ilusoria reconciliación. El poema surge como el espacio
imaginario donde es posible regresar, por la vía discursiva y
en la morada de una imagen, a esa unidad originaria. Es por esa razón
que el instante poético es una relación armónica
de dos contrarios, pero como conciencia de lo ambivalente. Es decir
el modo particular en que el poema vive en un instante dos términos
temporales antitéticos. Al buscar el instante vertical, como
un precipitado de un tiempo mítico, de un tiempo otro,
la poesía de Octavio Paz reitera la típica configuración
temporal de un imaginario moderno. El poema como ese hiato indecidible,
por el cual y en el cual resplandece la otredad en el
relámpago del instante. Otra vez, el cruce entre lo transitorio
y lo eterno. "La otredad —definió Paz en "Los signos en rotación"—
es ante todo la percepción simultánea de que somos otros
sin dejar de ser lo que somos y que, sin cesar de estar donde estamos,
nuestro verdadero ser está en otra parte. En otra parte quiere
decir: aquí, ahora mismo mientras hago esto o aquello". Esa recuperación
del instante como ápice intemporal determina muchas veces toda
la estructura de un texto, pero puede percibírselo con claridad
en este brevísimo poema, "La exclamación":
Quieto
no en la rama
en el aire
No en el aire
en el instante
el colibrí.
En
la poesía de Gonzalo Rojas también puede advertirse esa
confluencia del instante poético en el seno mismo de lo pasajero,
como un momento de apertura a la alteridad. En uno de los mas célebres
poemas de Rojas, "Carbón", ocurre esa discontinuidad de tiempos
desde la memoria de la historia familiar. La anécdota que refiere
el poema es el de la aparición del padre minero, muchos años
después de su muerte, en una visión nocturna junto al
río Lebu que parte en dos mitades la tierra natal del poeta,
el río que brilla veloz como un cuchillo. La segunda estrofa
dice:
Es
él. Está lloviendo.
Es
él. Mi padre viene mojado. Es un olor
A caballo mojado. Es Juan Antonio Rojas
Sobre un caballo atravesando un río.
No hay novedad. La noche torrencial se derrumba
Como mina inundada, y un rayo la estremece.
El río
brillante que parte la tierra y el rayo que parte el cielo, cuchillos
en lo oscuro, están dividiendo el tiempo: un tiempo de la mortalidad
y un tiempo suprahistórico. Como ellos el padre irrumpe, también,
atravesando el río temporal. En medio de la noche derrumbada
no hay novedad, es decir, no hay sucesión ni sorpresa que marque
cambio o duración. El presente del verbo ser afirma la
magnitud de la presencia, afirma el instante de una epifanía
que recorta un relámpago. La palabra, en el poema, regresa al
origen porque el padre retorna en la palabra del poema, como una voz
proferida sobre el mundo.
"Madre,
ya va a llegar: abramos el portón" ordena el hijo en el poema.
Pero la madre también ha muerto. El poema finaliza con una apelación:
Te he venido a esperar, yo soy el séptimo
De tus hijos. No importa
que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años,
que hayamos enterrado a tu mujer en un terrible agosto,
porque tú y ella estáis multiplicados. No
importa que la noche nos haya sido negra
por igual a los dos.
-Pasa, no estés ahí
mirándome, sin verme, debajo de la lluvia
Aquí
no es un continuo temporal, no es la duración aquello que arrebata
al sujeto imaginario, sino el descubrimiento de lo germinante en la pureza
de una mortalidad desatada. Consiste, por un lado, en la anulación
de la muerte en el poema mediante el retorno a ese instante único
en el que irrumpe el relámpago y, por otro, en el cercioramiento
de lo ancestral en el día presente. La biografía se vuelve
fábula, donde la infancia regresa como iluminación: "Alumbrado
de mí, doy un salto hacia atrás y entro por un instante
en el destello de la infancia" escribió Rojas. Este retorno del
origen familiar parecen reunirse en una imagen que Rojas suele prodigar
como temprana asunción de la palabra poética:
Voy
corriendo en el viento de mi niñez en ese Lebu tormentoso
y oigo, tan claro, la palabra "relámpago". (...) No volveré
a los pormenores de esa vivencia única de los primerísimos
años cuando —bajo el granizo torrencial encima de la remota
casa huérfana— vi al relámpago y lo oí; sobre
todo lo oí cuando uno de mis siete hermanitos dijo como un
conjuro la palabra primigenia en lo tetrasilábico y esdrújulo
de su fulgor: RE-LÁM-PA-GO
Tanto
Octavio Paz como Gonzalo Rojas potencian la lección dejada por
el surrealismo en el hecho de vivir ciertas formas de la revelación
desde una pasión propia de la mística y de la creencia,
pero acaso sin premisas religiosas, sino desde las potencias desplegadas
del lenguaje. Potencias que se vuelven, en el seno de lo mortal, afirmativas
de lo humano. Allí donde la redención del instante único
se vuelve, en el poema, el cruce de lo transitorio y lo eterno en el
sentido que definía la modernidad, como quería Baudelaire,
según el modelo discontinuo del suceder temporal.
Notas
(1)
Una historia del concepto modernidad puede leerse en Hans Robert
Jauss, "Tradición literaria y conciencia actual de la modernidad",
en Literatura como provocación, Barcelona, Península,
1970. pp. 11-81. Al respecto cabe citar esta justa aclaración
de Jauss sobre su uso en Baudelaire: "De la misma manera que para el
artista productor lo transitorio, momentáneo, histórico,
sólo es una mitad del arte, del que es preciso destilar lo duradero,
invariable, poético, como su otra mitad, la experiencia de la
modernité, incluso para la conciencia histórica,
incluye el aspecto de lo eterno como oponente suyo. Pero esto no es
modo alguno una variante tardía de la antítesis de tiempo
y eternidad, antítesis platónico-cristiana nuevamente
utilizada por el romanticismo, sino lo contrario. Ya que éternel
ocupa aquí el lugar que en la anterior tradición
fue ocupado por la Antigüedad o por lo clásico: lo mismo
que la belleza ideal (le beau unique et absolu), también
lo eterno (l´éternel et inmuable), como antítesis
de la modernité, presenta para Baudelaire el carácter
de pasado lejano" (p. 69).
(2)
Para una reflexión sobre el tiempo discontinuo véase el
volumen de Gaston Bachelard, La intuición del instante, Buenos
Aires, Siglo Veinte, 1980. Allí se lee esta síntesis feliz:
"Todas las veces nos parece, en la tesis del tiempo discontinuo,
el exacto sinónimo de la palabra siempre tomada de la
tesis del tiempo continuo" (p. 46). Otra interesante reflexión,
que retoma el concepto de Jetzt-Zeit de Walter Benjamin en el
fragmento XIV de sus "Tesis de filosofía de la historia" y la
crítica del tiempo puntual y continuo que realiza Heidegger,
puede leerse en: Giorgio Agamben, "Tiempo e historia. Crítica
del instante y del continuo", en Infancia e historia, Buenos
Aires, Adriana Hidalgo Editoria, 2001, pp. 129155.