Inevitablemente
por
Sergio Waisman
Aquí,
en el medio de la historia, no hay una máquina. Decir el medio
es decir el centro, aunque ni uno ni el otro exista. Vos y yo sí,
pero sin medio, sin centro. Y pronto una más. Sea como sea, aquí
no se encuentra al escritor que nunca publicó su museo eterno,
ni a la máquina que él construye cuando se muere su amada
para que alguien, o algo, le hable en la oscuridad de las noches. Ni
un irlandés ciego que escribe en el habla inconsciente de su
hija loca, una lengua que es todas las lenguas, un río que es
todos los ríos. Ni siquiera la invención de un cineasta
en una isla desierta que se proyecta a sí mismo para que un futuro
lector lo encuentre en un diario personal. Lo que sí hay, como
siempre, es la competencia con los simulacros y el sueño recurrente
de la casa vacía con las tías que toman mate en yidish.
Vacía pero no abandonada, agregás vos o agrego yo para
así introducir la importancia de la distinción.
Cuando
digo costura no me refiero al tapiz de la creación. Vos siempre
con la nave de los locos, se te ocurre decirme ahora, así nomás,
después del café y yo agradezco el comentario, el brinco
verbal, por la referencia aluvial y su articulación dentro de
un voseo adoptado. Aunque aquí también—sentados uno frente
al otro en la mesita de nuestra cocina boulderiana, en un boliche inventado
entre valijas y diccionarios—se trata de fragmentos repartidos, casi
mutilados, y el sentimiento falso del hombre que piensa que todavía
tiene sus piernas después de la doble amputación. Lo único
que sé de mi bisabuelo materno es que le amputaron una pierna,
y después la otra, estaba tan viejito, el pobre zeide, así
lo cuenta mi mamá, al zeide siempre le tocaba decir el peisaj,
en yidish por supuesto, en el comedor del patio de la casa de Morelos,
el pobre zeide, se quedó diabético, no me acuerdo bien,
era chica yo, dice mi mamá. Y la cara, ¡ay!, su cara era increíble,
esa piel como un cuero rubio grabado, arrugas tan profundas que parecían
cortes de cuchillo, y sus manos grandotas y fuertes, como su voz, pero
no duró mucho sin las piernas, el pobre. Le dijeron después
del hecho que se las tuvieron que cortar, pero al principio, en el hospital
e inclusive en su propia cama cuando lo trajeron devuelta, pensaba que
se habían equivocado, que no se las habían cortado, porque
todavía las sentía, estaba segurísimo de que todavía
tenía las piernas; pero una vez que miró para abajo se
dio cuenta que era verdad y chau, después de eso no duró
mucho más, no lo mató la diabetes sino la doble amputación,
eso es lo que siempre dijeron mis tías, explica mi mamá.
Un
poco fuerte la metáfora, ¿no te parece?, insistís desde
tu lado de la mesa, dejate un poco con la mutilación que ésta
no puede ser una historia de tortura: Uds. se fueron, no te olvides.
Pero, ¿cómo más nombrar el hecho, el movimiento de los
hechos? Como si se pudiera nombrar, como si para eso sirvieran las palabras,
la maquinación del aparato. Tampoco me parece que se pueda volver
a hablar con discos de jazz y blues en el extranjero, ni con un juego
de chicas en el patio de un manicomio en Buenos Aires. Lo cual, de todos
modos, ya está en el museo inédito y en la monstruosidad
irlandesa, me hacés acordar rápidamente. No. Solamente
la verdad, o la memoria de la verdad, que es lo mismo, no te rías,
hasta que otro la rescriba, por supuesto. (Mi piel también
es cuero rubio...) Sin pertenecer a los vencedores nos proponemos
narrar la historia, eso sí. La mía, que se convertirá
en la tuya y la tuya, que ya es la mía. (... y mis manos también
cortan como dagas.) Donde estuve, perdido en los campos de maíz
de Illinois. Es decir, antes de perderme, antes de perder, jugando en
una placita en Belgrano todos los días al salir de la escuela.
Con delantales blancos y libros de postes y piernas flaquitas corriendo
a no dar más detrás de la esfera que irremediablemente
gira hacia el norte. Pero no irremediablemente, sin remedio, porque
sueño, con suerte, cuando no duermo, y si no hay una máquina
como la mencionada, estás vos, y ya te estás yendo y yo,
que hace mucho que ya me fui.
Como
te habrás dado cuenta, está este otro idioma, en cartas,
en el baúl, en recortes de diarios, un objeto arqueológico;
el que una vez fue mi lengua y ahora abandono para recuperarlo. El alfabeto
de la genealogía familiar y geográfica. ¿Aquí,
en esta mesa querés armar el museo?, me preguntás desde
enfrente, ¿al lado de las tazas y las cucharitas, entre el jarrito de
leche y la mancha que no sale más? Porque vos sabés, agregás,
que la mesa, por más que lo deseemos, no será nunca la
oreja gigante que se imagina el escritor ciego en la taberna irlandesa,
ni el receptor orgánico de una noche perpetua, ni el aparato
polifacético del blanco nocturno del inmigrante italiano en una
capital sudamericana. Más bien una máquina transformadora
de historias, entre nosotros, tan constante como las consonantes entre
las vocales de los idiomas del este de Europa. En tus manos tranquilas,
tan diferentes de las mías, sostenida por tus dedos largos y
finos, la hoja contiene dos listas: de un lado los alimentos que necesitamos
comprar en el supermercado, del otro la definición que acabás
de sacar del diccionario. Y nuevamente me pregunto por la lengua, ahora
en el centro, solo y con vos, cuánto que nos cuesta lo más
simple, de la cocina a nuestro cuarto, en el coche y caminando, solo
y con vos y un día con nuestra hija, qué carajo estoy
pensando, si Uds. (y yo también, me dirás) están
en otro idioma y ¿éste de quién es? (Is this leaving
not in English, after all... ¡Merde!) Quisiera hablar el
lenguaje de las memorias de mis viejos, de mis abuelos y así
convertirme en ellas. Pero si no es mío: con las partidas y los
años y las casas cambiadas, con aprender y olvidar, con estudiar
y enseñar, con las idas y las vueltas, con vos: mi lengua ahora
es una lengua de laboratorio. En seguida las ratas y el científico
loco con el guardapolvo blanco, los monos y las jaulas en la isla perdida,
devuelta el patio de la escuela y la sombra del gomero con las hojas
caídas en las baldosas... Mas enseguida interrumpís: no
te preocupes si la lengua es tuya o no, me advertís, el lenguaje
no se posee, es de todos, vos marcala como puedas y marcate con ella
y chau, dejate de joder. Acordate lo que leímos ayer:
(Yo
no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber
en qué remota aldea de Polonia, se llamara...)
Ni siquiera
sé si la mesa es espejo o teléfono. Entonces no intentes
traducir, contestás, para eso falta mucho, aunque toda escritura
sea una reescritura, lo único importante, lo que queda después,
es ser eficaz. Sólo me vacío de vísceras lingüísticas,
no quiero analizar ni ser analizado, ni gratis ni a cien dólares
la hora. Vos sos la que me enseñaste que lo más importante
de la traducción es el ritmo, como en la poesía, la distancia
entre el breathing del hablante y el interlocutor. No te preocupes,
a mí también me sorprende, aunque quizá no tendría
que sorprender. Al revés, asombra que sea aquí solamente,
¿no? El río, el plateado, el único que conozco, será
el más ancho del mundo, pero se ve que también corre profundo
por estos lados. La aparición del castellano entre tantas partidas.
Leavings. Con ele mayúscula, yéndose en un gerundio
inglés, el irse, un proceso con principios inciertos, un azar
sin determinismo y sin fin, hasta que nos alcance o el cansancio o la
religión, la necesidad que impone el lenguaje mismo. Al igual
que el devenir, el mero hecho de su inestabilidad requiere una resolución,
agregás vos. Aunque sea artificial, aunque borre más que
revele, el hecho es el mismo: marcar un pasado inexistente, crear un
presente que deriva de ese pasado, dejar el futuro y la ciudad para
otro, quien la armará nuevamente en la lengua en la que elija
perseguirla.
Como
si uno pudiera elegir lo natal, el sitio de compostura, la concepción
o la partera por lo menos. (¿Qué había en Concepción?
En Concepción no había nada.) El sabor de la torta
de despedida, la sombra del gomero en el patio de la escuela, la respiración
y el ritmo dentro de los cuales deben caer estas cláusulas: ¿cambia
todo esto con la lengua como ocurre con la geografía? ¿No deberíamos
pensar en términos geométricos? Devuelta con la física
del viejo, che, ¿cuándo pasaremos de las matemáticas a
las letras, once and for all? Antes de expiarlo para siempre,
la tentación falsa de la confesión en tu familia, la absolución
de transferirlo todo al presente, envolverlo en mi propio cuerpo, saber
que viene de mí y termina en mí, mi cuerpo, el de ahora,
el que mira a las montañas desde la cocinita de Colorado y se
confunde más por la falta que implican que por el poniente que
esconden. En inglés habría nuevamente un gerundio, en
castellano surge el infinitivo. Marcar un comienzo, desde un centro
ausente porque distante: antes de girar la página, abrir el deseo
de una conclusión imposible, ir hacia la distancia para recrear
la ausencia y ocuparla, en fin, oh to settle down, to settle.
Y volver al otro idioma adoptado porque adaptado. Adaptar y adoptar:
separación última inventada por la sustitución
de una sola letra.
* * *