UMBRALES POROSOS
Por Sandra Gasparini

Estas son las últimas cosas (...) Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.

PAUL AUSTER, El país de las últimas cosas.

 

I Vecinos lejanos

Había estado leyendo literatura francesa romántica: un mundo de brumas robado a los alemanes, poblado de espectros que vagaban por todos los mundos sin darse cuenta de ello. No la alejaba esa lectura, sin embargo, de la estridente marcha de los días, de la monótona melancolía de saberse única y repetida, atrapada en una tristeza social que conjugaba cinismo con suicidio en masa.

Leer y reflexionar sobre los sueños, su materia y su destino efímero la estaba alejando un poco de esa sensación de muerte tan cercana. El sueño era, para Nerval, una segunda vida: eso confirmaba una presunción infantil que la había inquietado desde los ocho años. Alguna vez pensó que la vigilia era una suerte de delirio controlado con una lógica que, no obstante, le parecía descoyuntada. Y que el mundo onírico era la verdadera sangre que alimentaba la vida humana, es decir, era la vida. Por ese motivo, una gran alegría invadía entonces su cuerpo al acostarse, se preparaba como para celebrar el rito de la "tarea" de dormir —y de soñar—.

Con la pereza de los años y la mezquindad propia de la adultez, esa sospecha se diluyó en la nada. A la alegría de su cuerpo siguió una profunda tristeza que comenzaba en su garganta todas las noches. Era tal vez la comprobación de saberse sola frente a las cosas: frente al sueño y a la vigilia. Todo había adquirido —bajo el polvo del tiempo— centenares de aristas y, cosas que antes blandían su espesor, ahora se desintegraban. La sensación de que el futuro era un infinito pantano cubierto de niebla se había vuelto gradualmente una imagen del inconsciente colectivo. Dentro del marco de ese cuadro de Edvard Munch transcurre la historia de Ethel.

Esa noche se había acostado más temprano porque estaba cansada. Escuchaba la radio con partidas intermitentes hacia recuerdos antiguos o recientes, un auxilio frente al histerismo sonoro de la ciudad. En ese mar de sonidos creyó distinguir unos muy discretos que venían del balcón de la habitación que daba a la calle, como el arrastrarse de un animal pequeño. Eran golpecitos muy suaves sobre la persiana, acaso una forma de comunicación que ella desconocía.

No se dejó vencer por el miedo. Se propuso concentrarse para evitar el insomnio. Pero entre la voz risueña del locutor, al lado de la cama, y el pasillo que separaba las habitaciones, se adivinaba el persistente golpeteo de algo sobre la madera. Aunque su corazón estaba agitado, logró llegar a la habitación de la que provenían los ruidos y se acercó al ventanal. Espiando entre las rendijas no distinguió nada, aunque la irregular precusión seguía firme. Se apoyó en el vidrio con todo el cuerpo y fue entonces cuando entendió que la presencia de alguien estaba por manifestarse.

Decidida ya, abrió cautelosamente la persiana y cuando llegó a la mitad divisó al fin dos piernas flacas en un pantalón oscuro que empezaban en unos mocasines raídos y polvorientos. La luz lunar lo alumbraba de manera tenue y pensó que no debía encender la luz del balcón. La persiana había alcanzado el tope y podía ver del otro lado del vidrio la figura de un individuo encorvado, en saco, camisa y pantalones, bastante desaliñado y enclenque. Definitivamente, la estaban por asaltar y ella tan tranquila y confiada, como si el tiempo se hubiese detenido, como si esa sombra le hubiera venido a traer algo bueno. Y como si el balcón no distara diez pisos de la vereda.

La figura se sostenía inclinándose hacia las rejas, sus rodillas se doblaban y sus ojos estaban hundidos en la más terrible tristeza y desencanto. Tenía la desolación resignada de un condenado de Auschwitz, su raquitismo y su anestesia total. Ethel sabía que se estaba arriesgando, pero no pudo evitar preguntarle si quería entrar. El ente no respondió con palabras, simplemente se sostuvo en el marco de la ventana corrediza ya abierta y posó un primer pie sobre la alfombra. Parecía que estaba catando la superficie, porque durante un instante dudó si debía continuar o no la operación. Y permaneció así hasta que Ethel intentó ayudarlo tomándolo del brazo. El cuerpo adivinó el gesto y lo interceptó con una negativa de su rostro sombrío. Entonces retrocedió y volvió a apoyar los dos pies en el balcón.

Esta situación se prolongó alrededor de una hora. La radio seguía sonando en la pieza y ese extraño ser buscaba con su mirada perdida el origen de esa conversación traspapelada en la noche. Ethel intentó explicarle que era la radio, pero él aguzó más el oído, como si así fuera a percibir quien sabe cuántos decibeles más.

El estallido de una alarma cercana en la avenida provocó un breve movimiento en la calle. No bien Ethel se distrajo mirando hacia abajo unos segundos, la presencia se desvaneció, como en un film clase B. Era obvio que no se quedaría a dormir allí, así que telefoneó a Andrea y, sin darle demasiados detalles de la causa, arregló que por esa noche dormiría en su habitación de huéspedes. Una vez allí, bajo la media luz de ese velador de pie que ella le había regalado, le contó lo sucedido.

Andrea, que también vivía sola, la escuchó en silencio mientras fumaba. Le dijo que en su larga experiencia de escuchar esa clase de historias, estaba sorprendida. Era psicóloga y, en los últimos tiempos, muchos pacientes le habían relatado episodios vinculados con extrañas apariciones nocturnas o sucesos carentes de toda lógica (y que ellos llamaban "mágicos", agregó con un rictus escéptico). No esperaba, sin embargo, que Ethel fuera protagonista de uno de ellos, e incluso le recomendaba quedarse a descansar en su casa del Tigre unos días, porque evidentemente se trataba de un cuadro de estrés agudo.

Al día siguiente, Ethel se levantó tratando de no despertar a su amiga. Cerró la puerta de calle y mientras caminaba sin rumbo fijo pensó en el carácter informe de ese ente a medio camino entre el ser y la nada, esa pena ambulante que había recalado en su balcón del piso once. Su materia era parecida a la de los sueños, pura bruma intangible, puro delirio repetido.

Entró por fin a su departamento: todo estaba igual a como ella lo había dejado la noche anterior. Ni un resto de algo oscuro, ni un poco de olor a miedo. Era sábado y antes de aprestarse a comprar comida para el fin de semana, se propuso distenderse un poco escuchando algo amable de Bill Frisell. En un ángulo oscuro de la cocina, el ambiente menos luminoso y ventilado de la casa, creyó adivinar la forma informe del hombre de negro. Parecía que sus átomos no estaban decididos a integrarse del todo, era una masa en constante cambio, indecisa entre el rincón y el aire escaso que circulaba a su alrededor. Un halo de fiebre parecía rodearlo, y en un gesto último dirigió una mano hacia ella, como pidiéndole que lo sacara de allí, donde fuera que estuviese. Fue un instante milimicrónico, el destello de una luz de avión en el cielo, la caída de una partícula de polvo, el breve chillido de una rata: Ethel tendió sus brazos hacia él, que pareció cobrar consistencia y existencia, Frisell dejó de tocar e inmediatamente una música jamás oída en este mundo aturdió a los objetos sin piedad. Entre los sonidos estridentes, de circulación invertida y en varios niveles se destacó nítidamente uno que a Ethel le resultó familiarmente molesto. Se repitió tres veces, con frecuencia irregular: era el timbre de la puerta. Un viento caliente envolvió al suplicante y la atravesó en un instante, llevándose la escena quién sabe adónde. Tarde ya, ensordecida momentáneamente por el bombardeo sonoro, sobreviviente, se dejó caer vencida contra la puerta. Del otro lado, alguien estaba golpeando, lo sentía en las vibraciones que corrían por su espalda. Se asomó a la mirilla: era Andrea, con un cigarrillo a medio fumar.

Recién cuando recuperó la audición pudo recordar —aunque no comprender— lo que había pasado e intentar dar una respuesta creíble a la pregunta de su amiga:

—Nadie, Andy. Un fantasma.

II Mandále saludos

—Decíle a tu mamá que le manda saludos Marcelo.

Afuera hace frío pero dentro del edificio del Banco hay calefacción. La nena juega a esconderse detrás de los mechones de pelo rubio. En la larga fila serpenteante, entre los viejos que manipulan sus gorras llenas de pelusa y las oficinistas que esperan cobrar su sueldo para poder pagar sus facturas de servicios, entre los impacientes titulares de cuentas corrientes y plazos fijos, se han reencontrado Jorge y Marcelo. Ambos visten equipo de gimnasia y gruesas camperas con cuellos altos y llevan, por pura casualidad, un bolso de tela de avión que han apoyado en el suelo de enormes baldosas. Ani es hija de Jorge y Silvana. Tiene seis años y pocas ganas de permanecer parada junto a su padre.

Marcelo remarca con un gesto que no saben nada uno del otro desde hace casi una década: si hasta el Tite, su hermano, puso una pizzería en Morón y le está yendo bárbaro, junta la guita con pala. El Tite... pensar que los cargaba a ellos dos, que querían vivir del fútbol. Y bueno, Jorge sigue con la escuelita desde aquel problema en los meñiscos. Claro, en Haedo, cerca de casa. Marcelo vende teléfonos celulares, después de la una tiene el día libre. Se tienen que juntar, sí.

—Decíle a tu mamá que le manda saludos Marcelo. Si te pregunta quién es Marcelo, decíle que tu papá le va a explicar.

Las palabras entrecortan una respiración, la escanden, esclavizándola. El rubor de Jorge va creciendo hasta ganarle las orejas. La nena dice qué me importa con un gesto breve de los hombros. Marcelo insiste y Jorge dice pará.

—Parece que a tu papi no le gustan los malos recuerdos. Hacéme caso, hablá con tu vieja.

Jorge se pregunta cómo se puede pasar de hablar de las clases de fútbol en Haedo al cinismo más burdo, a revolver la vieja basura. Silvana casi ni se acuerda de vos, quedáte tranquilo.

—Seguro. Porque si se acuerda se va a dar cuenta de que eligió mal. Pero qué se le va a hacer, lo hecho, hecho está, ¿no? La piba es linda, che, se parece a ella.

A Jorge se le ocurre que si se mete con la "piba" le va a partir la cara de una trompada, pero se dice que es mejor quedarse quieto y esperar.

—¿No te parece que nos juntemos a comer un asadito?

Alguien que está muy adentro y que forma parte del Jorge que todos conocen responde que sí, que lo llame a ese teléfono para arreglar. Termina el trámite y cada uno a su vida, a su carril, a su cubículo. Esa semana Jorge no mencionará a nadie el tema.

Diez días después, Ani tiene que ir a un cumpleaños: su compañerito de primero, Marcelo, será el anfitrión. Por eso le cuenta a su mamá que un señor, Marcelo, le manda saludos. Silvana la interroga brevemente, pero no logra dar con la resolución del enigma. En el salón de recreación se sienta junto a la mamá de Yael, Daniela, su amiga desde la adolescencia: tuvieron el primer hijo el mismo año, lo mismo que el primer novio. Por eso le pregunta si volvió a ver a Marcelo, si él sigue viviendo en el mismo lugar, pero a toda interrogación le sigue una negativa, con un silencio sordo.

A la noche, el cuestionario se repite en el dormitorio, con Jorge como entrevistado. Cuando la discusión desborda violentamente las paredes de la habitación aparece Ani, somnolienta, preguntando qué pasa. Entonces se callan y la arropan en su cama, presidida por esquematizadas caricaturas de mitos japoneses.

Dos días después llega Marcelo: son las tres de la tarde y dice que quiere pasar para arreglar lo del asado, y a tomar unos mates.

—La nena es hermosa. Mi hermano siempre me echa en cara que no me casé ni tuve hijos. Bueno, él sabe por qué y el muy turro igual sigue metiendo el dedo en la llaga. Como si un tipo no pudiera casarse a los cuarenta y tener pibes, ¿no?

Silvana vuelca dos veces el agua y la nena se sienta de espaldas a ambos: parece dispuesta a no contestar a las preguntas que le dirigen. Pero cuando Marcelo le dice que su mamá sabe quién es él, da vuelta lentamente su cabeza y los mira alternativamente, como interrogándolos, como ignorándolos.

Entonces Silvana percibe un punto de no retorno: un color verde petróleo tiñe sus recuerdos y de pronto analiza los datos que se le aparecen en forma de imágenes como retazos. Momentos en los que la repetición de las palabras coincide con determinadas situaciones y gestos. Momentos en que las pupilas se endurecen y se dilatan y las comisuras se estiran, adelgazando los labios. Lo que se repite es un congelado de infamias o un bloque compacto de frutos inmaduros. Y lo que se repite le muestra finalmente la verdad con un destello que le hiere los ojos. Recuerda, también, discusiones de los domingos con Marcelo, mientras miraban a Olmedo en la televisión, o con Marcelo y Jorge, mientras escuchaban el último tema de U2 o un Vélez-River. Puede volver al lenguaje articulado y atisbar una respuesta:

—Te voy a contar quién es Marcelo.

Entonces Marcelo amaga una sonrisa pero no la termina. Siente el sudor bajando por sus axilas y la calabaza del mate resbalándole en la palma de la mano. Siente que se ha asomado a un abismo y no tiene opción de volver hacia atrás. Pero podría ser reivindicado.

—¿Quién es el señor, ma? ¿Tu novio?

El silencio que sigue a la pregunta se extiende como una mancha de tinta negra en el agua. En un instante, Silvana recuerda el gusto de las galletas de leche, vuelve a oír la fritura de un disco de vinilo antes del primer tema y, en otra fracción de segundo, atisba el trazo de su propia mano escribiendo una carta en una tarde calurosa, escindida por los gritos del heladero de turno. Recuerda el patio cuadriculado de la escuela, a Daniela contándole lo que le había encargado decir Marcelo el sábado que ella no apareció en Pinar de Rocha y se ve, como en un espejo, con la alegría corriéndole por el cuerpo, ese cuerpo que, transformado en otro, ha parido a esa nena que le está pidiendo a vuelta de correo una respuesta sobre su vida. ¿Pero cuál de sus vidas?

Un golpe de puño en el piso la regresa al habla, a la tristeza de cerámica lustrada que ahora, presiente, la ha ido invadiendo sin resistencia alguna de su parte, sin culpables ajenos, sin remordimientos. Ensaya entonces, en voz baja, una confesión inútil.

—Nadie, Ani. Un fantasma.

 


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This page last updated 11/05/2003
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ISSN 1668-1002 / info