Estigmas inenarrables en la literatura contemporánea.

Gustavo Lespada
Universidad de Buenos Aires

1. Introducción: la memoria y los límites del lenguaje

A pesar de que hoy contamos con un panorama abarcador respecto de la coyuntura histórica en que fue perpetrado el genocidio que conocemos bajo el inadecuado nombre de “holocausto” durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los historiadores suelen coincidir en que no existe ninguna estadística capaz de dar cuenta de los desgarramientos infringidos al tejido cultural y los imaginarios sociales, ni evaluar la magnitud del daño irreparable que el nazismo provocó a la humanidad. Basta leer los testimonios de los sobrevivientes de los campos de exterminio para tomar contacto con la desmesura, con el desquicio de todo parámetro ético, con todo lo que el horror tiene de inabarcable para la comprensión humana. En su libro Lo que queda de Auschwitz, el filósofo Giorgio Agamben interroga los agujeros negros del exterminio, las condiciones de posibilidad –o de imposibilidad- de todo aquello que ignoramos, lo que él llama “las lagunas” del testimonio, sobre todo respecto de la circunstancia extrema de esos despojos totalmente alienados y quebrados que en la jerga del campo se denominaban “musulmanes”. Estos seres hundidos “a los que nadie quiere ver”, producto del experimento más ultrajante donde caduca toda moral, paradójicamente constituyen los verdaderos testigos integrales que, por su condición irreversible, no pueden brindar ningún testimonio.[1]

Theodor Adorno sostenía que el conocimiento racional es a veces un instrumento insuficiente, que hay aspectos de la realidad que resisten todo intento de explicación. Cuando el sufrimiento resulta trasvasado en conceptos se enmudece, se esteriliza, se atenúa: el concepto es catártico. En una época de horrores incomprensibles como los perpetrados por el nazismo –dice el teórico de la Escuela de Frankfurt- quizás sólo el arte pueda acceder a la verdad.[2] Y en su primer libro, apenas liberado de Auschwitz, Primo Levi afirmaba que la lengua no tenía palabras que expresaran la destrucción de un hombre. Si los campos eran una gigantesca y perversa maquinaria planificada para convertir millones de hombres en alimañas con la finalidad de simplificar su exterminio, resulta coherente que la articulación del lenguaje humano sea incapaz de dar cuenta de semejante regresión. Sin embargo escribe, con el compromiso ineludible de que el conocimiento y la difusión contribuyan a que estas atrocidades no se repitan.[3]

Existe un antagonismo irreductible entre esta necesidad de crear conciencia acerca de la peligrosidad del fascismo mediante las palabras –necesidad que suele ahogarse en el límite de lo inefable-, y la distorsión repugnante y obscena que el Tercer Reich imprimió al lenguaje. Las torturas y los crímenes practicados en los cuarteles de la Gestapo eran registrados y clasificados en forma detallada y minuciosa. En un ensayo de 1959, George Steiner caracteriza con lucidez implacable la corrupción llevada a cabo por los nazis en la lengua de Goethe y Thomas Mann. Cuerpo y lenguaje fueron uno en el martirio: El Idioma fue utilizado para incorporar a su sintaxis lo infernal, usado para destruir lo que de hombre hay en el hombre e instaurar en su conducta lo propio de las bestias. Porque los lenguajes son organismos vivos que también pueden experimentar el sufrimiento y la mutilación, como sucedió en este caso en que fue trasmutado –parafraseando a Steiner- en un bramido acompasado por un millón de gargantas y botas implacables, donde las palabras perdían su significado original y adquirían acepciones de pesadilla. Jude, Pole, Russe vinieron a significar piojos con dos patas, bichos pútridos que los maravillosos arios debían aplastar.[4]

Esta torpeza brutal con que opera el fascismo también ha sido caracterizada por Hannah Arendt como la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.[5] El lenguaje fue forzado a articular horrores inimaginables para lo cual primero fue trastocado, desvirtuado por diversos mecanismos de manipulación y bastardeo como transfiguraciones semánticas o los clisés y frases pegadizas con que el régimen bombardeaba cualquier atisbo de discursividad disidente. Resultan paradigmáticos los eslóganes ideados por Himmler y Goebbels para neutralizar los problemas de conciencia de los subordinados a la manera de esta aberrante deformación del Imperativo Categórico kantiano: “compórtate de tal forma que si el Führer te viera aprobara tus actos”. O los eufemismos como “Solución final” con el que se referían al asesinato de millones de personas en las cámaras de gas. Tenemos ejemplos más cercanos en el tiempo y el espacio: siguiendo este modelo, la fraseología del tipo “los argentinos somos derechos y humanos” con que la dictadura militar responde a las presiones internacionales por las violaciones a los derechos humanos, en la Argentina de 1979.

Diversas propuestas literarias contemporáneas han abordado el tema del nazismo y sus vinculaciones con el presente, pero a pesar de la variedad de enfoques y las diferencias formales pueden relevarse matices de concurrencia en los planteos respecto de lo inenarrable del horror, en el carácter conjetural o fragmentario del relato que ha perdido toda homogeneidad y certeza abarcadora, así como en el énfasis puesto en distintas manifestaciones del silencio y lo no dicho mediante recursos narrativos como formas de la elipsis, alteraciones en la temporalidad sucesiva, enmascaramientos, analogías y siniestras proliferaciones del doble. 

2. Manifestaciones de lo inenarrable

La idea de que el lenguaje humano no puede decirlo ni abarcarlo todo no es nueva. Para el pensamiento oriental lo inefable es la culminación iluminadora del acto contemplativo, al que arriba el sabio después de desprenderse de las limitaciones del lenguaje, sobre todo del concepto ingenuo y consecutivo del tiempo, inherente a la sintaxis. A manera de ejemplo remitimos a la célebre compilación de aforismos y sentencias atribuida a Lao Tsé bajo el título de Tao Te King (siglo VI A. C.), y a su forma de desarticular los encadenamientos silogísticos utilizando la paradoja como herramienta fundamental para evitar el razonamiento lineal y poder acceder al verdadero sentido de la vida humana. Por otra parte, mediante los koan-zen los maestros budistas enseñan las limitaciones de la lógica causal provocando una ruptura, un desfase entre la interrogación del discípulo y la naturaleza absurda de la respuesta. Más reciente, sin embargo, resulta el intento fundamental de la literatura moderna de romper las secuencias causales y la temporalidad lineal y sucesiva con el propio lenguaje, con las palabras y con el silencio.

Probablemente las manifestaciones más sofocantes del silencio sean las que se articulan con el exterminio, la constatación después de Auschwitz de que el mal absoluto no es sólo un motivo de la literatura fantástica ni el descenso al infierno una prerrogativa de los héroes homéricos. Por razones de espacio, voy a referirme a unos pocos ejemplos paradigmáticos entre las numerosas modulaciones latinoamericanas del holocausto. Empezaré por destacar Morirás lejos del mexicano José Emilio Pacheco,[6] cuya potenciación de la hipótesis y su morfología fragmentaria permiten la inclusión de múltiples aspectos del nazismo, a la vez que sus reflexiones alcanzan dimensión profética respecto de la metodología de exterminio practicada por las dictaduras del Cono Sur una década después. Efectivamente, en 1967 Pacheco estampa su advertencia: el nazi acorralado que es eme “no duda que sus servicios volverán a ser utilizados” (107).

Morirás lejos es un texto que no descansa en una estructura lineal y progresiva, todo aquí sucumbe en el esbozo como si fuera la puesta en escena de la imposibilidad de narrar. Pero esta imposibilidad de alcanzar las aristas definitivas de la forma es deliberada. Decimos que es novela porque circula como tal, dado que pese a abrevar en el testimonio no es un texto que apele al rigor de la historia ni a las ciencias sociales, aunque tenga mucho de ambas. Ficción entonces, aunque tan escuálida que carece de unidad y de personajes. Ficción descarnada y hambrienta de desarrollos más certeros o desenlaces menos ambiguos, quizás añorando la consistencia de rasgos claramente definidos y no estos espectros inciertos (eme y Alguien) que nunca terminan de cuajar. Pero no olvidemos que la literatura es la forma de decir que dice por la forma, [7] y aquí lo formal pareciera haber sido alcanzado por la devastación extrema del campo, la escritura pierde su serenidad progresiva, el formato homogéneo de la tipografía es asaltado, carcomido por espacios en blanco que disgregan toda ilusión de totalidad y transparencia. El borde abrupto y desparejo del fragmento remite a la violencia ejercida sobre cierta integridad previa, porque las construcciones verbales no pueden permanecer indiferentes a la desestructuración existencial que significó el nazismo (en este sentido leemos la frase de Adorno sobre la imposibilidad de la poesía –tal como la conocíamos- después de Auschwitz). Todo ordenamiento expositivo pareciera haber estallado, el texto mismo participa de una angustia sobreviviente urgida de dar su testimonio, testimonio que siempre remite al dolor de lo ignorado, que es un saber atravesado por un no-saber: no estamos frente al relato de una situación de acoso, sino frente a la acción de acoso de lo indecible llevada a cabo por un texto.

Por su parte, a partir de un encuentro imaginario entre Kafka y Hitler en un café de Praga en 1909, Ricardo Piglia en Respiración artificial [8] confronta el modelo del escritor contemporáneo con el autoritarismo, a la vez que introduce una reflexión cifrada sobre los crímenes de la dictadura argentina. Kafka se constituye en “el hombre que sabe oír” los proyectos abominables de aquel psicópata ridículo llamado Adolf: la sociedad convertida en una inmensa “Colonia penitenciaria” y el Estado como la maquinaria anónima del terror, en “un mundo donde todos pueden ser acusados y culpables”. La novela de Piglia nos dice que Kafka hace en su ficción lo que Hitler proyectaba hacer en la vida; la literatura anticipándose a la historia porque las palabras son un componente inseparable de la realidad material, y si “las palabras podían ser dichas, entonces podían ser realizadas”. En el momento en que el escritor agoniza en un sanatorio de Kierling (1924), el Führer se pasea en un castillo de la Selva Negra dictando los párrafos de Mein Kampf. Ambos registros se encuentran, se alternan en la página. La escenificación del dictador chillando sus planes macabros contrasta con los últimos momentos silenciosos del escritor al que la tuberculosis ha privado de la voz y apenas puede escribir para sus íntimos. En una confluencia de significados y significantes, la palabra literaria es desplazada por la amenaza de despojar de la palabra a los pueblos sometidos, de “impedirles todo aprendizaje para ahogar toda inteligencia y toda posibilidad de rebeldía”. Mientras Kafka se ahoga por la enfermedad, los chillidos de un animal aterrorizado en su madriguera introducen la marca de lo que permanece fuera del lenguaje. Porque la obra de Kafka –concluye Piglia- es aquella que se atreve a hablar de lo indecible, de eso que no se puede nombrar. ¿Qué diríamos hoy que es lo indecible? El mundo de Auschwitz. Ese mundo está más allá del lenguaje, es la frontera donde están las alambradas del lenguaje.[9]  En ese núcleo inaccesible el horror de los campos nazis se prolonga en la Escuela de Mecánica de la Armada, en El Vesubio o La Perla, y el emblemático Kafka encarna en nuestros Haroldo Conti, Paco Urondo y Rodolfo Walsh.

Resulta muy sugerente también la solución narrativa que encuentra el recientemente fallecido Roberto Bolaño en Estrella distante.[10] No se trata tanto de una novela sobre la dictadura de Pinochet –aunque también lo sea-, no es que la literatura busque al fascismo en el ámbito del referente, es decir afuera de ella, sino que hace surgir al fascismo dentro de lo literario, continuando y profundizando el gesto iniciado en La literatura nazi en América. Un teniente de la fuerza aérea llamado Carlos Wieder se infiltra en los talleres literarios de una ciudad del interior de Chile durante la presidencia de Salvador Allende, bajo el nombre falso de Alberto Ruiz-Tagle, para luego, con el advenimiento de la dictadura, dirigir personalmente a los escuadrones encargados de secuestrar, torturar y asesinar a las poetas opuestas al régimen. Este personaje que con su seducción se gana la confianza de las mujeres, que “se hacía querer” (44) y que aparece caracterizado como “un ángel” (55), nos recuerda las descripciones de Astiz cuando se infiltrara en la agrupación Madres de Plaza de Mayo. Signado por la duplicidad y la máscara Ruiz-Tagle lee sus poemas con tal desaprensión que parece que no fueran suyos (21), y a las notorias diferencias respecto de los otros jóvenes poetas tanto por su forma de hablar como por su aspecto pulcro y de vestimentas caras,  se le suma que vive solitario en una casa percibida como preparada, en la que faltaba algo innombrable –en el decir de otro personaje-, “como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda.”(17)

Anuncios y presagios se van tramando desde la proclama de “revolucionar a la poesía chilena”, no tanto por la que piense escribir sino por “la que él va a hacer” –y ese verbo en bastardilla funciona claramente como una amenaza- (25). Opera aquí la misma oposición entre fascismo y literatura que señaláramos en la novela de Piglia, con el ingrediente de que esta confrontación se plantea dentro de la institución literaria mediante promesas de cambios radicales mezclados con exabruptos vanguardistas a lo Marinetti, como si se tratara de un golpe de estado en la patria de las letras. Es la acometida de manifestaciones escritas “por gente ajena a la literatura” (143): donde un cuchillo puede irrumpir inesperadamente en un poema (23), o se describen rituales de iniciación –como los de la secta de Escritores Bárbaros- que son justamente lo contrario de una lectura reflexiva (138-139). Finalmente Wieder confirma el nuevo retorno de los brujos, dejando un rastro de desaparecidos, una constelación de crímenes expuestos como una poética del horror.

Ya como el teniente Wieder será el piloto que escribe versos en el cielo desde un avión alemán de la Segunda Guerra, exhibición de “poesía aérea” que mezcla versículos de la Biblia con referencias en clave a sus víctimas, y que hará coincidir con una macabra exposición de fotografías de cadáveres y cuerpos mutilados por la tortura. Esta exaltación de lo efímero está dada no sólo desde lo explícito de las imágenes desgarradoras del exterminio o de los versos-consignas que glorifican a la muerte (89-91), sino también desde la forma de la escritura de humo que enseguida se disgrega en el cielo y la fugacidad de la exposición cuyas fotos los agentes de Inteligencia procederán a requisar rápidamente previo inventario de todos los que asistieron a la fiesta (99). Estos actos de barbarie e intimidación presentados como simulacros artísticos se revelan justamente como lo opuesto a la trascendencia y perdurabilidad del acto estético.

Por último quiero referirme a Las cartas que no llegaron[11] del uruguayo Mauricio Rosencof, que probablemente sea la más conmovedora. Mauricio Rosencof, líder tupamaro, fue uno de los rehenes que la dictadura uruguaya (1973-1985) mantuvo durante doce años en cautiverio bajo amenaza de muerte, sometido a todo tipo de torturas y vejámenes, simulacros de ejecuciones, encapuchado, incomunicado, obligado a padecer la sed hasta el extremo de llegar a beberse los propios orines. En esta novela sobre la cárcel, tramada desde la incertidumbre y la carencia sin apelar nunca a explicaciones realistas, la configuración del narrador principal contiene evidentemente datos de la experiencia del autor, pero estos ingresan en el texto depurados con diversas técnicas de selección, fragmentación y montaje, enhebrados por mecanismos analógicos y metafóricos, es decir, sometidos a un procedimiento simbólico complejo que les confiere status literario fortaleciendo además su eficacia en tanto testimonio. Dividida en tres partes, en el primer capítulo se recupera la infancia del narrador en Montevideo, con la intercalación de cartas apócrifas de los parientes judíos desde Polonia. Pero no se describen las peripecias desde la perspectiva del adulto preso, sino que el procedimiento se introduce, se focaliza en el niño, reproduciendo los mecanismos asociativos con la frescura y las incongruencias propias de la edad. En contrapunto con las vivencias infantiles se intercalan las cartas que esperaba su padre y que nunca llegaron. Desde la instalación de la Gestapo en Polonia, los trece fragmentos narran las penurias de sus protagonistas durante la reclusión del gueto de Varsovia hasta ser deportados y reducidos al campo de Treblinka. Una actitud de resistencia progresa desde la fantasía o el humor negro hasta desembocar en el grito, ese grito que es la expresión reconcentrada del último vestigio de dignidad humana –como dice Rosencof-, ese grito “que cruza los aires como un pájaro sin cuerpo” (31). El grito es una manifestación de lo inexpresable, de la incapacidad del lenguaje para articular el dolor. Ahora bien, el grito, en tanto denota una ausencia de formulación no difiere del silencio, también es un vacío, una falta, aunque estentórea. Pero en todo caso se trataría de un silencio que no acata: el grito es un silencio que se rebela revelando su condición silenciada, su imposibilidad de decir.  

La contaminación entre ambos registros en esta primera parte, evidencia la forma en que el holocausto flanquea al niño montevideano tanto como el terrorismo de estado al adulto: entre estos dos sistemas represivos se proyecta una vida, entre ambas alambradas la narración cava su trinchera. La ficción que ocupa el vacío epistolar, esa ausencia donde la muerte ejerce su dominio (anunciada desde el título de la novela), transforma ostensiblemente la anécdota familiar en una síntesis de la Historia. En la ausencia de las cartas se inscribe la pérdida, el vacío que nos remite al exterminio, pero también negándose su existencia se afirma el derecho de la ficción a ocuparse del tema. Y es que la ficción no es lo opuesto a la verdad, ni siquiera incompatible con ella, por el contrario, debemos pensarla como un componente insoslayable y constitutivo de la realidad humana.

Las ficciones son agentes del cambio a la vez que formas de descubrir cosas, como señalara con lucidez Frank Kermode: necesitamos y suministramos ficciones de concordancia, relatos que nos brinden el amparo de la congruencia frente a la intemperie del caos. Pero también, en tanto invenciones autoconscientes, se oponen a los mitos, entendidos estos últimos como ficciones reificadas –es decir, naturalizadas con fines ideológicos- de pretensiones unívocas e inalterables.[12] Contrariamente al dinamismo de las ficciones que nos enseñan acerca de la vida y se renuevan conforme a las necesidades de los hombres, los mitos se consolidan como agentes conservadores de la dominación. Los deportados a los campos resisten con ficciones y todo tipo de refugios de la memoria al mito nazi del antisemitismo, de la misma forma que nuestro personaje-narrador resiste la tortura y el aislamiento conversando con su padre o tocando un violín imaginario.

El agujero narrativo alcanza su máxima expresión en la última parte de la novela, en torno a una palabra en posible caldeo o arameo que le ha dicho el padre pero que nunca aparece escrita. Se menciona su significado como el de una invitación a compartir el alimento y el calor familiar, se la trasmite clandestinamente a través del muro carcelario mediante una clave morse, pero nunca se materializa ante nuestros ojos. La Palabra no está dicha porque surge en condiciones irreproducibles y evidencia mediante la forma informe de la elipsis —sin nombrarse, nombrando- lo intransferible del dolor y del crimen, de la misma manera que se alude a la tortura sin mencionarla. La desaparición de personas suscita la desaparición de la palabra. Y esto nos devuelve a la dimensión de lo inefable del lenguaje.

Pareciera que es en la referencia oblicua, en el rastro latente, en la excrecencia inasimilable por donde se accede a la verdad, una verdad que no sea mera tautología, es decir, la que nos provoque un conocimiento capaz de modificar aunque sea en algo nuestra circunstancia. Como si lo trascendente residiera en el margen, en lo más ínfimo. La producción estética procede como el automovilista de cualquier gran metrópoli que circula con la mirada centrada en el tránsito de adelante pero dependiendo de su visión periférica –sin la cual se expondría a innumerables accidentes- para su desplazamiento. En la sombra hay una reserva estimulante de caracteres recesivos, no evidentes, de ambiguas manifestaciones. Es esta lateralidad, esta presencia acechante del borde tenebroso lo que hace de la literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio. De este silencio también depende la opacidad necesaria para que no se agoten los sentidos de la obra, para que nunca esté dicha la última palabra. 

Buenos Aires, octubre de 2003


[1] Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pre-Textos, 2000 (41-89) .

[2] Véase: Theodor W. Adorno, Teoría estética, Barcelona, Hyspamérica, 1983, p. 33.

[3] Véase Primo Levi, Si esto es un hombre [1947], Barcelona, Muchnik, 1995, p. 28 y 208.

[4] George Steiner: “El milagro hueco” en Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 2000, pp. 127 y 128.

[5] Ver Eichmann en Jerusalén (1963), Barcelona, Lumen, 1999, p. 382.

[6] José Emilio Pacheco, Morirás lejos [1967], México, Joaquín Mortiz, 1991.

[7] Maurice Blanchot: El libro que vendrá, Caracas, Monte Avila, 1991, p. 57.

[8] Ricardo Piglia: Respiración artificial, Buenos Aires, Sudamericana, 1980.

[9] Véase Respiración artificial, obra citada, páginas 237 a 272.

[10] Roberto Bolaño: Estrella distante, Barcelona, Anagrama, 1996.

[11] Mauricio Rosencof, Las cartas que no llegaron, Montevideo, Alfaguara, 2001.

[12] Frank Kermode, El sentido de un final [1967], Barcelona, Gedisa, 1983 (pp. 46-49).

 

 

Copyright Notice: all material in everba is copyright. It is made available here without charge for personal use only. It may not be stored, displayed, published, reproduced, or used for any other purpose whatsoever without the express written permission of the author.

This page last updated 11/05/2003
visits
ISSN 1668-1002 / info