Por Fabián Banga
Saturnalia, la fiesta romana del solsticio de invierno, se celebraba siempre a mediados de diciembre de cada año. Si bien no se ubicaba exactamente en una fecha exacta, se la asocia generalmente con el 17 de diciembre. Para ser exactos no era una fecha sino más bien un festival que duraba varios días, hasta una semana. Estos meses fríos eran los más oscuros del año ya que en el hemisferio norte es invierno. Era fecha de celebración en Roma, considerada sagrada y buena oportunidad para visitar amigos y ofrecerse regalos. Los obsequios más comunes eran las velas de cera (cerei), todo esto en conexión directa con la luz y la esperanza del retorno de tiempos más luminosos y cálidos. Eran los tiempos de la oscuridad, del frio y dureza propios del invierno, y de la necesidad metafísica y espiritual de aquellos antepasados que buscaban en el ritual, el ánimo de esperanza de los ya anticipados mejores climas del verano. Saturnalia no fue el comienzo de este tipo de ritual, los romanos lo tomaron de celebraciones más antiguas, algunas ya celebradas en el neolítico. Ejemplo de esto se puede ver en Kronia, en Grecia (quizás ésta de la que más tomaron los romanos), las celebraciones de Osiris en Egipto, Zagnuk en la Mesopotamia y Yule entre las tribus germánicas. En América también se encontraban celebraciones similares en el hemisferio norte como el caso de Soyal entre los Hopi y Zuni de Norteamérica. En el sur tenemos ejemplos similares en junio como We Tripantu entre los mapuches. Este último con ideas similares relacionadas con la angustia del día más oscuro del año y la vuelta del sol y los días más cálidos. Muchas de estas celebraciones, sobre todo las de origen europeo, tenían un común denominador, el uso del fuego y antorchas para conmemorar la lucha de las fuerzas de la luz contra las tinieblas heladas típicas del solsticio de invierno. En este ritual los hombres ayudaban en sus rituales a los dioses a luchar contra esas fuerzas de la oscuridad. Siempre al final de diciembre, comienzo de enero. Para nosotros en el sur, esa fecha se ubicaría al otro lado del calendario.
El fuego en el invierno, y el concepto de antorchas pareciera ser que se asocia siempre, en este contexto, con el concepto de la esperanza y lucha. En la oscuridad del invierno, en el desaliento de los días oscuros, la antorcha puede simbolizar esa lucha primaria por la conquista de nuestro destino. El visualizar tiempos mejores nos da ese regocijo interno de que las cosas van a mejorar. La estatua de la libertad enarbola una antorcha. Los juegos olímpicos se inauguran con antorchas. En algo más criollo y palpable, en la Argentina, el pueblo despidió y al mismo tiempo recibió en su entrada a la inmortalidad a Eva Perón decorando la ciudad con aquella legendaria marcha de antorchas. Esa lucha, que ella misma se encargó de contener en su propio destino, pareciera repetirse como en toda ceremonia mística en esa simbólica marcha de antorchas todos los 26 de julio conmemorando el aniversario de su muerte. La gente, al recrear esa primera marcha de antorchas, pareciera trasladar el evento a un espacio de trascendencia que supera el mismo acontecimiento histórico, proyectándolo a un plano de lucha primaria. Es interesante ver como Eva Perón, se encargó de remarcar siempre que su lucha no era tema personal, sino solamente entendible dentro de esa pugna netamente de clases que ella vivió personalmente y no ignoró hasta el final de su vida.
Se ha argumentado mucho contra Evita insistiendo en que en todo el devenir de los años en los que el Peronismo estuvo en el poder, su figura estuvo circundada de un significativo ego propio. Es interesante mostrar que esa tesis trae de por si un contraargumento implícito. Primero, lo que siempre se ignora en ese argumento es que Eva Perón trasciende el fenómeno personal en muchos niveles. Si Eva Perón fuera Evita por voluntad personal, ese lugar hoy sería ocupado por más de una actriz o figura nacional. Evita es mucho más que la figura histórica. Segundo, esa acusación, en la medida que su historia y persona estén enmarcados en una constante lucha de clases, el tratar de excluir a Evita de un espacio de poder implica entre otras cosas un mensaje clasista. Porque ese cuestionamiento de pertenencia va a automáticamente desenmascarar el profundo y vetusto clasismo que infecta nuestra historia desde el siglo XIX. No se le perdona su lugar de madre de la patria, y abanderada de los humildes, no por su condición de mujer o por su ideología, sino por sus linajes. Las elites oligárquicas le recordaban constantemente sus orígenes obviando por ejemplo que su padre biológico era un terrateniente. El enfoque está siempre en su previa pobreza e ilegitimidad. La oligarquía insiste en su exclusividad no por una razón de protección personal, sino porque su realidad se funda desde la exclusión. A Evita nunca le perdonarán que no supo respetar esa lógica excluyente.
Afortunadamente, Eva Perón, Evita, es algo inevitable, ya escrito en la historia y gloria arrebatada por las masas trabajadoras a las élites dominantes. Se acusa al peronismo de salvaje y de transgresor. Términos como desestabilizador o de “larga agonía” por uno de nuestros grandes historiadores. Quizás sea así, pero esa agonía no la comenzó la clase trabajadora. Si nuestra historia no estuviera tan cargada de falta de dignidad, no hubiéramos necesitado un peronismo y quizás nuca hubiéramos tenido una Evita. Eva Duarte pasa a ser Evita no porque ella lo quisiera, sino por decisión de los trabajadores argentinos. No hubo un plan macabro, neo nazi o fascista como algunos intentaron prefabricar. Cuando algunos proponían una asociación entre la procesión de antorchas de 1952 con la marcha de los Nazis en Alemania, habría que aclararles que si el Peronismo hubiera sido el Nazismo, la Recoleta sería hoy en día una pila de cenizas y la Sociedad Rural un museo. Hay un gran miedo evidente para con el peronismo, un miedo profundo que se genera al ver un pueblo movilizado. Ver en la calle a aquellos que no tiene nada que perder, porque ya lo han perdido todo, inspira un temor para con aquellos que fundaron su riqueza sobre el dolor de los trabajadores. Ese miedo me atrevería a afirmar, se lo personificó en la figura de Evita. Tenían que demonizar esas antorchas. Hay una trascendencia primaria y una culpa en condenarla. Era el mismo miedo que inspiraban figuras como Malcolm X o Gandhi. Representaban años de opresión y desquicio. Y ahora esa opresión venia a cobrarse esa injusticia y transgresión previa.
Pero quizás nuestro país esté entrando en una nueva etapa, y de alguna forma abandonando un solsticio histórico. Una era más democrática, más justa quizás se esté aproximando. Porque no hay nada de democrático en la fragmentación de clases y apropiación del poder y los recursos. ¿Qué puede haber más violento y salvaje que la explotación de los trabajadores a merced de la riqueza de unos pocos? Nada nuevo hay en todo esto. Este tipo de lucha pareciera ser atemporal, nunca pierde su actualidad. De la misma forma la lucha de clases lamentablemente tampoco pierde vigencia con el pasar de los años. Un país no es más democrático porque lo bendiga un periódico comprometido con las élites en poder. Porque lo diga el Washington Post o Le Monde un país no es más justo o soberano. La democracia se mide por el poder participativo y de movilización política de sus habitantes. En este marco, esas antorchas hoy enarbolada por nuestros jóvenes son el símbolo de la lucha de un pueblo alumbrando el camino en este simbólico frio de Julio. Como así ese solsticio de 1952 despojara a La Nación de su líder natural, en este invierno del 2010 su profético volver en millones parecía comenzar a tomar forma.